Ha habido muchos
tipos de salas de cine: los cineclubs universitarios, las salas de arte y
ensayo, la Filmoteca Nacional, las salas X, las salas de estreno, los cines de
barrio, los multicines, los cines IMAX, los cines Megaplex, los autocines, los
cines al aire libre… no sé si me dejo alguno. Durante un tiempo fueron
tendencia las películas en 3D. Te daban unas gafas que al salir depositabas en un
cajón. Seguramente las habían usado docenas de personas durante días. Mi única
experiencia con el 3D fue en un IMAX durante una actividad extraescolar con
alumnos de Bachillerato. Muy desagradable. Varios dinosaurios se te echaban
encima con las fauces rugientes. Unas filas detrás, un grupo de niños de
primaria (¿a quién se le ocurriría la brillante idea?) aullaron despavoridos, algunos
salieron al galope con los maestros detrás, otros, paralizados de terror,
lloraban sin consuelo. ¿Qué les contarían a sus padres? Probablemente nada. Me
regalaron por mi cumpleaños las gafas 3D para televisión y la película Avatar.
La verdad es que no era para tanto ni las unas ni la otra. La moda pasó con más
pena que gloria, aunque la tecnología Meta parece haber retomado el
invento.
Lo cierto es que
el cine analógico de butaca, olor a humanidad y palomitas, aunque sobrevive languidece. Las salas
de cine, sea cual sea su modalidad, son un espacio social en declive por más abonos,
días del espectador y subvenciones que pretendan reflotarlo. Es abrumadora la
competencia con las plataformas de pago. Muchas salas cerraron para siempre
durante la pandemia, mientras que las suscripciones a las plataformas crecían. Hay
películas de estreno en sala que a las dos semanas están en pago por visión. Especialmente
las ganadoras de los óscar, globos de oro, premios Goya y festivales de moda. Las
grandes productoras invierten en productos dirigidos a la televisión. Por lo
demás, la oferta de series, películas y documentales es prácticamente
ilimitada.
He disfrutado del
cine en casi todas las salas, pero hay tres de las que tengo un recuerdo especial.
Los últimos cursos de carrera viví en el Colegio Mayor San Agustín. Tuve la
suerte de formar parte del equipo directivo del cineclub, uno de los mejores,
lo digo con modestia, que había en la Complutense. En gran parte porque
disponía de una amplia sala, una generosa pantalla y una cabina de proyección
moderna. Además, contamos con el apoyo inicial de la Dirección para sacar adelante el proyecto. Después nos financiamos, incluso logramos unos beneficios que nos
permitían contratar películas más exclusivas. Sin renunciar a la calidad,
evitábamos las indigestas de arte y ensayo que espantaban al público. Pasábamos,
por ejemplo, Amarcord, pero no la gilipollesca El año pasado en
Marienbad. Cada domingo por la tarde completábamos el aforo. El equipo
constaba de un tesorero (alumno de económicas), un diseñador de los carteles
anunciadores (alumno de arquitectura), dos proyeccionistas (alumnos de
ingeniería), dos cinéfilos que proponían las películas (alumnos de
Bellas Artes) y un bibliotecario (alumno de Filosofía). Una furgoneta
del Colegio se hacía cargo de la recogida y devolución de los rollos de
celuloide a la distribuidora. Los contratabas por veinticuatro horas; si el
lunes no los habías devuelto tenías que pagar un día más. Colaboré en la
creación de una biblioteca básica y fui el encargado de la redacción de la hoja
con la ficha técnica de la película y un comentario que se entregaba al entrar.
Algunas críticas revisadas las he incluido en un estante del blog. Varios asistíamos con demasiada frecuencia a la Filmoteca Nacional, el Cine
California, en la calle Andrés Mellado. Acabamos empachados de copias en blanco
y negro subtituladas. Los estudios se resentían. En mi caso dedique durante
tres cursos tanto tiempo a la historia del cine como a la historia de la
filosofía.
Rebobino. Tengo un recuerdo imborrable del cine de verano en Cuenca. Cursaba el Bachillerato en el instituto Alfonso VIII hace océanos de tiempo. Se llamaba el Cine Palmeras, en la calle José Cobo y hace decenios que es historia antigua de una ciudad que ya no existe, como nosotros. La sesión comenzaba con la fresca a las diez de la noche en un patio arbolado, con filas de sillas de madera sin numerar por lo que convenía ir con tiempo para coger sitio junto a los amigos. Entradas asequibles. Nuestros padres preferían tenernos allí a buen recaudo hasta la una de la madrugada antes que andar como burros sin amo trasegando cañas o vinazo barato de tapón de plástico y volver chispados a escondidas. Comenzaba la sesión con el Nodo: el último pantano inaugurado por el caudillo y los goles del Real Madrid en Europa; a continuación, un par de tráileres de las próximas películas y un intermedio sin carteles de visite nuestro bar (no había) o prohibido comer pepitillas (uno de los alicientes del Palmeras). Era el momento de estirar las piernas, charlar con los colegas y saludar a las chicas del instituto femenino, muchas hermanas de los amigos. Luego una peli de aventuras donde los buenos son muy buenos y los malos muy malos, Sandokán, El árbol del ahorcado, o bien una española con entretenidos asuntos patrios y final feliz, Los tramposos, Las chicas de la Cruz Roja. Los comentarios picantes en voz alta y algún regüeldo con oficio eran parte de la velada. Saludables risotadas. Las palomitas eran sustituidas por la cena que nos habían preparado en casa: tarteras con tortilla de patatas, filetes empanados y pimientos fritos, todo regado con gaseosa limonera de La Eufrasia, otra marca conquense de aquellos instantes felices de la vida en provincias.
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