viernes, 25 de octubre de 2019

Unamuno


Hace unas semanas en la boda de una sobrina, uno de mis cuñados sentado a mi lado en la mesa redonda del salón del convite nupcial, me preguntó en voz alta, durante una de las treguas intermitentes que los amigos de los novios conceden para rellenar las copas, qué opinaba de la situación política en nuestro país. Es la típica pregunta de amplio espectro cuya principal función es iniciar una conversación que suelte la lengua a los invitados de la parte contratante de la segunda parte para conocerlos y calzarles la etiqueta. Estábamos en mitad del primer plato, una crema caliente de calabaza con lágrimas de nata y todavía el vino no había hecho efecto, por lo que por el momento nadie, excepto yo, se dio por aludido.
- No tengo una visión global, les dije a todos. En todo caso creo que en todas partes cuecen habas pero aquí las cocemos con jamón. España es diferente, pero matizar esta afirmación me llevaría doscientas páginas. Tú hazme preguntas lo más concretas posibles sobre lo que quieras y yo te contesto. Por ejemplo, el recorrido de Ciudadanos tras las últimas elecciones, por qué ha fracasado el acuerdo entre PSOE y Unidas podemos, la consistencia del líder del PP o el acierto o no de sacar a Franco del Valle de los Caídos…
La estrategia pareció funcionar porque de pronto casi toda la mesa se lanzó al ruedo de la opinión. Mientras discutes con los de la otra familia, argumentas sobre la cosa misma mientras pones la etiqueta; cuando discutes con los de tu familia la etiqueta está puesta y los argumentos se convierten en cuestiones personales. Procuro hacer de moderador encubierto. Descubres que un marido joven trata de monopolizar las verdades. Se escucha complacido, mientras una señora mayor, tía abuela de la novia, guarda un silencio relajante: escucha por interés, por educación o simplemente no escucha. Lo cierto es que el joven pontífice decía cosas sensatas en términos gastronómicos (el contexto lo es todo): Ciudadanos estaba seguro de comerse al PP y va a ser al revés; el PSOE apuesta por pegarle un suculento bocado a los votos de Unidas Podemos; a Pablo Casado le falta un hervor y al tema del Valle de los Caídos se le ha pasado el arroz.
Hace una semana vi la película de Pedro Amenabar Mientras dure la guerra. El planteamiento histórico es correcto con algunas licencias cinematográficas. Por cierto, la derecha periodística, la fiel infantería, como la llama José María Izquierdo, ya ha descubierto 18 errores históricos según ella. Lo que me interesó sobre todo fue la figura de Don Miguel de Unamuno que asocié con mi postura en la boda: Tú hazme preguntas lo más concretas posibles sobre lo que quieras y yo te contesto. Para mí Unamuno es más un literato que un filósofo, si es que se pueden separar ambas facetas. Lo que realmente me interesa de su pensamiento es su asistematismo, posiblemente por influencia de Kierkegaard. Cada pregunta requiere una reflexión puntual, a veces única como cada ser humano, sea la fe religiosa, la cuestión social, la familia, los totalitarismos de izquierdas y de derechas o la regeneración de España.
El principio de contradicción, la negación es el motor de la filosofía unamuniana pero en sentido inverso a Hegel. Para Unamuno ninguna posición queda englobada y superada en el sistema del espíritu absoluto. La única totalidad es Dios y resulta inalcanzable. En eso consiste el sentimiento trágico de la vida: "La vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción. El no saber es toda tu esperanza de Agustín García Calvo. La razón es el reino de la subjetividad. Pero las preguntas que se hacía Unamuno eran metafísicas, teológicas, morales… Acaso esa fue la razón de que no comprendiera el significado político de la guerra civil española. Por una parte, los excesos de la izquierda radical contra la Iglesia; por otra, la tensión existencial, explosiva, nunca resuelta al modo escolástico, con que Unamuno vivió las relaciones entre razón y fe, concluyó con su apoyo a la sublevación militar contra la República en nombre de la defensa de la civilización occidental y de la tradición cristiana. Aunque para mí, la razón última de su apoyo inicial, que parece quebrarse tras su sonado enfrentamiento con Millán Astray en el paraninfo de Universidad de Salamanca, la que más íntimamente sintió, no fue la defensa retórica de los valores de la cristiandad como eje vertebrador de la cultura europea, sino la protección de su familia primero y de la Universidad después frente al terror y la barbarie.

jueves, 10 de octubre de 2019

Primeras lecturas


El primer libro que me regaló mi abuelo materno (del paterno, un gran hombre, sólo me queda la memoria histórica) fue el Quijote. Tenía catorce años. Era una edición de la Librería Hernando, modesta, de letra minúscula y abigarrada, que por desgracia desapareció en una mudanza. Ahora con el transcurso de los años digo del Quijote, mutatis mutandis, lo mismo que el propio Cervantes dijo de la batalla de Lepanto (en la que participó y resultó herido) en el prólogo de la segunda parte de su obra: La más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. ¿Estaría pensando Cervantes en su obra inmortal antes que en la batalla?  Después vienen las grandes obras literarias de todos los tiempos; pero en un escalón superior siempre estará el Quijote. Por supuesto, mi abuelo no pretendía que a esa edad lo leyera entero. Ni siquiera que lo leyera porque era él mismo cuando venía a casa quien me leía y explicaba un capítulo. Nunca más de uno cada día. A veces repetíamos. Es lo mismo que les recomendé a un grupo literario de amigas que me invitaron a una de sus reuniones para que charláramos del Quijote. Les aconsejé que evitaran ediciones resumidas, adaptadas pedagógicamente o con “prosificación moderna”. Que no vacilaran en disfrutar del privilegio de leer el original en su propia lengua. Una buena edición con notas a pie de página harían la función de mi abuelo. En realidad, las lecturas eran para ellas un excelente motivo para viajar a los lugares por donde transitaba el libro de turno. En este caso la ruta cervantina, incluida la excelente biblioteca dedicada al Quijote en el Toboso o el Mesón del Quijote en Mota del Cuervo. Les dije que a mí me parecía que Sancho Panza el escudero estaba más loco que el Caballero de la Triste Figura, porque Don Quijote estaba loco a tiempo parcial y el resto era sabiduría, mientras que Sancho Panza estaba loco todo el tiempo por creerse a pies juntillas todos los delirios de su señor. Lo importante, les aconsejé, es descubrir tus magias parciales del Quijote; por ejemplo, las dudas de Sancho Panza sobre la sin par Dulcinea tras su visita al Toboso.
El segundo libro que me regaló mi abuelo, un año más tarde, fue La isla misteriosa de Julio Verne. Esta vez sí lo leí entero. Hace menos de un mes lo he releído, lo he devorado en una semana con la misma fascinación que entonces. Han pasado océanos de tiempo, pero tanto entonces como ahora es la joie de lire, la felicidad única que proporciona la lectura, lo que realmente cuenta. Y ahí debería terminar la verdad de La isla misteriosa, pero dada mi tendencia a complicar las cosas, por un lado, y como en cada lectura se revela un libro nuevo, aunque lo retomes a la semana de haberlo terminado, con toda seguridad no podré evitar la tentación de hacer algunas reflexiones marginales. A bote pronto se me ocurre que sólo en grupos humanos muy reducidos pueden darse lo que los sociólogos consideran las condiciones ideales para el buen funcionamiento colectivo: eficiencia, cohesión, solidaridad, imaginación, autoconciencia, moralidad, empatía…  Pero eso lo dejamos para otra micromega.