sábado, 20 de febrero de 2016

Umberto Eco. La definición del arte


La parte de la obra de Umberto Eco que mejor conozco es la dedicada a la estética o teoría del arte. En la facultad de filosofía estudiábamos la versión francesa de su tesis doctoral, El problema estético en Santo Tomás (aún no traducida al castellano) en la que el teólogo de París ampliaba la epistemología aristotélica para concluir que la belleza plástica comienza con los sentidos, pero su recorrido de verdad pasa por la elaboración discursiva. Así, la sensibilidad abre paso al concepto y convierte al arte en la más alta realización del espíritu… Idea que marcó la trayectoria intelectual del pensador italiano.
Para los estudiantes de filosofía interesados en la sociología del arte era obligada la lectura de sus sabrosos ensayos sobre cultura de masas. En primer lugar, el lúcido Apocalípticos e integrados cuyos análisis del kitsch, del lenguaje de los comics, de Superman, de la canción de consumo o de la televisión no han perdido frescura a pesar de lo que ha llovido desde entonces.
Asimismo, su Historia de la belleza y su Historia de la fealdad son las dos recopilaciones de textos estéticos más completas y perspicaces que se han publicado (¡y qué imágenes!). Por cierto, El nombre de la rosa no es para mí tanto una novela sino un tratado de filosofía medieval expuesto de forma narrativa. Es su virtud y su carencia.
Entre otras publicaciones del autor fallecido, hay un libro poco conocido titulado La definición del arte. En él vuelve a muchas de las tesis que anteriormente había desarrollado en su conocida Obra abierta cuyo lema bien pudiera ser esta hermosa sentencia de Cicerón: Liberae sunt nostrae cogitationes.
  
El símbolo de la literatura y de la poesía moderna tiende a sugerir un “campo” de respuestas emotivas y conceptuales que deja su determinación a la sensibilidad del lector. Esta llamada a la autonomía de las perspectivas interpretativas no es exclusiva de las poéticas órfico-simbólicas, de las poéticas que grosso modo podríamos calificar de irracionalistas.
Una llamada consciente a la apertura interpretativa se da, por ejemplo, en una poética racionalista como la de Bertold Brecht. Este autor, de modo explícito (incluso al crear obras de teatro de intención pedagógica que tienden a la comunicación de una ideología perfectamente definida) quiere actuar de manera que estos dramas no presenten nunca conclusiones explícitas: la nota técnica de la “interpretación épica” en Brecht tiende precisamente a estimular en el espectador un juicio autónomo y crítico acerca de una realidad vital que el texto le presenta "desde la distancia", sin pretensiones de influir en él emocionalmente, liberándole para que saque de manera autónoma sus conclusiones ante las pruebas suministradas. Obras como Galileo nos muestran claramente la ambigüedad dialéctica de dos tesis aparentemente contradictorias que parecen no armonizarse en una síntesis final. (…)
En el otro extremo, tenemos, en cambio, ciertas obras literarias que, por la complejidad de sus estructuras, por la densa interrelación de los planos narrativos, valores lingüísticos, relais (relevos, cambios) semánticos, alusiones fonéticas, evocaciones mitológicas y modelos culturales, tienden, en la intención del autor (lo único evidente), a vivir por sí mismas una vida propia, a renovar permanentemente sus significados, a propiciar una inagotable posibilidad de lecturas e interpretaciones y aspiran, en conclusión, a constituirse en sucedáneos del mundo. La máxima realización de esta poética la tenemos en las obras de Joyce y, sobre todo, en Finnegans Wake: en este caso, la obra puede compararse a un gigantesco cerebro electrónico que produce estímulos y respuestas en función de una serie tan compleja de nexos que hace imposible el control de sus posibilidades.

Umberto Eco, La definición del arte. El problema de la obra abierta.

lunes, 15 de febrero de 2016

El mundo de la alta costura



Aquí me interesa el mundo de la alta costura sobre todo como fenómeno estético, algo como fenómeno sociológico y muy poco como fenómeno ideológico. Se trata, por tanto, de un punto de vista parcial que otros podrán completar desde nuevas perspectivas. Por encima de todo se trata de un artículo en clave periodística. Mi bisabuelo fue escritor y periodista; mi abuelo redactor jefe en la prensa argentina de posguerra. Es normal que el género me atraiga.

Entre las artes menores ocupa un lugar destacado la alta costura. Se entiende por alta costura las creaciones exclusivas (trajes, vestidos) de ciertas casas, firmas o marcas especializadas de alcance internacional. Resulta, por tanto, vago y equivocado considerar “alta costura” a las prendas hechas a la medida por sastres o costureras de cierto renombre local. De hecho en Francia, el país que inventó la denominación Haute Couture, sólo la tienen aquellas casas (Maison Couture) que han superado unos criterios muy exigentes.
En Francia, el término “Haute couture” está protegido por la ley y definido por la Chambre de Commerce et D'industrie con sede en París. La Chambre Syndicale de la Haute Couture está considerada la “comisión reguladora que determina qué casas de moda son elegibles para ser verdaderas casas de alta costura”. Sus reglas declaran que sólo “esas compañías mencionadas en la lista hecha cada año por una comisión situada en el Ministerio de Industria tienen derecho a usar la denominación Haute Couture”. Para ganarse el derecho de llamarse así y usar el término en su publicidad y en cualquier otro ámbito, miembros de la Chambre syndicale deben atenerse a las siguientes reglas:
- Diseñar a medida para clientes privados, con una o más pruebas de vestido.
- Tener un taller (atelier) en París que cuente por lo menos con 20 empleados a tiempo completo.
- Cada temporada, presentar una colección de mínimo cincuenta diseños originales al público, que contenga prendas de día y de noche, en enero y en julio de cada año.

Todos conocemos las casas más prestigiosas de la alta costura en las capitales de la moda, París, Milán, Londres, Tokio, Nueva York… hemos visto sus míticas fachadas en persona o documentales,  hemos admirado su Olimpo de dioses en los desfiles de salón. Las más famosas son las francesas y las italianas: en Francia, Christian Dior, Yves Saint Laurent, Louis Vuitton, Givenchy. En Italia, Giorgio Armani, Versace, Prada, Valentino. Todas las grandes casas tienen cuatro divisiones con objetivos distintos pero complementarios:

El diseño de prendas únicas a la medida del cliente. Cuando la casa recibe un encargo, una parte del taller puede viajar de un continente a otro para realizar las pruebas. Son vestidos artesanales cosidos a mano por los mejores costureros y hechos con materiales de la más alta calidad. No hay que hablar de precios. Basta con decir que no son más de mil en el mundo las personas, las fortunas, que utilizan este servicio de lujo. Las casas más renombradas consideran clientes preferenciales (con los privilegios que ello comporta) a quienes han invertido un mínimo de trescientos mil euros al año. Son célebres los deslumbrantes trajes de novia encargados por las únicas princesas del mundo que los pueden pagar: las herederas de los emiratos árabes. Por el contrario, muchos famosos, actores, músicos o gente del gran mundo lucen modelos gratis por la propaganda que hacen en revistas del corazón, en restaurantes de ensueño o en las fiestas saturnales de turno (también en los funerales chic). A finales de febrero se celebra la ceremonia de los Oscars en Hollywood; observen los vestidos de gala que lucen las estrellas femeninas; cada una tiene su modisto favorito. Todavía más, los deportistas de élite firman contratos multimillonarios con las principales marcas del sector, Nike, Adidas, Puma, por lucir sus modelos de ropa y calzado. Por supuesto, tales marcas nada tienen que ver con la alta costura.
La creación y exhibición de colecciones a fecha. Son los conocidos desfiles de salón o pasarelas. Se programan dos por temporada (Otoño-Invierno. Primavera/Verano) y es un proceso frenético que comienza con la presentación del modisto estrella que se hará cargo del proyecto y termina con el cierre de la colección, el casting, la prueba final, el plan de sala y el desfile. Según los protagonistas, el proceso es una dura prueba para las arterias. El modisto diseñará, supervisará y aprobará los nuevos modelos. Pero sobre todo es un trabajo conjunto que compromete a la totalidad del taller, a saber (masculino o femenino indistintamente), el director de la casa, los asesores financieros, el modisto, el estilista, el jefe de sastres, los costureros, el coordinador de proveedores, las perchas del Olimpo… 
Tienen especial interés las adaptaciones de obras de arte, plásticas o literarias, al diseño de nuevos patrones. Es legendaria la colección Mondrian que presentó Dior en 1965 o las dedicadas a Picasso en el 79 y el 88. O los vestidos creados por Versace a partir de los frescos de Pompeya.
Por su inspiración, son muy apreciadas las formas y paletas de la pintura abstracta, igual que la orfebrería egipcia o grecorromana para el diseño de joyas o adornos en la división de complementos. La alta costura ha llegado también a la ópera.
Por ejemplo, Verdi: Ricardo Chai diseñó el vestuario de Tosca, Jason Wu el de Aida, Gilles Mendel el de La Traviata, Peter Son el de Un ballo in maschera, Prada el de Atila en 2010 para el Metropolitan Opera House de Nueva York. En el Teatro alla Scala de Milán se guardan como oro en paño (literalmente) los vestidos que lucieron los divos del bel canto: Enrico Carusso, Maria Callas, Luciano Pavarotti, Mario del Mónaco o Renata Tebaldi entre otros.
Los desfiles sirven, por supuesto, para crear tendencia, pero, sobre todo, para reafirmar los códigos genéticos de la casa. En el nombre y número de cada vestido de la nueva colección debe estar impreso el ADN ancestral. La primera modista de Dior decía que, unos días antes de la prueba final, sentía la presencia del fundador, Monsieur Christian, muerto en 1957, mirando sus bocetos por encima del hombro. En el taller, todos percibían su presencia; de pronto se hacía el silencio: una suave brisa, un crujido anormal de la tela, un maniquí que se balancea sin motivo… Ninguna colección se exhibe sin el beneplácito de los lares. Somos iguales y diferentes, es el lema de cada temporada.

La división de prêt-à-porter es la que obtiene mayores beneficios económicos y permite financiar las colecciones a fecha. En ella se diseñan las prendas en serie (con tallas y variantes de confección para facilitar la demanda) que se venderán en las boutiques de las calles de la moda, en las franquicias de las grandes superficies o en los locales de los pasajes. Por supuesto, dentro del listo para llevar también hay gamas que van desde los modelos exclusivos a los más asequibles. Hay firmas que sólo trabajan el prêt-à-porter popular con pretensiones de crear tendencia, como Zara. Tres claves del éxito de la cadena de Amancio Ortega: un equipo de diseñadores de primera fila; unas colecciones de temporada para usar y tirar muy atractivas y precios competitivos; unos productos dirigidos a un amplio espectro de tribus, edades y gustos que incluye tanto a los pijos quinceañeros como a los carrozas reciclados. Otras firmas solo se dedican a la gama alta, por ejemplo, Adolfo Domínguez, Roberto Verino, Pedro Morago o Pedro del Hierro en España. Pierre Cardin sentenció que las prendas de la Haute Couture pura y dura formaban parte de la prehistoria del vestido y eran poco menos que las pieles del oso cavernario cosidas con huesos y tendones por los neandertales, y que el prêt à porter era la actualidad y el futuro de la moda.
En la década de los cincuenta se produjo una gran revolución en la moda a nivel internacional. La Alta Costura, sin llegar a desaparecer, fue poco a poco desplazada por el prêt-à-porter. Se inició un periodo de democratización de gran repercusión desde el punto de vista social; las prendas se empezaron a fabricar a gran escala, y la ropa de diseño, bien confeccionada, alcanzó a otros estratos sociales. Muchos de los grandes nombres de la Alta Costura se sumaron a esta nueva tendencia para poder mantener sus casas, e incluso algunos de ellos optaron por abrir boutiques donde se comercializase esa otra versión paralela a sus creaciones más mimadas. El primer caso fue el de Yves Saint Laurent.
Por último, los complementos de moda. Todas las marcas de alta costura crean su propia gama de productos que deben ser fieles a la línea de la firma. Bolsos, cinturones, pañuelos, fulares, bufandas, guantes, zapatos, gafas, eau de parfum, pendientes, anillos, colgantes y pulseras… todo cabe, desde un encendedor hasta una corbata pasando por el reloj de pulsera. Cito la sugerencia de una conocida revista femenina:
Una nueva temporada de Otoño Invierno está a punto de empezar y aunque estemos atentas a lo que se va a llevar en los próximos meses, es importante que no descuidemos los complementos y accesorios que encontraremos en las principales tiendas y marcas de moda durante este Otoño-Invierno. Para empezar, no pueden faltar los sombreros del tipo “fedora”. El estilo retro es tendencia por lo que este sombrero arrasará por su originalidad y la posibilidad de combinarlo con todo tipo de “looks” más o menos elegantes, más o menos informales…
Ni siquiera las mochilas son lo que eran; ahora se han convertido en la punta de lanza del street style: Chanel, Louis Vuitton y Gucci han presentado este año una glamurosa colección. Los precios son prohibitivos: la versión mini de Louis Vuitton, 1.150 euros; la mochila de piel con detalles de bambú de Gucci, 1.890 euros; la mochila grafitera de Chanel ronda los tres mil. En todas las divisiones de la alta costura pagamos por el logo de la marca. Como no podemos permitirnos prendas únicas, buscamos dar lustre a nuestro estatus con los complementos y, de paso, mostrar a los demás nuestro buen gusto. El resultado: un río de oro que fluye en todas las direcciones de la moda hasta terminar en las arcas de las grandes casas. Como diría Oscar Wilde, un dandi de su época, es justo lo contrario del arte por el arte.

viernes, 5 de febrero de 2016

Arte callejero. El grafiti


Las pintadas en la calle son ilegales. La clandestinidad es la fuerza viva del grafiti, por eso el grafitero cuelga sus obras en cualquier lugar de la ciudad aprovechando el momento (madrugadas de oscuridad y silencio) y la ocasión (muros, paredes y tapias vacías). Las pintadas no admiten cambios, el tiempo es oro, la ejecución ha de ser rápida y concluyente. Muchos grafiteros trabajan con plantillas para acabar pronto y esquivar el acoso policial. Pero el verdadero artista es un maestro de la factura. Consigue el mejor resultado a la primera. El estrés lo motiva, la tensión lo afina, la idea brilla mientras se graba.

Cuanta más gente lo vea, mejor. Pero no todos los lugares tienen el mismo gancho. La ley del grafiti: el beneficio es inversamente proporcional a la dificultad del sitio (los espacios más rentables son los más frecuentados). Por eso los grafiteros buscan “la ocasión de la foto”, es decir, trabajar en esos rincones míticos donde a cualquier turista le gustaría hacerse el selfie de su vida. O los transportes públicos. Los más audaces merodean por las cocheras de cercanías y al menor descuido decoran un vagón con sus sprays.  La banda anarco-punk Crass sostuvo una larga campaña en el metro de Londres a finales de los setenta hasta que se tomaron medidas (a costa del contribuyente) como alzar alambradas ciclópeas, instalar alarmas sofisticadas, recubrir los vagones con pintura resistente o aumentar la cantidad y calidad de la vigilancia.


(Un inciso: aunque no están al aire libre no me resisto a citar a los grafitis latrinalia que se dejan en los retretes con dibujos obscenos, declaraciones apasionadas, poesías de circunstancias o sesudas reflexiones. ¡Algunos son espléndidos! Hay numerosos estudios dedicados al tema).

El grafitero de gama media-baja es un pintor anónimo. Nadie deja su tarjeta de visita tras cometer un delito, excepto si eres un autor sagrado: famosos como Blek le Rat o Banksy se han colado en museos, incluido el Louvre, para colocar entre los cuadros sus obras firmadas. Se trata de un circo autorizado. Banksy, por ejemplo, ha trabajado por dinero para organizaciones como Greenpeace o empresas como Puma y vende cuadros hasta por 25.000 libras en circuitos comerciales o en la galería de su agente. Los mercados no descansan: un juego de sus obras se subastó en Sotheby's por más de 50.000 libras; se ha pagado medio millón de dólares por un remolque repintado en el que malvivió en los viejos tiempos… lo que le vale la acusación de sus colegas menos favorecidos de haberse convertido en un traidor a la causa.

El grafiti es un arte efímero. Las pintadas suelen ser borradas por los servicios municipales de limpieza; además están sujetas al vandalismo de las tribus urbanas y otros depredadores; incluso a la guerra entre clanes del mismo barrio que se insultan o tachan y pintan encima de sus respectivos carteles. Algo de lo que no se libran ni los grandes maestros. Cito a Wikipedia (interesante final que merece un comentario aparte):
A tan solo 24 horas de su creación, la obra de Banksy “Girl with a Pierced Eardrum” en Brístol fue manchada con pintura negra en un acto de vandalismo y de crítica hacia el artista. Aunque no es la primera vez que sucede este tipo de estragos contra de su obra. (…) Debido a la importancia y el posicionamiento que este artista ha logrado a través de los años ahora sus piezas son protegidas con fibras de vinilo que permiten una restauración ante este tipo de ataques.

La calle se convierte en un antimuseo donde todo fluye y nada permanece. La duración de la obra no está garantizada ni siquiera por un día. No puedes reservar tu entrada. Un grafiti se encuentra, te tropiezas con él a la vuelta de una esquina o en la tapia del colegio de tus hijos. Algunos artistas famosos han anunciado con antelación el título de su nueva obra pero no el lugar de la ciudad donde se encuentra. Comienza entonces una búsqueda frenética por parte de los adeptos para ser los primeros en contemplarla antes de que pueda ser alterada o destruida. Incluso robada (recorte de prensa de abril de 2014):
Siete obras callejeras del artista urbano británico Banksy se exhibieron hoy en Londres juntas por primera vez después de ser arrancadas de la pared y antes de ser vendidas en una polémica subasta benéfica. Un duro trabajo para extraerlos de los muros donde estaban y un largo y caro proceso de restauración realizado por la compañía Sincura Group han permitido que obras como el célebre mural "Niña con el globo" se presentasen en el lujoso hotel ME de la capital británica en la exposición "Robando a Banksy".
Se ha valorado de distinta forma la práctica de conservar los grafitis mediante fotografías o videos. Los integrados la defienden por tratarse, dicen, de una forma válida de enriquecer la cultura, de no permitir que ciertas obras valiosas se pierdan como lágrimas en el mar. Los apocalípticos la rechazan por su falta de respeto a las claves de un arte callejero que se basa en la fugacidad (hecho para no durar más de lo que dicta el azar) y la vivencia irrepetible (estar por casualidad donde acontece).

La reafirmación personal es el origen del grafiti.
A finales de los sesenta los adolescentes de la ciudad de Nueva York empezaron a escribir sus nombres y tags en las paredes del barrio, aunque en realidad utilizaban pseudónimos, para crearse así una identidad propia. Estos chicos escribían para sus amigos o incluso para sus enemigos. Quizás el ejemplo más significativo y a la vez el más conocido por todos sea el de Taki 183, un joven de origen griego que a la edad de 17 años comenzó a poner su apodo. Su verdadero nombre era Demetrius (de ahí el diminutivo “Taki”) y 183 era la calle donde vivía (poner el nombre de la calle fue un elemento usado por muchos más escritores).
Después vinieron las tribus urbanas con su iconografía identitaria: una forma de hablar, de vestir, de actuar, de marcar el territorio con emblemas. Finalmente se dio la transición de los símbolos al arte. Los auténticos grafiteros son una contracultura en lucha con el ethos y el eidos dominante. Los contenidos son muy variados pero tienen en común una intención contestataria: política, ecologista, racial, sexual, religiosa, satírica o simplemente insultante. Hace un mes el propio Banksy ha denunciado con un grafiti pintado ante la embajada francesa en Londres la violenta irrupción de la policía en la Jungla de Calais.

Muchas veces, más allá de la protesta, hay unos esquemas perceptivos opuestos a los que defiende el núcleo conservador de una cultura; son versiones innovadoras que van desde un objeto concreto (un coche, una tarjeta de crédito, un preservativo) a la visión global de la realidad (la sociedad de consumo, el trabajo, el Estado del bienestar). Aquí el grafiti enlaza con el pensamiento creador, la divergencia heurística, la tormenta de ideas. Es frecuente que dos o más grafiteros interactúen en un mismo espacio para completar una tesis sobre la pobreza, refutarla o desplegar variaciones sobre el mismo tema. Esta búsqueda de la intuición, de la interpretación insólita de un marco social es un elemento común a los grandes maestros  (los citados y otros: Blu, Claudia Walde, Seen, Sixeart, Obey, Os Gêmeos).

A excepción de estos últimos, el grafiti está actualmente en recesión a causa de las leyes que controlan la venta de pintura a los jóvenes, el endurecimiento de las penas, la “mala prensa”, las brigadas vecinales contra “la contaminación visual” o las campañas de “concienciación ciudadana”. Es cierto, que en algunas ciudades como Berlín o Nueva York se han reservado espacios a gran escala para la práctica del grafiti, pero se trata de un invento artificial, domesticado; otra forma de tolerancia represiva, en palabras de Marcuse, el gurú de la sociedad unidimensional.

Además, el arte del grafiti ha cambiado de lugar: parafraseando a Mallarmé, todo en el mundo existe para terminar en Internet… Una realidad paralela más tranquila, con más audiencia, con numerosas plataformas gráficas que producen todo tipo de soportes. Incluso existen sitios web que usan aplicaciones para la generación automática de formas plásticas o grafitis por ordenador. Hay páginas dedicadas a un solo equipo o a un sólo autor, páginas de la “escuela clásica”, páginas de trenes, chats, foros y un largo etcétera. En realidad las redes sociales imitan a los grafiteros (el muro de Facebook es el espacio virtual donde los usuarios pinchan sus mensajes). Pero esto es ya otra historia. Llevaba razón Ruskin cuando decía, al referirse a las catedrales góticas, que es más valioso un arte cuanto más puro es su estilo. Y el grafiti en Internet responde a su etapa barroca.