viernes, 30 de mayo de 2014

Paul Auster, el azar


Las ideas filosóficas en la novela son un tema crucial para la crítica literaria, la estética y el oficio de escritor. Básicamente hay dos posiciones contrarias: o bien el autor hace brotar las ideas por generación espontánea de la misma sustancia narrativa o levanta un andamio de conceptos para apuntalar la trama. La segunda visión no suele funcionar porque al acabar la obra es imposible desmontar totalmente las tuberías que deslucen la fachada y ocultan las vistas. Dos ejemplos: En la obra maestra de Tolstoi (y de la narrativa rusa y europea del XIX) Guerra y Paz, la sabiduría fluye al hilo de los recursos narrativos de una historia apasionante. Sin embargo, en su última novela Resurrección, Tolstoi utiliza el procedimiento contrario: parte de las brumosas concepciones que tenía del cristianismo, de la moral social y del progreso y a partir de este entramado escribe una obra a años luz de la anterior.

Un ejemplo del primer procedimiento son las novelas de Paul Auster. Hay en ellas un conjunto de ideas recurrentes que se despliegan en cada libro de forma original sin que se vea el andamio. Decía el antropólogo C. Levi-Strauss que un solo trabajo de campo bien hecho es más universal que la descripción incompleta de un conjunto. Mis conclusiones se siguen de la lectura de Leviatán, su obra más conocida, aunque son aplicables al resto.

La idea central es el azar. Cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento y trastocar el curso de la vida. Lo esencial no es el proyecto que anticipa la experiencia ni la secuencia regular de los hábitos sino la pura indeterminación. La libertad es una ilusión metafísica, el sujeto constituyente una consolación de la filosofía. Dependemos exclusivamente de los vaivenes del azar. No controlamos nada. El hombre no es la medida de todas las cosas sino al revés. Solo podemos hablar del orden de las causas a corto plazo y en voz baja. La causalidad natural es para el hombre inmediatez y promesa quebrada.

Para Auster, la vida va más allá de la ficción, supera siempre lo imaginable. Los hechos decisivos, nacer, amar, morir, son siempre accidentales. El modo de existencia burgués consiste precisamente en poner límites a la contingencia. Aunque en vano, porque la cosa en sí no es la voluntad sino el azar. Por eso los personajes de Auster aceptan el reto, no tratan de dominar las circunstancias sino que asumen el riesgo de ser arrastrados por ellas. Aun más, se empeñan en convocar lo inesperado para que el azar destape cuanto antes la caja de Pandora. Ante todo actúan. La elección de alternativas, el compromiso, la evaluación de consecuencias vienen después. Invierten los esquemas cognitivos de resolución; la acción pospone el proceso; surgen después amplificadas la duda, la culpa, el remordimiento. Este aplazamiento de la reflexión hace que no entendamos fácilmente a sus personajes. La mayoría son seres desarraigados, fugitivos de los anclajes sociales. Son individuos anómicos, ajenos a los sistemas normales de interacción, raros en el doble sentido del término. Sus vidas son viajes en busca de lo insólito. Pero lo crucial para Auster no es reivindicar lo insólito como tal sino convertirlo en la expresión literaria de las cosas mismas. Lo insólito es la vía de acceso a la contemplación del caos como sistema del mundo.

Auster tampoco acepta el mito de la identidad personal. Para él, lo característico del individuo no es el sustrato permanente de la experiencia interior; tampoco la memoria a largo plazo como principio de unidad, pues el azar borra los recuerdos o los vuelve irreconocibles, sino la existencia fragmentada. El azar nos somete a mutaciones imperceptibles, latentes o profundas. De ahí que un día, por acumulación o súbitamente, sus personajes no se reconocen en el cristal. La introspección se convierte entonces en un ejercicio autodestructivo hasta que otro accidente les permite desprenderse del molde vacío de su anterior encarnación y reinventarse. Pero el juego impone dos condiciones: la imposibilidad radical de comprender al otro y de salvar la distancia que nos separa de un mundo indescifrable, de proporciones infinitas. Al pensamiento sólo le cabe reconstruir sin ningún criterio de verdad las caras cambiantes del poliedro, orientar la acción por motivos puntuales o pragmáticos, decidir por la presencia de detalles nimios.

Podemos explicar los avatares del azar de muchas maneras, aunque todas las perspectivas tienen el mismo valor. Tan solo se diferencian por el grado de certeza que les asignamos; y la certeza es la cantidad de incertidumbre que somos capaces de soportar. Conocer consiste en confirmar la potencia absoluta de los fenómenos, aceptar que la vida no está formada de pautas sino de sobresaltos y que lo característico del ser es la ausencia inocente de sentido.

domingo, 18 de mayo de 2014

Del lado del Manzanares


En la foto, el que os habla con la camiseta oficial del doblete.

El aire se llena de hermosura y luz no usada… nunca mejor dicho porque los títulos de Liga del atleti se miden en eras. ¡Dieciocho años del doblete! Yo era entonces alto, guapo y con ojos azules. No sé si veré el próximo pero aspiro a levantar la Copa de Europa que la música del azar nos arrebató cruelmente.

Reconozco que los atléticos en general somos bastante agoreros. El descalabro del Levante, el empate deprimente ante el Málaga, el Camp Nou a reventar, reconozco que me daba por cachiporrado. Después el Madrid en la Champions; durante días arrastré una existencia crepuscular. Sea lo que Dios quiera, me dije terminal.

Esta mañana he visto la grabación del partido. Tenía dos entradas para Los cuentos de Hoffman en el Real y la ópera se solapó con la final. Mi hija médico respiró con alivio pues en la vuelta del Chelsea cometí la broma-error de dejar que me tomara la tensión y por poco acabo en una ambulancia del SAMUR. Ayer estaba aun más hipertenso con los whatsapp aciagos que me enviaba mi hijo cada cinco minutos. El gol fulminante del Barça, las lesiones de los dos mejores jugadores de campo, los cien mil hijos de Sant Jordi, el sentimiento trágico de la vida; me senté en la butaca abatido y apagué el móvil. Pero al final del primer acto, eran las ocho y cuarto, la música quiso decirme algo y lo encendí: ¡La liga era nuestra! Mis "bravos" parecieron desmedidos a la gente de alrededor.

Hago mi resumen del milagro de San Simeón: el fútbol es ante todo un estado de ánimo. Más allá de las tácticas y entrenos, el éxito del Cholo es haberse puesto del lado de la fuerza, haber utilizado la épica del fútbol como genio protector. Simeone, Baroja y Schopenhauer tienen claro que el mundo es voluntad de poder. Los jugadores lo adoran, es listo como una ardilla, no habla mal de los árbitros, es deportivo y no se mete con nadie (¡quien lo ha visto, quién lo ve y sombra de lo que era!). Desde el primer al último minuto el atleti planteó un partido plein de courage. Esa fue la diferencia con un rival errático por tramos que sin un Messi ejecutor no es el mismo. Es evidente que el Barça de Guardiola, el mejor equipo que ha pisado un campo, ha comenzado su declive. Todo lo que sube, baja, es ley de vida. Supongo que con su escuela futbolera y talonario la travesía del desierto será más bien corta. Sinceramente lo deseo. No puedo olvidar los gritos blaugranas de ¡Atleti, Atleti! al final del partido. Siempre nos hemos llevado bien con el gran club catalán. 

Hay que felicitar a toda la plantilla exhausta. Me acuerdo de algunos jugadores: Courtois, el mejor arquero de Europa; Filipe Luis y Miranda: no haber sido sido convocados por la selección brasileña es un síntoma de los mezquinos intereses que mueve el fútbol; el príncipe Sosa, un jugador de futuro una vez adaptado al manejo español; Diego Ribas, el enganche que nos faltaba y la única cuadratura del círculo que todavía no ha resuelto el míster: hacerlo jugar con Arda en la misma alineación.  

En la cúpula del club habló Cerezo, simpático y dicharachero como siempre, el alter ego de Gil Marín que se esconde los noventa minutos debajo de la cama con dos valiums en el cuerpo aunque el Atleti juegue un amistoso con la Unión Balompédica Conquense. Decía el presidente que hoy toda España se siente colchonera. La gente prefiere que gane la Liga un equipo con casi cinco veces menos presupuesto que los dos grandes. Los motivos son de manual de divulgación comprado en el Rastro. Por supuesto es populismo barato pero, dadas las circunstancias, cuela.

Por una vez voy a citarme a mí mismo: Una de las razones del fútbol es su increíble poder para producir felicidad. Nos referimos a la felicidad interior, la más valiosa y perdurable; la que disfrutamos por todos los poros cuando nuestro equipo sale airoso del combate: durante una semana dormimos bien, tenemos apetito, el trabajo resulta soportable, los demás existen, la crisis se atenúa, la autoestima se dispara… También la felicidad exterior, pues al mínimo empate salimos disparados a la calle para juntarnos con el pueblo y tomar la Bastilla.

Mis dos hijos salen para Neptuno ahora mismo con uniforme de gala. Si ganamos el sábado yo también estaré. Y si perdemos digo lo que mi amigo el poeta: Siempre nos quedará Baudelaire.

PD. Esta Liga va también por vosotros, amigo Víctor y tantos otros que desde el fondo Sur del Calderón habéis animado sin descanso al equipo, al pie del cañón, sin desanimaros, despertando al estadio cuando más lo necesitaba. Por el orgullo de sentirse atlético. Saludos.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Impresiones de Florencia


Durante mi segunda visita a Florencia, esta vez con mi mujer, dividíamos la jornada (como siempre que salimos al ancho mundo) en dos raciones. Por la mañana, monumentos, iglesias, museos, galerías y otros avatares del género grande. Por la tarde, después de la siesta, gentes, calles, plazas, escaparates, helados y pasta. Voy a contar las impresiones más turísticas (o sea, menos artísticas) de mi viaje.

Llegas al aeropuerto de Peretola, situado en esta localidad, aunque nadie lo llama así, ni siquiera en los carteles. Es pequeño, casi familiar, entras y sales rápido, sin grandes colas en los mostradores ni sorpresas desagradables en los paneles. Además, está muy cerca de la ciudad. La otra vez vine a Florencia en coche; embarcamos en el Ferry Barcelona-Génova, cruzamos el Golfo de Lion y carretera y manta. El único incidente desagradable fue que me quitaron el saco de dormir en el camping Michelangelo. La ventaja que vimos otros pueblos y ciudades de la Toscana: Fiesole, Arezzo, Pisa y la muy recomendable Siena.

Me gustó el hotel, situado a cincuenta metros del Ponte Vecchio y a otros tantos de la Galería Uffizi. Una buena elección. Según dicen en su web, desde sus ventanas se rodaron algunas escenas de la romántica “Una habitación con vistas”. La mía no tenía, pero tampoco ruidos misteriosos del interior ni de la calle. El edredón un milagro de suavidad y ligereza. Desayuno largo que te ahorra la comida en una sala con frescos del XIX en el techo. En oferta múltiple (edad, temporada, conjunción de los astros) no resulta demasiado caro. En serio.

Las calles florentinas son una inmensa torre de Babel donde se hablan todas las lenguas y la gente se entiende a las mil maravillas. Especialmente los españoles e italianos; hasta el punto de que les hablas en tu macarroni de ópera y te contestan en estándar de Benidorm. Somos los hijos predilectos del Mare Nostrum. ¡Me encantan y desesperan los italianos! Pasan de todo. En Roma, a los de la agencia se les olvidó ir a buscarnos al hotel para llevarnos al aeropuerto. Tuve que coger un taxi al galope y llegué por los pelos. Me dijeron que son cosas que pasan. Al final, la agencia española me devolvió el dinero. Prácticamente hay que zarandearlos para que hagan algo. En horas de visita al museo del Palazzo Vecchio puedes meterte en el despacho del alcalde sin que nadie diga nada. 

Al atardecer es obligado recorrer el Ponte Vecchio. No me parece especialmente bonito y, en mi opinión, vive de la leyenda, que no es poco. Es una calle llena de tiendas y talleres de joyería, herencia de los gremios de orfebres que se instalaron allí a finales del siglo XVI tras echar la autoridad competente a otros artesanos menos limpios e ilustres. No entiendo de joyas, pero creo que la orfebrería (hay un busto de Benvenuto Cellini en medio del puente) es un arte primoroso. Los precios son exorbitantes (dijo Ana). Sólo algún visitante sobrado de Visa puede permitirse regalar a su chica unos pendientes de oro y esmeraldas o una gargantilla de platino con brillantes. Me encantó el diseño de las piezas de coral. También inalcanzables. Luego me enteré por mi confidente del hotel que los orefice del Ponte Vecchio distribuyen sus exclusivas a las mejores joyerías nacionales e internacionales. Ese es su negocio. Al otro lado del río, está el Palazzo Pitti, en cuya explanada se arrullan las parejas de todos los sexos y edades.


Es curioso que no se vean por las esquinas mendigos ni pedigüeños. Después de todo estamos en un país católico; pero el espíritu de los Medici sobrevuela Florencia. A Cosme, Pedro y Lorenzo el Magnífico no les gustaba que la corte de los milagros deambulara por las calles empedradas. De hecho construyeron entre sus dos palacios (Pitti y Vecchio) un corredor secreto (el corredor vasariano) para no mezclarse con la chusma y evitar el puñal traicionero. Tampoco hay legión de músicos-karaoke ni vozarrones-Celentano. Los pocos que se ven en ciertas plazas tocan aceptables melodías del Barroco. Para nada sobran. En las calles céntricas, cerca del Duomo y aledaños, resuena el mundanal ruido, pero la adrenalina del viajero lo hace soportable.

Lo más deslumbrante son los escaparates; espectaculares incluso los más modestos. Auténticas composiciones de luz y color. La artesanía del cuero, las marionetas de madera, los objetos de papelería, miniaturas, máscaras... Son astutos comerciantes (la historia pesa): piropean a la señora, te enseñan la trastienda y lo que sólo te venden a ti porque les caes bien. Se admite regatear en broma. Las grandes firmas de la moda están en los bajos de los edificios de la calle Tornabuoni, la más glamourosa de Florencia y el marco ideal para crear tendencia en Europa, antes incluso que París. En la puerta de Salvatore Ferragano había un Ferrari rojo. La gente se hacía fotos. Una constelación de trapos elegantes que está más allá de nuestras cabezas. Lo que realmente admiro son los bolsos y zapatos. Cualquier diseño que hayas visto antes es una mala imitación o una farsa. El precio medio del calzado es de cuatrocientos pavos, el de los bolsos el doble. Hay que mover a las señoras con grúa.

Algo de gastronomía para terminar. Para mí, las pastas y helados son dos mitos a la italiana. Las puedes comer tan buenas o mejores en las trattorias españolas. Igual los helados. Ni siquiera en la reconocida gelateria Vivoli, donde nos despedimos de Florencia en una noche mágica, son mejores que los de Los Alpes en Madrid. Me parecieron muchos más logrados los chocolates. Los bombones son un don, las tabletas un lingote, las tartas la prueba del bien en el mundo. En la terraza más conocida (no me acuerdo del nombre) de la Plaza de la Signoria te sirven una taza de chocolate con nata que no es de este mundo. En realidad, a los florentinos lo que les pierde son las carnes de ternera braseadas y las tripas de cordero con salsa de tomate, ambas regadas con vino de Chianti de las cepas de Toscana. Lo demás son rollos guiris.

Por cierto, cuando vayan, no se pierdan los cascos de la guardia pretoriana que llevan los carabinieri. Estuve más de tres tardes intentando comprarme uno sin éxito. Con tiempo lo conseguiré por Internet. 
 

viernes, 2 de mayo de 2014

Historia de la filosofía. El sentido de la moralidad en Kant


Kant se pregunta qué puede ser considerado un bien moral en sí mismo, es decir, algo bueno sin limitaciones ni condiciones.
Descarta los bienes o fines últimos de las éticas materiales puesto que los que en principio parecen bienes en sí mismos, finalmente no lo son. La felicidad, el placer, la riqueza, el amor, el conocimiento, la salvación, incluso la buena salud pueden estar sometidos a usos y abusos indebidos. Sabemos que se puede ser feliz a costa de perjudicar a otros o pasar por encima de los demás. O que un placer puede ser letal para la vida en pareja o familiar. No es preciso insistir en la posibilidad de hacer un uso inmoral del dinero, lo tenemos demasiado cerca. Es bien sabido, por desgracia, que podemos amar de una manera egoísta, morbosa, posesiva, destructiva: “hay amores que matan” (como la violencia de género). El conocimiento nos puede apartar de otras dimensiones más vitales del ser humano y convertirnos en “ratas de biblioteca” o eruditos sin alma, conducirnos a la manipulación de las personas (ingeniería social) o a fabricar artefactos de destrucción masiva. Asimismo, la búsqueda de la salvación para un creyente puede ser egoísta, hipócrita, dogmática e intolerante. Del mismo modo, alguien con buena salud podría optar por despreocuparse y acortar su vida, desperdiciarla o afectar tristemente a los que le rodean.

Kant contesta que lo único que puede ser considerado un bien en sí mismo es una buena voluntad, una voluntad cuya intención es impecable, independientemente de los fines últimos, los contenidos concretos y las consecuencias empíricas de la acción.
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo de una buena voluntad.
Fundamentación de la Metafísica de las costumbres.

Según Kant, una voluntad puede ser considerada buena en sí misma por la razón práctica cuando decide y actúa exclusivamente por puro sentido del deber. Esto no siempre ocurre así porque la voluntad orienta su acción mediante tres tipos de normas:

- Contrarias al deber: “Engaño a mi esposa con otras porque me apetece divertirme y sólo se vive una vez”. Son normas propias de las éticas materiales (hedonismo en este caso).
- Conformes al deber: “No engaño a mi esposa con otras porque puede divorciarse y perjudicarme, a mis hijos, a mi consideración social y a mi trabajo”. Son normas propias de las éticas materiales (utilitarismo en este caso).
- Por sentido del deber: “Soy siempre veraz, fiel y leal con mi esposa porque como persona casada es mi obligación y punto”. Son propias de una ética formal.

En este último caso, cuando se actúa por normas o imperativos de deber, la voluntad se somete a una ley moral (universal y necesaria) no por placer o utilidad, sino por respeto a la propia ley. Según Kant, solamente estos imperativos tienen mérito moral sin limitaciones ni condiciones. A una buena voluntad, en sentido estricto, no le interesa la materia del acto moral (no establece lo que se debe hacer de acuerdo con el fin, el contenido y las consecuencias), sino sólo la forma en que debe actuar. Se trata de una voluntad para la cual lo importante no es lo que se haga (materia del acto  moral), sino que lo que se haga sea por acuerdo completo de la voluntad con su propio sentido del deber; es decir, no interesa el contenido sino la forma de acto moral. Sus planteamientos no son propios de una ética material sino de una ética formal.

El inalcanzable ideal moral kantiano hay que entenderlo del siguiente modo: aunque ni un solo hombre sobre la tierra actuara, en sentido estricto, por puro sentido del deber (lo cual seguramente es cierto) el sentido de la moralidad no cambiaría ni un ápice. Una persona es más o menos valiosa moralmente en cuanto se acerca o se aleja de este ideal de la razón práctica.

La ética kantiana del deber es la formulación más refinada del cristianismo protestante.