domingo, 23 de agosto de 2015

Diccionario filosófico. Intuición


¿Quién no ha tenido claro de pronto el pronóstico de una quiniela, o la palabra exacta en una carta o un poema; que tu compañero del alma es en el fondo un farsante, que la amiga de tu hermana te ama con pasión, que lo tuyo es de quirófano, o que tal ocurrencia es la clave de la bóveda celeste? De pronto lo incuestionable se manifiesta, se hace la luz y la vida se torna transparente… Hablamos, por supuesto, de la intuición.  
Si tuviéramos que mostrar mediante la viñeta de un comic en qué consiste la intuición sería fácil: un personaje se levanta como un resorte de su mesa con una sonrisa demente mientras una bombilla se enciende en el globo que pende sobre su cabeza. Es el famoso ¡Eureka! de la famosa leyenda del matemático Arquímedes de Siracusa tras descubrir mientras estaba en la bañera, que el volumen del agua desalojada era igual al volumen del cuerpo sumergido.
Según el “Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana” de Joan Coromines, el término significa: Adivinación, comprensión penetrante y rápida de una idea. Tomado del latín tardío intuitio-onis, imagen, mirada (derivado de intueri, mirar), que en el latín escolástico tomó el sentido filosófico. A su vez, el primer significado que da el “Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua” es: Facultad de comprender las cosas instantáneamente, sin necesidad de razonamiento.
La intuición es, por tanto, un conocimiento directo e inmediato de la solución de un problema; por contraposición, el razonamiento (deductivo, inductivo o práctico) es un conocimiento indirecto y mediato. Mediante el razonamiento conocemos algo de forma indirecta tras una serie de pasos que nos llevan a la conclusión. Cuando explicamos, argumentamos, generalizamos, hacemos malabarismos dialécticos o espesos silogismos, razonamos. Al revés, en la intuición no hay antecedentes explícitos, conocemos de forma fulminante. En la intuición se ilumina la mente con la evidencia de una certeza indudable. La captamos sin cadenas de premisas, a pecho descubierto, lo cual no implica que tras la conclusión subitánea no haya un ovillo inaccesible, una noche donde todos los gatos son pardos o un cajón de sastre al que llamamos “vivencias” intencionales. De la potencia creadora de la intuición proceden la visión pura del matemático, el hallazgo innovador del físico, la sentencia esencial del filósofo, la visión creadora del artista, la convicción luminosa del creyente o la certera decisión del individuo (la famosa intuición femenina)…
El Diccionario de la RAE añade un segundo significado del término, el filosófico: Percepción íntima e instantánea de una idea o una verdad que aparece como evidente a quien la tiene. Lo más relevante es la segunda parte de la definición. La primera dificultad de la intuición filosófica es que, parafraseando el dicho popular, de intuiciones ciertas están los infiernos llenos. Bien pudiera ocurrir que la intuición sea propiamente un procedimiento heurístico, es decir, un atajo mental que nos permite desenvolvernos con éxito en el mundo vertiginoso de la vida, pero no un método lógico-racional (perdón por la tautología) de conocer la verdad.

Se suele distinguir entre certeza intuitiva y verdad discursiva. La primera es, por muchas vueltas que le demos, un estado mental de carácter psicológico. Mediante la certeza intuitiva, el sujeto afirma tener conocimiento de la evidencia de un pensamientoPor su parte, la verdad discursiva es una proposición meramente lingüística de carácter lógico o metodológico. Mediante la verdad discursiva el sujeto demuestra o comprueba la consistencia formal o la correspondencia empírica de un enunciado formulado en un lenguaje riguroso. Dicho con otras palabras, el conocimiento científico, lugar de la verdad discursiva, somete a cualquier intuición, sea cual sea su grado de certeza o evidencia, a un proceso metodológico de depuración.
Para salvar esta dificultad, Husserl, el principal valedor de la intuición como forma científica de conocimiento, defendió en innumerables y sesudas páginas el carácter lógico de la intuición eidética frente al psicologismo y el carácter metodológico de la reducción trascendental frente al irracionalismo. Se trata de un ambicioso intento de unificar certeza intuitiva y verdad discursiva. Su logro no ha sido tanto la unificación (imposible) de ambas, sino mostrar que la fenomenología, la ciencia de la intuición trascendental de las esencias, es el camino más seguro de la filosofía.
¿Debemos relegar la intuición al reino de la subjetividad o al llamado mundo de la vida? Es preciso aceptar que la intuición por sí misma no es una fuente válida de conocimiento objetivo. Su ámbito de aplicación no es, por tanto, la ciencia sino otras formas del saber: la filosofía, el arte, la moralidad, la experiencia religiosa o la vida cotidiana... Es conocido el papel de la intuición en el arte. Términos clásicos como inspiración, llama del genio, don o dádiva, imaginación creadora o talento son con frecuencia consecuencias de la intuición artística.
La segunda dificultad de la intuición estriba en que la psicología cognitiva la incluiría en una de las etapas intermedias del proceso o secuencia del pensamiento creador. La psicología cognitiva distingue entre pensamiento convergente, el que se dirige o converge hacia la solución correcta de un problema y pensamiento divergente, el que se aparta de las soluciones correctas, comúnmente aceptadas y se dirige al descubrimiento de respuestas originales pero valiosas para la solución de problemas. Este último es el pensamiento creador. Se entiende por pensamiento creador la capacidad mental caracterizada por la sensibilidad ante los problemas, la fluidez, la flexibilidad, la innovación, la facilidad asociativa, la capacidad de análisis, síntesis y redefinición de los mismos.
La secuencia cognitiva (simplificada) del pensamiento divergente o creador es la siguiente (la intuición sería la tercera etapa).
- Preparación. Presentación, contextualización y exposición precisa del problema y sus componentes.
- Incubación. Gestación involuntaria e inconsciente del material acumulado para la solución de un problema. Las ideas se agitan por debajo del umbral de la consciencia. Es como una fase de “cocción a fuego lento” cuya duración es impredecible. Tal maduración interna no provoca respuestas externas u observables por tratarse de un procesamiento de la información en segundo plano. En ciertos casos, requiere la desconexión del problema, para así desechar u olvidar estrategias erróneas o ineficaces. 
- Iluminación. Descubrimiento súbito; certeza psicológica de la solución correcta. La solución surge de improviso cuando la totalidad cobra sentido, todo está integrado y claro. La solución salta a la consciencia y sorprende incluso al propio sujeto en el momento de aparecer. Mediante la intuición o iluminación el sujeto "capta", percibe (insight), "internaliza" o comprende, una "verdad" que se le revela como cierta. Puede ocurrir inesperadamente, en medio de un trabajo profundo de construcción o por el uso de procedimientos algorítmicos o metacognitivos.
- Verificación. Comprobación lógica o metodológica de la adecuación y validez de la solución aportada así como el análisis crítico del alcance de la misma. Es la fase de evaluación y consolidación (o rechazo) de los resultados.
- Desarrollo. Adaptación de la idea a los posibles fines, encadenamiento con otras ideas e interrelación con teorías anteriores, perfeccionamiento de sus matices y derivaciones para su puesta en práctica.
Si admitimos, por tanto, que la intuición es una función secuencial del pensamiento, la psicología cognitiva no aceptaría definirla como el conocimiento directo e inmediato de la solución de un problema. Esta definición tendría, por supuesto, toda la noble carga filosófica que se desee pero no sería válida en el mundo de los hechos objetivos. Ahora bien, en términos kantianos, si la razón científica es incapaz de acceder al conocimiento de las ideas metafísicas puesto que es imposible un conocimiento nouménico o especulativo, no pueden excluirse otras vías de acceso a la intuición...

domingo, 9 de agosto de 2015

Crónica del primer amor


En la España que conocí de joven (en la actual también) íbamos siempre a remolque de esa Europa inventada de la que tanto hablaron Ortega y el krausismo. También en los afectos. Exagerado pero no falso: la educación sentimental empezaba al terminar los chicos la mili y las chicas el servicio social.
Hice mi primer viaje al “extranjero” cuando terminé el preu. Tenía diecisiete años y vivía en Cuenca, una pequeña ciudad de provincias. ¡La meseta en sus aceros! Cuatro amigos de la clase, Antonio, Manuel, Óscar y yo, decidimos por razones que se pierden en la noche de los tiempos viajar a Italia como peregrinos del Gran Tour. Ninguna muchacha en flor nos acompañaba. Las chicas eran entonces unos seres misteriosos que poblaban el mundo sublunar de los mortales. Una versión metafísica del machismo.
El padre de Antonio nos prestó el coche; su hijo único lo convenció tras arduos regates y promesas. Un domingo soleado de Junio nos subimos al 1430 y partimos en busca del mar. Mi memoria a largo plazo se recrea en el camarote del ferri que nos llevó de Barcelona a Génova tras cruzar el Golfo de Lyon. Me acuerdo del bocadillo de jamón y los filetes empanados con pimientos, obra de Manolo, el chef del grupo, que nos comimos antes de acostarnos.
Después, la autopista del Sol, Rapallo (donde Nietzsche buscó en vano la paz en la belleza), la luz de Portofino, el césped mojado del conjunto histórico de Pisa (y una excelente lasaña), la Plaza Mayor de Siena, las pizzas de Guido, las callejuelas de Venecia, el camping Michelangelo a dos pasos de Florencia y, sobre todo, la iglesia bizantina de San Vital de Rávena. En los últimos años he vuelto con mi mujer a estos lugares.
En Rávena compartí con Oscar, mi compa del aula, la tienda de campaña a orillas del Adriático. Eran tiempos de hacer confidencias a media noche. El haz regular de un faro barría la playa del camping. Mi colega, envuelto en su saco y medio trompa por el vino de la cena (en cuanto tocaba un sarmiento se encendía) me dijo con voz cavernosa que “por fin” iba a contarme lo que me había anunciado por enésima vez: un secreto muy personal que tras oírlo me convertiría en estatua de sal. Lo cierto es que de sobra sabía de qué iba el rollo y además me importaba un bledo. Oscar, como el sheriff de Eldorado, se enamoraba siempre de chicas de ojos tristes y una triste historia que contar. Aburridos para siempre. Sabía que no tenía escapatoria, que él lo sabía y que por nada del mundo cerraría el pico. Hay que compartir las penas de los amigos, me engañé por un instante. Resignado, guardé silencio, reprimí un bostezo y me armé de paciencia.
¡Por el amor de Dios! Óscar tenía razón, nunca me hubiera imaginado tal putada. ¡El muy cerdo estaba enamorado hasta los calcañares de la misma niña adorable que yo! Y lo que era peor, la pérfida parecía hacerle caso. Por eso resistía mis asaltos. Ni un solo comentario se dignó hacer a mis cartas con poema adjunto que le enviaba a través de una amiga de mi hermana (a la cuarta se hartaron ambas). Ninguna princesa de la Mancha con una mínima sensibilidad se hubiera resistido al encanto juvenil de estos versos:
Sabor amargo de besos queridos;
Calor robado en tristes avatares;
Blanca boca reflejo de pesares;
Batir inmenso de un marrón perdido.
Sol amable de pétalos bruñidos.
Ah, estrellas de tu lago, dos lunares;
Flor de mirra pomada de mis males;
Faz hermosa placer de los sentidos.
He querido robar lo que guardabas
olvidando que no lo merecías:
Tus pétalos marrones marchitaba.
Ambos lirios en mi noche no lucían,
unas manos amargas los cerraban…
En mis párpados dos lágrimas fluían.
Meses más tarde supe dos cosas de aquel ángel de amor: que la mitad de la clase le mandaba misivas y que solo hacía caso a su mejor amiga. Pero aquella noche no pude dormirme hasta que comprendí al amanecer la imposibilidad científica de que fuera cierto lo que me había contado entre sollozos mi enemigo. En todo caso, después de oír semejante historia de mal gusto lo puse de inmediato en mi lista negra. 
En el viaje de vuelta, Óscar sacó de pasada el tema de nuestras congojas. Todo anónimo e impersonal. Antonio, el mayor, opinó mientras metía la directa, que la tía no estaba mal pero era una melindres monjil y que no había posibilidad de echarle un polvo. No interesaba. Manolo reconoció a medias que estaba por su amiga. Los demás callamos. Sobre todo Antonio, que la había besado a conciencia en la fiesta de Noche vieja. Estaba loca por él. Meses después me pidió desesperada que la ayudara a ser su novia. Jamás hablé del asunto y le hice un favor. Reconciliados en la desdicha Oscar y yo no tardamos en ser otra vez inseparables. ¡Qué podemos hacer, dijimos estoicamente, son cosas que pasan en las mejores familias! Mucho después, su amiga dominante, "la de Manolo", me contó en una terraza de verano que la hermosa criatura se había casado con un piloto de Iberia que le sacaba diez años y tenía dos pilluelos. Siempre igual: la vida imita a las peores novelas de costumbres.

domingo, 2 de agosto de 2015

Diego Rivera y Frida Kahlo, el jardín compartido


Hace años trabajaba como bibliotecario en la Casa de la Cultura de Palma de Mallorca. También impartía cursos de formación en las bibliotecas municipales de la isla. Vivía en can Capes, en el distrito de Levante. Mi compañera mallorquina, Paula, trabajaba como redactora en una revista de viajes y promoción del turismo. Habíamos encontrado a través de su director un bonito piso de dos dormitorios construido en los años ochenta con vistas al paseo marítimo y un alquiler favorable. Era el tercero de un edificio de cuatro plantas y un bajo.
La conserje, doña Mercé, una viuda catalana que había pasado los sesenta, entrometida pero cordial, ocupaba la planta baja con su hijo menor de treinta y tantos en paro. En el primer piso vivía Jaume, un cocinero de la compañía Transmediterránea que pasaba a bordo de los ferrys más tiempo que en su casa a la que volvía de improviso durante los períodos de descanso. En el segundo, pasaban las vacaciones un matrimonio gay de alemanes jubilados: Gerhart, el mayor, había sido un alto cargo del Deutsche Bank, tenía propiedades en España y una cuenta corriente más que saludable. Según me contó un día que paseaban de la mano por la playa de Santa Ponsa, había cambiado las inversiones por la inocente alegría de vivir. Günther, era un catedrático universitario especialista en historia del arte que se complacía en educar la sensibilidad dormida de su marido. Por último, en el cuarto, vivía una madre soltera, Pepita, funcionaria del Ministerio de Hacienda, que se había trasladado a la isla desde Cuenca cuando nació su hija Sara "de padre en ignorado paradero". Ahora Sara era una jovencita, como todas, en la curva peligrosa de la adolescencia.
El edificio tenía en la parte trasera un patio interior de unos doscientos metros cuadrados donde el arquitecto había previsto construir una piscina y un espacio con juegos infantiles, aunque las dificultades presupuestarias habían impedido el proyecto. Cuando llegó la primavera, los alemanes habían pedido a Don Gaspar, el propietario del inmueble, permiso para transformar el patio en un jardín compartido “con fines recreativos y de mejora”.
Nos invitaron a tomar el aperitivo en una conocida terraza para tratar el tema. Entre copas de vino y platos de empanada nos contaron que el modelo que proponían era el de un encantador jardín inglés. El rollo, a cargo de Günther, fue considerable. Noté que Paula usaba el pañuelo con demasiada frecuencia, como si sufriera una repentina alergia al polen. Me di cuenta que lo hacía para tapar su risa chispeante. El jardín inglés –dijo Günther- busca la imitación de la naturaleza virgen, aunque esta representación espontánea sea en el fondo el resultado de un elaborado proyecto artístico. El ideal del jardín inglés es lograr un entorno sorprendente, innovador, con el aspecto de un lugar que no ha conocido la mano del hombre
Nadie se opuso, al contrario: Don Gaspar lucía un nuevo reloj de pulsera. Doña Mercé anunció su intención de plantar pepinos y tomates, la madre de Sara conseguiría laurel, perejil y cilandro. Paula compraría macetas para adornar el patio, el cocinero convino en que se trataba de un hobby relajante y ecológico pero por desgracia su trabajo no se lo permitía. En poco tiempo los alemanes convirtieron el patio en una jungla tropical.

A los tres meses, a finales de septiembre, cuando acababa de despertarme de la siesta sobre las cinco de la tarde, Paula y su amiga Beatriu, una joven farmacéutica, llegaron alteradas:

- ¡Los alemanes, gritó Paula, los cabrones han plantado un campo de marihuana!

- No cabe la menor duda, añadió su amiga, esta hierba se usa también con fines medicinales y la conozco muy bien (en realidad los tres fumábamos regularmente). Mira (y esparció unas hojas cortadas sobre la mesa).
- Tiene buena pinta, comenté soñoliento.
Al día siguiente hice una visita a los vecinos del segundo y fui directo al grano.
- No tengo interés por lo que se cultiva en el patio, pero lo podría tener si un día tras otro veo circular por la escalera “gente rara”, ya sabéis.
No les sentó bien.
- Nuestras visitas no son asunto tuyo, respondieron a dúo.
- Pero lo es, contesté suavemente, puesto que compartimos el edificio desde el portal hasta la antena colectiva pasando por el jardín. Mi mujer, por ejemplo, planta peonías, hibiscos y claveles. Además, ¿no deberíais haber informado al propietario y a los vecinos de que os trajináis un cultivo ilegal?   
Durante seis meses el acuerdo fue respetado por los caballeros teutones. En las cálidas noches mediterráneas el aroma dulzón de la mariguana subía hasta el cielo y más allá. Y eso era todo. Por supuesto, no les pedimos ni un pellizco aunque nos moríamos de ganas. El resto de los vecinos no notaron nada y yo no era el pregonero del barrio.
Un domingo de marzo por la mañana, hozaba en la cama, cuando Paula volvió como una centella del balcón donde le gustaba desayunar temprano.     
- Echa una ojeada a la calle, exclamó, no es posible, los dos tortolitos de la mano, esta vez con esposas y a punto de subir a un coche de la bofia. Espero que no tengas nada que ver, susurró.
- Estoy tan pasmado como tú, contesté con sinceridad.
Fue el final del jardín inglés. Según parece, había sido la conserje, una mujer demasiado curiosa, quien se había percatado del invento. Su hijo, que sin duda lo conocía, la puso sobre aviso. Alguno días más tarde, en comisaría, Paula y yo (los demás también) tuvimos que contestar a las preguntas del inspector Palomeque de la brigada de estupefacientes:
- No, no sabíamos lo que cocinaban esos turistas extranjeros. No los conocíamos casi, eran muy reservados, además no hablamos alemán, sabíamos que estaban casados, nos lo dijo la portera, parecían personas responsables, no recibían visitas, ha sido una sorpresa desagradable pero así es la vida…
El inspector sacó del cajón de su despacho una pitillera de cuero, cogió un purito, se dio fuego, aspiró el humo y lo expulsó en paquetes cuánticos. Después nos miró fijamente unos segundos.
- Escuche y no me joda, bibliotecario, usted estaba al tanto: no son alemanes, sino polacos procedentes de Austria. Los seguíamos desde que llegaron a Palma hace un año. No están casados y su vida privada es suya. Hemos confiscado más de treinta kilos de mariguana mejicana. La mejor. Su precio en el mercado asciende a doscientos mil dólares. Sospechamos que la colocaban en partidas de dos kilos a través de minoristas para que el jardín pareciera el mismo y no levantar sospechas. Creemos que el encargado de llevar la mercancía es Sebastián, el hijo de la conserje; no descartamos que también esté implicada. No va a ser fácil acusarlos de tráfico de drogas. Insisten en que solo son inocentes botánicos. Podría ser que en dos o tres meses están fuera organizando el mismo tinglado no sabemos dónde ni cómo.
- (Somos partidarios de la legalización de la mariguana, pensé pero no lo dije).
- Se enterarán por la prensa. Ya se pueden ir. Apagó el purito en el cenicero, se dio media vuelta y empezó a tararear:
El patio de mi casa
es particular.
Cuando llueve se moja
como los demás...