Telépolis

lunes, 10 de junio de 2024

Problemas del sistema educativo y 3. La disciplina

 

El origen de parte de los problemas de la enseñanza pública es la falta de disciplina en las aulas. Para entenderlo mejor me traslado por comparación asimétrica al otro extremo del sistema educativo, a la antítesis de la escuela pública, a ciertos centros privados de referencia en los que se expide una titulación equivalente a la ESO y el Bachillerato; doy por supuesto que la enseñanza pública debe cumplir una función totalmente distinta, pero algo se puede aprender. Tres muy conocidos: el Liceo Francés, el Instituto Británico y el Colegio Alemán. En todos hay una forma de entrar y tres de salir (dicho sea de forma eufemística): para entrar a los 11-13 años debes acreditar un título de Graduado de la ESO, un nivel de competencia B2 (intermedio-alto) según el marco europeo de las lenguas, superar unas pruebas de asignaturas troncales para revalidar el título de Graduado (no se fían) y una entrevista en español y en lengua extranjera para conocer al alumno y confirmar el nivel de competencia B2. Obviamente sales del centro si no pagas las abultadas mensualidades, si tu rendimiento académico no es el esperado (muchos abandonan) y si das la murga, es decir, si incumples de forma reiterada las normas de un reglamento disciplinario de sentido común, que, por cierto, no es la cosa mejor distribuida del mundo, como afirmaba Descartes. En resumen, existe un principio de autoridad racional que dirige, coordina y hace que se cumplan los objetivos de la institución. Por supuesto, se trata de una educación clasista pero ahora no es el asunto que nos ocupa.

Precisamente el arduo problema disciplinario en la enseñanza pública es que no existe un principio sólido de autoridad. El organigrama de un instituto de Secundaria (Inspección de zona, Junta directiva, Consejo Escolar, Tutores, Jefes de departamento, etc.) es la única burocracia, en el sentido que le atribuía Max Weber, sin competencias o con competencias difusas, subjetivas o meramente nominales. En este marco de voluntarismo sin un soporte legal firme, los responsables políticos, aunque cubran el problema de fruslería psicopedagógica, no pueden pretender (y lo saben de sobra) que los alumnos se pongan a sí mismos las cadenas. Muchos padres son conscientes de que el profesorado de la pública está en general mejor preparado que el de la privada o la concertada, pero también saben que, aunque no sean centros exclusivos, no se producen los desórdenes públicos que descolocan al profesorado, lo sacan de su casillas e impiden que cumpla sus obligaciones. Me decía un colega de inglés (una asignatura para la vida y el trabajo) que se consideraba un jamón bien curado al que sus alumnos por culpa del desmadre disruptivo se conformaban con lamer la pezuña. Se pueden imaginar las borrascas que asolan una clase de cultura clásica o de filosofía.

Cuando un grupo traspasa ciertas líneas rojas hay varias opciones: ponerte a gritar descompuesto, rogar a los cabecillas que abandonen el aula, llamar al jefe de estudios para que “tome medidas” o amenazar con pruebas de evaluación más difíciles. Si pierdes los papeles, el silencio dura diez minutos. Si echas a los culpables, se van al patio y la escandalera se escucha en todo el centro. Si llamas al Jefe o a la Jefa de Estudios el manido sermón que les larga tres veces al día no tiene siquiera efectos secundarios. Sin duda la mejor solución es que te calles cada vez que hacen la ola hasta que el tumulto decaiga. Abstente de decir que entra en el examen lo que no has podido explicar en el tiempo de silencio. Nadie te va a respaldar; es más, las altas instancias te acabarán pidiendo explicaciones.      

Algunos ejemplos de indisciplina sacados de mi trashumancia por algunos institutos que fueron sancionados con un mes de expulsión; eso sí, con todas las garantías de seguimiento día a día para que la Asociación de Padres no se inquietase por abandono académico. Por supuesto, los implicados en los desmanes obviaron tantas facilidades. Los únicos indignados fueron los padres que al irse temprano a trabajar dejaron a su hijo roncando y, a buen seguro, con un montón de planes inquietantes en la casa y en la calle. Ahí van.

El hijo de una concejala de cultura, un alumno de anchas espaldas (como Platón) empujó bruscamente a su tutor que besó la lona tras recriminarle el acoso a varios compañeros. La excusa fue que el tutor le había levantado la voz con desconsideración.

Entre clase y clase, dos alumnos de la ESO casi desnudaron a una compañera en los lavabos; la manada trío no fue a más porque los gritos de la chica sacaron a los profesores del aula y al conserje de su siesta. Alegaron que fue ella la que los había citado, incitado y excitado quitándose la ropa.

El gracioso de turno embadurnó con un líquido incoloro, y pegajoso que se llevó del taller de su padre el sillón de la profesora de francés a punto de jubilarse. Cuando la buena señora tomó asiento y notó en sus posaderas el mejunje viscoso casi le da un ataque de nervios. Lo de menos fue la falda echada a perder. Un coro de risas acompañó la gamberrada. Fue una broma inocente, sin mala intención, nunca pude imaginar… se disculpó el torpe pintor de brocha gorda.

Por último, el más sonado. Un grupo de alumnos saltaron la tapia del instituto en horas no lectivas, se colaron en el despacho de la directora y tiraron un sofá y dos sillones por la ventana de un tercer piso. Las cámaras de entrada los grabaron y su única excusa, desde luego a tener en cuenta, fue que antes de cometer la fechoría se aseguraron de que no había nadie debajo. Los padres de los asaltantes suplicaron de rodillas a la inspección que no interviniera la policía. Todo quedó en la expulsión y apertura de un expediente disciplinario por falta grave. Papel mojado. Por el mismo precio la próxima vez tiran a la directora. 

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