jueves, 24 de julio de 2014

¿Nietzsche y el nacionalsocialismo?


Friedrich Nietzsche, Ecce homoEl caso Wagner.

Forma incluso parte de mi ambición el ser considerado como despreciador par excellence de los alemanes. La desconfianza contra el carácter alemán la manifesté ya cuando tenía veintisiete años (tercera Intempestiva); para mí los alemanes son imposibles. Cuando me imagino una especie de hombre que contradiga a todos mis instintos, siempre me sale un alemán. Lo primero que hago cuando “sondeo los riñones” de un hombre es mirar si tiene en el cuerpo un sentimiento para la distancia, si ve en todas partes un rango, grado, orden entre un hombre y otro, si distingue: teniendo esto se es un gentilhomme [gentilhombre]; en cualquier otro caso se pertenece irremisiblemente al tan magnánimo, ay, tan bondadoso concepto de la canaille [chusma]. Pero los alemanes son canaille: el alemán nivela… Si excluyo el trato con algunos artistas, sobre todo con Richard Wagner, no he pasado ni una sola hora buena con alemanes. Suponiendo que apareciese entre ellos el espíritu más profundo de todos los milenios, cualquier salvador del Capitolio [un ganso] opinaría que su muy poco bella alma tendría al menos idéntica importancia. No soporto a esta raza con quien siempre se está en mala compañía, que no tiene mano para las nuances [los matices] (¡ay de mí, yo soy una nuance!), que no tiene esprit [ligereza] en los pies y ni siquiera sabe caminar. A fin de cuentas, los alemanes carecen en absoluto de pies, sólo tienen piernas. Los alemanes no se dan cuenta de cuán vulgares son, pero esto constituye el superlativo de la vulgaridad, ni siquiera se avergüenzan de ser meramente alemanes. Hablan de todo, creen que ellos son quienes deciden; me temo que incluso han decidido sobre mí. Mi vida entera es la prueba de rigueur [rigurosa] de tales afirmaciones. Es inútil que yo busque en el alemán una señal de tacto, de délicatesse [delicadeza] para conmigo. De judíos sí la he recibido, pero nunca todavía de alemanes. 

domingo, 13 de julio de 2014

El pantalán de Baiona


A mi hijo Nacho.

Hace un montón de años veraneábamos en la Ramallosa, cerca de Baiona, en las Rías Baixas gallegas. Como soy aficionado a la pesca me compré en la ferretería del pueblo una caña de plástico con carrete y los demás aparejos, incluida sacadera y nasa. Lo conservo todo en un altillo junto a mi equipo de pesca mayor. Sea donde sea, no hay nada como echar unas varas al agua.

Al día siguiente bajé al mercado a por un jurelito y un trozo de volador: el señuelo. Después de la siesta, mi hijo Nacho de ocho años y yo nos fuimos al pantalán de Baiona, prolongación de la Lonja y del puerto de bajura, al lado del muelle de los barquitos que van a las Cíes. A eso de las seis estaba a tope. Allí se daba cita el “todo Baiona”. Abuelos sin dientes de piel curtida, jubilados del sector primario, rapaces renegridos a los que sus madres habían largado de casa, charlistas con papel de fumar y picadura, mirones… Camino del pantalán, algunos mariscadores recebaban las nasas o baldeaban las barcas; las mujeres componían las redes y daban órdenes. Galicia es un matriarcado. Al segundo día vimos como un pescador se cargaba una gaviota de un remazo. La mujer tiró el guiñapo al agua. Nadie se inmutó (debe ser frecuente). Le dije a mi hijo que solo la había asustado pero no se lo tragó. 

Íbamos equipados con ropa de faena, cantimploras, gorras, galletas (nos obligaba mi mujer), toallas viejas para sentarnos en las tablas. Los primeros días el personal nos miraba como bichos raros, turistas fuera de lugar. Todavía Nacho llamaba palomas a las gaviotas. Los gallegos son gente reservada pero afable; encantados de hablar largo y tendido de nada; a la semana nos saludábamos cordialmente.

Hay que tener ciertas nociones de pesca para ir al pantalán y no salir emplumado: tantear el largo de línea, saber colocar el cebo, cambiarlo con frecuencia, calcular el lastre, elegir el tamaño de anzuelo y flotador. Mi especialidad siempre ha sido corchear, colocar el flotador en el sitio exacto; pura intuición, aunque en el pantalán tienes que echar el corcho donde toca. Si pican hay que tirar a tiempo para que los peces no se coman la carnada y escupan el hierro. No es difícil engancharlos si andas listo.

Bandadas de muxes  pasaban por debajo; a veces veíamos peces grandes, pero no picaban aunque pusieras jamón en el anzuelo. Simplemente te veían. El agua estaba sucia de las basuras de los barcos, del combustible y los vertidos del pueblo. Con suerte podías clavar alguna caballa terciada y sobre todo chinchos, unos aguerridos pececillos de diez centímetros que salen del agua muy cabreados agitando sus lomos brillantes. Sólo una vez saqué un sargo de treinta centímetros con la ovación del respetable. Por la noche lo apunté en mi diario. Sacábamos entre diez y veinte chinchos. Los habría devuelto al agua por dos razones: primero porque me caían bien, segundo porque no sabía qué hacer con ellos. Pero el instinto predador de mi hijo se imponía a la compasión que creía haberle enseñado. Lo pasábamos genial; el tiempo vuela, las emociones no paran, es increíble. Discrepo de Nabokov: no hay nada como pescar, ni siquiera cazar mariposas.

A ratos, mi hijo se iba a explorar por su cuenta. Una vez le cambiaron la gorra de Adidas por una visera pringosa de Estrella de Galicia. Otra, vino chupando un polo de fresa de segunda mano.

- Mira papá, volvió alarmado una tarde, aquel señor se ha cagado en D… 

Una tarde vino con la noticia de que un abuelo sacaba un pez tras otro. Hice un alto y me acerqué. Así era. De pronto tiró de un cordel y sacó del agua una bolsa de red muy fina llena de peces podridos. Cuando le pregunté me dijo que los chinchos que pescaba los dejaba un par de días al relente: la mayoría los metía después en la bolsa para cebar el sitio. Los que quedaban los ponía en el anzuelo. El invento me pareció una metáfora de la condición humana pero no encontré la explicación. Estoy en ello.

Al final del mes de julio, cuando ya nos tratábamos de tú, un paisano me pidió un trago de las cantimploras de plástico.

- ¿Es agua? me dijo. Se la pasé y escupió el trago al mar…

- ¿Pensabas que iba a estar fría? sugerí.

- No, pensaba que iba a estar… ¡caliente!  

Nacho no entendió por qué estuvimos cinco minutos aullando de risa.

Solo una vez fue mi mujer a vernos. Duró cinco minutos. Aquel día llevaba de cebo un bote de gusarapas que había comprado al hijo de mi patrón. Las cogía en la ría cuando bajaba la marea. Cuando me vio meter los dedos en el bote, ponerlas en el anzuelo y desclavar el primer pez, me dijo tajante: “No me vuelves a tocar”.

Al anochecer la expedición volvía a casa. El olor de mis manos era indeleble, a prueba de jabón y colonia. El niño iba rebozado en la mugre del suelo de madera, apestaba a sardina y su conversación incluía el repertorio de tacos aprendidos. Mi mujer miró los peces con aprensión y se negó a meterlos en la nevera. En una ocasión (desdichada, no pude reprimir la gracia) sugerí que se los regaláramos a mi suegra que vivía más abajo en la casa de la palmera. Se los cenaban los gatos del paisano que nos alquilaba la casa. Tras el festín, Nacho al baño y yo a la ducha de la mano. Lo mejor eran los percebes, las nécoras y la botella de Albariño sentados por la noche en la mesa del jardín…

La pesca se suspendió al final de las vacaciones por un suceso evitable. Hay ciertas cosas que un padre debe aclarar cuanto antes a su hijo. Volvía de la Ramallosa una mañana de comprar el Marca y una botella de ron. Al entrar escuché en la cocina la siguiente conversación.

- ¿Mamá, me puedes explicar una cosa que papi no ha querido decirme?

- ¿Qué cosa, cariño?

- ¿Qué es hacerse una paja?

Al día siguiente, después de la siesta, fui al dormitorio de Nacho pero se había marchado. Una escueta nota en la mesilla me informaba: “Me he llevado al niño a Panxon a ver a Marta y Agustín. Volvemos cenados. Vente si quieres”. 

miércoles, 2 de julio de 2014

El maniqueísmo


Un sistema filosófico es una concepción coherente y completa de la realidad. El buen lector de filosofía está convencido, mientras devora a un autor, de que la realidad encaja como un guante en su concepto de razón. Por eso se debe leer a los maestros pensadores de una vez, sin interferencias, aunque nos permitamos ciertos cruces, ciertas debilidades y muchas concesiones al entretenimiento, una categoría estética injustamente tratada: recuerdo una patética discusión de Savater con ciertos sepultureros a los que no les gustaba Tiburón o Parque jurásico. Los mismos a los que fascinaba la gilipollesca Gloria de Casavettes o la inaguantable Gritos y susurros de Bergman. Que les den morcilla.

Uno es partidario sucesivamente de la ley moral en Kant, la espiral del espíritu en Hegel, el advenimiento del paraíso socialista en Marx, el abismo del eterno retorno en Nietzsche; el hombre, accidente del lenguaje en Wittgenstein, las esencias transparentes en Heidegger (un año de mi vida me costó acabar “Ser y tiempo”). Mis filósofos favoritos. Y vuelta a empezar.
Mientras dura la inmersión en su obra intentamos pensar “con su propia cabeza”, poner a los demás entre paréntesis. Aceptamos con Whitehead que la filosofía occidental es un montón de notas a la obra del autor que nos envuelve. Al final, cuando el recorrido concluye y las aguas se remansan tratamos de fundar un nuevo espacio. 

Ahora soy maniqueo hasta la médula. En la Biblioteca Nacional me estoy metiendo, entre otros, el libro de Antonio Piñero, Pensamiento, orígenes y fuentes del maniqueísmo. El máximo especialista europeo es Henri Charles Puech, un incansable erudito francés. Me interesa la versión filosófica de esta sabiduría secular y menos sus orígenes religiosos.
La idea central del maniqueísmo, como sabemos, es que el mundo está regido por dos principios contrarios y copertinentes: el Bien y el Mal. Todas las religiones reveladas son un desarrollo histórico, geográfico, antropológico de este supuesto total que abarca la naturaleza, el hombre, los dioses, la sociedad, la moral y el Estado. El maniqueísmo es la versión más pura del conocimiento supremo de la ciencia del bien y del mal del que habla la Biblia.
Bien y Mal, Luz y Tinieblas, además de opuestos y complementarios, son potencias de igual rango o jerarquía. No cabe hablar por analogía eleática de que “el bien es y el mal no es y no es pensable de otro modo”, pues el ser de ambos es pleno y consistente. El mal no es una carencia como argumentaba la teodicea cristiana sino exceso y cualidad. Bien y mal son redondos y nada está decidido en su confrontación final como sucede en las malas novelas.

La versión más superficial del maniqueísmo afirma que los hechos, los actos, las palabras son buenos o malos sin más. Al revés, los grados intermedios, a veces de una sutileza impenetrable, conforman su esencia, pues tales estados son las vías no neutrales que conducen a un lado u otro de la fuerza. Cualquier punto de partida, cualquier cuestión o problema, cualquier decisión se inclina infinitesimalmente por la luz o las tinieblas. No se puede distinguir con una sonda lo que consideramos bueno o malo. El maniqueísmo es, al contrario, la gnosis, la filosofía original del conocimiento, la visión primordial de las cosas, una iluminación que pone a prueba los límites del entendimiento y la voluntad.

La lucha entre el Bien y el Mal es universal; la prevalencia de uno u otro convoca la eterna agonía de las luces y las sombras. Participamos necesariamente del juego pero las reglas no están escritas. A cada cual le toca elegir las suyas. El juego es la vida. El lema maniqueo es “ironía o iglesia”, entendida esta última como fijación dogmática de las reglas. Nada se detiene, sólo la impostura simula el final del viaje. La filosofía moral, igual que la teología, es una disciplina eclesiástica. El bien y el mal de la ética son variantes académicas de los usos y prejuicios sociales. 

Incluso los conceptos morales más nobles pueden mostrar de pronto la cara del monstruo. Son renglones torcidos, hijos del matrimonio del cielo y del infierno. Tampoco vale el esquema dialéctico de tesis, negación, superación. Puede tratarse de un falso conflicto o uno verdadero que no conduce a ninguna parte. La crítica banal que tacha al maniqueísmo de simplificar los problemas se derrumba. El maniqueísmo huye de los dilemas triviales, de los dualismos gastados: deslindar el bien del mal supone templar al máximo las facultades del conocimiento: intuir, analizar, separar, abstraer… Finalmente la distinción entre lo bueno y lo malo se decide, como en toda filosofía, en la conciencia subjetiva, pero no como punto de vista sino como producción efectiva. La realización del bien es el único criterio de verdad. El hombre de conocimiento entiende la vida como mezcla y separación de contrarios, contemplación del bien sin mezcla de mal alguno, razón práctica... consciente de que el maniqueísmo no es un atajo sino un territorio cuyo mapa puede cambiar a cada instante.