Diógenes Laercio, principal
cronista de los filósofos griegos, atribuye a su tocayo Diógenes de Sinope
(412-323 a. C.), fundador de la escuela cínica en la antigua Grecia, la primera
definición de cosmopolitismo. Cuenta que el sabio se enorgullecía
de ser un perro callejero que escarbaba en la basura, veneraba a sus amigos y
ladraba a los que le tiraban piedras. Cuando le interrogaban en el ágora,
centro de la vida pública, por su ciudad natal (desterrado por falsificar
moneda se trasladó a Atenas), por su andrajoso atuendo, su hogar tinaja, su
afición a sestear en los puertas de los templos, su incordio permanente en las
calles, es decir, quién era… Diógenes respondía: Soy
ciudadano del mundo (kosmopolitês). El cosmopolitismo era una
causa perdida, una contracultura, un ideal opuesto al nacionalismo de las
principales polis griegas. Sólo en patios, pórticos y jardines
propios se permitían los seguidores de las escuelas postaristotélicas exponer y
poner en práctica sus ideales morales. Diógenes el cínico era temido por sus
sentencias insolentes, incluido Platón, y por la crítica acerba a las leyes y
costumbres de las ciudades Estado donde vivió (Atenas, Egina, Esparta y
Corinto). Son sabrosas las anécdotas, reales o imaginarias, que se cuentan,
incluidas las impertinencias que le soltó a Alejandro Magno en un encuentro
casual en Corinto durante los Juegos Ístmicos y que el futuro rey cosmopolita
aceptó y alabó, según narra Plutarco: Pues yo, de no ser Alejandro, de
buen grado me gustaría ser Diógenes.
Lo cierto es que, desde una
perspectiva actual, aunque el término suena políticamente correcto, resulta muy
complicado definir en qué consiste el cosmopolitismo. ¿Qué significa ser
ciudadano del mundo? Si lo identificamos con el interculturalismo,
el respeto a todas las culturas, el concepto no funciona puesto que obviamente
no todas las culturas son ética y políticamente respetables. El Plan
para la Alianza de Civilizaciones que propuso en la ONU el prolífico
José Luis Rodríguez Zapatero basada en cincuenta y siete medidas para fomentar
el entendimiento entre culturas y aislar a quienes utilizan la
diversidad racial o religiosa para avivar la intolerancia y el extremismo,
fue como mucho una mera ocurrencia buenista que acabó en la papelera de
reciclaje.
Si identificamos el
cosmopolitismo con la multiculturalidad, un espacio común dónde
conviven en feliz armonía diversas culturas, pensamos en una Arcadia bucólica
(y despoblada) que solo existe en el mito; o en la utópica República Galáctica
bajo la protección de la Orden Jedi en la serie cinematográfica Star
Wars; o en el Madrid castizo y cañero que nos pinta negro sobre blanco la
presidenta de la Comunidad, donde los madrileños acogemos a los foráneos con
los brazos abiertos (sobre todo a los grandes inversores) sin preguntarles de
dónde vienen y adónde van. Trata de colarnos por cosmopolita el nacionalismo
matritense (es decir, una contradicción en los términos).
Si identificamos el
cosmopolitismo con la globalización, nos referimos a la
globalización neoliberal, es decir, a la expansión mundial de la economía de
mercado, a la libre circulación de capitales y tecnologías, así como a la
universalidad formal de los derechos humanos. Las democracias occidentales
habrían demostrado una incontestable superioridad moral, política y económica
sobre el resto de las formas de organización social. Francis Fukuyama (1952),
autor norteamericano de origen japonés, profetizó el inevitable “fin de la
historia” tras la unificación de los bloques hegemónicos en un único modelo a
escala planetaria. Lo cierto es que el recorrido de los acontecimientos
históricos ha sido el inverso: cada vez somos menos cosmopolitas y los bloques
están a punto de desencadenar el Armagedón.
¿Puede haber una definición del
cosmopolitismo más decepcionante que la que nos propone Paul James, profesor
de Globalización y Diversidad Cultural en la Universidad de
Sídney?
El cosmopolitismo puede
definirse como una política global que, en primer lugar, proyecta una
sociabilidad de compromiso político común entre todos los seres humanos en todo
el mundo y, en segundo lugar, sugiere que esta sociabilidad debe privilegiarse
ética u organizacionalmente sobre otras formas de sociabilidad.
P.D. He preguntado a un
conocido asistente de Inteligencia Artificial por el término en cuestión. La
respuesta es notablemente inferior a la que dieron los estoicos a principios
del siglo III a. C.