viernes, 19 de junio de 2015

Diccionario filosófico. Hedonismo


¿Qué es el hedonismo? ¿Hay una definición universal del hedonismo? ¿Vivimos en una sociedad hedonista?
El término “hedonista”, como es sabido, procede etimológicamente de la palabra griega δονή que significa “placer”. En general, se considera hedonista a una persona cuyo principal valor es el placer.
En todo caso, desde los tiempos de su fundador, el filósofo griego Epicuro (341- 270 a. C.), un aguerrido defensor de los placeres intelectuales, hasta nuestros días, resulta evidente que el concepto de hedonismo no es unívoco ni transparente.
Para descubrir al hedonista que llevamos dentro hay que saber antes las clases de placer que se dan en el mundo. Podemos distinguir a grandes rasgos, sin complejas escalas ni pirámides descendentes, entre placeres sensuales (degustar un gran reserva de la ribera del Duero o saborear los mariscos de las rías gallegas), físicos (gozar del arte de amar o de los choques neurofisiológicos de los opiáceos), intelectuales (iniciarse en los conceptos de la lógica de Hegel o en las ecuaciones de la teoría de la relatividad), espirituales (leer, a ser posible sin traducciones, À la recherche de Proust o La Chartreuse de Parme de Stendhal), psicológicos (encontrar la armonía interior o tocar con los dedos la erótica del poder) y materiales (conducir un BMW de gama alta o disponer de un piso en Venecia). ¡Demostremos la tesis biológica de que la especie humana fue viable gracias al polifacetismo!
Tras elegir, hay que referirse al compromiso personal con los placeres, es decir, a la intensidad, la coherencia y el hábito. De la síntesis entre placeres mundanos y compromiso vital han surgido los sistemas hedonistas, los proyectos y las figuras actuales de la conciencia hedónica. Dejemos los sistemas para la historia de la ética, los proyectos para la filosofía moral y observemos con atención algunas figuras del placer:
- El hedonismo suave, débil, de quienes aman “los placeres de la vida cotidiana”, como lo haría “cualquiera que no fuera considerado un bicho raro”. Placeres cuya forma y contenido lo fijan en cada momento las tendencias colectivas del agrado: gastronomía, vacaciones, ropa, arte.

- El hedonismo vital de quienes piensan que sólo se vive una vez y hay que disfrutar al máximo de cada instante. Que el sentido de la vida consiste en apurar la copa de las oportunidades buscadas o encontradas y que nada ni nadie pueden interponerse en la satisfacción egoísta del deseo. El placer a cualquier precio: se comienza por celebrar la propia vida y se acaba por arruinar la de los otros.

- El hedonismo errático de una parte de la juventud que pretende satisfacer de manera directa e inmediata sus gustos comunes, fugaces la mayoría, no pensados con la propia cabeza. Una forma de fetichismo social en el que finalmente la autoconciencia no se reconoce en sí misma sino en la diversidad superficial de los objetos que codicia.  

- El hedonismo burgués del bon vivant que abarca sin mediaciones la paleta completa del placer, un estereotipo social trabado de matices triviales y una manera de vivir aprendida en las revistas de divulgación y en los libros “Cincuenta consejos para ser feliz”.

- El hedonismo especializado de ciertos maníacos de un solo placer, arquetipos de hombre unidimensional y candidatos seguros a la infelicidad a largo plazo, como algunos personajes de Michel Houellebecq obnubilados por el sexo; o los protagonistas de La grande bouffe, el film de Marco Ferreri. 

- El hedonismo polvoriento de algunos eruditos (por ejemplo, de la filosofía o de la historia) dedicados a aburrirse eternamente y a intentar amodorrar a los demás con citas incontables, polémicas superfluas y apetito de cargos.

- El hedonismo farsante de los que buscan la paz en sectas de cuota y grilletes, iluminaciones astrales los martes, el yoga en casa, el grupo de meditación budista del barrio, el centro esotérico de artes marciales o el curso de pilates para jubilados. También en la moda chic del psicoanalista a más de cien euros la hora.

- El hedonismo estetizante de los que se complacen en los productos administrados por la industria cultural: series efectistas, filmes rutinarios, música metálica o sincopada, pintura chapucera, géneros calculados por expertos que reproducen sumisos lo que anuncian rechazar a voces.

- El hedonismo adictivo de los que han decidido conscientemente una vida breve pero intensa (o más bien las drogas duras han tomado la decisión por ellos). Splendet dum frangitur (brilla mientras se rompe) pinta su escudo.

- Finalmente, el hedonismo de la nobleza de cuello blanco, los protagonistas de “las grandes hazañas de la banca y de los negocios”, los del “poderoso caballero es don dinero”, los que rinden culto a la alta costura, las firmas italianas del coche, las cortesanas exclusivas o los yates en la Costa Azul. Placeres logrados al precio de la corrupción, la mentira y el sufrimiento.
En mi opinión, no importa tanto la definición de hedonismo que cada figura propone como la cantidad de definición que seríamos capaces de soportar si ampliáramos su significado sin vendas, parches o cataplasmas morales (lo cual aquí no se hace ni se pretende).

Del pensamiento de Thomas Hobbes: El hombre en estado de naturaleza aspira a poseerlo todo y sus deseos e intereses no encuentran más limitación que la que se deriva de su propia razón, la cual le prescribe que su derecho alcanza a todo lo que tiene utilidad y beneficio para él.

¿Es usted hedonista? Responda, por favor, al siguiente cuestionario…

viernes, 5 de junio de 2015

Retorno a Venecia


Vuelvo de Venecia, la ciudad más bella del mundo. Desde las vistas aéreas de la laguna hasta la despedida en el embarcadero del Dorsoduro, frente a la arquitectura estatuaria de Santa María de la Salute, todo confirma que sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo (Nietzsche).
Es emocionante llegar en lancha al embarcadero del hotel tras atravesar el brazo de mar que separa la ciudad del aeropuerto Marco Polo. Increíble la pericia del patrón para navegar al milímetro entre toda clase de embarcaciones, góndolas, mercancías, taxis, vaporettos, policía y ambulancias que por fuerza van despacio. Curioso: nada más distinto que contemplar los puentes que unen las islas desde el agua o desde la piedra. Puro perspectivismo. He tenido la suerte de conocer, como decía el gerente de hotel al despedirme, las dos caras de Venecia: en color, a la luz brillante del Adriático, y en blanco y negro, envuelta en la bruma tras un aguacero ocasional que aleja a turistas y gondoleros de la piazzetta, la puerta de entrada a la Serenissima cuando sólo se llegaba por mar y escenario de las recepciones del dogo pintadas en los abigarrados cuadros de Tintoretto.
Tras ocupar tu habitación, sientes la urgencia de la Plaza de San Marcos. Los comercios de los aledaños te advierten de su inminencia. Crece por momentos la marea humana. Los italianos son consumados artistas del escaparate. Zapatos de fiesta de señora, cuatro tiras esbeltas, tacones aéreos, color desconocido, adornos de fantasía, mil quinientos euros. En los arcos de acceso a San Marcos, las tiendas de máscaras y disfraces de carnaval nos trasladan al mundo de Casanova y a los salones exclusivos de la burguesía veneciana. Por fin, nos encontramos frente a la imagen, nunca gastada, de la capilla privada del Dux y su palacio gótico. Y del Campanile, la torre dell’Orologio, los soportales mundanos y la orquesta del café Florián donde debes ir por la noche a sentarte en los canapés de terciopelo de los reservados en los que un camarero con guantes blancos te sirve el té en un juego de plata a veinte euros la taza. Dentro, la melopea musical es más llevadera. Imprescindible. Prescindible, a su vez, muy cerca de San Marcos, es el renombrado Harry’s Bar, un lugar corriente que debe su fama a la variedad de cocktails que, según parece, pedía el bueno de Hemingway.  
Venecia es una ciudad anegada. Ha trocado el comercio de sedas y especias con oriente por el negocio del turismo. Se ha convertido en una Babel cosmopolita donde conviven lenguas y razas. Procesiones de góndolas repletas de jubilados (obsequio de los turoperadores) recorren los ríos entre arias y cantos regionales. Mi ensueño de paseante solitario es recorrer por la noche las callejas y plazas de una Venecia desierta. Algo imposible ni siquiera en las horas tempranas del amanecer. Es difícil dar con los venecianos. Los puedes reconocer por su andar rápido y mirada ausente; también por su forma urbana de vestir, sin uniformes de viaje. Pude verlos en grupos al acabar la representación de Madame Butterfly en La Fenice. Sus trajes de noche, sus conversaciones mundanas, su “superioridad moral”, forman parte del atrezzo general que nos envuelve. Reconoces en las damas los zapatos malva de Salvatore Ferragamo. Quise asistir a la ópera pero la entrada más barata costaba doscientos euros. Había entradas de quince sin visibilidad, buenas para entrar, recorrer el teatro, oír el primer acto y marcharte.  
La mayoría de las fachadas de los campi están deterioradas. Cuando cae la tarde se ve luz en una ventana. Vislumbras una biblioteca, una pared vacía y un techo alto. ¿Quién vive? Hay otros mundos pero están en este. La restauración de las fachadas debe de ser cara y complicada. Especialistas, materiales, permisos, impuestos. De la unión de su aura histórica con el abandono actual y un futuro incierto surge la intuición romántica de la belleza decadente de Venecia, uno de los efectos estéticos más logrados.
¿Cuántas perspectivas tiene el Gran Canal? La primera, la Venecia de las mañanas luminosas que muestra desde los puentes de Rialto y la Academia los puntos de fuga del paisaje, las curvas donde se prevén otros espacios, los palacios reflejados en el agua, las texturas y matices del mármol. Es la Venecia de los cuadros de Canaletto y los concerti grossi de Vivaldi. Otra perspectiva es la que contemplas a bordo del vaporetto: el itinerario desde Santa Lucía al Palazzo Flangini, de San Geremia a San Stae, del Barbarigo a los mercados, Rialto y la Volta, de Ca’Rezzonico al Guggenheim, para acabar en La Salute y San Marcos. Es también el lugar de la Regata Storica de Septiembre, el gran desfile anual de góndolas ceremoniales y antiguas embarcaciones engalanadas con estandartes y doseles, tripuladas por marinos ataviados con trajes multicolores. Los venecianos aman el pasado y los relatos del ancho mundo. Una perspectiva insólita desde las ventanas del museo Peggy Guggenheim, en el Palazzo Venier di Leoni a orillas del Canal, nos impone el contraste entre la arquitectura del exterior y la espléndida colección de pintura contemporánea, Magritte, Picasso, Miró, los terribles cuadros de Max Ernst sobre el Antipapa. Por fin, restan los rincones del Gran Canal vistos desde los ríos laterales, imposibles de atrapar con el smart phone pero mágicos al ojo desnudo.
Italia desborda de arte, algunas ciudades como Roma, Florencia o Venecia son obras de arte en sí mismas. Me sorprendió que hubiera tan poca gente en la Scuola Grande di San Rocco y, sobre todo, en la Gallerie dell’Accademia, la mejor colección del mundo de pintura veneciana. Sus paredes están en regular estado. Se echa de menos el mantenimiento. En las esquinas se marcan las humedades. Los techos reclaman pintores de brocha gorda. Salas de un valor incalculable están sin vigilar. Los pocos guardas que ves no llevan uniforme y charlan animadamente con el público. Si una ciudad norteamericana poseyera tan sólo diez de los cuadros menores de la Academia, llamarían a Foster and Partners para que construyera un edificio inteligente con toda clase de medios materiales y excesos técnicos. Cada cuadro contaría con dos fornidos vigilantes. El último día la lluvia llenó las salas institucionales del palacio ducal. Recuerdo que en mi primera visita a Venecia, al comienzo de los setenta, asistí en su patio interior, en plena dictadura franquista, a un emotivo recital de Paco Ibáñez. Un público joven, izquierdista, sollozaba de libertad. 
En plena Bienal, no he querido abusar de la paciencia de mi mujer que, a su vez, ha renunciado amablemente a las tiendas, talleres y aglomeraciones de Murano. Termino con una coda sobre pastas. Prohibido comer pizzas. Son iguales que las de aquí y además il cameriere te pone mala cara si las pides. Tampoco interesan los platos que hayas comido en los restaurantes italianos de España, la mayoría son inventos nacionales. Si insistes se pueden burlar a la italiana. Nunca he visto en la carta de sus trattorias (no digo que no las haya) traducciones fiables de platos como espaguetis carbonara o a la boloñesa, macarrones con chorizo, lasaña de verduras o canelones de carne. Tampoco inundan los platos de queso parmesano (ni te lo van a poner en la mesa para que te cargues el almuerzo). ¡Degusta las variantes de pasta fresca preparadas al dente con pescados y mariscos de la isla: almejas, langostinos, cigalas, vieiras, todos los dones del mercado mañanero! No vayas a los restaurantes guiris de costa Rialto. Asesórate de alguien que conozca Venecia (y tenga paladar). Comer bien no es barato. Con vino y sin pasarte prepara sesenta pavos por cabeza. ¡Buon appetito, dunque!