viernes, 27 de enero de 2017

Timos y gatazos en familia


La picaresca es un fenómeno social con patente hispana. También hay timos de cosecha propia: la estampita, el tocomocho, el nazareno, los trileros... Ahora con la globalización se han internacionalizado. Cada vez son más violentos y peligrosos. Pero no voy a extenderme aquí con historias desagradables del ancho mundo, que para eso están la prensa y la televisión, sino a timos, estafas, hurtos y gatazos de los que han sido víctimas mi familia, allegados, conocidos de primera y segunda, próximos. Doy mi particular versión y allá cada cual con su bolsa y conclusiones.
Comienzo por lo acaecido en un pueblo de la provincia de Cuenca donde una tarde brumosa de Febrero se presentaron en casa de don Constancio y doña Guadalupe su costilla, gente mayor, parientes lejanos de mis abuelos paternos, dos individuos de aspecto impecable con coche negro en la puerta y chófer con gorra (se supo después que era mangado y tuneado). Conviene recordar que la implantación definitiva del euro en España comenzó en Enero de 2002 y convivieron tres meses. Sacaron de un portafolio de cuero repujado unos papeles con membretes del Ministerio de Economía que entregaban como justificantes de las pesetas que los palomos les entregaban en metálico o cheque al portador para ser cambiadas por euros en cualquier banco del pueblo a partir de las cuarenta y ocho horas siguientes a este “procedimiento oficial, el único previsto por el gobierno según las disponibilidad de liquidez del Banco de España” y bla, bla, bla. Pringaron una parte importante de sus ahorros; otra la pudieron recuperar porque los ejecutivos de pega fueron detenidos en Tarazona de la Mancha cuando fueron con el mismo cuento a casa de un guardia civil retirado que en vez del talonario les sacó la reglamentaria del cuarenta y cinco y se la puso en las narices mientras llamaba a los vecinos y estos al cuartelillo.
El final es parecido a lo que le ocurrió a mi padre en su casa de Cuenca durante una madrugada de ferias y fiestas de San Julián. Parece que ciertas gentes de mal vivir se dan cita por esas fechas en la ciudad encantada. Vivía sólo, con Dino su perro, un epagneul-breton que dormía en la alfombra del dormitorio (era muy aficionado a la caza) y su escopeta cargada y apoyada en la mesilla de noche; así se sentía más seguro. La puerta de la casa era de papel de fumar y, como casi todos los vecinos, no quiso cambiarla por otra más sólida. Fue el perro a eso de las tres de la madrugada quien se levantó como un resorte y ladró de forma extraña. Mi padre, de sueño ligero, se levantó en el acto con el arma en la mano. Eran dos tipos y se encontraban al principio de un pasillo que terminaba en el dormitorio. Encendió la luz y los encañonó sin contemplaciones. ¡Perdone -balbuceó el que iba delante- creo que nos hemos equivocado de piso! y se dieron media vuelta a toda mecha para nunca más volver.
El siguiente sablazo me lo contó el conserje de mi casa la tarde que volvíamos de vacaciones de Galicia y supe los detalles al día siguiente por la propia implicada, una vecina jubilada que vive sola en la misma escalera. A eso de las once de la noche de un domingo a mitad del mes la llamaron con insistencia por el telefonillo del portal. Una voz desgarradora que se hizo pasar por mi hija (una adolescente de doce años que veraneaba con nosotros) le rogó angustiada si podía subir a su casa. Como es más buena que el pan la dejó entrar. Era una chica joven que le contó entre sollozos una patética historia de violencia de género: su novio la había echado a patadas de su casa donde vivían juntos, que sus padres (o sea, mi mujer y yo) estábamos fuera –lo único cierto que dijo- y que necesitaba dinero para pasar la noche en un hotel, coger el tren, algo de hospitales y no sé cuántas cosas más. Mi vecina sólo tenía cuarenta euros en casa, por lo que la chica le sugirió ir al cajero más cercano y sacar un dinero que luego nosotros le devolveríamos al volver… Le “prestó” seiscientos cuarenta euros, lo máximo que le dio el cajero. A la mañana siguiente, algo amoscada, se lo contó a Alfonso, el conserje, quien lo primero que le preguntó es si conocía a mi hija. No, le contestó. Según se supo, en Chamberí, mi barrio, dieron el pego del pariente en apuros unas cuantas veces en dos días (las noticias vuelan) hasta que se largaron con la música a otra parte.
A mí me tocó la siguiente, una estafa de poca monta y además frustrada. Ese año me tocó la presidencia de la comunidad y a primera hora de la tarde estaba con el administrador y dos operarios en el cuarto de calderas, cuando Alfonso me dijo que alguien preguntaba por mi mujer para subir a mi casa un paquete enorme. Cuando aparecí y oyó lo de presidente noté que torció el gesto a pesar de ser excelentes actores.
- Es un juego de sartenes y paletas que ha encargado su señora (traía una factura con pelos y señales). Aunque no entiendo mucho del género, el precio me pareció desorbitado.
Llamamos a mi mujer por el teléfono interno de consejería y me confirmó sin lugar a dudas que no sabía nada del asunto.
- Mire –le dije- con tono meloso de diplomacia vaticana (lo mejor es evitar conflictos): debe de tratarse de un error de tramitación, póngase en contacto con su proveedor y compruébelo. Pero no: después de reafirmarse sin más en su versión, el sujeto nos amenazó con voz tonante.
- Si no me lo abonan los voy denunciar y los vamos a incluir en la lista de morosos.
Lo mejor es aclararlo, le dije con calma. Si lleva razón le pido disculpas y le pago en el acto (eso pareció animarlo). Los operarios no daban crédito a mi cortesía con aquel bribón. Lo que vamos a hacer, si no tiene mucha prisa, es llamar a la policía y tratamos con ellos el asunto. ¿Le parece bien? Saqué el móvil y marqué el 091 ¿Policía nacional? y eso fue suficiente. Se retiró con su cargamento entre amenazas e insultos. ¡Pronto tendrán noticias del servicio jurídico de mi empresa! No andará muy lejos me dijo uno de los agentes. Vamos a dar unas vueltas por si lo vemos. Días después me enteré por internet que, efectivamente, la caja lleva sartenes y paletas pero de una calidad tan ínfima que las más baratas de los chinos son artesanía del metal. Luego las colocan a veinte veces su precio de coste.   
A mi suegra, una anciana, le tocó el cambiazo del cajero. Hay también dos compinches en el ajo. Cuando introdujo la tarjeta, el primero se fijó en la clave de acceso que había tecleado despacio con manos temblorosas. El dinero salió con normalidad y mi suegra lo cogió del cajetín sin problemas. Entonces una chica, según nos contó, le dijo que se le había caído algo que previamente había puesto en el suelo (cualquier chorrada). El otro, en cuanto mi suegra se dio la vuelta para mirar y decir que no era suyo, cambió su tarjeta por otra del mismo banco ya bloqueada por su anterior propietario también limpiado. Hasta que mi suegra no volvió a usarla no se percató de que no era la suya y entre tanto le volaron más de dos mil quinientos euros, de los que el banco, por supuesto, no se hizo cargo. Con la suya engañaron a otro y así sucesivamente. Moraleja: cuando saques efectivo en un cajero comprueba siempre que la tarjeta que te llevas es la tuya.
Pero el colmo del buen hacer timológico se realizó en el piso de una prima hermana de mi madre en el distinguido barrio de Rosales. Una mañana del viernes se detuvo en segunda fila ante el suntuoso portal de mármoles y cristaleras una furgoneta de una tienda llamada Canapé-lit, livraisons. Bajaron una caja en la que se entreveían embalados los cojines y orejas de color gris perla de un sofá. Es para el cuarto izquierda, y le mostraron a don Venancio, el conserje, un montón de facturas…
- Están fuera de Madrid este fin de semana, anunció Don Venancio.
Vaya faena, dijo con elegante acento francés el que parecía el jefe de los tres empleados vestidos con impecable mono blanco con el logo verde en la espalda e insignia en el pecho. No nos lo habían advertido. Fíjese en la fecha de entrega. Por qué no sube, con nosotros, sugirió amable al conserje, si dispone de las llaves del piso; lo dejamos en el salón y cuando vuelvan el fin de semana que lo coloquen donde mejor les parezca. Así nos evitamos cargarlo otra vez, gastos de desplazamiento y volver no sabemos cuándo… Se lo pensó don Venancio, no vio trampa ni cartón, y los acompañó hasta el piso de doscientos cincuenta metros cuadrados con vistas al templo de Debod. Abrió la puerta y desconectó la alarma. Depositaron el pedido, salieron seguidos del conserje, le dieron efusivamente las gracias y todos tan contentos. Se trata del viejo truco del caballo de Troya. Dentro del sofá gris perla, nada del otro mundo, va escondido otro compinche, seguramente bajito y delgado, provisto de todo tipo de ganzúas e instrumentos dolosos. No hizo falta utilizarlos porque en la entrada había una mini percha de diseño para dejar las llaves y estaban las de la puerta acorazada. Cuando los primos volvieron el domingo por la noche no quedaba en el piso ni con qué encender la chimenea. El pobre don Venancio tuvo que buscarse otro empleo. Se habían llevado hasta la mini percha de diseño.
Desconfíen de todo tipo de inspectores y técnicos del servicio oficial no solicitados, no les permitan entrar en su casa; no abran con el telefonillo al cartero comercial, no atiendan las llamadas de una empalagosa señorita que al final le pide datos personales o claves, tampoco se comprometan con su representante bancario (aunque sea cierto, graban las conversaciones) y corten por lo sano las llamadas gancho de las operadoras de telefonía con ofertas inverosímiles. Díganles que no les interesa porque no tienen teléfono.

domingo, 15 de enero de 2017

Banquetes y bodorrios


Hay un montón de pingües negocios, es decir, no millonarios sino lo que viene después, organizados en torno a la celebración de ciertas fiestas. Por ejemplo, las copiosas comidas navideñas con el alza consiguiente del precio de los alimentos, especialmente los de gama alta. La gente tira la casa por la ventana. Los dispendios del condumio navideño son lo único que iguala por unos días el estatus de la clase media y los ricos. El marisco, el pescado y las carnes nobles se suben por las nubes. Las angulas cotizan en bolsa. El currante mileurista debe conformarse con pelar rodolfos langostinos o tapilla con guarnición de verduras. Es sabido que en muchos de esos banquetes, al margen del estrato social, se arma la marimorena cuando algún cuñado bebe más de la cuenta, se le calienta la boca y larga unas cuantas impertinencias. O el caso de la nuera retorcida que saca los trapos sucios con cálculo sibilino mientras su yerno trincha el pavo antes de trincharla a ella. Afortunadamente hay cada vez más personas que comen o cenan en esas fechas en la intimidad de la familia nuclear, es decir, padres, hijos y cónyuges (estos últimos se reparten) y a casita que llueve. De primero un consomé de verdad y de segundo una jugosa tortilla de patatas. De postre flan casero y una botella de cava para todos. Aun mejor, si te lo puedes permitir, vuela a las islas Canarias o al Caribe. Te saldrá más barato.
Otro ejemplo de despilfarro institucional son los bodorrios. Vendrán a partir de mayo. Normalmente son “por la “iglesia”. En realidad, casarse es siempre un pacto civil al que algunas parejas heterosexuales deciden además darle un sentido religioso más por costumbre que por creencia. Lo primero es elegir una iglesia de postín, aunque no necesariamente. La última boda de alto copete a la que asistí fue en la Casa de la Panadería en la Plaza Mayor de Madrid. La boda anterior no se terminaba nunca; según parece todo el mundo tenía muchas cosas que decir a los cónyuges. Como comentaba el desaparecido Pedro Zerolo, concejal del PSOE que celebró más de 300, las bodas civiles se dignifican añadiendo música, lectura de poemas, flores… Me gusta que mis ceremonias sean muy participativas, decía.
Cuando por fin se terminaron los discursos y empezó el nutrido desfile de invitados, mi tía no hacía más que preguntarme cuándo salían los novios. Y, en efecto, eran dos de recia barba que entre arroces y piropos entraron en un flamante Citroën a la antigua que les esperaba a la puerta.
Tornemos. Para empezar, los honorarios de la iglesia son sorprendentemente elevados si decides decorarla con guirnaldas u otros adornos florales; o extender la alfombra roja desde la entrada al altar, iluminar las lámparas de las grandes ocasiones o contratar un coro para que la misa resulte más movida. Si es concelebrada (aunque sean curas amigos) prepara los ahorros del verano. Pompa y circunstancia a tanto el servicio. Más los gastos de representación. Al final, en la sacristía, después de firmar padrinos y esposos, el celebrante alarga una mano de metro y medio. Casarse por la iglesia tiene efectos civiles y eso (que el sacristán lleve los papeles al registro) se paga.
Pero el meollo viene después. Un bodorrio con cena, barra y bailongo sale, en resumidas cuentas, por unos sesenta mil euros, o sea, diez millones de las antiguas pesetas. Si pretendes contratar por menos o regatear, el gerente del establecimiento llama a los de seguridad. En los hoteles y lugares de moda de la capital los precios se disparan un veinte por ciento. Por eso los novios buscan en la periferia sitios especializados en este tipo de eventos donde han proliferado fincas y locales al olor del dinero fácil. En Madrid abundan. Eso sí (un gasto más) hay que contratar un servicio adicional de autobuses para llevar y traer a los invitados porque en una boda se bebe y no se conduce. Muchos de estos sitios tienen incluso alojamiento propio o concertado con hoteles de la zona para los que deciden dormir allí la trompa. A mí me parece una locura gastarse ese dinero en una noche. Eso sin contar la factura mareante del traje de la novia, que como mucho heredará su ahijada veinteañera. No sé si se pueden alquilar, una saludable opción, pero cualquier casadera que se precie rechazará la idea con horror. Un sistema muy utilizado para recuperar los onerosos gastos es que los comensales ingresen metálico en una cuenta bancaria que discretamente te facilitan los novios en lugar de los anticuados regalos (bastantes de baratillo simulado y otros guardados con caja y cinta de bodas propias). Los más tradicionales todavía admiten que les hagas regalos en unos grandes almacenes… que se convierten, previa comisión del establecimiento, en dinero contante y sonante. A veces los padres del novio pagan la parte de sus invitados y los de la novia los suyos. Con todo no se cubre ni la mitad de los gastos. La distribución de las mesas es fundamental. Puedes pasarte la cena hablando del tiempo o de lo mal que va el mundo con tus compañeros de mantel. Y si son parientes conocidos preguntando quien es quien en el bando de la parte contratante de la segunda parte. Por lo demás, es comprensible que servir un menú en condiciones gastronómicas aceptables a más de trescientas personas resulta complicado. Por eso los platos que traen los camareros suelen cumplir sin más y, en la mayor parte de los casos, no justifican el precio de la carta; tampoco el vino, un crianza en oferta sin excesivas pretensiones. En las bodas se come mal, no me vengan con cuentos. No queda más remedio que cocerse sorteando los reproches crecientes de tu señora a medida que se te traba la lengua. Después mucho ruido (imposible hablar) y luces de discoteca. Y barra libre. Es el momento de largarse si no quieres que te saquen en angarillas.
Todo esto para que un tanto por ciento alarmante de parejas, según el instituto nacional de estadística, se separe antes de un año de casados. Es evidente que no me gustan las navidades ni las bodas, pero no tienes porqué estar de acuerdo.

lunes, 2 de enero de 2017

Notas sobre el Holandés errante


Asistí hace unos días en el Teatro Real a la representación de la ópera de Richard Wagner El Holandés errante (1843), la primera de sus grandes obras.
El holandés errante es el capitán de un galeón gobernado por una tripulación de espectros descarnados que recorre los mares desde tiempo inmemorial. Maldito por su destino, ha intentado hacerlo pedazos innumerables veces contra los arrecifes, zozobrar con el velamen desplegado en medio de la tormenta, hundirlo con sus propias manos. Pero los demonios que sellaron su juramento sacrílego lo hacen invulnerable. Aunque se arroje desesperado por la borda en el centro del huracán, las profundidades marinas devuelven una y otra vez su cadáver viviente. Los navegantes lo temen. Cuando los grandes veleros otean en el horizonte su aparejo viran en redondo. Incluso los sanguinarios piratas elevan plegarias al cielo y se alejan a todo trapo cuando divisan su siniestra figura. Sólo el amor puro y fiel de una mujer podrá liberarlo de la maldición. Cada siete años le está permitido tomar tierra e intentar hallar a la esposa improbable que le dará la paz... Al inicio de la ópera, la llegada del buque fantasma a la costa es un anuncio sobrecogedor de su condición:  
De repente centellean unas luces fantasmales sobre el mar, sopla un viento helado que parece surgir de los confines del mundo. Y sobre las aguas corre, casi se podría decir que vuela, un imponente buque con mástiles negros y velas rojas. El buque se dirige hacia la ensenada y echa el ancla cerca del velero de Daland. Por una escala desciende un solo hombre con un extraño atavío. Con la cabeza baja, mirada sombría y pasos lentos asciende por la costa.
Toda la ópera gira en torno al mar, el motivo central que confiere sentido a los hechos insólitos que acontecen en escena. Se trata del mar del romanticismo, abismo insondable, superficie desconocida, naturaleza hostil, lugar de las grandes tempestades, como representa el cuadro de Turner Tormenta de nieve en alta mar.
El mar romántico es una metáfora literaria del misterio de las profundidades, los naufragios trágicos a la luz de la luna y las historias narradas en las noches de invierno por un viejo marino al amor de la lumbre, como la leyenda original del buque fantasma, el excelente relato de terror titulado El mensaje de Vanderbecqen a su hogar (1821): trata del encuentro en alta mar de un mercante cuya tripulación se encuentra con un barco oscuro y misterioso cuyos marineros, consumidos por una extraña melancolía, les entregan unas cartas pidiéndoles que las envíen al llegar a tierra, y, que resultan estar todas dirigidas a personas que murieron tiempo atrás. Así descubren que se han encontrado con una tripulación de fantasmas.
La imaginación romántica pobló el mar de monstruos y criaturas antinaturales. En la Historia de la fealdad de Umberto Eco se pueden ver los dibujos y grabados de algunas. Moby Dick (que da título a la novela de Herman Melville escrita en 1851), el gran cachalote blanco encarnación del mal al que el capitán Achab persigue obsesivamente a bordo del Pequod, es la culminación de esta fantasía.
Nemo, capitán del Nautilus de Verne, juró vengarse de los asesinos de su pueblo y su familia. El capitán Achab del Pequod juró vengar a todos los balleneros víctimas del cachalote blanco, incluido él mismo que perdió una pierna en un encuentro. La leyenda del juramento impío del holandés errante tiene diversas fuentes, pero Wagner se basó en la obra menor de Heinrich Heine titulada De las memorias del señor de Schnadbelewopski (1834) cuyo capítulo VII contiene la historia.
Ese fantasma de madera, ese lúgubre barco, toma su nombre de su capitán, un holandés que un día juró por todos los demonios que, a pesar de la fuerte tormenta que soplaba, doblaría un cabo cuyo nombre no puedo recordar ahora, aunque tuviera que navegar hasta el Día del Juicio. El diablo le tomó la palabra, y tendrá que vagar por el mar hasta el Día del Juicio a no ser que sea rescatado por la fidelidad de una mujer.
El mar romántico inspira la mirada interior como un espejo de lo que Bachelard denominó «inmensidad íntima». En ella la naturaleza urge y aviva los secretos del poeta y los límites de lo que puede ser dicho. Se convierte en el lugar privilegiado que le permite sumergirse en las profundidades de la imaginación como un espectador divino (o demoníaco) de sí mismo; es lo contrario del mare nostrum del Imperio romano o de los mercaderes venecianos, pura exterioridad material, dedicado al transporte de tropas o al tráfico de mercancías. Tampoco tiene nada que ver con el océano dominado por la máquina de vapor y la electricidad. Las nuevas técnicas de navegación acabaron con el mar como el más elevado concepto de lo sublime. La estética romántica fue sustituida por la ciencia moderna. El sofisticado Nautilus de Julio Verne es la antítesis del buque fantasma por más que ambos estén condenados a navegar eternamente y su redención final sea la misma.
Como subraya Àlex Ollé, uno de los seis directores de escena de la Fura dels Baus, autores de la dirección escénica de la ópera, también representa el sentimiento romántico de lo absoluto:
... Desde el principio me parece importante dejar constancia de lo lejos que el mundo contemporáneo está del sistema de creencias, profundamente románticas, sobre las que Wagner concibió esta pieza. Para Wagner, amor, muerte, eternidad, maldición pureza, pasión, terror eran conceptos que impulsaban la búsqueda del otro lado de la razón. El mismo mar era una metáfora poderosa –escribe Ollé- del último límite impuesto al ser humano. El mar era lo infinito, lo trascendente, una mirada metafísica sobre la muerte. En plena tormenta, cuando el cielo y el mar se funden y confunden en la línea del horizonte con la tierra, se abría la posibilidad de que “lo otro” interfiriera con lo real. Era así como surgía la posibilidad del encuentro entre todos los personajes –reales y fantasmagóricos- de esta ópera.