viernes, 15 de marzo de 2013

Corrupción y votos


Me preguntan algunos de mis alumnos en las redes sociales por qué en Italia, España y otros países latinos (sobre todo) la corrupción política no pasa factura electoral a los que la practican. Es un tema de sociología política. Si se desea tener una opinión más ajustada (no digo “empírica” porque las ciencias sociales no son ciencias) habría que preguntar a un profesional.

Para mí hay tres causas:

En primer lugar: a estas alturas nadie duda de que quién controla realmente el poder no son los políticos sino el capital financiero. La socialdemocracia (el centro izquierda) ha desaparecido del mapa de la “Europa de los ciudadanos” y los únicos partidos “que tienen credibilidad” para el público son los conservadores, la derecha, o sea, los gestores de los intereses de los bancos: gobiernan porque hacen lo que cumple a los mercados y no hay más cera que la que arde. Por eso los ciudadanos, sabedores de la trama, votan a la derecha; para que los poderosos escuchen a sus mensajeros vigilados y se dignen promover puestos de trabajo en condiciones leoninas. Lo que cuenta primero es comer, después pensar.

La segunda causa es, a mi juicio, aun más perversa. El problema no es que los políticos se pierdan por dinero (ya lo sabemos), sino más bien si eso importa o no a la gente. Es evidente, por encuestas y elecciones, que no les afecta mucho. La mayoría chincha y rabia, incluso se manifiesta, pero al final vota a los representantes del dinero. Ahora (tras voltear el argumento) lo que cuenta no es comer sino pensar. Una gran parte de la población ha sido contaminada por el pensamiento único. La ideología dominante es la ideología de la clase dominante. Demasiados votantes están de acuerdo con las prácticas inmorales e ilegales de los políticos. El delincuente de cuello blanco que alcanza fama y dinero se convierte en referente social: “Es normal forrarte si puedes, lo malo es que a veces se pasan de rosca y los pillan”. Ese es el error y no el saqueo; la solución es robar con prudencia para que nadie se dé cuenta: “¿Lo normal es mirar por tus intereses, no?".

Mostraré la tercera causa mediante un fragmento (breve reflexión sobre el concepto de ciudadanía) de la espléndida novela de John Irving Oración por Owen, escrita en 1989. Ha llovido mucho, pero tras cambiar lo que haya que cambiar, acierta. Nuevo argumento: sólo hay que pensar en lo que comemos, lo demás no cuenta.
(Las frases en mayúsculas son del original).   

Owen solía decir que lo más preocupante del movimiento pacifista –contra la guerra de Vietnam- era que, sospechaba, muchos de los manifestantes estaban motivados por interese personales; pensaba que si no hubiese estado en juego el reclutamiento obligatorio en la cuestión de la guerra habría habido muy pocas protestas.
Fíjate en los Estados Unidos hoy, decía: ¿reclutan a jóvenes estadounidenses para luchar en Nicaragua a favor de la contra? No, todavía no. ¿Se sientes agraviadas las masas de jóvenes estadounidenses por la superchería y la falacia de la Administración Reagan? Apenas se oye un murmullo.
Sé lo que diría de esto Owen Meany; sé lo que dijo… y sigue siendo válido.
- LA ÚNICA MANERA DE LOGRAR QUE LOS ESTADOUNIDENSES SE ENTEREN DE ALGO ES GRAVARLOS CON IMPUESTOS, RECLUTARLOS O MATARLOS –dijo Owen… un día que Hester propuso la abolición del alistamiento-. SI ELIMINAS EL RECLUTAMIENTO OBLIGATORIO, A LA MAYORÍA DE LOS ESTADOUNDENSES DEJARÁ DE IMPORTARLES LO QUE ESTAMOS HACIENDO EN OTRAS PARTES DEL MUNDO. 

lunes, 11 de marzo de 2013

Los símbolos en el arte


Todo lo perecedero es sólo un símbolo.
Goethe, Fausto

El hombre es un animal simbólico. El lenguaje humano es un sistema de símbolos arbitrarios que se proyectan en la cultura, una constelación de códigos que pueden ser traducidos finalmente a cadenas de palabras. Un ejemplo sencillo es el código de circulación; un ejemplo intermedio, el lenguaje gestual; un ejemplo complejo, los algoritmos matemáticos; un ejemplo muy complejo, los sueños; un ejemplo indescifrable, el lenguaje de los bosques (Théodore Rousseau, el pintor). La cultura material y no material está plagada de rasgos simbólicos: el infierno, una paloma, la hoz y el martillo, un coche de gama alta, una bata blanca, un corte de mangas.

Por supuesto, el simbolismo es una característica esencial del arte. Dos ejemplos.

Es famoso el uso de metáforas en el film Octubre (1928) de Sergei Eisenstein, basado en el libro Diez días que conmovieron al mundo de John Reed y una de las cumbres del cine. En una secuencia yuxtapone a Aleksandr Kerensky (primer ministro del gobierno provisional derrocado por la revolución bolchevique) con la imagen de un pavo real mecánico. La cabeza y la cola abierta del autómata se mezclan con los andares presuntuosos de Kerensky por el Palacio de Invierno. En otra secuencia, la fuerza revolucionaria del mitin de Lenin al proletariado tras su llegada a la Estación Finlandia en Petrogrado está simbolizada por los brazos solidarios que tiran de las cuerdas de la estatua del Zar hasta que la derriban y se hace pedazos contra el suelo. La contrapartida a esta escena vibrante es la comparación del discurso vacío de un dirigente menchevique en la asamblea popular con la melodía meliflua de las arpas. El general Korni­lov es representado por una estatua ecuestre de piedra, pesada, inmóvil, inútil. El montaje con fines didácticos (con el elevado riesgo de caer en los consabidos ataques de vacuidad) es transformado por el realizador ruso en un recurso eficaz y convincente. Las imágenes se presentan de tal modo que la comparación entre los elementos visuales promueva en el espectador intuiciones y reflexiones de carácter descriptivo, emocional o crítico.  

La Tour Eiffel es una estructura de hierro de 300 metros de altura construida por el ingeniero francés Gustave Eiffel para la Exposición Universal de 1889 en París. Es un símbolo global del positivismo científico y de las ideologías cientificistas que dominaron la segunda mitad del siglo XIX. Fue precisamente esta confianza ilimitada en la ciencia lo que dio origen a las exposiciones universales. La gran torre representa la culminación de la filosofía de Auguste Comte y es un manifiesto forjado en metal contra la especulación metafísica; inversamente, una defensa del método científico como la auténtica razón teórica y práctica de la humanidad. El símbolo supone la encarnación arquitectónica de los ideales laicos y progresistas de la burguesía francesa y un homenaje a los logros de la revolución industrial iniciada en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVIII. La Tour Eiffel es un símbolo exacto del maquinismo y de la producción industrial en cadena: una máquina abstracta de proporciones colosales fabricada con dos millones y medio de remaches, planchas de hierro y ensamblajes. No es de extrañar que la izquierda socialista, los intelectuales y los poetas maudits rechazaran el proyecto. Uno los escritores más beligerantes fue Guy de Maupassant (1850-1893). Dijo de ella: … pirámide alta y flaca de escalas de hierro; esqueleto gigante falto de gracia, cuya base parece hecha para llevar un monumento formidable de Cíclopes; aborto de un ridículo y delgado perfil de chimenea de fábrica. No obstante, almorzaba a diario en el restaurante de la torre. Sorprendido en la mesa, un periodista le preguntó si no le parecía paradójica su costumbre. Tras una larga mirada a la capital del mundo, Maupassant le respondió: en absoluto, es el único sitio de París desde donde no se ve.

sábado, 2 de marzo de 2013

Así hacen todas


“Decepción” es la palabra tras la representación de Così fan tutte, ossia La scuola degli manti de W.A. Mozart en el Teatro Real de Madrid. Mucha expectación y resultados dudosos, en mi opinión, que al terminar me recordaron la vieja anécdota de la feria taurina de provincias.
- ¿Dónde vais tan decididos? (cabeza alta, gesto enérgico, júbilo en el rostro)
-¡A los toros!
- ¿De dónde venís tan resentidos? (andares pesados, caras de palo, gestos de enojo).
- De los toros…

El libreto ha sido copiado una y mil veces por las mejores comedias y óperas de enredo. La música de Mozart está a la altura de las obras maestras compartidas con Lorenzo de Da ponte, Don Giovanni y Les nozzes di Figaro, tres creaciones "más allá de nuestras cabezas", incluidas las composiciones de Wagner. Se trata de un Dramma giocoso en dos actos que en las grandes representaciones complace al público con la espontaneidad del humor italiano, mientras que en el Real apenas arrancó sonrisas huérfanas. 
El argumento es genial: dos oficiales del ejército, Ferrando y Guglielmo, están locamente enamorados de sus damas, Dorabella y Fiordiligi, hermanas, que les corresponden con igual exageración. Un amigo común, don Alfonso, entrado en años y prudente filósofo, les advierte de la afectación de sus transportes mutuos y, tras las protestas ruidosas de los amigos, les apuesta una importante suma a que les puede demostrar en muy poco tiempo la infidelidad de sus diosas… si ellos se prestan al juego. Pero no les cuento más.
La acción se ha situado en la época actual. Primer desacierto: la ópera aguanta mal la traslación. Tiene sentido en el marco de la vida galante del siglo XVIII, incluidos los peinados, los abanicos y los escotes, pero hoy no funciona porque las bellas y sus devaneos han cambiado de forma y fondo. Se intenta modernizar la trama añadiendo escenas de “sexo explícito”. Por ejemplo, resulta absurda la relación culpable entre Don Alfonso y Despina, la camarera de las hermanas, inexistente en el libreto. Tras las ardientes escenas de seducción, las parejas se meten en la cama a la carrera, mientras que en el original todo está más sugerido, más diferido, más erótico.
La escenografía de Michael Haneke, director cinematográfico de moda, anunciada con salvas, resulta ser un espacio único que dura los dos actos: un salón convencional de la clase alta con sofá alargado y estantería que comunica con un jardín vagamente neoclásico por una larga puerta corrediza y cortina que los actores abren y cierran continuamente para cambiar de cuadro. La obra, siempre desde las versiones de referencia, precisa más bien lo contrario: una variedad de entornos acordes con el desarrollo dramático de la acción que permita potenciar al máximo el trasiego de las intrigas y la fuerza musical. Un escenario giratorio hubiera sido perfecto. Por eso las versiones cinematográficas de Così fan tutte funcionan bien, como la versión de Nikolaus Harnoncourt-Jean Pierre Ponnelle.
El director paraliza el ritmo vibrante de la ópera con demasiados intervalos vacíos. El tempo musical es lento, con poca sangre en el foso y los intérpretes, ambos correctos pero sin levantar pasiones. No parece, como decía un crítico musical madrileño, una ópera Mozart-Da Ponte. Al final, la reacción cortés del público que en ningún momento se entregó a la obra. 
El planteamiento conjunto de la dirección musical (Sylvain Cambrelling) y escénica (Michael Haneke) apuntan a una “reveladora modernidad de esta ópera”, a su “inquietante ambigüedad”, a “un sutil juego de emociones que están más allá de las convenciones de su tiempo”. Para mí son los signos inequívocos del fárrago. Così fan tutte no está escrita para suscitar reflexiones profundas, símbolos ocultos o visiones del hombre; está hecha para gozar estéticamente y no admite metalenguajes ni símbolos latentes.
Cada vez desconfío más (confieso mi conservadurismo) del “talento único” del escenógrafo o del directos musical que ofrecen la consabida versión novedosa de un clásico. Un caso excepcional es la tetralogía wagneriana de Boulez-Chéreau. Aquí, las innovaciones surgen de la fidelidad al libreto, de los consejos del compositor y de la gran tradición wagneriana del Festival de Bayreuth…