Telépolis

martes, 10 de enero de 2023

Berlín

 

En los cinco días que duró nuestro viaje sólo nos dio tiempo a conocer el antiguo Berlín Oriental. En la Isla de los Museos dimos varias vueltas alrededor del busto de la reina Nefertiti, entramos en Babilonia por la espectacular Puerta de Ischtar y contemplamos sobrecogidos las pinturas de Caspar David Friedrich; el altar de Pérgamo sólo se puede ver en los catálogos de la tienda oficial del museo por las obras de acondicionamiento. Recorrimos la Unter den Linden, la avenida más famosa de Berlín y sus tesoros monumentales; inversamente me llamaron la atención los bloques de apartamentos con ventanas simétricas y aspecto sombrío que forman parte de la herencia urbana de la etapa comunista a partir de los años sesenta cuyo resultado fue la industrialización de la construcción mediante bloques e incluso viviendas prefabricadas. Muchas han sido adquiridas por el Gobierno y reconvertidas en oficinas, locales de empresas o firmas de consultoría, aunque todavía quedan pisos con contratos de alquiler de renta antigua ocupados por los antiguos inquilinos o sus herederos subrogados. Junto a estos inmuebles anodinos, incoloros, puedes encontrar edificios señoriales de estilo ecléctico, recargados, propios del clasicismo formal de la arquitectura socialista donde residían los altos dirigentes y miembros del Comité Central del Partido. Colmenas y palacetes en la misma calle donde se igualan las clases sociales (que según la propaganda oficial no existían). Por supuesto recorrimos la Friedrichstraße, la céntrica calle comercial de Berlín con los escaparates de las mejores firmas, admiramos la fachada y la original distribución interior de las Galerías Lafayette, un toque de elegancia mediterránea en el austero paisaje urbano. También nos detuvimos en el Checkpoint Charlie, el paso fronterizo más famoso entre las dos Alemanias: los VoPos disparando contra los que intentaban sortear las alambradas, las novelas de John Le Carré, los intercambios de espías, Berlín y Bonn, la guerra fría… Acabamos en la renombrada Alexanderplatz, ubicada en el centro de Berlín, que recuerda la novela de Alfred Döblin escrita en 1928 y la excepcional adaptación que R.W Fassbinder hizo para la televisión. Había una exposición de carteles sobre cuadros del Museo del Prado.

Un sobrino paterno del coronel Abengoa, mi viejo amigo, vive desde hace quince años casado con una berlinesa. Tienen una casa en Potsdam, una ciudad alemana próxima a Berlín donde se reunieron los jefes de Estado aliados al finalizar la guerra para decidir el futuro de Alemania. Durante nuestra estancia en Berlín los llamé la víspera de la vuelta para invitarlos a degustar el Apfelstrudel con nata y unos cremosos cappuccinos en el reconstruido Hotel Adlon en la Pariser Platz, en las inmediaciones de la Puerta de Brandeburgo. Sin embargo, la charla de sobremesa derivó (hay ciertas confirmaciones del determinismo social) hacia la persistencia en el pueblo alemán de un fuerte sentimiento de culpa por lo ocurrido durante el nazismo, un arquetipo convocado por los sesenta millones de muertos entre los combatientes y las víctimas civiles de ambos bandos, los campos de concentración, el asesinato de seis millones de judíos, la destrucción de las ciudades alemanas por la aviación aliada como venganza, el reparto del territorio alemán por los vencedores en humillantes zonas de ocupación, el muro de la vergüenza.

- El ascenso irresistible del nacionalsocialismo, opinó el marido, más beligerante, no hubiera sido posible sin la implicación masiva del pueblo alemán; no se trató de la pesadilla de una clase política emergente dirigida por unos líderes fanáticos, sino de un proyecto nacional cuyo propósito fue levantar un imperio paneuropeo bajo las banderas del fascismo (y aquí el término no es un insulto). Al acabar la guerra, prosiguió, se cambiaron los nombres de muchas calles, plazas, parques, estatuas y edificios, pero la mayoría de los poderes estaban infiltrados cuando no controlados por antiguos nazis. Jueces, policías, clérigos, políticos, militares, empresarios, directores de bancos… Resultó imposible depurarlos. Muchos acusados de primera, segunda y tercera fila utilizaron las llamadas rutas de escape a España y Argentina donde se reorganizaron para mantener vivas las antorchas del Tercer Reich. Incluso se integraron en los servicios de inteligencia del franquismo y del peronismo, como narra Almudena Grandes en sus galdosianos Episodios de una guerra interminable. Las autoridades alemanas no colaboraron, incluso interfirieron, en la detención de antiguos jerarcas nazis hasta el punto de que para capturar al criminal de guerra Otto Adolf Eichmann (“el arquitecto del Holocausto”), Fritz Bauer, el fiscal general del Estado de Hesse en Alemania Occidental, que era judío, recurrió al servicio de inteligencia israelí (El Mossad) para evitar la intromisión de la policía y los jueces alemanes. La película Operación final (2018) de Chris Weitz describe con detalle la operación completa desde la localización y el secuestro de Eichmann en Buenos Aires hasta su juicio en Israel, donde fue condenado a la horca. El proceso de desnazificación que comenzó con los Juicios de Nuremberg ha ido siempre a contracorriente y quizás no ha terminado, como han puesto de manifiesto ciertos hechos recientes. Me refiero a la fallida conspiración de grupos neonazis armados para asaltar el Parlamento. La conquista de la democracia en Alemania ha sido y es un proceso lento y difícil.

- Hay países europeos, intervino ella más indulgente, con una memoria histórica excesiva y otros recortada, afirmó. Por supuesto, Alemania se cuenta entre los primeros, España entre los segundos. Actualmente Alemania es una de las democracias más completas de la Unión Europea y la primera potencia económica. El sentimiento de culpa que ha interiorizado al pueblo alemán se debe a la revisión permanente de los crímenes nazis en libros, películas, documentales, congresos y exposiciones, lo que ha propiciado la formación de una mentalidad culpable en unas generaciones que deben sentirse definitivamente absueltas de los horrores que otros perpetraron. Al revés, en España ha habido una corta memoria histórica. Sobre todo, de la posguerra. Se ha producido una reconciliación incompleta con fecha de caducidad entre las dos Españas enfrentadas en la Guerra Civil. El proyecto de una transición consensuada para restaurar los derechos y libertades civiles mediante una constitución plenamente democrática fue una necesidad histórica. Y se hizo. Pero la memoria emocional, recurrente, se trasmite de generación en generación, de padres a hijos, de forma consciente e inconsciente y las heridas siguen abiertas. El resultado es un abismo entre dos visiones incompatibles, refractarias al diálogo y a los argumentos. Cualquier discrepancia política deja de centrarse en la cosa, se personaliza y termina en bronca. El Congreso de los diputados es un reflejo de esa patología social. De ahí la penosa polarización actual entre esas dos Españas que se acusan mutuamente de intentar un golpe de Estado institucional.

Al salir del hotel los cuatro visitamos el monumento del holocausto formado por 2.711 bloques de hormigón de diferentes alturas en memoria de los judíos asesinados en Europa; y el Reichstag, sede del Parlamento alemán: subimos por las rampas en espiral hasta el vértice de la impresionante cúpula de vidrio diseñada por Norman Foster. La luz solar que la envuelve con una vista espectacular de 360 grados rompe con los fantasmas tenebrosos del edificio neobarroco, tanto del totalitarismo hitleriano como del estalinista; una construcción de futuro símbolo de la reunificación alemana y de la trasparencia institucional (los debates parlamentarios pueden ser vistos debajo de la cúpula) de uno de los grandes foros democráticos del mundo. Con lágrimas en los ojos contemplamos la ciudad y nos abrazamos.

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