El origen de parte de los problemas de la enseñanza pública
es la falta de disciplina en las aulas. Para entenderlo mejor me traslado por
comparación asimétrica al otro extremo del sistema educativo, a la antítesis de
la escuela pública, a ciertos centros privados de referencia en los que se expide
una titulación equivalente a la ESO y el Bachillerato; doy por supuesto que la enseñanza
pública debe cumplir una función totalmente distinta, pero algo se puede
aprender. Tres muy conocidos: el Liceo Francés, el Instituto Británico y el
Colegio Alemán. En todos hay una forma de entrar y tres de salir (dicho sea de
forma eufemística): para entrar a los 11-13 años debes acreditar un título de
Graduado de la ESO, un nivel de competencia B2 (intermedio-alto) según el marco
europeo de las lenguas, superar unas pruebas de asignaturas troncales para revalidar
el título de Graduado (no se fían) y una entrevista en español y en lengua
extranjera para conocer al alumno y confirmar el nivel de competencia B2. Obviamente
sales del centro si no pagas las abultadas mensualidades, si tu rendimiento académico
no es el esperado (muchos abandonan) y si das la murga, es decir, si incumples de
forma reiterada las normas de un reglamento disciplinario de sentido común, que,
por cierto, no es la cosa mejor distribuida del mundo, como afirmaba
Descartes. En resumen, existe un principio de autoridad racional que dirige,
coordina y hace que se cumplan los objetivos de la institución. Por supuesto, se
trata de una educación clasista pero ahora no es el asunto que nos ocupa.
Precisamente el arduo problema disciplinario en la enseñanza
pública es que no existe un principio sólido de autoridad. El organigrama de un
instituto de Secundaria (Inspección de zona, Junta directiva, Consejo Escolar, Tutores,
Jefes de departamento, etc.) es la única burocracia, en el sentido que le
atribuía Max Weber, sin competencias o con competencias difusas, subjetivas o meramente
nominales. En este marco de voluntarismo sin un soporte legal firme, los
responsables políticos, aunque cubran el problema de fruslería psicopedagógica,
no pueden pretender (y lo saben de sobra) que los alumnos se pongan a sí mismos
las cadenas. Muchos padres son conscientes de que el profesorado de la pública
está en general mejor preparado que el de la privada o la concertada, pero
también saben que, aunque no sean centros exclusivos, no se producen los
desórdenes públicos que descolocan al profesorado, lo sacan de su
casillas e impiden que cumpla sus obligaciones. Me decía un colega de
inglés (una asignatura para la vida y el trabajo) que se consideraba un jamón bien
curado al que sus alumnos por culpa del desmadre disruptivo se conformaban con
lamer la pezuña. Se pueden imaginar las borrascas que asolan una clase de
cultura clásica o de filosofía.
Cuando un grupo traspasa ciertas líneas rojas hay varias opciones:
ponerte a gritar descompuesto, rogar a los cabecillas que abandonen el aula,
llamar al jefe de estudios para que “tome medidas” o amenazar con pruebas de
evaluación más difíciles. Si pierdes los papeles, el silencio dura diez
minutos. Si echas a los culpables, se van al patio y la escandalera se escucha
en todo el centro. Si llamas al Jefe o a la Jefa de Estudios el manido sermón
que les larga tres veces al día no tiene siquiera efectos secundarios. Sin duda
la mejor solución es que te calles cada vez que hacen la ola hasta que el
tumulto decaiga. Abstente de decir que entra en el examen lo que no has podido
explicar en el tiempo de silencio. Nadie te va a respaldar; es más, las altas
instancias te acabarán pidiendo explicaciones.
Algunos ejemplos de indisciplina sacados de mi trashumancia por
algunos institutos que fueron sancionados con un mes de expulsión; eso sí, con
todas las garantías de seguimiento día a día para que la Asociación de Padres
no se inquietase por abandono académico. Por supuesto, los implicados en los
desmanes obviaron tantas facilidades. Los únicos indignados fueron los padres
que al irse temprano a trabajar dejaron a su hijo roncando y, a buen seguro,
con un montón de planes inquietantes en la casa y en la calle. Ahí van.
El hijo de una concejala de cultura, un alumno de anchas espaldas
(como Platón) empujó bruscamente a su tutor que besó la lona tras recriminarle
el acoso a varios compañeros. La excusa fue que el tutor le había
levantado la voz con desconsideración.
Entre clase y clase, dos alumnos de la ESO casi desnudaron a una
compañera en los lavabos; la manada trío no fue a más porque los gritos de la chica
sacaron a los profesores del aula y al conserje de su siesta. Alegaron que fue
ella la que los había citado, incitado y excitado quitándose la ropa.
El gracioso de turno embadurnó con un líquido incoloro, y pegajoso
que se llevó del taller de su padre el sillón de la profesora de francés a
punto de jubilarse. Cuando la buena señora tomó asiento y notó en sus posaderas
el mejunje viscoso casi le da un ataque de nervios. Lo de menos fue la falda
echada a perder. Un coro de risas acompañó la gamberrada. Fue una broma
inocente, sin mala intención, nunca pude imaginar… se disculpó el torpe pintor
de brocha gorda.
Por último, el más sonado. Un grupo de alumnos saltaron la tapia del
instituto en horas no lectivas, se colaron en el despacho de la directora y
tiraron un sofá y dos sillones por la ventana de un tercer piso. Las cámaras de
entrada los grabaron y su única excusa, desde luego a tener en cuenta, fue que
antes de cometer la fechoría se aseguraron de que no había nadie debajo. Los
padres de los asaltantes suplicaron de rodillas a la inspección que no interviniera
la policía. Todo quedó en la expulsión y apertura de un expediente
disciplinario por falta grave. Papel mojado. Por el mismo precio la próxima vez
tiran a la directora.
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