Telépolis

viernes, 30 de agosto de 2024

Sobre la belleza

 

La question de la beauté est secondaire en peinture, les grands peintres du passé étaient considérés comme tels lorsqu’ils avaient développé du monde une vision à la fois cohérente et innovante ; ce qui signifie qu’ils peignaient toujours de la même manière, qu’ils utilisaient toujours la même méthode, les mêmes modes opératoires pour transformer les objets du monde en objets picturaux ; et que cette manière, qui leur était propre, n’avait jamais été employée auparavant. Ils étaient encore davantage estimés en tant que peintres lorsque leur vision du monde paraissait exhaustive, semblait pouvoir s’appliquer á tous les objets et toutes les situations existants ou imaginables. Telle était la vision classique de la peinture, celle á laquelle Jed eut l’occasion d’être initié pendant ses études secondaires, et qui se basait sur le concept de figuration ; figuration á laquelle Jed devait, pendant quelques années de sa carrière, assez bizarrement, revenir, et qui devait, encore plus bizarrement, lui apporter au bout du compte la fortune et la gloire.

Jed consacra sa vie (du moins sa vie professionnelle, qui devait assez vite se confondre avec l’ensemble de sa vie) á l’art, á la production de représentations du monde, dans lesquelles cependant les gens ne devaient nullement vivre. Il pouvait de ce fait produire des représentations critiques ; critiques dans une certaine mesure, car le mouvement général de l’art comme de la société tout entière portait en ces années de la jeunesse de Jed vers une acceptation du monde, parfois enthousiaste, le plus souvent nuancée d’ironie.

Michel Houellebecq, La carte et le territoire

domingo, 25 de agosto de 2024

Turistas

 

Tras no hallar en mi último intento una aproximación convincente al significado actual del “cosmopolitismo”, de pronto intuí, sentado en la terraza del Parador de Salamanca, en que lo más afín no es el interculturalismo, ni el multiculturalismo, ni la globalización, sino la fiebre viajera que nos consume. La ocurrencia surgió mientras ojeaba la prensa a la hora del vermú. Después de la pandemia, afirmaba la noticia tras un repertorio exhaustivo de datos, se ha producido una imparable expansión a escala planetaria del turismo de masas en sus múltiples variantes.

Jóvenes por estrenar, parejas de ocasión, matrimonios treintañeros, jubilados añejos y ancianos del último viaje recorren los lugares más recónditos y exóticos. Las causas hay que buscarlas en las facilidades de contratación que permiten viajar a los confines de la tierra desde tu móvil, en la proliferación de medios de transporte (trenes, barcos y aviones) de bajo coste o en las tentadoras ofertas de los turoperadores de hoteles, pisos y apartamentos en los destinos más remotos del planeta. También en la proliferación en las plataformas digitales de documentales dedicados a mostrarnos con voces expertas las maravillas naturales y culturales del ancho mundo, nuestra única patria y morada según ellos. Cansados de los libros y las pantallas hemos decidido fotografiarlas en persona. Se ha impuesto el impulso cosmopolita de ensanchar geográficamente las fronteras de la vida; en el fondo un proyecto imposible porque cada cultura es para los nuevos viajeros, cual las mónadas de Leibniz, un espacio único, cerrado, sin ventanas al exterior, inextricable en lo esencial y en los matices. Dentro de un mes tengo previsto viajar a Sicilia con la humilde certeza de que ni la naturaleza ni la sociedad imitan al arte.  

Antes hablaba del COVID. Me atrevo a afirmar que la historia se repite: la pandemia de Peste Negra que asoló Europa entre 1347-1400 provocando la muerte de la mitad de la población contribuyó al giro radical de la visión colectiva de la vida y de la muerte que barrería la antropología medieval la cual consideraba al ser humano un mero componente homogéneo de una organización universal, la Cristiandad y de unos estamentos inmutables. El fin de la peste bubónica fue una de las múltiples puertas al sentido vitalista del Renacimiento, a la afirmación del valor supremo del individuo, único e irrepetible, y a la entrega al gozo terrenal como un fin en sí mismo. La literatura de la época recoge el tránsito hacia esa nueva mentalidad antropocéntrica y hedonista:  El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, El libro del buen amor… 

En versión prosaica: el dinero es para gastarlo, polvo somos y no tiene sentido ser el muerto más rico del cementerio. Carretera y manta. No obstante, la avalancha de turistas, a pesar del río de oro, tiene también sus conflictos e inconvenientes. Me refiero a nuestro país, dependiente de la sobreexplotación del sector. Sigo con la prensa en la terraza: en Galicia los paisanos empiezan a hartarse de los turistas madrileños a los que llaman los “tontos” de la Meseta. Algunos locales han cerrado ante el comportamiento de foráneos etnocéntricos que toman las mesas al asalto y consumen poco, exigen servicios con aires de superioridad e incluso insultan al personal no español. Otro dislate que perturba la vida de los vecindarios es el alquiler de pisos por días: fiestones nocturnos, escandaleras a las tantas y rock duro a la hora de la siesta. Parece que va a regularse. Mención aparte merecen los aeropuertos: colas interminables, cancelaciones técnicas, retrasos de horas, maletas extraviadas y cánticos regionales a bordo. En otro lugar expresé mi alergia por las playas, un entorno hostil. Según parece las autoridades locales han prohibido a los listillos colocar toallas a las siete de la mañana en primera línea para bajar a las doce con la familia extensa. Algo es algo. En fin, no quiero aguar las vacaciones a nadie con mis alusiones pesimistas al turismo de borrachera con vociferio callejero, acoso a las nativas y salto desde el balcón a la piscina; o las delicias de la pizza de reparto fría o el pollo a l’ast del chiringuito nadando en su jugo.

Pago a una amable camarera, me levanto y pido en la recepción un taxi para comer en una terraza de la Plaza Mayor, abarrotada sin duda, con unos viejos amigos. Lo reconozco, he vuelto a fracasar en mi acercamiento al resbaladizo término en cuestión. La única definición posible de cosmopolita es la de un hombre culto que le gusta viajar, por ejemplo, Pierre Loti. 

domingo, 4 de agosto de 2024

Cosmopolitismo

 

Diógenes Laercio, principal cronista de los filósofos griegos, atribuye a su tocayo Diógenes de Sinope (412-323 a. C.), fundador de la escuela cínica en la antigua Grecia, la primera definición de cosmopolitismo. Cuenta que el sabio se enorgullecía de ser un perro callejero que escarbaba en la basura, veneraba a sus amigos y ladraba a los que le tiraban piedras. Cuando le interrogaban en el ágora, centro de la vida pública, por su ciudad natal (desterrado por falsificar moneda se trasladó a Atenas), por su andrajoso atuendo, su hogar tinaja, su afición a sestear en los puertas de los templos, su incordio permanente en las calles, es decir, quién era… Diógenes respondía: Soy ciudadano del mundo (kosmopolitês). El cosmopolitismo era una causa perdida, una contracultura, un ideal opuesto al nacionalismo de las principales polis griegas. Sólo en patios, pórticos y jardines propios se permitían los seguidores de las escuelas postaristotélicas exponer y poner en práctica sus ideales morales. Diógenes el cínico era temido por sus sentencias insolentes, incluido Platón, y por la crítica acerba a las leyes y costumbres de las ciudades Estado donde vivió (Atenas, Egina, Esparta y Corinto). Son sabrosas las anécdotas, reales o imaginarias, que se cuentan, incluidas las impertinencias que le soltó a Alejandro Magno en un encuentro casual en Corinto durante los Juegos Ístmicos y que el futuro rey cosmopolita aceptó y alabó, según narra Plutarco: Pues yo, de no ser Alejandro, de buen grado me gustaría ser Diógenes.

Lo cierto es que, desde una perspectiva actual, aunque el término suena políticamente correcto, resulta muy complicado definir en qué consiste el cosmopolitismo. ¿Qué significa ser ciudadano del mundo? Si lo identificamos con el interculturalismo, el respeto a todas las culturas, el concepto no funciona puesto que obviamente no todas las culturas son ética y políticamente respetables. El Plan para la Alianza de Civilizaciones que propuso en la ONU el prolífico José Luis Rodríguez Zapatero basada en cincuenta y siete medidas para fomentar el entendimiento entre culturas y aislar a quienes utilizan la diversidad racial o religiosa para avivar la intolerancia y el extremismo, fue como mucho una mera ocurrencia buenista que acabó en la papelera de reciclaje.

Si identificamos el cosmopolitismo con la multiculturalidad, un espacio común dónde conviven en feliz armonía diversas culturas, pensamos en una Arcadia bucólica (y despoblada) que solo existe en el mito; o en la utópica República Galáctica bajo la protección de la Orden Jedi en la serie cinematográfica Star Wars; o en el Madrid castizo y cañero que nos pinta negro sobre blanco la presidenta de la Comunidad, donde los madrileños acogemos a los foráneos con los brazos abiertos (sobre todo a los grandes inversores) sin preguntarles de dónde vienen y adónde van. Trata de colarnos por cosmopolita el nacionalismo matritense (es decir, una contradicción en los términos).

Si identificamos el cosmopolitismo con la globalización, nos referimos a la globalización neoliberal, es decir, a la expansión mundial de la economía de mercado, a la libre circulación de capitales y tecnologías, así como a la universalidad formal de los derechos humanos. Las democracias occidentales habrían demostrado una incontestable superioridad moral, política y económica sobre el resto de las formas de organización social. Francis Fukuyama (1952), autor norteamericano de origen japonés, profetizó el inevitable “fin de la historia” tras la unificación de los bloques hegemónicos en un único modelo a escala planetaria. Lo cierto es que el recorrido de los acontecimientos históricos ha sido el inverso: cada vez somos menos cosmopolitas y los bloques están a punto de desencadenar el Armagedón.

¿Puede haber una definición del cosmopolitismo más decepcionante que la que nos propone Paul James, profesor de Globalización y Diversidad Cultural en la Universidad de Sídney?

El cosmopolitismo puede definirse como una política global que, en primer lugar, proyecta una sociabilidad de compromiso político común entre todos los seres humanos en todo el mundo y, en segundo lugar, sugiere que esta sociabilidad debe privilegiarse ética u organizacionalmente sobre otras formas de sociabilidad.

P.D. He preguntado a un conocido asistente de Inteligencia Artificial por el término en cuestión. La respuesta es notablemente inferior a la que dieron los estoicos a principios del siglo III a. C.