lunes, 28 de enero de 2013

Diccionario filosófico. Sentidos


Cuando hablamos de los sentidos nos referimos a los órganos y modalidades del conocimiento sensible. La gran tradición filosófica ha insistido en la separación entre conocimiento sensible e intelectual. Sin embargo, se trata de una falsa oposición: grados del saber (Platón), etapas del proceso abstractivo (Aristóteles), pensamiento y corporalidad (Descartes), facultades del conocimiento (Kant) o momentos del espíritu (Hegel). Hoy sabemos que el conocimiento humano constituye una unidad integrada en la que no es posible sostener escisiones. No es válida la máxima escolástica de que "nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en los sentidos". Más bien hay que subrayar el papel predominante del pensamiento sobre la sensación. En realidad, sería al revés: nada hay en los sentidos que no haya estado antes en el entendimiento.


Hay cuatro grandes formas del conocimiento sensible: la percepción, propia de la psicología; la observación, de la ciencia; la sensibilidad, de la estética y la sensualidad, de la ética.


La percepción es un proceso constructivo por el que organizamos de forma activa las sensaciones y conocemos objetos o situaciones. Pero sin un contexto previo de carácter lingüístico y cultural no tendríamos percepciones. Un cazador esquimal de Alaska percibe más de treinta tipos de nieve, mientras que nosotros, urbanitas, solo conocemos uno; pero si le invitásemos a visitar Madrid vería (oiría, olería, tocaría, gustaría) muy poco, en ciertos lugares nada. Las percepciones simples como el color rojo, el aroma fragante, el sonido agudo, el sabor agrio, la textura suave, son elaborados patrones culturales. Lo negro –dice Lévy Bruhl- se nombra entre los nativos polinesios según los objetos de los que se obtiene el color o bien comparando un objeto negro con otros. Sólo existen los cuervos, los cocos carbonizados, el barro negro de los pantanos o el color de la resina quemada. A modo de comparación: El mundo percibido por cada especie animal (el topo, el delfín, el búho, la serpiente) es único y depende del programa genético que ha consolidado a lo largo de la filogénesis. Las señales físico-químicas que detectan los sensores de las máquinas están predeterminadas por los diseños tecnológicos de la ingeniería de sistemas.


La observación científica consiste en la selección de los datos empíricos que consideramos relevantes para la solución de un problema. Pero no hay datos sin un marco teórico de referencia. Los sueños no designan lo mismo para el psicoanálisis, la psicofisiología, el conductismo o la psicología cognitiva. Sólo somos capaces de observar aquellos fenómenos que un marco permite reconocer: la física aristotélica sólo veía cuerpos ligeros con movimiento ascendente y cuerpos pesados con movimiento descendente. La sociología funcionalista norteamericana describe una sociedad incompatible con la que describe la sociología marxista. Lo mismo ocurre con el mundo de la física clásica y la relativista, aunque no seamos conscientes de los cambios. En la vida diaria, ante “un mismo hecho” no ven lo mismo en el terreno de juego (ni siquiera en la televisión) los partidarios de uno u otro equipo. En cualquier entorno sensorial, por ejemplo, la selva amazónica o el campo de golf, no procesa la misma cantidad y cualidad de información el profesional que el aficionado.


La valoración estética de una obra de arte no depende de los sentidos sino de la interpretación final que seamos capaces de proponer. Resumo del Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Corominas: el término "estético" proviene del griego aisthetikós que significa susceptible de percibirse por los sentidos y deriva de aisthesis, facultad de percepción por los sentidos, que a su vez procede de aisthánomai, yo percibo, comprendo.

El primer tratado de estética fue escrito en 1750 por el filósofo racionalista alemán, seguidor de Leibniz, A. Gottlieb Baumgarten. La estética era la parte de la Filosofía que se ocupaba del estudio de las sensaciones; considerada la hermana menor de la Filosofía, se contraponía a la Lógica o ciencia del concepto puro. Su objeto era la belleza del arte tal y como se capta por los sentidos. Pero tal idea no resulta convincente. No se debe aceptar la Estética como una mera teoría de la sensibilidad, como una concepción de la belleza sensible (sea esto lo que sea) ni siquiera para las artes visuales o auditivas. La experiencia estética es ante todo una forma de interpretar la realidad; por lo tanto, es un error mantener que la belleza es su principal objeto, con la consiguiente relajación (o supresión) de los elementos discursivos en el arte. La belleza sensible, como el resto de las categorías estéticas, son los medios de que se vale el artista para conocer el mundo. Es evidente que la sensibilidad tiene que ver con la pintura o la música pero sólo después de comprender un cuadro de Cézanne o una canción lírica de Schumann podemos percibir sus cualidades plásticas o sonoras.


Las múltiples experiencias sensuales dependen del código ético en el que adquieren significado. Un hedonista buscará y apreciará cada uno de los refinados placeres que proporcionan los sentidos. Un anacoreta los evitará para no perturbar su paz interior. Un intelectualista elegirá los placeres espirituales a los sensibles. Es más: un anacoreta será incapaz de disfrutar del sabor exquisito del caviar o el aroma chispeante del champán; al hedonista le ocurrirá lo mismo con las ortigas hervidas regadas con agua fresca del arroyo. El intelectualista, por su parte, preferirá la lectura de una fascinante novela sobre la vida disipada de los parisinos en la belle époque o un ensayo filosófico sobre la renuncia como búsqueda de la felicidad. Más ejemplos: El cristianismo siempre ha estado en contra del amor sensual (su valor más preciado, la charitas, es amor espiritual al prójimo). Al contrario que el hinduismo. El Kama sutra, un tratado sistemático del placer, considera que la sexualidad es una unión divina y la relación más valiosa entre dos o más personas.

lunes, 21 de enero de 2013

El Palacio Real


Para Carmen y Emilio

Tuve la oportunidad de visitar el Palacio Real después de las fiestas navideñas. Un familiar que trabaja en Patrimonio Nacional nos consiguió entradas para uno de esos recorridos guiados más largos de lo normal. La vez anterior, después de sufrir una cola interminable, al fin entramos por una puerta y salimos por la otra… al cuarto de hora.
Estas son algunas de mis impresiones dispersas de la residencia oficial del rey; gruesas pinceladas, incluso erróneas, que no pretenden en ningún caso sustituir al folleto para turistas que se compra en la tienda.

Para empezar, nos encontramos con una mañana espléndida, plena de sol invernal, de esa luz transparente y uniforme que brilla en la piedra centenaria, de esos cielos altos y generosos que sólo pueden contemplarse en Madrid. Nos acompañó una excelente guía, historiadora del arte, enlace entre el palacio y el Museo del Prado, entendida y amena. Le pregunte un par de cosas fuera del guión y sus repuestas fueron más que satisfactorias (las tengo anotadas).

Desde el centro del Patio de Armas se abarca con una mirada histórica el conjunto (el segundo más grande después de Versalles, 135.000 metros cuadrados y 3.418 habitaciones): el trazado, la fachada principal, la catedral de la Almudena. Si nos imaginamos los jardines de Sabatini y del Moro, la Plaza de Oriente y el Teatro Real podemos admitir que los palacios son una de las pocas ventajas del absolutismo. Obviamente pateamos una parte mínima a pesar del enchufe. Los palacios eran ciudades autónomas. Hasta los obispos y banqueros iban a servir al rey (como en la canción). Recuerdo la novela de Galdós La de Bringas, cuyos personajes son funcionarios de Isabel II que viven en las plantas superiores. No había que salir del palacio para conseguir amantes, la real diversión (entre otras razones porque no había televisión ni internet). Eran célebres las salidas de reyes y duquesas disfrazados de artesanos o sirvientas en busca de carne joven. La vertiente populista de la nobleza siempre se ha revelado en la cama. Una leyenda europea que se prolonga hasta nuestros días. Hacer el amor y la guerra era compatible. El resultado, una prole de bastardos azulones que poblaba los claustros. Mientras los nobles cazaban, compraban espejos y porcelanas, la gente se moría de hambre. Pero no sigamos por este camino…

Es magnífica la doble escalera de mármol de la entrada diseñada por Sabatini, de escalones bajos para que pudieran subir sin resollar los obesos cortesanos y embajadores gotosos. Tienen menos interés los frescos de la bóveda del adulador Sachetti, especialista en apoteosis de la monarquía, triunfos de la iglesia y gestas de los tercios. Traspasamos la escalera flanqueada por los bustos  de Felipe V, el primer rey borbón, e Isabel de Farnesio, su segunda esposa.
Impresionante la bóveda del salón del trono (que son dos para la reina y él). Nueva versión laudatoria de La grandeza y el poder de la Monarquía Española en los frescos de Tiepolo, de más altura que los de Sachetti. Actualmente los reyes de España reciben al cuerpo diplomático (sea esto  lo que sea) en este espacio lleno de bordados y terciopelos, alfombras mullidas, relojes mágicos y arañas de cristal. Nos explicó la guía que los tronos no se usan por razones de protocolo constitucional (“los reyes se sentirían muy incómodos si tuvieran que hacerlo”, apuntó.). Dicho sea de paso, yo no me creo la rumorología salaz ni las intoxicaciones sobre los turbios negocios del rey. No soy monárquico (en realidad no soy nada) pero tales infundios obedecen en mi opinión a una vieja campaña de la derecha franquista (o sea, la derecha) que nunca le ha perdonado su talante parlamentario ni su papel de parachoques en el 23 F.

Deslumbrante el salón Gasparini, con su decoración rococó a la chinoiserie, realizada por Matías Gasparini (otro italiano en la Corte). La idea procede del gusto orientalista tan de moda en el siglo XVIII como contrapeso al culto a la razón. El techo y las paredes con relieves alusivos es un prodigio de imaginación pequinesa. El suelo original es pasmoso, la lámpara un  tesoro de cristal. Fue una pena no ver en funcionamiento los autómatas del reloj de la chimenea vestidos con trajes de época. Nos contó la guía que se necesitan varios especialistas para mantenerlo. Si se entera el gobierno, adiós presupuesto. En este punto, por la palabra fluida de la experta, se fueron amontonando a nuestro alrededor gente de toda suerte y condición; mejor para ellos, sólo que no cabía un alfiler y copaban los mejores sitios. Protestas, petición de credenciales y desbandada del pueblo llano. Muy propio de la sociedad estamental.

El gran salón de banquetes es el resultado de la unión de tres estancias. Como cuando hacemos obras en nuestra casa para añadir a la cocina el pasillo de la entrada (cuatro metros cuadrados) y el retrete de servicio (otros cuatro). Al completo caben en la mesa engalanada ciento cincuenta y tres comensales. Es espectacular. Para montarla, los maestros de cámara (o como se llamen) tienen que subirse al tablero con calcetines de seda y guantes de satén. Hay aparatos de geometría para cuadrar los cubiertos, candelabros y centros de flores. Por cierto, las flores se eligen de manera alusiva al país del homenaje. Cada servicio de mesa incluye tres cuchillos, cuatro tenedores cinco cucharas y un montón de artefactos de plata que no se sabe para qué sirven. No hablemos de la cristalería y las vajillas encargadas en exclusiva a las mejores fábricas del mundo. Tres matices para consolar a los que nunca han sido invitados al santo del rey: Primero, no se puede dar de comer bien a más de diez personas (piensen en las bodas excepto las gallegas). Segundo, con tanta finura es imposible divertirse; no puedes beber a gusto ni hablar a voces, llamar al de enfrente, quitarte la corbata, levantarte a charlar con las chicas o repetir el solomillo o la merluza (o ambos). Tercero: los brindis y discursos oficiales pueden ser más largos (e indigestos) que la cena. Además, las relaciones sociales ya no son lo que eran: con los reyes ilustrados circulaban de mano en mano epigramas picantes y citas prohibidas. Ahora sólo se practica el tráfico de influencias.
No lo duden, nada hay como la casa de uno. Imagínense cómo vivían los borbones hasta Alfonso XII, el último en habitarlo; después, sólo Manuel Azaña se atrevió durante un tiempo (¡por qué demonios lo haría!). No es posible dormir sin duendes en una cama con dosel y una habitación como una plaza de toros rodeada de retratos solemnes y armaduras de latón. Aun menos desayunar en una estancia helada con mesa de caoba y silla rimbombante; cuando te traían el café de las cocinas estaba tan frío como tus pies. No quiero entrar en asuntos del vestido y de la higiene. Según parece, si es que me enteré bien, el rey debía vestirse delante de la corte como signo de no sé qué. Ropajes de gala cada seis horas… Las duchas no existían y la costumbre era bañarse una vez al mes. Todo lo arreglaban con afeites y pomadas, ungüentos y perfumes. Una mezcla explosiva. Puede que la roña crónica tuviera alicientes bravíos pero no los comparto (me acuerdo de un chiste atroz que tras dudar me guardo).

La colección de instrumentos de cuerda es única: consta de cuatro violines, una viola y un violonchelo que Stradivarius construyó para Felipe V, considerados una de las joyas del Patrimonio Nacional. Son fantásticos. Los contemplas en las vitrinas y piden ser tocados. Son seis de los más de mil que creó el lutier de Cremona (se conservan seiscientos). La leyenda los envuelve. Un milagro ajeno a la ciencia cuyas causas se ignoran. Recuerdo un espléndido documental de la cadena de televisión Art. Su sonido es único, como corroboran los más reputados solistas que sueñan con tenerlos en sus manos. Entre varios instrumentos, los maestros identifican su voz al punto. La misma pieza interpretada por otros violines no suena igual. El pasado abril se produjo un accidente impensable: durante una sesión de fotos se rompió el mástil del violonchelo. Se eligió para enderezar el entuerto al prestigioso lutier colombiano Carlos Arcieri. Por fortuna, el mástil afectado no era parte original sino una sustitución de 1857. Según afirma el restaurador, su reparación no ha supuesto ningún perjuicio al instrumento, al contrario: "ahora suena dos veces mejor". Le pregunté a la guía lo que es sabido: ¿Se dan conciertos con los stradivarius? "Efectivamente, sin no se tocan se marchitan". Se programa uno al mes al que asisten los más renombrados personajes de la banca y la cristiandad. También los temidos periodistas, representantes del cuarto poder, antes respetuosos con los otros tres y ahora capaces de reírse en las barbas de un político o un juez aficionados a la caja B (también de tapar sus fechorías). Antaño, los salones de la nobleza se adornaban con la flor de artistas y escritores. Si eras poeta tenías que improvisar una ristra de tercetos. Si novelista, obligado a leer el tercer final de tu drama. Si pensador, a defender tus teorías sobre el alma. Todo se ha perdido con los derechos humanos. En breve sondearé a mi pariente sobre las fechas del concierto y si es posible me pondré mi mejor (y único) traje para escuchar los stradivarius. 

Comimos de aliño en la cafetería. Después visitamos la farmacia, la armería y la exposición Goya y el infante Don Luis: el exilio y el reino (ya hablaremos). Los jardines para otra ocasión. Terminamos en la tienda como todo el mundo. A las cinco de la tarde salíamos del palacio rumbo al Café de Oriente para tomar chocolate con churros. Allí me dejé la jarrita que me habían regalado. Un honrado parroquiano la devolvió y ya la tengo en casa. Ahora me gusta más.

viernes, 11 de enero de 2013

"Demoler a Heidegger"


Heidegger fue miembro del Partido nacionalsocialista alemán y manifestó su apoyo explícito al ideario del Tercer Reich durante la etapa inicial de su instauración. El discurso que pronunció en la toma de posesión del rectorado de la Universidad de Friburgo (cargo para el fue nombrado directamente por Hitler, no por el claustro) con el título "Autoafirmación de la Universidad alemana" (1933) es una muestra de su adhesión intelectual al fascismo. Su posterior renuncia al rectorado no impidió que al final de la Segunda Guerra Mundial, tras la ocupación de Alemania por los aliados, fuera destituido como profesor en Friburgo.
Walter Benjamin (filósofo y escritor judío como Adorno y miembros destacados de la Escuela de Frankfurt) se suicidó en Port Bou en 1940 para evitar que las autoridades franquistas lo entregaran a los nazis. Fue Benjamin quien escribió: ¡Hay que demoler a Heidegger! Se atribuye a Heidegger la frase de que la gran filosofía sólo puede ser pensada en alemán. Los filósofos de la Escuela de Frankfurt consideraron a Ser y tiempo, su obra más famosa, como la versión ideológica más refinada y hermética del nacionalsocialismo.

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Theodor W. Adorno, La jerga de la autenticidad

En el Reich de Hitler, Heidegger rechazó un llamamiento de Berlín, lo cual después de todo resulta comprensible. Él lo justificó en un artículo titulado ¿Por qué nos quedamos en la provincia? Con la estrategia del experto deshace la acusación de provincianismo para convertirla en algo positivo. Suena así: Cuando en la profunda noche de invierno se desencadena una fuerte cellisca que sacude la cabaña, cubriendo y envolviéndolo todo, entonces acontece al alto instante de la filosofía. Sus preguntas tienen que ser entonces sencillas y esenciales. Pero si la pregunta es esencial sólo se puede decidir por la respuesta; no se puede afirmar previamente y mucho menos con la escala de una sencillez que imita los acontecimientos meteorológicos. Una sencillez que no dice nada sobre la verdad o su contrario. Kant y Hegel fueron tan complicados o sencillos como exigía el contenido objetivo de la reflexión. Heidegger, en cambio, introduce una armonía preestablecida entre el contenido esencial y el murmullo íntimo. De ahí que sus tonos de duende no expresen una amable ternura sino que están encargados de ensordecer la sospecha de que la filosofía pudiera ser pensamiento crítico: Y la actividad filosófica no transcurre como la apartada ocupación de un tipo raro, sino que está en el centro del trabajo de los campesinos. Uno quisiera al menos conocer la opinión de estos. Heidegger no la necesita, pues toma asiento por la tarde, durante el descanso, con los campesinos, ante la estufa… o a la mesa en el rincón; y entonces, en general, no hablamos nada; fumamos en silencio nuestras pipas. (…) La pertenencia última del propio trabajo a la Selva negra y a sus hombres provine de un intransferible sentido autóctono suabo-alamano de siglos. Johann Peter Hebel, oriundo de la misma comarca y a quien Heidegger quiso colgar en la campana de la chimenea, jamás se remitió a este “autoctonismo del terruño”; en lugar de eso envió saludos a los buhoneros Scheitele y Nausel en una de las más bellas prosas en defensa de los judíos que se han escrito en alemán. El autoctonismo mientras tanto se esponja: Hace poco recibí un segundo llamamiento de la Universidad de Berlín. En tales ocasiones me escapo de la ciudad y vuelvo a la cabaña. Escucho lo que dicen las montañas y los bosques y las casas de labranza. Voy a ver a mi amigo, un campesino de 75 años. Él se ha enterado por los periódicos del llamamiento de Berlín. ¿Qué dirá él? Dirige lentamente la resuelta mirada de sus ojos claros a la mía, mantiene la boca rígidamente cerrada, me pone sobre el hombro su fiel y circunspecta mano y mueve la cabeza de un modo apenas perceptible. Esto quiere decir: ¡inexorablemente ¡no! Mientras Heidegger niega en otros el reclamo a favor “de la literatura de la sangre y la tierra” (que podría menoscabar su particular monopolio), su reflexión degenera en charlatanería que trata de congraciarse con un entorno campesino con el cual quisiera estar en confiada intimidad. La descripción heideggeriana del viejo labrador recuerda los clichés más gastados de las novelas del terruño de la zona de Frenssen y asimismo un elogio de la taciturnidad que el filósofo certifica no sólo para los campesinos sino también para sí mismo. En tal descripción se ignora todo lo que ha aportado al conocimiento del mundo rural una literatura valiosa, no ajustada a los enmohecidos instintos del kitsch alemán pequeño-burgués, sobre todo la del realismo francés desde el Balzac tardío hasta Maupassant… 

martes, 8 de enero de 2013

Diccionario filosófico. Razón


El término “razón”, como alma, mente, intelecto, entendimiento, espíritu, conciencia, tienen un significado filosófico pero no científico. Son conceptos metafísicos sin ningún significado contrastado (como otros a los que he aludido en este blog).


El concepto de razón tiene diferentes definiciones según sea el autor, corriente o escuela. Para el pensamiento griego, desde Heráclito, el término usado para designar la razón era Lógos; sin embargo, debería traducirse más bien por palabra, habla o más genéricamente lenguaje; el equivalente latino es “Verbum”. Nada tienen que ver los conceptos de razón en el racionalismo continental del XVII (Spinoza), la Ilustración (Kant), el Romanticismo (Hegel) o el Positivismo contemporáneo (Popper). Obviamente no podemos ocuparnos del significado histórico del término.


Intentaremos analizar empíricamente el concepto de razón, emblema de la filosofía, desde tres puntos de vista complementarios: el razonamiento, la inteligencia y el lenguaje.


Se suele afirmar que el hombre es un animal racional porque es capaz de razonar, de producir razonamientos. El razonamiento es una forma de conocimiento inversa a la intuición: por la intuición obtenemos la solución de un problema de forma inmediata o “de golpe”, por el razonamiento de forma indirecta o mediata, es decir, mediante uno o más pasos. El famoso principio de Descartes Je pense, donc je suis consta de uno solo. El razonamiento es una de las funciones del pensamiento (otras son la formación de conceptos, la solución de problemas, la toma de decisiones, la creatividad, el pensamiento crítico y las estrategias metacognitivas) que se caracteriza porque se produce la transición de unos conocimientos previos que tomamos como punto de partida a la solución. Hay tres tipos básicos de razonamiento: inductivo (va de lo particular a lo general: las generalizaciones), deductivo (va de las premisas a la conclusión: las explicaciones), predictivo (va de las premisas a la anticipación de la experiencia: las predicciones).


Por tanto, podemos afirmar que el hombre es un “animal racional” porque tiene la capacidad de razonar, de construir razonamientos, pero no es correcto decir que lo es porque está dotado de razón. La razón no es ninguna facultad del conocimiento humano. La psicología actual no la incluye en su lenguaje teórico ni observacional. Los procesos cognitivos de que se ocupa son:

- Informativos: sensación, percepción y aprendizaje.

- Representativos: memoria.

- Intelectivos: pensamiento, inteligencia y lenguaje.


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La inteligencia es la capacidad individual para resolver de manera eficaz y fiable los problemas adaptativos que plantea el medio ambiente. Con frecuencia se vinculan los conceptos de razón (metafísico) e inteligencia (empírico) porque se considera que la racionalidad humana (otro término oscuro y confuso) es el resultado de la convergencia de los diferentes tipos de inteligencia evolutiva que aparecieron durante el proceso de hominización: instrumental, simbólica, lógica, emocional y social.  


- Instrumental. Capacidad para la manipulación y fabricación de útiles y herramientas.

- Simbólica. Capacidad para comunicarse mediante signos lingüísticos.

- Lógica. Capacidad de utilizar el pensamiento abstracto y sus funciones.

- Emocional. Capacidad de interactuar con el mundo mediante habilidades como el autocontrol, la motivación, la empatía, la compasión, el interés o el altruismo.

- Social. Capacidad de interactuar en el marco de una cultura como centro del programa vital del hombre.


Pero no podemos identificar ni asimilar inteligencia y razón por tratarse de conceptos heterogéneos; tampoco explicar una por otra o viceversa. Si lo hiciéramos, la razón sería, dicho “en kantiano”, la síntesis final de los cuatro tipos de inteligencia evolutiva: una unidad absoluta que va más allá de la experiencia y una idea metafísica sin validez en el plano del conocimiento. A pesar de las limitaciones de la psicología como ciencia, no es lo mismo la inteligencia (un término definido, clasificado y medido) que la razón (un constructo especulativo).


Las investigaciones empíricas van precisamente en la dirección opuesta. No se busca la unificación de las grandes modalidades de la inteligencia en una síntesis final, sea esta la razón o un hipotético factor general G, sino su división en un conjunto de factores independientes susceptibles de ser evaluados mediante pruebas estándar. Así, la inteligencia simbólica constaría de aptitudes como la expresión, comprensión, precisión y fluidez verbal.


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Decía Wittgenstein, por último, que usar un término o expresión es formularlos en el entorno lingüístico que les corresponde, es decir, en el contexto donde adquieren su significado correcto. Lo que importa son las reglas válidas del uso. Los términos y expresiones del lenguaje están bien como están y no hay que tocarlos... aunque pueden ser malentendidos. En realidad, dice Wittgenstein, sin malentendidos no existirían problemas filosóficos. Si la comprensión de los usos del lenguaje fuera siempre impecable y nunca se incurriera en confusiones sobre las reglas gramaticales no habría preguntas metafísicas. Los enredos surgen cuando "el lenguaje se va de vacaciones".


Esto supone que debemos indagar en qué situaciones es posible usar correctamente el término “razón”: por ejemplo, tener o llevar razón, perder la razón, la razón o causa de algo, dar razones a favor o en contra, razonar un argumento… Y en qué situaciones no es válido hacerlo: por ejemplo, cuando forzamos y pasamos del uso coloquial al filosófico. El resultado no es plantear un problema profundo sino crear un embrollo donde no lo había (los embrollos del lenguaje no pueden ser resueltos sino disueltos).