domingo, 26 de mayo de 2013

El cartel cinematográfico


El cartel es una de las manifestaciones estéticas menores pero más sugerentes. Ha sido uno de los resultados más logrados de lo que Benjamin llamó “el arte en la época de la reproducción técnica”. Hay carteles de casi todos los géneros: musicales, futboleros, taurinos, operísticos, históricos, culturales, publicitarios… Cada categoría merece una entrada aparte. Grandes pintores han frecuentado el cartel: Toulouse-Lautrec, Picasso, Dalí, Alphonse Maria Mucha. Aquí me voy a referir brevemente a los carteles cinematográficos, una tradición que se está perdiendo. Los anuncios de neón, primero, y la publicidad audiovisual en los medios de comunicación han condenado al cartel a convertirse en una especie en extinción. Su desaparición es irreversible. Se reducirá al gusto del coleccionista, a la exposición o a la curiosidad del aficionado que rebusca en internet los rastros de un mundo olvidado.


El cartel cinematográfico es una síntesis de los estilemas de la fotografía, del cuadro y el fotograma. El resultado es una mezcla de los tres soportes. De la fotografía toma el encuadre, la elección significativa, el compromiso subjetivo con lo que se incluye (y se excluye) del marco visual. Del cuadro, la composición, la distribución de la figura y el color como elemento plástico. Del fotograma, la transición visual, la intención cinética, la finalidad dinámica de la imagen, los principios de la técnica cinematográfica. Toma de la portada y contraportada de los libros la belleza del grafismo, la propuesta directa y el resumen de lo esencial.


El cartel de la película de Werner Herzog, Aguirre, la cólera de Dios, nos muestra el momento más dramático de un film demasiado dramático: cuando Lope de Aguirre (protagonizado por el actor Klaus Kinski, siempre pasado de rosca, en un papel hecho a su medida) tras contemplar a su hija, su único amor humano, muerta por una flecha anónima que ha surgido de la selva amazónica, se enfrenta a su destino, la búsqueda mística de El Dorado (culpable de la muerte de la joven) y lo antepone, transido de dolor, a cualquier circunstancia tangible.



Le conviene a la mejor película de François Truffaut, Jules et Jim, una frase final del Faustoel eterno femenino nos arrastra. El cartel propone una doble mirada al eterno femenino de Catherine, la compleja mujer de la que ambos amigos se enamoran (interpretada por Jeanne Moreau, francesa de profesión). El cartel muestra dos facetas del triangulo amoroso: por una parte, los momentos de amistad, libertad y bonheur; por otra, los oscuros laberintos de Catherine, que les llevarán a la traición, el desamor y la muerte…
El tercer cartel, Mogambo de John Ford, prescinde de cualquier referencia al argumento o al simbolismo del film. La escena del fondo es imaginaria, no aparece en ninguna secuencia. El cartel directamente se centra en las dos estrellas del reparto: Clark Gable y Ava Gadner; la tercera, la más atractiva, Grace Kelly, se sitúa en segundo plano y su rostro ni siquiera nos recuerda a la actriz. Las letras de su nombre se achican. Es el cartel menos logrado. Incide en la parte más criticada de la gran fábrica de sueños norteamericana: el star system y la industria cultural.


  

sábado, 18 de mayo de 2013

¡Qué manera de ganar!


Si aún hay justicia poética
en aqueste mundo herético
esta copa penibética
—no hay estética sin ética—
ha de ganarla el Atlético.

Puesto que el atleti es la única religión que profeso, permítanme que les diga que ganar al Real Madrid (un club con un presupuesto cuatro veces superior) la final de la Copa del Rey (esta vez con mayúsculas) en el Bernabéu es simplemente un milagro. Llevaba razón Emilio Butragueño, cuya función en el Madrid consiste en no perder los papeles cuando palman, al decir que las hadas del fútbol no habían querido que besaran la copa.

Esto por lo que respecta a las explicaciones (¿?) sobrenaturales. El orden de las causas naturales es el siguiente (siete, el número mágico):

- Jugar al fútbol como un equipo consistente y un sistema probado en el que aparecen las figuras: Falcao, Miranda, Courtois…

- Tener la suerte de cara (sea esto lo que sea) para que el Madrid no te fulmine y termine la cosa en 4-1. Tres palos son muchos palos…

- Cuatro ocasiones y dos goles.

- Coger al Madrid deprimido por la eliminación de la Champions y el enfrentamiento crónico de la plantilla con su inefable entrenador.

- Superar el complejo de inferioridad ante el eterno rival (ya sabemos que son muy buenos y muy caros), un complejo que hace al atleti arrugarse en el campo como un traje de treinta pavos.

- Suplir con coraje y voluntad de vencer la diferencia de cualidad técnica con su rival (o la coral colchonera: ¡Échale güevos, aleti échale güevos!) (bis).

- Que el árbitro haya sido neutral por esta vez: no todos se atreven a expulsar a Mou por armarla y a Cristiano por dar coces en la cara.

Cito al Cholo Simeone, capitán de la nave: “El Atlético es una referencia para todos los que sufren”. A ellos y a los niños atléticos de catorce años debería dedicarse el título. Por lo que a mí respecta, pienso en mi abuelo, socio fundador del Atlético, en mi hijo, creyente y practicante de esta cosmovisión futbolera, en mi hija que se disfraza del atleti, del Madrid o de la selección cuando ganan con tal de asistir a la fiesta, en mi mujer, normalmente del Madrid, pero rojiblanca en las grandes ocasiones, en mi hermano, siempre fiel a sus colores, en mi hermana, porque mis sobrinas han heredado la antorcha sagrada… Y en la gran familia atlética que se reunirá esta tarde en Neptuno con sus héroes.

domingo, 12 de mayo de 2013

El Vaticano


He hecho dos viajes turísticos a Roma, el primero cuando era soltero, una especie de pequeño Gran Tour, y el segundo esta semana. Dos visiones complementarias. Voy a referir mis impresiones vaticanas.

El Vaticano no está en Roma sino al revés. Roma es uno de los vastos dominios pontificios y una extensión de la autoridad espiritual de la Santa Sede. Es el Vaticano quien ha concedido el derecho de extraterritorialidad a la Ciudad Eterna. Vamos del Vaticano a Roma: hay que recorrer en sentido inverso la Via della Conciliazione para comprender donde estamos. Un ejemplo entre mil: el Coliseo se salvó de la demolición gracias a que el Papa Benedicto XIV lo declaró en 1749 lugar sagrado en memoria de los mártires cristianos ejecutados en la arena. Actualmente es parada tradicional del Papa en el Via Crucis del Viernes Santo (para que no se olvide lo que le pasó a los cristianos y al Coliseo).
 
La cola para entrar a la Basílica de San Pedro, el mayor templo de la cristiandad, es tolerable. Sus puertas están siempre abiertas a los millares de almas que acuden a diario. Sin esa generosidad (además la entrada es gratuita) sería imposible traspasar el pórtico. Antes o después tendrán que limitar el acceso por razones de conservación. Lo que encuentras dentro es una marea humana y una torre de Babel donde se mezclan todas las lenguas. Sólo cerca del altar mayor caminas normalmente. Puedes redimir tus pecados a la carta; cada confesionario pertenece a una orden religiosa. Curas y monjas de todos los colores deambulan como Pedro por su casa. Para que luego cuestionen el pluralismo de la Iglesia.

Su interior es inabarcable, incluso para la mente; evoca la teocracia y el poder absoluto del papado. La escala grandiosa del edificio, el horror al vacío del Barroco, la cúpula, el baldaquino de bronce, las estatuas con mitra y báculo, la cripta donde yacen más de 180 pontífices, los tesoros de la cámara, las reliquias… todo concluye en una verdad: primero el Papa, después el Espíritu Santo, luego la Virgen, por último los santos y la cristiandad. Una parte de la nave central y algunas capillas estaban cerradas con panel y alfombra roja. Al rato, una procesión de cardenales y su séquito las recorrieron. Tuve suerte porque cuando los vigilantes levantaron los paneles me encontraba en primera fila para contemplar la Pietà. Las inscripciones fundacionales, grabadas con cincel en las alturas del templo, pueden resumirse en una frase: lo que sea atado en la tierra no sea desatado en el cielo.

El propio Nietzsche en El anticristo reconoce su admiración por la iglesia de Roma: su ostentación, su exterioridad, su gusto por el lujo y el ornamento, su sentido aristocrático, su amor al gran arte. Las invectivas van contra el luteranismo, una religión de la experiencia interior, del evangelio y la fe, de los valores contrarios a la vida, de la decadencia espiritual y el triunfo del nihilismo. O como dijo mi padre cuando unos Testigos de Jehová le abordaron en la calle para endosarle sus embrollos: “Lo siento, si no creo en la Iglesia verdadera, menos voy a creer en las falsas”.

Después, los museos vaticanos. Casi dos horas de cola. Si no has reservado tu entrada o vas con un grupo organizado te toca bordear la muralla hasta la entrada. Aunque el plantón merece la pena. Lucía un sol picante de primavera: una legión multicolor de emigrantes intenta venderte gorras y sombreros. Apareció la lluvia en forma de chubasco: los mismos pero cargados de paraguas. Compré uno por tres euros (me pedía seis) y no llegó sano a la puerta. Cubierto sin lluvia: recuerdos, quincalla y otras menudencias. De vez en cuando se presentan los carabinieri y los marchantes desaparecen como por ensalmo.

Cuando por fin estás dentro reina el caos. Masas de turistas vagando por las estancias. Cito a Chateaubriand: Me pierdo por los museos de este Vaticano con once mil cámaras y dieciocho mil ventanas. ¡Qué soledad la de estas obras de arte! Los museos se convierten en lugares para ser fotografiados. Inversamente, el peregrino se transforma en alguien que observa el mundo a través de un objetivo. Nadie mira con sus propios ojos. En parte por los recuerdos, son mis fotos, aunque hay mejores en Internet o en los libros; además, perturban la autonomía de la memoria para construir la vida. Lo bueno de las cámaras actuales es que puedes ver las fotos al instante y olvidarlas para siempre. En la mayoría de los casos son un remedio contra el tedio.

La arquitectura de los palacios te obliga a recorrer todas las salas. Una visión completa del museo llevaría años. Seleccionar o morir. Estuve una mañana entera. Tres maravillas: Fortuna detenida por el amor de Guido Reni (Sala XII de la Pinacoteca), Apolo de Belvedere (Patio Octógono) y la Galería de los mapas. Pero sobre todo la Capilla Sixtina, restaurada, la obra de arte más hermosa que han visto mis ojos. No encuentro palabras y si creyera encontrarlas no le harían justicia y si le hicieran justicia (aunque fuera muy poca) no las diría por respeto. Sólo se me ocurre que su belleza es el mejor argumento teológico a favor de la existencia de Dios.

jueves, 2 de mayo de 2013

El idealismo estético


El polo opuesto, la antítesis dialéctica del empirismo estético (cuyo lema inicial, “me gusta”, hemos tratado en otra entrada) es el idealismo estético, es decir, la consideración del arte como idea, pero no como interpretación o proceso sino como verdad absoluta. Se trata de una concepción teológica de la belleza en la que las determinaciones particulares y las transiciones del pensamiento quedan anuladas: en ella se realiza finalmente la unidad de arte, religión y filosofía. En el idealismo estético se produce la transmutación del objeto artístico en cosa en sí.

Aunque la reflexión nos haga ver que el arte es más de lo que parece, tampoco es posible traspasar los límites del conocimiento mediante ciertas síntesis de la razón especulativa. Así, frente a la versión subjetivista del gusto propia del empirismo, ahora estamos ante la idea de la universalidad y necesidad del arte (a su exposición sub especie aeternitatis). Son tres las síntesis del idealismo estético: el clasicismo exaltado (existe la obra de arte perfecta), la metafísica del arte (la obra de arte expresa ideas inmutables) y la hermenéutica como mística (la obra de arte desvela el sentido profundo del mundo).

(Históricamente, el empirismo estético surge con la Ilustración, mientras el idealismo es una ideología romántica).

La primera síntesis procede de la idea de armonía total entre forma y contenido, de su mutua copertenencia: la expresión de la fraternidad entre los hombres en la Novena sinfonía de Beethoven; la unidad antropológica de cuerpo y mente en La Venus de Milo o el El Doríforo de Policleto; la plasmación espiritual y emocional del sentimiento religioso en la catedral de Amiens o Chartres… La perfección absoluta de estas obras es posible por la adecuación del contenido a la forma de la música, la escultura o la arquitectura. Nada falta y nada sobra en la obra de arte clásica: la supresión de cualquier elemento, una nota, un gesto, una ojiva, supondrían la caída del edificio entero. Hay en todo grados de perfección, también en el arte, cuyo límite superior es el clasicismo.

La segunda síntesis trascendente supone que la obra de arte perfecta exige la existencia de un mundo de ideas inmutables (la fraternidad humana, la unidad cuerpo-mente o la experiencia religiosa). Síntesis que peca por exceso incluso en el ámbito de la razón especulativa. La creación (y la contemplación artística), es, igual que en la analogía platónica, una dialéctica ascendente que se eleva desde el mundo sensible al ámbito de los arquetipos. La idea esencial del amor, más real que sus referencias mundanas, queda realizada en el Tristán de Wagner, la del erotismo en el Don Juan de Mozart y la unidad de ambas en el Fausto de Goethe.

La tercera síntesis propone que corresponde al arte desvelar el sentido del mundo. Las reflexiones de Heidegger sobre la verdad cambiaron de rumbo cuando, a mediados de los años treinta, pronunció una serie de conferencias sobre el origen de la obra de arte y la esencia de la poesía. El interés por la verdad del ser se dirige ahora a lo que la obra de arte muestra y de lo cual el artista es depositario. La verdad del ser nos habla a través del artista y se plasma en la obra. La creación consiste en la producción de aquel objeto en el que acontece el sentido y pone en juego la eterna agonía de las luces y las sombras. Un misterio del cual se nutre el don del genio, ese intermediario entre los dioses y los hombres. La fundación del ente, la donación de sentido, la presencia de lo abierto se da, en primer lugar, en la poesía. La poesía es la esencia del arte. La poesía es un nombrar del ser constituyente de las cosas. En la poesía, los dioses tomaron la palabra y el mundo se hizo manifiesto...