viernes, 22 de julio de 2011

Los sueños


Posiblemente la parte más valiosa del hombre sean los sueños.
El auténtico reino de la libertad no son el arte ni la ética (como pensaba Kant) sino los sueños. Cuando abandonamos cada noche el mundo de la vigilia y nos hundimos en el país de las maravillas donde no hay límites espacio-temporales, conceptos abstractos o leyes físicas, dejamos de ser mortales para convertirnos en hijos predilectos de los dioses.

He retornado en los sueños a la infancia para conducir el coche de pedales que me regalaron tras una larga enfermedad; a la adolescencia para bañarme en un río a luz de la luna o salir al campo en primavera con las primeras nínfulas; a la juventud para reavivar mis grandes esperanzas con los amigos perdidos o para reconciliarme con las muchachas en flor a las que amé y no supe retener.
No me refiero a la madurez porque creo que los varones no maduran nunca. En todo caso, incluyo en esta clase los “sueños de expiación”, en los que trocamos la piedra del fatal traspié por otra más liviana, un desliz menor capaz de mudar el desprecio en compasión (esa virtud admirable que convierte a la mujer en víctima de la estupidez masculina).

De adulto, ya muertos, he hablado de los grandes temas con mis padres, parientes y amigos (Carlos, Miguel, Amador), a los que convoco en las noches heladas de invierno. En estos encuentros espectrales siento un voraz deseo (mucho más intenso que en la vida cotidiana) de preguntar, escuchar, descubrir.

No existen sueños adscritos a la edad. La clasificación anterior es una burda elaboración racional. Sin ir más lejos: hace dos días soñé, en clave de pesadilla ligera, que luchaba contra un gigante de papel en formato de comic. Me veía a mí mismo en una tira en blanco y negro de trazo fino y vagamente realista. Con “mi mente” (el autor omnisciente de la novela) intervenía desde algún lugar del sueño en los trazos de la pluma y el curso de la acción.

Recuerdo que en mi última época de estudiante universitario leí con la fe racional de San Agustín los libros de Freud sobre la interpretación de los sueños. Posiblemente sean la aportación más valiosa al estudio del inconsciente, pero, en mi opinión, deberían titularse “los mecanismos de los sueños”. Dramatización, condensación, desplazamiento, simbolización, represión, elaboración secundaria… son los procedimientos universales de la puesta en escena del material onírico, pero los análisis concretos que perpetra el brujo de Viena (como lo llama Nabokov) no interpretan nada: sigo pensando que las dos grandes obras de ficción pura (sin mezcla de ser alguno) que se han publicado en la cultura contemporánea son los libros de Freud sobre la interpretación de los sueños y los de Levi Strauss sobre los mitos.

Resumo uno de mis sueños recurrentes:

Cuenca. Me despierto en el sueño en medio de una noche que no es noche sino zozobra. Sé que nunca más veré a nadie. Mi casa está abandonada. Silencio antinatural, reflejos lunares de otro mundo perdido en la galaxia. Una espesa capa de polvo ceniciento se filtra por debajo de las puertas y cubre los muebles, como si hubiera transcurrido un tiempo impensable desde que me quedé dormido. Salgo la calle, a una ciudad en ruinas, abandonada, inhumana. Me alejo en dirección al río, con decisión, sé que tengo que ir allí, aunque ignoro las razones y antes de llegar me despierto entre sollozos…

Dentro del sueño estoy solo y tengo miedo (como en la canción de Serrat), pero fuera del sueño no hay interpretación que valga. En mi vida diaria no me preocupa la soledad, la incomunicación ni demás monsergas y no soy especialmente apocado. Además, hace veinticinco años que no vivo en Cuenca. Debo admitir, en términos cartesianos, que soy dos sujetos que piensan: uno despierto y otro dormido. Sabemos que durante el sueño el sistema nervioso central cambia sus parámetros y la actividad cerebral es diferente a la vigilia.

Prosigo con la analogía cartesiana: los sueños son substancia, es decir, realidad independiente y autónoma. Son irreducibles a otros ámbitos emergentes del ser: físico, químico, biológico, neurológico, psicológico, cognitivo, cultural, virtual. (¿Acaso vital?). Las propiedades que rigen estos ámbitos no sirven para los sueños. La conciencia onírica tiene reglas propias que ignoramos (o no existen). También en este caso, el cerebro es incapaz de conocerse a sí mismo. Copio a mi amigo Miguel Ángel Hernández Saavedra: la expresión "interpretación de los sueños" es un oxímoron, una contradicción en los términos, como "familia inteligente", "pensamiento político", "música militar" o "cine español".

¿Cuál es la relación entre la vida despierta y dormida? Ninguna.
El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices (Wittgenstein). Sin embargo, los felices pueden ser desdichados en los sueños y al revés. Los mansos, violentos; los tímidos, expansivos; los castos, disipados; los justos, egoístas; los virtuosos, falaces… y viceversa. Las leyes de asociación de ideas no tienen sentido en los sueños. Tampoco los principios de la identidad personal: el temperamento se invierte, el carácter se transforma, las normas se desvanecen. En la secuencia dramática del sueño se separan y recombinan los rasgos de la personalidad como si fueran las trasparencias de una linterna mágica. Es un milagro que al despertar podamos reunir los fragmentos del "yo pienso".   

La ensoñación es el estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Soñar despierto. Es una ocupación incomparable. Hay auténticos malabaristas en el arte de despegar del presente para lanzar las ideas a las cuatro dimensiones del cosmos.
La mayoría de la gente dispara la ensoñación en cuanto las circunstancias lo propician: en el metro temprano, en el trabajo, en los conciertos, cuando acabamos un libro apasionante, al hacer el amor, cuando nos hablan los conocidos, al contemplar a nuestros hijos, en el insomnio y los funerales…

Yo necesito crearme un mundo de ensueño antes de dormir. Tengo que trasformar mi dormitorio en distintos escenarios: el camarote de un trasatlántico, un refugio militar en la montaña, un hotel en los Alpes, la tienda de campaña con la que viajé a Italia, mi cuarto cuando era niño… Considero que la necesidad de recurrir al ensueño para traspasar el umbral entre los mundos es un signo de salud mental.

Otro elemento imprescindible de los sueños son las pesadillas. La opinión general es que reflejan nuestros miedos y angustias. Pienso, al revés, que los miedos y angustias proceden de la confrontación del sujeto durmiente con sus terrores nocturnos. En las pesadillas, el yo durmiente se acerca a los estratos más primitivos del cerebro reptiliano donde se fraguan los miedos biológicos que se han consolidado a lo largo de la filogénesis. Las pesadillas cumplen la función de enfrentar al sujeto con las fobias ancestrales que provienen de las etapas iniciales del proceso de hominización. En esa lucha del soñador con la imágenes emergentes del paleoencéfalo se forja la fortaleza o la debilidad de cada cual ante sus emociones más turbias.

Los sueños son una pulsión instintiva que compartimos con la mayoría de las especies. Si me hubiera dedicado a la zoología, una de mis vocaciones frustradas, hubiera escrito una tesis doctoral sobre la función de los sueños en la evolución (¿cómo duermen las lombrices, y las medusas, y las hormigas, y las bacterias, y las plantas carnívoras?). Es apasionante.

Es imposible conocer desde la ciencia o el arte en qué consisten los sueños. Con la sexualidad ocurre lo mismo. Podemos referirnos a ambos con metalenguajes más o menos felices (feromonas, sonetos, registros electrofisiológicos, los cuadros de Magritte) pero jamás fiables. Los gozos y los sueños sólo se pueden experimentar en vivo y en directo.

Me interesa la teoría del cuerpo astral. Ni la neurofisiología ni la psicología profunda la refutan. Más bien al contrario. Pero antes de contarla debe hacer una observación: alguno de mis amigos, cuando he sacado el tema, me preguntan suavemente: ¿Realmente te crees eso? Bien, hay muchas formas de creer. En general, me creo sin pestañear lo que me gusta, aunque con fecha de caducidad, como los yogures. Además, hay cosas que no se explican con palabras. Es preferible convertirlas en leyenda para que circulen por el mundo.

La mejor forma de acceder al cuerpo astral, es controlar el sueño desde dentro. Se trata de una iniciación larga y compleja. Hay que superar varias pantallas, como en los videojuegos: ser consciente de que estás soñando, de que te encuentras en alguna parte del sueño, reconocerte sin confusión, mirar fijamente cada una de tus manos, controlar la acción en el proceso, dominar el desenlace y, finalmente, despertar cuando lo desees. Muy pocos lo consiguen.

El cuerpo astral no es el yo dormido, tampoco el yo consciente que penetra en el sueño, sino la unidad sintética de ambos. Una vez lograda, el brujo (porque no tiene otro nombre) puede lanzar su cuerpo astral fuera del sueño en un proceso inverso de acumulación de fuerzas. Cuanto más poderoso es el brujo, más eficaz es su brazo y más lejos puede viajar. Las cámaras de seguridad han grabado el cuerpo astral de un hombre de conocimiento cuando se adueñaba de un brazalete de diamantes en Tiffany's, Nueva York… mientras dormía junto a su esposa en un poblado del África Central. Con un pase de la mano izquierda inmovilizó a dos dependientes que quisieron detenerle. El resto de los empleados no advirtieron nada. Un amigo del brujo, doctor en antropología por la UNED, invitado a la fiesta tribal del cumpleaños (o su equivalente solar), me aseguró, al día siguiente de la grabación, que la mujer del brujo lucía la joya en su esbelto brazo.

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Somos siete en uno: el sujeto fisiológico o corporal, el sujeto psicológico o mental, el sujeto lógico o cognitivo, el sujeto simbólico o gramatical, el sujeto espiritual o metafísico, el sujeto onírico o durmiente y el sujeto astral o mágico. ¿Quién da más?

Posdata: Mis especulaciones sobre los sueños son probablemente falsas. Lo que reivindico es que son igual de falsas que las demás teorías científicas, filosóficas o literarias sobre el tema.

lunes, 11 de julio de 2011

Sherlock Holmes


Cuando me canso de leer a Musil, vuelvo a Balzac, giro a Paul Auster y finalmente recaigo en las aventuras de Sherlock Holmes.


El primer recurso literario que utiliza Conan Doyle en sus relatos es la deconstrucción. Hagan la prueba. Al terminar uno de los casos de Holmes, cuando el genial detective ponga las cartas boca arriba en un homenaje a sí mismo y explique el truco de magia que le ha permitido poner entre rejas al culpable, y, de paso, para que Watson el pánfilo (nosotros por extensión) lo comprenda, intente resumir la trama argumental, comprimir el rompecabezas, reunir el caos aparente de las piezas. Seguramente, si no es propenso al fárrago, le ocupará media página. Se trata siempre de historias sencillas que Doyle disloca con mano maestra para hacerlas irreconocibles. Lo cual no quiere decir que el truco sea fácil. Inversamente, invéntese una historia simple, separe sus elementos e intente construir un relato divertido. ¿Le cuesta, verdad? En su versión más general, escribir consiste en esto.


El segundo recurso que utiliza Conan Doyle es la identidad entre lo racional y real. Resulta muy raro, lo saben por experiencia, que lo pensado, por lógico que sea, por consistente que parezca, por argumentado que esté, coincida con lo que ocurre. Sencillamente los hechos del ancho mundo son más ricos que el pensamiento; el hombre los necesita, pero no al revés. Lo real es lo desconocido que fluye por sí mismo y nosotros un frágil esquife a merced de sus caprichos. La vida siempre nos sorprende con su infinita gama de regates; además, frente a los soñadores y racionalistas (que en este caso coinciden en el error) el principio de causalidad estalla en mil pedazos.
Sólo en las aventuras de Sherlock Holmes la lógica implacable se impone a los hechos que, mansamente, como un guante de seda, se ajustan a la conclusión del silogismo. De hecho, la policía nunca actúa así. Si la policía de verdad, Scotland Yard, utilizara tales procedimientos, contaría los crímenes por fracasos. Por eso, Doyle necesita ridiculizar a la policía oficial, a Lestrade y a otros burócratas de la ley que funcionan como contrapunto de las artes combinatorias del genial sabueso.


Holmes, paladín de la lógica, utiliza durante sus pesquisas un método mixto, inductivo-deductivo, entre Bacon y Descartes, basado en las operaciones fundamentales de la razón.
Sin una base sólida aun, todo comienza con la intuición certera de cuál es (y, sobre todo, de cuál no es) el hilo conductor del drama que alguien de la condición social más variopinta somete a la ciencia del gran detective.
Es el momento en que un Holmes risueño (la primera travesura de la mañana) escandaliza a su cliente (que se levanta alucinado, como si tuviera un resorte en el trasero) con una demostración de fuerza, tras revelar de una sola ojeada su carácter, ocupación, hábitos, gustos, faltas menores y hasta sus pensamientos más íntimos. Tranquilizado por esa amabilidad seductora del hombre sencillo pero superior, el invitado expone su historia desde el principio, sin omitir detalle por menudo que parezca, a petición de un Holmes recién desayunado, con su batín de color ratón, su primer cigarrillo de picadura fuerte, los ojos en penumbra y los dedos unidos por las yemas.
¿Qué le parece el asunto que nos trae?, pregunta Holmes a su ofuscado amigo tras partir el visitante y ojear lo que dice la prensa sobre el caso. Sin esperar respuesta, comenta ante un Watson con cara de doble interrogante:


- Pisamos aguas profundas, pero no tiene sentido fatigar la mente hasta que dispongamos de datos más seguros. Por cierto, tengo unas butacas para el Royal Albert Hall; esta tarde el famoso violinista A.S. interpretará piezas de Paganini y Brahms.

Pero Holmes ya se ha hecho un mapa fragmentario, un esquema inicial del caso.
Sigue la observación y filtrado de las variables relevantes con exclusión radical de las que perturban el orden natural de las ideas (las que –por llamarlas de algún modo- manejan normalmente el doctor Watson y el intrigado lector).
En una mañana brumosa del Londres invernal un solitario tílburi se detiene muy temprano en el 221B de la calle Baker. Dos sombras alargadas surgen del portal: Holmes con su maletín instrumental, ataviado con un grueso tres cuartos de cuadros escoceses, gorra calada, mitones de lana y pipa ganchuda; Watson con traje oscuro de tweed, manta de viaje, cuaderno de notas y el revólver del cuarenta y cinco en el bolsillo (recuerdo de su paso por el ejército imperial en la India). Silencio e inmovilidad (Holmes ensimismado aparta con un gesto impaciente cualquier comentario trivial de su colega) hasta que llegan a la estación de Paddington y toman asiento en el compartimento de primera que les llevará al escenario del crimen.
Cuando el tren arranca, Holmes se vuelve más sociable; muestra el telegrama recibido esta mañana mientras Watson se afeitaba: "Scotland Yard ruega su colaboración en un asunto que ofrece algunos puntos de interés para los métodos peculiares que usted práctica”. Dicho sin eufemismos de fabricación británica: la policía no sabe ni contesta.


En el escenario del crimen, una casa rural de una población cercana a Londres, el detective maldice el desorden provocado por los agentes, las manazas y pisadas por doquier, los objetos movidos sin criterio, la acumulación de inútiles soñolientos. Después de escuchar con impaciencia la insípida teoría del inspector, comienza una persecución frenética de las pistas que han resistido al desastre: lupa en mano, tumbado en el suelo, analiza una huella en la entrada; usa pinzas para recoger unas hebras pegadas a la alfombra; saca un sobre para atesorar los restos de ceniza perdidos en un rincón (recuerda a Watson que no hace mucho publicó una modesta monografía sobre las cenizas de dos mil marcas de tabaco); olisquea unas manchas recientes en el marco de la ventana que da al jardín. Finalmente, pide hablar con el ama de llaves que descubrió el cadáver…


Ahora le toca el turno a la deducción de conclusiones.
De vuelta a Londres, ante la insistencia de Watson, Holmes se sorprende de que todavía no se haya formado una opinión del caso.


- Se trata, en líneas generales, de lo que había supuesto. Sólo me resta encajar algunos detalles para cerrar este instructivo problemita. Cuando los tenga, usted será el primero en saberlo.


A las doce de la noche, el doctor Watson, sentado en su sillón favorito, cerca de la chimenea, con un libro de enfermedades nerviosas delante de las pinzas, sufre un letal sobresalto cuando un andrajoso buhonero recorre el salón: encorvado, renqueante, con un parche en el ojo izquierdo, zapatos envueltos en harapos, saco raído al hombro y apoyado en un bastón de nudos... Holmes travestito no puede contener una risa cristalina ante la mueca espantada de su amigo. Con un delicado gesto de actor, inclina la cabeza y se pierde en la noche londinense.


Verificación.
Todo concluye en el mismo sillón que empezó. A media mañana, Holmes absorto en la clasificación de sus archivos profesionales, una inmensa enciclopedia de datos heterogéneos, sin levantar la vista de un papiro que describe una antigua trampa de ratones, dice a su amigo:


- Puse ayer una nota en la sección de anuncios por palabras del Times. Si no me equivoco, surtirá efecto antes de que la señora Hudson nos sirva para almorzar unos excelentes pollos de becada y dos botellas de clarete que me ha enviado un tenista famoso al que conseguí ayudar en cierto enredo personal. ¡Por cierto, suena la campanilla: nuestro hombre acude puntual a la cita!


Un individuo de baja estatura, robusto, risueño, de cara redonda, ojos saltones, patillas y pelo de color zanahoria entra exultante en el salón.


- ¡Soy su hombre, señor Holmes! Tengo exactamente la clase de insignia militar que falta en su colección. Espero que tenga a mano las cincuenta guineas que prometió.


- Muéstremela- replica Holmes-, si es como afirma, el dinero es suyo.


El visitante saca del bolsillo un bulto y comienza a abrirlo. Antes de que termine se oye un sonoro clic y dos esposas de acero se cierran sobre sus muñecas. Lo que sigue es una tensa conversación entre el halcón y la presa:


- Todo lo que ha dicho es verdad, Holmes, excepto que el perro no era un setter sino un spaniel. No sé cómo ha podido descubrir el doble juego de mi hermano gemelo. Parece cosa de brujería. Es usted un auténtico demonio. Me rindo.


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Entre un caso y el siguiente el cerebro privilegiado de Holmes permanece ocioso pero no tranquilo, como la cadena de una bicicleta que gira veloz sin engranar en los piñones de la rueda. Es el tiempo de las inyecciones de cocaína en una solución al nueve por ciento, la mirada perdida, la inapetencia, la palidez mortal de las mejillas, los ataques de misantropía y el violín. En su butaca, Watson, que sabe lo inútil de sermonear a su amigo, calla y escucha estremecido las delirantes melodías que brotan del instrumento, un reflejo sonoro de los fantasmas que desfilan por la mente del artista.

domingo, 3 de julio de 2011

La música romántica. Apunte


En la filosofía de Schopenhauer, uno de los grandes pensadores románticos, la música es la expresión exacta del “mundo como voluntad”. La música, afirma Schopenhauer, es el lenguaje mismo de la voluntad, la revelación directa de la voluntad como cosa en sí.
Ahora bien, la sustitución de los conceptos por notas -en general la supresión del lenguaje natural- supone la enorme dificultad de una representación melódica del mundo. Sin embargo, la música no renuncia jamás a su intención comprensiva, ni siquiera en concepciones supuestamente vacías de contenido como el impresionismo, una reacción antirromántica surgida a finales del siglo XIX.

Sin embargo, la semejanza entre la música y el mundo, el aspecto bajo el cual la música puede ser una imitación o reproducción del mundo, es algo profundamente oculto… en todos los tiempos se ha cultivado la música sin adquirir conciencia clara de esta relación; contentándose con comprenderla inmediatamente y renunciando a comprender en abstracto la raíz de esta comprensión inmediata.
Cuando yo abandonaba mi alma a la impresión del arte de los sonidos y volvía luego a la reflexión, recordando el curso de las ideas desarrolladas en esta obra, encontraba pronto un rayo de luz sobre su esencia secreta y sobre la índole de sus relaciones imitativas con el mundo, supuestas por analogía, rayo de luz suficiente para mí y para mi investigación y aun, para aquellos que hasta aquí me hayan seguido con atención y compartan conmigo cierta concepción del mundo. Pero comunicar yo mismo esta explicación es cosa que considero absolutamente imposible.

[Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación. México, 1983, Editorial Porrúa, Traducción de Eduardo Ovejero y Maury]

La explicación que buscaba Schopenhauer sobre la relación mimética o reproductiva entre la “música y el mundo” probablemente se halla en la semejanza entre las funciones básicas del lenguaje natural y el musical. Ambos comparten una intención descriptiva, emocional, expresiva, apelativa, prescriptiva, lírica, metafórica... Sin embargo, aunque es posible mostrar en las composiciones esta analogía funcional, no se puede decir en qué consiste y aun menos explicar por qué. Para hacerlo, habría que remontarse a una condición humana primigenia, anterior a cualquier determinación lingüística o cultural (como sugiere Leví-Strauss).

Después de todo, el lenguaje natural es el primer sistema simbólico de una cultura al que se traducen los demás códigos, incluido el lenguaje de la música.

Además de una aproximación sociolingüística al problema, hay otra de carácter estético más profunda y sugerente: la esencia común del lenguaje natural y el musical es la creatividad (según la tesis idealista de Benedetto Croce).  

Precisamente por esta dificultad de figurar el mundo en términos musicales, dos ámbitos heterogéneos, inconmensurables, algunas creaciones musicales del Romanticismo con una decidida intención narrativa, como la Sexta Sinfonía de Beethoven (1770-1827) o la Sinfonía Fantástica de Hector Berlioz (1803-1869), añadieron a cada uno de los movimientos unas aclaraciones complementarias.
Así, el primer movimiento de la Pastoral, Allegro ma non troppo, se titula “Despertar de alegres sentimientos con la llegada al campo” y el cuarto de la Fantástica, Allegretto ma non tropo, es “La marcha al suplicio”.

[Ludwig Van Beethoven, Die Symphonien, Berliner Philarmoniker, Claudio Abbado. 2000 Deutsche Grammophon, Hamburg]

[Hector Berlioz, Symphonie fantastique, Wiener Philarmoniker, Sir Colin Davis. 1990, Philips, Vienna]

La música romántica se sirve de diversos recursos para conseguir sus efectos literarios:

- La imitación onomatopéyica de la naturaleza, como sucede en el tercer movimiento (Allegro) de la Pastoral cuando las secciones de la orquesta reproducen fielmente una tormenta, o bien en el segundo movimiento (Andante) al imitar los instrumentos de madera el canto armonioso de los pájaros.

- La evocación mediante motivos musicales de sentimientos dramáticos, emociones intensas o estados de ánimo sutiles que el compositor romántico asocia a ciertos entornos naturales, como la abrumadora soledad de las cumbres, el espanto ante la furia de los elementos o el misterio sobrecogedor de un bosque. Así deben ser escuchados los densos pasajes orquestales que sirven de introducción al argumento en las óperas de Wagner.

- La expresión de ideas universales (el amor, la amistad, la patria, el espíritu del pueblo, la dicha o la melancolía) a través de un momento fugaz, una frase musical, un fragmento aislado o una pieza completa. Muchas de las delicadas composiciones de Chopin (polonesas, mazurcas o nocturnos) o las inmortales sonatas de Beethoven deben ser entendidas dentro de esta tradición alusiva del Romanticismo.

- La exaltación de ideales éticos, políticos o militares, valores imperecederos que constituyen, en versión romántica, el honor y el orgullo del género humano. Por ejemplo, la Obertura 1812 de Tchaikovski o la conocida Marcha Radetzky de Johann Strauss.

- El relato de acontecimientos biográficos o históricos, la nostalgia de personajes cruciales, la intuición de ideas metafísicas o creencias religiosas mediante una traducción sin clave al lenguaje de la música. En este caso nos encontramos ante un género que puede considerarse subjetivo o totalmente privado (ambos como expresión de un estilo único), cuya eficacia depende del grado de empatía entre la obra y quien la escucha. Es lo que pretenden los poemas sinfónicos del compositor posromántico Richard Strauss, Don Juan (1889), Las travesuras de Till Eulenspiegel (1895), Así hablo Zaratrusta (1896), Don Quijote (1897) o la autobiográfica Una vida de héroe (1898).