Los debates
entre los líderes de los partidos políticos es uno de los momentos estelares de
una campaña electoral que suele durar cuatro años. ¿Se han fijado? Al día
siguiente de las elecciones, incluso la misma noche, la leal oposición y sus
apoyos mediáticos inician los primeros escarceos contra el gobierno entrante. Un
fantasma recorre Europa: el golpe de Estado permanente, denunciado
por François Mitterrand a mediados de los sesenta y que el mismo aplicó en los
largos años de su presidencia. Por lo demás, es evidente dónde surgió esta turbia
manera de entender la democracia y cuáles son sus principios: deslegitimación,
negacionismo, populismo, militarismo, posverdad… Pero volvamos al
tema.
El único punto
en que coinciden las encuestas maquilladas de la prensa plural (el cliente
siempre tiene la razón) es que los debates, sobre todo los dúos, influyen
en la jugosa bolsa de indecisos que dicen no saber cuál es la papeleta que
introducirán en la urna, si es que se acercan a su colegio electoral con la
pinza en las narices. Hay que persuadir a los votantes del centro, sin
que nadie sepa a ciencia cierta qué significa el término. En realidad, la
mayoría de las personas tiene opiniones puntuales sobre cuestiones concretas.
Cada individuo es el centro circunstancial, interesado y contradictorio de sí mismo. El
resto es iglesia.
Los índices de
audiencia confirman que los debates electorales nos interesan, pero no por lo
que se dice, lo sabemos de sobra, sino por cómo se dice, a saber, la
confrontación tormentosa con los nefastos contrarios y la distancia sutil con los
afines, probables socios, que les rapiñan los votos. La transversalidad,
disfrazarse de lobo con piel de cordero, es otra de las estrategias del
bipartidismo para confundir al rebaño. O los bochinches de la geometría variable. Cuando cesa la contienda todos
consideran que han ganado, mientras los periodistas de cada televisión aplauden
desde su pesebre cuando se enciende la bombilla.
Si el debate se
convierte en un quinteto desafinado resulta curioso el pretencioso escenario kitsch
del medio que lo organiza y lo pomposos que se ponen los moderadores con las
normas y los tiempos. Cuando oímos la lista de los temas propuestos, un bostezo
nos abre la boca. Nos convencemos, hipócritas, de que lo importante es el
contenido de las intervenciones, la sustancia, el análisis, pero lo
cierto es que nos encantan las mentiras de libro, el escándalo tapado, las
promesas incumplidas y el ventilador en marcha. O la malévola foto de uno de
los candidatos cuando era más joven rodeado de indeseables. O el fotomontaje
puño en alto del ahora grueso expresidente en su finca tras franquear unas
cuantas puertas giratorias. Nos regocijan las declaraciones mitineras de
los presentes con la boca en llamas que ahora les rebotan en la cara. Simples malentendidos sacados de contexto (se justifican) y, de paso, nos toman por
tontos. Nada serio comparado con los graves infundios del otro. Los asesores toman notas a vuelapluma para aplicarles la cultura de la cancelación en tiempo real. Por contra, nos
fastidian las tediosas explicaciones de los gráficos de Excel con estadísticas caseras
y promesas que parecen sacadas de un sermón dominical. Si tuviera
tiempo refutaría las gruesas falacias lógicas que sobrevuelan el espacio
minimalista del evento. Los indecisos son una parte del cuerpo electoral, otra
los que votan mecánicamente al mismo partido desde 1977. Para estos, el debate
es un remedo de la orwelliana Semana del odio de 1984 en la que
los ciudadanos deben sentarse frente a la telepantalla durante un tiempo para
maldecir a los que socaban la nación. Los jóvenes que alcanzan la mayoría
de edad dividen el voto en dos líneas paralelas: los que siguen la recta o
torcida tradición familiar y los que mandan al infierno a los que han contribuido
a frustrar las aspiraciones de una generación perdida. Hay que votar, participar en la fiesta de la voluntad general, quedarte hasta las tantas
para seguir el resultado de las elecciones y apurar en días sucesivos la
emocionante violencia intrafamiliar con la señora, hijos, cuñados y suegros. Nosotros
o el caos repiten los líderes en el minuto de oro, el caos, el caos,
gritamos en memoria del gran Chumy Chúmez.
Deus ex
machina. ¿Podría la Inteligencia Artificial sustituir a los integrantes de
un debate electoral? De entrada, la información que acumula un ChatBot de IA sobre
cualquiera de los temas propuestos es infinitamente superior a la de todos los
participantes juntos. Habría que introducir en el sistema los programas
detallados de los partidos para evitar un mero planteamiento
tecnocrático. Por supuesto, la prehistoria, historia e intrahistoria de cada grupo
parlamentario. Y los innumerables parámetros relevantes en el procesamiento
final de la información. Una vez cebada la máquina hasta el último detalle
(no entiendo gran cosa), los ingenieros programan el algoritmo consensual de la verdad basado en la teoría de que una propuesta es verdadera cuando es susceptible de alcanzar
el acuerdo completo de una comunidad ideal de interlocutores racionales, los
cuales, desde su competencia argumental, dialogan en sentido fuerte a partir de
una posición libre de supuestos y de acuerdo con las reglas de la lógica formal,
informal y aplicada. El debate cuántico es el método para alcanzar
cooperativamente un conjunto de razones suficientes, aceptadas por
consenso, sobre un problema... Millones de operaciones por
milisegundo. Cuando el proceso concluye con una suave melodía, apretamos
el botón y se vuelca el resultado: posiblemente cientos de páginas en perfecto orden
de lectura. O una que diga sin matices: Ciudadanos, sólo tres palabras, ¡Que Os Den!
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