domingo, 31 de diciembre de 2017

Menudeos en la red


Recuerdo la viñeta de humor de una revista: en la añeja taberna de un pueblo -mesas y barra reventonas de paisanos sanotes- se lee detrás del mostrador entre copas limpias, tapas, jamones y botellas, un cartel bien visible que anuncia: Aquí no tenemos wifi, hablen entre ustedes. Esta gente afortunada estaría a salvo de las jerigonzas que nos rodean: Post, Retweet, Hashtag, Trending topic, Block, Microblogging, Target, Streaming, Memes, Crowdfunding, Timeline, Crash.... Sin contar con las indescifrables abreviaturas y emoticonos de algunos programas. Si quieren saber más investiguen por su cuenta.
Este podría ser el comienzo del tipo de interacción que se da en Telépolis, la ciudad digital, o sea, en cualquier rincón del mundo menos en el pueblo del chiste. Me refiero, por supuesto, a los programas de mensajería instantánea, como WhatsApp o a las archiconocidas redes sociales, Facebook, Twitter o Instagram. Voy a dejar de lado los aspectos “normales” de estas aplicaciones y sitios, por ejemplo, enviar por WhatsApp un mensaje a tus amigos para informarles de que te vas a retrasar diez minutos, o poner un “me gusta” en Facebook al video de una polka interpretada por la Filarmónica de Viena en el Concierto de Año Nuevo. Lo útil es útil por más emplastos verdes que le tiremos a la cara. También lo evidente. Tampoco me voy a referir a los aspectos más siniestros de la red, como el acoso sexual, sobre todo a menores o adolescentes, el tráfico de material pornográfico delictivo, especialmente la criminal pederastia, los timos a los incautos, sobre todo a los más débiles, que alquilan en vacaciones a precios de saldo apartamentos  que no existen o son cuadras, o compran nada en tiendas de lance que apestan a gatazo. O los insultos groseros que abundan en ciertos ambientes políticos o deportivos: los primeros machistas y xenófobos, seguidos de disculpas hipócritas; los segundos con citas en tal sitio para liarse a cuchilladas. Tampoco nos olvidamos de que las redes son el lugar natural para los bulos tóxicos, fakes news envenenadas, anuncios cargantes y vídeos infumables. También resulta especialmente funesta la venta de medicinas ilegales, pastillas letales o drogas adulteradas. No interesa. Aunque todo esto junto no es lo peor (y no amuermo más): fuera de nuestras cabezas queda el espionaje global, el Gran Hermano de Orwell en versión superlativa, y la guerra cibernética en sus inagotables versiones...   
Una anécdota personal: los motores de rastreo de los más eficientes buscadores a veces meten la pata hasta el corvejón. Hace un par de años intenté crear un álbum en mi nube de Google con imágenes bajadas de internet de una de mis pintoras favoritas: Tamara de Lempicka. Y lo hice. Como es sabido, muchos de sus cuadros son desnudos femeninos. Antes de una semana recibí un correo conminatorio de Google afirmando que había utilizado indebidamente imágenes eróticas y que debía eliminar el álbum. Si no lo hacía o se repetía la infracción cerrarían mi cuenta. Como en este mundo llevar razón sirve para poco, borré el álbum de la nube y todos tan amigos. En otras nubes no me han puesto pegas. Moraleja: en internet hay censura de contenidos, pero abren o cierran la muralla como les da la gana.
A mí me parece que una de las razones del éxito de los programas de mensajería y de las redes sociales es el efecto de dispersión en las cadenas de comentarios. En la recepción de un mensaje se producen ruidos o interferencias y su sentido inicial cambia, se confunde o se pierde. Decía Woody Allen que la única persona que puede comprender lo que dices es tu psicoanalista después de diez años de diván, suponiendo que te tome en serio. Imagínense en Telépolis: uno dice, el otro dice que dice, el tercero interpreta a su manera a los anteriores, el cuarto cuenta su vida, el quinto hace un resumen de todo y así sucesivamente… No se trata de la majadera “tormenta de ideas” de los psicólogos, sino de una reacción en cadena donde puede pasar cualquier cosa. Si alguien escribe, por ejemplo, “hace demasiado calor en la playa y al final me voy a quemar la espalda”, el quinto comunicante puede sostener algo como esto: “No soporto a los tíos que duermen con calcetines y una bolsa de agua caliente en el culo. Necesitan esa mierda para calentarse y aun así no funcionan”. Los "me gusta" se reparten generosamente. ¿Pero "me gusta" qué? 
Ahí va otra viñeta de prensa que tiene su miga: en la mesa de un banquete en una boda de alfombra y lámpara de araña, la camarera de guante blanco que está colocando el cristal de Murano, la vajilla inglesa y la cubertería de plata, le pregunta a la jefa de protocolo con la mayor naturalidad: Discúlpeme soy nueva. Recuérdeme, por favor, en qué lado va el móvil, a la derecha o a la izquierda. A mí me resulta más divertido que absurdo (que también) sentarme en un restaurante al lado de cuatro jóvenes que se pasan la comida dale que te pego al teclado. La melodía salvaje, que diría Nat King Cole les (nos) acompaña hasta los postres. Una sobrina mía quinceañera me dijo que se pasan mensajes entre ellos, insisto en la misma mesa, mientras se zampan las hamburguesas con kétchup y patatas congeladas. Siempre a favor de la libertad de expresión. Les hubiera invitado al postre por saber qué decían los mensajes de menos de un metro. Se lo pregunté a mi sobrina y me contó que la mayoría son chismes y pullas a cuatro bandas sobre los otros (que obviamente no pueden leerlas). Por ejemplo, Sandro a Cristina: Sonia se cree que tiene unas piernas diez. A mí me parecen que son un mírame la muslada. Julia a Moncho: Iván se cree un macho alfa irresistible. En realidad es más pesado que matar una vaca besos. Lo contrario de un grupo de amigos. Crecen las risas sibilinas y los que no se enteran chinchan y rabian.  
Si algo detesto son las páginas narcisistas en Facebook. En Twitter son prácticamente todas. No conozco Instagram aunque me temo que es más de lo mismo. En Facebook me hice amigo virtual a petición suya de una vieja gloria de la poesía madrileña. Su primer comentario fue: Rodolfo te añado al grupo de poesía conceptual, seguro que te interesa más que el que dedico a la lírica. Dejé pasar una semana de cortesía (en el fondo soy muy tímido) y me borré de sus listas de admiradores. Me hice amigo de un conocido (y buen) filósofo a petición mía. Sus comentarios en Facebook son sentencias generales a mayor gloria suya y si le preguntas o sugieres algo, o no te contesta (quizás por exceso de seguidores) o te remite al capítulo de una de sus obras donde todo queda claro y distinto. Hasta luego Lucas. Otros se dedican a resumir seriamente lo que deberían escribir en un libro o en un ensayo. Como mínimo en un blog. O los datos: ochenta mil amigos en Facebook, cincuenta mil en Twitter... en la vida real ninguno.     
En cuanto a los wasaps es obvio que cuando te llegan en cascada resultan agobiantes. Hay que reconocer que algunos son desternillantes, como la lista de partidos independentistas que se presentarían a las elecciones del 155. Lo que me fascina es la proliferación de wasaps que surgen como setas en buen año ante cualquier noticia jugosa. Lo de Cataluña ha batido records del mundo. Y no es broma: en otros países también existe el wasapeo pero no en tal cantidad ni cualidad. ¿Quiénes se dedican a este delirante oficio? Hay páginas por temas. Recopilaciones, antologías, selección, etc. Antes de la era digital, cuando no pasábamos de la televisión en color, circulaban los chistes alusivos a casi todo de boca en boca. Muchos se han reciclado en versión digital. Se decía entonces que salían de la imaginación creadora de los oficinistas de los bancos. En realidad es una tradición popular anónima e irresistible que retrata la idiosincrasia de un pueblo mejor que los informes sociológicos más sesudos. Que no decaiga. 

domingo, 17 de diciembre de 2017

Divagaciones sobre las pseudociencias


A pesar de que vivimos en plena era de la tecnociencia como marco aceptado por la comunidad científica, es evidente que desde hace tiempo se está produciendo un retorno a un medievalismo especulativo (incluso a épocas anteriores) que ha puesto en circulación teorías incompatibles con el método experimental. Cito dos pseudociencias que están en la cresta de la ola: El terraplanismo, o afirmación de que la Tierra es plana. Los miembros de la Flat Earth Society (Sociedad de la Tierra Plana), creada en 1956 por el inglés Samuel Shenton, piensan que las fotos desde el espacio exterior son falsas y forman parte de una conspiración mundial para ocultar la verdad. Según ellos, la Tierra es un disco chato centrado en el polo norte y rodeado por un muro gigante de hielo, que sería la Antártida. Así lo confirma la letra de la Biblia y “el testimonio de los sentidos”.
El creacionismo rechaza la teoría evolucionista de Darwin y sus desarrollos posteriores (teoría sintética de la evolución). La American Scientific Affiliation (Afiliación Científica Estadounidense), en realidad una organización religiosa, afirma que Dios creó el mundo y las especies en sucesivas etapas y por separado (fijismo bíblico) según un diseño inteligente y finalista.
Otras muy conocidas son la ufología (ya saben, platillos volantes y extraterrestres, incluso mezclados entre nosotros con fines inconfesables), la criptozoología (o búsqueda de fabulosos animales ocultos: el monstruo del Lago Ness, el Yeti o el unicornio; también horrendos mutantes escapados de laboratorios de experimentación genética), las medicinas alternativas (que defienden terapias distintas, incluso contrarias a la medicina científica, entre otras la homeopatía, la naturopatía, la quiropraxia, la curación energética, la ozonoterapia, la radioestesia, la acupuntura; como mucho son placebos que no deterioran aún más la salud del crédulo paciente), la parapsicología (si no está claro que la psicología sea una ciencia, imagínense la parapsicología que incluye asuntos como la telepatía, la telequinesia, la precognición o la percepción extrasensorial) o la piramidología (hoy en franca decadencia, basada en los delirios sobre los profundos arcanos sin desvelar que esconden las pirámides y que resultan decisivos para la interpretación del hombre, el cosmos y Dios). La lista de pseudociencias podría continuar hasta doblarse, pero basta con estas para hacernos una idea.
¿Por qué la gente cree en cosas raras, se preguntaba el historiador de la ciencia Michael Shermer? ¿Por qué la cuota de audiencia de programas de televisión, como Cuarto milenio de Iker Jiménez, llegan al millón de personas, o es abrumador el número de lectores de la sección del diario La Vanguardia titulada La Contra o interesan tanto programas de radio como La Rosa de los Vientos de Onda Cero o Espacio en blanco de RNE? En resumen, a qué se debe la atención masiva de un público que espera encontrar respuestas en ámbitos que nada tienen que ver con la ciencia ni con los conocimientos objetivos. ¿Cuáles son las sinrazones de este desparrame de fake theories? Ahí va la primera: que nos encanta lo insólito (eso sí, a distancia) y las teorías conspiranoides (son más divertidas, dan más juego para charlar y arreglar el mundo). Nos aburre mortalmente la ciencia de la buena. ¡La imaginación al poder! Estamos cansados de tediosas evidencias que, además, si son científicas no estamos formados para entenderlas aunque nos obligaron a estudiarlas en el cole seguidas de suspensos y profesores particulares en verano; lo desagradable se olvida. Hemos visto demasiadas imágenes de la Tierra desde el espacio exterior. Todo el mundo sabe que nuestros ancestros eran simios africanos… pues bien, pues bueno, pues vale; eso sí, en cuanto oímos hablar de agujeros negros, hiperespacio, universos paralelos o agujeros de gusano, aguzamos el oído. Si usted está en la consulta del dentista, ¿qué revista coge de la mesa, una de divulgación científica sobre genética molecular o una que anuncia en su portada “las pruebas contrastadas” de cuatro avistamientos de naves extraterrestres en el desierto de Sonora? Una de nuestras series cinematográficas favoritas es Star Wars: ¿Sabe cuántos términos no científicos o inconsistentes aparecen a lo largo de la saga? Busca en Google: Errores científicos en Star Wars.
Según datos fiables del gremio europeo de libreros la sección que contiene regularmente más ejemplares (y por tanto, la preferida del público, valga la redundancia) es la de ocultismo, magia, esoterismo y “ciencias paranormales”. Esto incluye las innumerables revistas del género repletas de todo tipo de profecías, milenarismos, prodigios y signos. Nos mola la astrología, el tarot, el horóscopo, la güija, las runas. Servicios telefónicos a mil pavos el minuto. Existen otros mundos pero están en este, como afirmaba el mistagogo Fulcanelli. Sus dos obras cumbres de la alquimia figuran entre las más famosas y leídas: El misterio de las catedrales y la interpretación esotérica de los símbolos herméticos (publicada en 1929) y Las moradas filosofales y el simbolismo hermético en sus relaciones con el arte sagrado y el esoterismo de la gran obra (1930).
Recuerdo una anécdota que me contó un amigo mío, aficionado a las emociones raras, que asistió a una sesión colectiva de espiritismo. Después de una larga parafernalia de voces y conjuros, el vaso daba vueltas de campana entre ruidos del más allá, chisporroteos y fumata sulfurosa; la famosa médium anunció entre transportes que el espíritu se había manifestado. Pregúntale algo -se dirigió la vidente- a un aterrorizado pardal al que no le salía la voz del gaznate. Al fin balbuceó: ¿Oye espíritu, te han dado alguna vez por...? Cayó el telón de la farsa. La médium se partía el trasero, pero de risa.
Algunos achacan esta pervivencia secular del irracionalismo a los pliegues de nuestro cerebro reptiliano. Es una cuestión evolutiva: el hombre necesita creer en lo que no ve como instinto de supervivencia para no extinguirse como especie. Hace millones de años, nuestros antepasados podían atribuir un sonido en el bosque a un simple golpe de viento, a un desprendimiento de rocas o a un depredador. Sus actuales descendientes se han imaginado al peor de los depredadores: la ignorancia. O una trampa genética: el ser humano es por naturaleza un ser curioso dotado de unos hábitos exploratorios excepcionales que le llevan a buscar respuestas de todo tipo: muchas ajenas al método científico. Otros lo atribuyen a la coexistencia histórica de las etapas iniciales del saber (el mito, la magia, el animismo o la religión) con las formas avanzadas como la ciencia clásica y la tecnociencia. No sabría dónde meter a la filosofía. Recuerdo que poco después de casarme le pregunté estúpidamente al ginecólogo de mi mujer si había alguna forma natural de propiciar que el neonato fuera niño o niña. Se me quedó mirando y me dijo: ¿De eso Kant que dice? O como diría un conocido mafioso de la pantalla: todo es un negocio