lunes, 30 de enero de 2012

La resurrección de los cuerpos


Giorgio Agamben (Roma, 1942), Lo abierto. El hombre y el animal

FISIOLOGÍA DE LOS BIENAVENTURADOS

¿Qué es el Paraíso sino la taberna de una incesante comilona y el prostíbulo de torpezas permanentes?
Guillermo de París


La lectura de los tratados medievales sobre la integridad y las propiedades de los cuerpos de los resucitados es, desde este punto de vista, particularmente instructiva. El problema que los Padres de la Iglesia tenían que afrontar era sobre todo el de la identidad entre el cuerpo resucitado y el cuerpo que a los hombres les había tocado en suerte durante la vida. Tal identidad parecía implicar en rigor que toda la materia que había pertenecido al cuerpo del muerto habría de resucitar y recuperar su lugar propio en el organismo bienaventurado. Pero es precisamente aquí donde empezaban las dificultades. Si, por ejemplo, a un ladrón –más tarde arrepentido y redimido- se le había amputado una mano, ¿debía ésta volver a unirse al cuerpo en el momento de la resurrección? Y la costilla de Adán –se pregunta Tomás de Aquino- a partir de la cual se formó el cuerpo de Eva, ¿resucitará en ésta o en Adán? Por otra parte, de acuerdo con la ciencia medieval, los alimentos se transforman en carne viviente por medio de la digestión. En el caso de un antropófago, que se ha alimentado de otros cuerpos humanos, eso supondría que, en la resurrección, una misma materia se reintegraría en varios individuos. ¿Y qué decir de los cabellos y de las uñas? ¿Y del esperma, del sudor, de la leche, de la orina y de las otras secreciones? Si los intestinos resucitan –argumenta un teólogo- tendrán que hacerlo o llenos o vacíos. Si están llenos, significa que hasta las inmundicias resucitarán; si están vacíos, tendremos entonces un órgano que ya no tendrá función natural alguna.

El problema de la identidad y de la integridad del cuerpo resucitado se convierte así muy pronto en el de la fisiología de la vida bienaventurada. ¿En qué forma habrán de ser concebidas las funciones vitales del cuerpo paradisíaco? Para orientarse en un terreno tan accidentado, los Padres tenían a su disposición un paradigma útil: el cuerpo edénico de Adán y Eva antes de la caída. “Lo que Dios planta en las delicias de la eterna y bienaventurada felicidad –escribe Escoto Erígena- es la misma naturaleza humana creada a imagen de Dios” (Escoto, 822). En esta perspectiva, la fisiología del cuerpo bienaventurado podía presentarse como una restauración del cuerpo edénico, arquetipo de la incorrupta naturaleza humana. Pero esto implica algunas consecuencias que los Padres de la Iglesia no se atrevían a aceptar en su integridad. Desde luego, como había explicado San Agustín, la sexualidad de Adán antes de la caída no se parecía a la nuestra, puesto que sus partes sexuales podían moverse a voluntad, del mismo modo que las manos o los pies, de forma que la unión sexual podía producirse sin ningún estímulo de la concupiscencia. Y el alimento de Adán era infinitamente más noble que el nuestro, porque consistía exclusivamente en los frutos de los árboles del Paraíso. Pero, aun así, ¿cómo concebir el uso de los órganos sexuales, e incluso de los alimentos, por los bienaventurados?

En efecto, si se admitía que los resucitados hacían uso de la sexualidad para reproducirse y de la comida para alimentarse, ello implicaba que el número de hombres se incrementaría infinitamente, como infinita sería la mudanza de forma corporal, y que existirían innumerables bienaventurados que no habrían vivido antes de la resurrección y cuya humanidad sería, pues, imposible definir. Las dos funciones principales de la vida animal –la nutrición y la generación- están ordenadas a la conservación del individuo y de la especie; pero, después de la resurrección, el género humano alcanzaría un número preestablecido y, en ausencia de la muerte, las dos funciones serían completamente inútiles. Además, si los resucitados siguieran comiendo y reproduciéndose, el Paraíso no sería suficientemente grande no ya para dar cabida a todos, sino incluso para recoger sus excrementos, lo que justifica la irónica invectiva de Guillermo de París: maledictus paradisus in quo tantum cacatur! [¡Sea maldito el paraíso en el que tanto se defeca!].

Pero había una doctrina aun más insidiosa que sostenía que los resucitados se servirían del sexo y de la comida no para la conservación del individuo y de la especie, sino –desde el momento en que la bienaventuranza consiste en la perfecta realización de la naturaleza humana- para que en el Paraíso todo hombre fuera bienaventurado tanto en el orden de las potencias corporales como espirituales. Contra tales herejes –que asimila a los mahometanos y a los judíos- Tomás de Aquino, en las cuestiones De resurrectione añadidas a la Summa Theologica, recalca con toda firmeza la exclusión del Paraíso del usus veneorum et ciborum [uso de los amores carnales y de los alimentos]. La resurrección –enseña- se ordena no a la perfección de la vida natural del hombre, sino sólo a esa perfección última que es la vida contemplativa.

Así pues, las operaciones naturales que se ordenan a producir y conservar la primera perfección de la naturaleza humana, no existirán en la resurrección… Y como el comer, beber, dormir y engendrar pertenecen a la vida animal, pues están ordenados a la primera perfección natural, no se darán en la resurrección. (Tomás de Aquino, 1955, 51-52)

El mismo autor que poco antes había afirmado que el pecado del hombre no había cambiado en nada la naturaleza y la condición de los animales, proclama ahora sin reservas que la vida animal está excluida del Paraíso, que la vida bienaventurada no es en ningún caso una vida animal. En consecuencia tampoco las plantas y los animales tendrán cabida en el Paraíso, “se corromperán según el todo y según la parte” (ibid.). En el cuerpo de los resucitados, las funciones animales permanecerán “ociosas y vacías” exactamente como, según la teología medieval, después de la expulsión de Adán y Eva, el Edén queda vacío de cualquier vida humana. No toda la carne será salvada, y en la fisiología de los bienaventurados, la oikonomía divina de la salvación deja un resto irredimible.

miércoles, 25 de enero de 2012

Los jueves flamenco


Los fieles de la iglesia macrobiótica sostienen que debemos consumir los alimentos en su entorno natural para que muestren sus virtudes. Sólo en compañía de los esquimales podemos degustar el sabor de la foca recién cazada, desayunar en los confines del desierto con los beduinos una crujiente fritada de langostas (los típicos saltamontes) y en las quebradas de Cuenca cenar con los serranos unas gachas de almorta, calceta de güeña y torreznos en manteca…
Algo parecido le ocurre al flamenco. En ciertos lugares de Al Andalus el aire se puebla de mitos y leyendas.

Debo decir, para no engañar a nadie, que sólo aprecio realmente lo que, en general, se llama “música clásica”, desde las primeras monodias de convento hasta las composiciones atonales. Respeto lo que sea respetable, pero no me gustan los Beatles, Bob Dylan, los cantautores, la música “popular” o el jazz… aunque valoro algo el fado, bastante la copla y mucho la zarzuela. En música soy un hurón apocalíptico, lo reconozco. Y desde luego nada experto en cante jondo. Por lo tanto, meras impresiones.

Durante los años que hemos veraneado en Conil, un pueblo andaluz a orillas del mar, nunca he faltado a las sesiones de Los jueves flamenco que se celebran en el Baluarte de la Candelaria, Cádiz, organizados por la Peña del cantaor gitano “Enrique El Mellizo”.
Al atardecer nos íbamos a Cádiz Ana y yo y dos amigos del pueblo. Después de recorrer la bahía, la plaza de la Constitución y tomar fino con jamón en una tasca, recalábamos en el Baluarte, una antigua fortaleza convertida en espacio cultural.
Veinte euros por cabeza y pasas a un patio amueblado con mesas redondas y manteles. Calculo doscientas almas. No es obligatorio cenar (los entendidos se dedican a beber como esponjas), pero puedes hacerlo por un precio razonable: pescaíto frito o en adobo, chanquetes, croquetas de atún, tortitas de camarones, salmorejo y pipirrana… Bebida al gusto. Encima, el cielo estrellado y por todas partes el olor de los naranjos. Mujeres hermosas y rostros morenos de la gente de bronce. La mitad del respetable es calé y un cuarto entreverado. Están en su territorio; el otro, payos convidados en traje de verano. Por todas partes predomina el blanco.

El escenario es de aliño, convencional y con pocas variantes: el cante no ama el exceso ornamental de los retablos. Muestra un patio andaluz con pozo y brocal, a veces una fuente árabe que apaga los surtidores al comenzar la fiesta. Al fondo la cancela del cortijo (me recuerda la bellísima copla Rocío), rosas y claveles, a los lados se vislumbra la fronda del jardín.

Son las once de la noche. Hace la presentación el presidente de la peña y, en ocasiones, algún destacado miembro de la cátedra de flamencología de la Universidad de Sevilla que apura la charla para no cargar al respetable.

El programa:
Un cantaor de primera B pero no un telonero, una figura en alza, muchas veces no gitano.
Un cuadro flamenco, con palmeros, alboroto y banda.
Un bailarín o una bailarina o ambos, consagrados.
Un cantaor triple A, muy racial y con temple.

Un pequeño esbozo del final de la velada.
Sale el cantaor: serio, profundo, ensimismado, entre requiebros lorquianos: ¡Ese talle de torero, esos bucles negros, esa voz de sentimiento! Detrás el guitarrista. La comunión mística entre el pueblo y su poeta. Catorce siglos los contemplan.
El maestro se sienta en la silla de anea; lleva una copa que deja a un lado. Con la cabeza gacha se dirige al público, lentamente la levanta y anuncia con emoción:
- Estoy sintiendo cosas…
Silencio en la plaza. Suenan los primeros rasgueos.

Lo digo de una vez: lo que me fascina del flamenco es la guitarra española. Parece hecha para el cante jondo. Su sonido es inmenso, sus matices inagotables. Ni siquiera en los conciertos para orquesta de Vivaldi o en los más recientes (por ejemplo, el conocido Concierto de Aranjuez) brilla a tal altura. Para mí, el flamenco, sea cual sea el palo que toque, brota de la guitarra de seis cuerdas.
He oído piezas a Paco de Lucía y también a dos guitarras con Ramón de Algeciras… y no es lo mismo. Mi tesis heterodoxa es que la guitarra necesita la voz del canto como telón de fondo para culminar su arte. Un adicto al flamenco pediría mi cabeza si leyera tal dislate; sin embargo, lo mantengo.

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El maestro se arranca por alegrías, homenaje a Enrique el Mellizo y Pericón de Cádiz, el cante gaditano por excelencia: un Tirititran tran tran tran perturbador cuyas variantes duran más dos minutos. La guitarra habla un lenguaje puro, más claro que la voz.
Lo que se sigue de la letra (el inicio, dos estrofas y un remate) dice así:

Tirititran tran tran tran...
tirititran tran tran tran...
tirititran tran tran tran...
tirititran tran tran

Que cuerdas tiene un navío,
y aunque me den más balazos
que cuerdas tiene un navío,
no se han de romper esos lazos
entre tu querer y el mio.

Que le llaman relicario;
A Cai no le llaman Cai
que le llaman relicario
porque tiene por patrona
a la Virgen del Rosario.

Tienes los dientes
Tienes los dientes
como granitos dulces
de arroz con leche.

viernes, 13 de enero de 2012

Mies van der Rohe. Apunte


Las casas de Mies van der Rohe son un milagro estético y una paradoja de la modernidad. Construidas en los años veinte-treinta del pasado siglo no sólo no han envejecido sino que son más modernas que la mayoría de las actuales. Imagínense un automóvil de entonces, o un teléfono, la ropa, unas gafas, incluso la forma de hablar o de mirar…


Me gusta comparar a Mies van der Rohe con un Descartes de la arquitectura contemporánea: el método, la idea completa, el rigor, las verdades claras y distintas. Como él mismo propuso: “Debemos tener un orden al colocar cada cosa en su propio lugar y al dar a cada cosa la naturaleza que le corresponde”.


Se trata de un racionalismo constructivista que el maestro dice surgir del espíritu de la época, aunque los resultados apuntan a lo contrario: las casas de van der Rohe conforman un orden en el que nada perturba el espacio que las encierra, el interior que las contiene y el ámbito que las circunda; llenas de una luz que no produce calor, no percibimos el tiempo ni el aire, ni oímos el viento cambiante de las estaciones o el vuelo de los insectos en el paisaje.


Claridad, orden y fluidez, espacios nobles y formas puras, ausencia de motivos ideológicos, de simbolismos decadentes o excesos ornamentales. Son construcciones dignas de la república ideal platónica o de la utopía intemporal de la ciudad perfecta.  


Una de sus frases más rotundas afirma que “la arquitectura es la voluntad de una época traducida al espacio”. No obstante, el significado de sus obras trasciende su época hasta el punto de que no pueden analizarse desde los supuestos del historicismo.  


Su sabiduría arquitectónica se apoya en varios pilares: la utilización exclusiva de la línea recta, la trasparencia y luminosidad de los interiores (consecuencia de la liberación de las paredes de la función de carga), la integración completa del edificio en el paisaje (que implica la continuidad del espacio habitable con el entorno) y la perfección de lo acabado como resultado de la revisión constante de la obra (“Dios está en los detalles”, uno de sus lemas).


Nada nuevo. Le Corbusier, Gropius, van de Velde, Lloyd Wright, habían utilizado estos elementos constructivos (¿Era esto el espíritu de la época?). Sin embargo, la belleza y originalidad de las mansiones de van der Rohe nos parece única.


Han criticado sus casas por la falta de habitabilidad. Un experto de altos vuelos dijo que constituyen una experiencia plástica incomparable y un diseño inhabitable; que prometen una felicidad que nunca llega. Según los propietarios, las habitaciones resultaban calurosas en verano y gélidas en invierno, se tenía la sensación de no estar a salvo de los elementos y la luminosidad era insoportable durante todo el año. Nadie discutió la gracia y elegancia de unos edificios… que no estaban hechos a la medida del hombre. La amplitud y frialdad del espacio interior, su polivalencia e indeterminación, el amor vacui al ubicar los muebles y elementos decorativos (de acuerdo con su máxima “menos es más”), la supresión de cualesquiera efectos indeseables del mundo cotidiano, la porosidad interior-exterior, todo contribuía a crear una sensación de aislamiento, inseguridad, falta de intimidad, incluso de indefensión frente a un entorno que deja de ser idílico para convertirse en hostil. Surgió la idea de que en las casas de MvR sobraba el hombre para ser comprendidas.


Sin embargo, el sentido de las grandes obras se manifiesta tanto en sus logros como en sus contradicciones. Por lo demás, la noción de habitabilidad sí contiene un sabor historicista: los problemas que el arquitecto tuvo con sus clientes (que acabaron a veces en pleito por ser “mansiones incómodas”) se debían ante todo al gusto anquilosado de una burguesía que, tras la ideas de ámbito confortable y aislamiento externo, lo que expresaba realmente era su ideología de clase. Una visión del mundo que se erigía impenetrable de puertas adentro a partir de las nociones de propiedad privada, acumulación de bienes y costumbres ancestrales. Las modificaciones que se hicieron en alguna de las casas “para favorecer su habitabilidad” (como toldos, paneles o cerramientos) destruyeron en el acto su encanto.


Excursus: No estamos ante una belleza abstracta carente de mediaciones. Cuanto más perfecta es la obra más permite a la tierra ser tierra. Tal y como lo expresa Heidegger con un ejemplo del mundo clásico: “La naturaleza se convierte en suelo natal con la presencia del templo griego”. Buscar el suelo natal: sentir los límites del territorio abiertos por el genio. Todas las artes  convergen en la antropología. Las casas de van der Rohe impulsan a imaginar los atributos de un hombre apegado a la tierra.  


PD. He recogido en mi página web algunas reflexiones literales del gran arquitecto alemán sacadas de su único y breve libro, Escritos, diálogos y discursos, un valioso ejemplar de la Biblioteca Nacional de España.


Addenda.  No estoy de acuerdo con la falta de habitabilidad de las casa de Mies van der Rohe. Imagina que vives en la casa Farnsworth. Las vacaciones de verano han llegado: son las nueve de la mañana de un día radiante; hemos dormido de un tirón y se impone un desayuno en el césped al amor de la sombra: tostadas de pan candeal, mantequilla, café de Colombia, leche fresca, huevos al gusto, zumo de naranja y frutas del tiempo. Después ya veremos…