lunes, 25 de abril de 2011

Caspar David Friedrich, El viajero contemplando un mar de nubes


El renombrado cuadro del pintor alemán Caspar David Friedrich (1774-1840) El viajero contemplando un mar de nubes está fechado en 1818. Se trata de un óleo que mide 74,8 centímetros de alto por 94,8 centímetros de ancho y se conserva en el Kunsthalle de Hamburgo (Alemania).

La obra contiene dos elementos contrapuestos de cuya armonía surge su belleza plástica y su verdad conceptual: son la realidad objetiva, universal de la naturaleza, y las reflexiones y sentimientos del personaje que la contempla; con este último, por contigüidad espacial y continuidad psicológica, se identifica el espectador. Muestra un grandioso paisaje de montaña al atardecer, un entorno de amplios horizontes y espacios luminosos visto desde el saliente de unas masas rocosas. Por debajo se contemplan las nubes y los bancos de niebla que envuelven el abrupto paraje. El lugar es, según parece, un hermoso valle de la Suiza sajona. Un caminante, de espaldas, vestido con un traje alemán tradicional, apoyado en su bastón, ha hecho un alto en el camino y observa ensimismado la vasta extensión natural que se muestra a sus sentidos.

Friedrich fue, además de pintor, filósofo. Se ha identificado la dualidad naturaleza-hombre de sus composiciones paisajísticas (un motivo recurrente) con la contraposición simbólica, arquetípica, entre el cuerpo y alma, lo terreno y lo espiritual, el reino de la necesidad y el reino de la libertad. Esta contraposición, buscada expresamente en la obra, también puede ser interpretada con total corrección en términos de la filosofía romántica postkantiana: el yo y el no-yo del sistema idealista de Fichte o la naturaleza y el espíritu en la filosofía de Hegel.

El cuadro está penetrado por la categoría estética de lo sublime, desarrollada, entre otros, por la filosofía del arte de importantes pensadores (Burke, Kant, Schopenhauer) y escritores (Victor Hugo o Lord Byron); se trata de un sentimiento extremo, distinto a la belleza, en el que los afectos y las facultades del hombre se tensan hasta el límite de sus posibilidades y finalmente, o bien se anonadan en un éxtasis intenso pero improductivo o bien se alimentan del fuego sagrado de las “verdades eternas”.

¿Quién es el caminante y en qué está pensando? Algunas expertas interpretaciones, basadas en la biografía del artista, lo identifican con un combatiente caído durante las guerras napoleónicas. La guerra de liberación alemana contra Napoleón culminó con la Batalla de las Naciones en Leipzig en 1813. Al año siguiente, Friedrich participa en una exposición conmemorativa de la victoria con su obra El cazador en el bosque. El sentido del cuadro, en esta visión preñada de nacionalismo (y, por tanto, de ideología alemana) se convierte en un homenaje al honor militar y al amor a la patria.

Otra interpretación, posiblemente más certera, en todo caso más sugerente, lo identifica con el propio autor y, por extensión, con el anónimo espectador, símbolo de los atributos del hombre. En esta versión hay que imaginarse, a partir del aura de misticismo que rodea la obra, que el caminante (la vida no es sino un viaje) reflexiona sobre la idea panteísta de un Dios infinito que está en todos los seres, consecuencia de su amor por existir, y del cual la naturaleza y el hombre son dos de sus innumerables máscaras. Pero esta posición panteísta no supone un final o cierre del sistema (al estilo de Spinoza), sino el inicio de una interminable reflexión dialéctica (al estilo de Hegel) cuyo punto de partida son las contraposiciones entre el hombre, la naturaleza y Dios. Las obras de Friedrich no son meras representaciones paisajistas, sino profundas especulaciones metafísicas que sólo el sentimiento de la naturaleza puede poner en movimiento.

Para terminar, es demasiado tópica la visión del cuadro como un símbolo de la insignificancia del hombre frente a la inmensidad del cosmos. El protagonista domina el paisaje en primer plano; la idea de dominio se acentúa con su situación en el centro y su postura imponente con el cielo a sus pies; el tamaño relativo de la figura es equiparable al de las cumbres del fondo... Es notable que el cuadro fuera utilizado como portada del libro de Dumas El Conde de Montecristo, uno de los personajes más dominantes de la literatura universal.

sábado, 23 de abril de 2011

Gheisas


Las primeras fotografías fueron hechas en 1827 por el científico francés Nicéphore Niépce. Unos años después el pintor francés Louis Jacques Mandé Daguerre realizó fotografías en planchas recubiertas con una capa sensible a la luz de yoduro de plata: el daguerrotipo. En 1861, el físico británico James Clerk Maxwell logró con éxito la primera fotografía en color. Pero la fijación permanente, resistente y flexible de la imagen se logró en 1869 con la invención del celuloide. Hacia fines del siglo XIX los materiales fotográficos fueron fabricados a escala comercial y la fotografía fue incluida como un nuevo género en la división general de las artes.
La excelente fotografía del artista japonés Kusakabe Kimbei, Gheisas (c. 1885) es un ejemplo notable de esa armonía de los contrarios que constituye en ocasiones la esencia del arte. La composición refleja admirablemente el equilibrio entre el elemento apolíneo y dionisíaco, sensual e intelectual, logrado en gran medida por lo acertado de la elección.
En primer lugar, hay que conocer la legendaria figura del la gheisa y su forma de vida, muy superior al de la prostituta occidental. De hecho, las gheisas en la actualidad prácticamente han desaparecido. Tampoco en Japón hay que confundir a las gheisas con las cortesanas o profesionales del sexo. En el siglo XIX, cuando fue tomada la fotografía, las gheisas eran especialistas del entretenimiento destinadas a satisfacer los refinados deseos de las clases altas; recibían una esmerada educación tanto en su lenguaje como en el modo de vida de la sociedad japonesa y disponían para complacer a sus clientes de un amplio repertorio de habilidades, como la música, la danza o la narración. Una gheisa es una artista que baila, toca un instrumento o narra una historia para esparcimiento de los hombres. Las relaciones sexuales no eran el objetivo prioritario de su actividad, aunque, por supuesto, no eran descartables. La gheisa representa, en resumen, la unidad oriental entre la espiritualidad del alma y la belleza del cuerpo.
La fotografía de Kimbey es una composición vertical, sin que su puesta en escena refleje jerarquía. Cuatro atractivas jóvenes muestran sus encantos tras despojarse de la mitad del vestido. Se encuentran, sin duda, en el salón principal de la casa donde reciben a sus acomodados clientes.
A pesar del clima erótico que trasmite, recuerda formalmente un retrato convencional de familia e incluso a un grupo de altos cargos posando para la prensa.
Las tres gheisas forman una perfecta simetría cuyo eje son los pechos de la que está en el centro. La cuarta rompe con los efectos de una figura demasiado evidente. Por lo demás, cada uno de los rostros refleja una personalidad única que invita a soñar por separado con la promesa de un mundo de placeres sensibles e intelectuales.
Pero la fotografía es también un alegato contra la asignación de los papeles sexuales en la cultura japonesa. La composición no tiene nada de natural en relación con la época. No se trata de un mero informe social en el que el ojo del artista se distancia para presentar los hechos. Las gheisas que vemos no son reales. La composición no es una escena histórica sino psicológica y moral. La desnudez impuesta es una anticipación de los tristes pensamientos que se ocultan tras los rostros de las jóvenes. Una por una podemos descifrar la incertidumbre, la humillación, la resignación, el desamparo y también la cohesión del grupo como un bálsamo para sus vidas. Al contemplar con atención la escena, un sentimiento buscado de ternura y compasión inunda al espectador. La mirada de Kimbei no es descriptiva sino crítica y, sobre todo, intensamente emocional.

martes, 19 de abril de 2011

Tres cuentos de terror 3. Shalken el pintor


Resulta paradigmático del estado de ánimo sobrecogedor y morboso que causa la influencia del infausto, el relato titulado Un extraño suceso en la vida de Schalken el pintor, escrita por uno de los maestros del género, el irlandés Sheridan Le Fanu (1814-1873).

La narración se sitúa en la llamada "Edad de oro de los Países Bajos", a finales del siglo XVII, un periodo de gran prosperidad económica que supuso el ascenso social de la burguesía holandesa (retratada en grupo, en familia o individualmente por Frans Hals). El relato de Le Fanu es, en el fondo, una alegoría del afán de lucro, la avaricia, la posición de clase y sus nefastas consecuencias.
El narrador ha conocido los “curiosos hechos” a través de un amigo íntimo, capitán del ejército holandés y hombre poco propenso a dar pábulo a chismes fantasmales. Todo comienza por la atracción irresistible que le produce la visión de un cuadro que el capitán Vandael heredó de su padre y este, a su vez, de Shalken, un pintor de notables cualidades, quien vivió y representó en el lienzo una parte del drama.

- Hay cuadros - dije a mi amigo-, que le dan a uno, no sé por qué, la impresión de que representan no sólo las meras formas ideales que hayan cruzado por la imaginación del artista, sino escenas, caras y situaciones que han tenido algún día existencia real. Cuando miro ese cuadro tengo la certeza de que estoy contemplando la representación de una realidad.
Vandael sonrió, y, fijando su vista en la pintura, musitó:
- Su fantasía no le engaña, mi buen amigo, pues ese cuadro es testimonio, y creo que muy fiel, de un suceso notable y misterioso.

Shalken, un aprendiz aventajado del “inmortal Gerard Dow” (quizás un remedo de Rembrandt), “estaba tan enamorado como puede estarlo un holandés” de la adorable sobrina y pupila del maestro, Rose Velderkaust, amor al que la joven corresponde con similar afecto. Sin embargo, Shalken decide no solicitar su mano hasta haber alcanzado fama y fortuna, y ser entonces aceptado por el tutor de Rose como un pretendiente a la altura de las circunstancias.
Sin embargo, quien se presenta de improviso en el taller del tutor y solicita la mano de la joven es un turbio personaje, una sombra con visos de caballero que se hace llamar Minheer Vanderhausen de Rotterdam, quien a cambio del contrato matrimonial ofrece abundante oro, joyas, ropas y una cuantiosa dote. Su llegada es espectral, su presencia oblicua (oculta su rostro bajo un elegante sombrero de ala ancha), su apariencia blasfema, sus palabras heladas, su salida un misterio…

El tutor, deslumbrado por el brillo del metal, las gemas, la seda y los billetes de banco, tras ciertas dudas iniciales fundadas en la “aparente inclinación de los amantes”, pone en su sitio a los sentimientos y acaba por aceptar el ventajoso trato.
El novio comparece de nuevo durante la ceremonia de la firma del acuerdo en la casa del tutor, y, esta vez sí, todos pueden contemplar su rostro. La descripción del aspecto de Minheer Vanderhausen es decididamente magistral (sin duda una de las representaciones literarias más logradas del maligno).

Una masa de cabellos grises le descendía en largas mechas y sus extremos descansaban sobre los pliegues de una gola almidonada que le ocultaba totalmente el cuello. Hasta aquí todo iba bien; ¡pero la cara…! Toda la carne del rostro tenía ese color azulado, plomizo, que a veces se produce por acción de medicinas metálicas administradas en excesiva cantidad, los ojos eran enormes, y lo blanco aparecía tanto por arriba como por debajo del iris, lo que le daba una expresión de locura aumentada por su fijeza vítrea. La nariz no era notable, pero la boca estaba considerablemente retorcida por uno de sus lados, donde se abría con objeto de dar salida a dos largos, descoloridos colmillos de bestia que se proyectaban desde la mandíbula superior hasta por muy por debajo del labio inferior. El color de los labios mantenía su habitual relación con el de la cara y era, por consiguiente, casi negro; y ciertamente, apenas se podía concebir tal cúmulo de horrores sino en el cadáver de algún atroz malhechor que hubiese colgado largo tiempo, ennegreciéndose, de la horca, hasta haberse convertido al cabo en morada de un demonio, espantoso objeto de posesión satánica. Era muy notorio que el importante forastero procuraba que su carne se viese lo menos posible, por lo que durante su visita, no se quitó ni una vez los guantes. Habiendo permanecido durante unos momentos ante la puerta, Gerard Douw consiguió al fin hallar ánimo y aliento para darle la bienvenida, y, con una muda inclinación de cabeza, el forastero entró en la habitación. Había algo indescriptiblemente extraño e incluso horrible en sus movimientos, algo indefinible, pero antinatural, inhumano, como si sus miembros fuesen guiados y dirigidos por un espíritu no habituado a manejar la maquinaria del cuerpo.

El demonio de Le Fanu arrastrará a los personajes del cuento a su ruina del modo más cruel, envueltos en un torbellino de desdichas.
En primera lugar, perderá a la joven sobrina, a la que la ambición del tutor la convierte en víctima de un destino insoportable. El contenido del relato de Le Fanu es resueltamente protestante (la joven se condena sin otro argumento teológico que la culpa del otro y la predestinación). Hay que aceptar la perdición de Rose como un decreto misterioso pero consentido por Dios; su desamparo simboliza la imposibilidad de comprender los designios de la providencia y sus renglones torcidos. El caso de Schalken el pintor –que ni siquiera tiene un final feliz- recuerda la inaudita complacencia de Dios con el demonio en el relato bíblico de la destrucción de Job y su familia (pintada una y otra vez por William Blake).
Sin duda, la naturalidad con que el autor presenta la inconsistencia religiosa y moral de los hechos obedece a la férrea situación de dependencia jurídica de la mujer durante la época en que sucede la historia y también en la que fue escrita.
En segundo lugar, la desdicha alcanza al joven enamorado, que se ve privado cruelmente de su amada y sus honestas ilusiones. Su falta grave, que aprovecha hábilmente el oscuro, consiste en aceptar resignado las absurdas convenciones de la época sobre el amor y el matrimonio.
Finalmente alcanza al tutor, Gerard Dow (un reflejo de las desgracias familiares de Rembrandt), quien sufrirá lo indecible al comprender las consecuencias de los actos avarientos que por dos veces hundirán a su pupila.
Como una invitación a su inaplazable lectura, no desvelamos más detalles de las nupcias funestas de la bella y la bestia, la escalofriante huída de Rose y el retorno a la casa de su tío, su caída mortal y su aparición final en forma de espectro vaporoso ante su antiguo amor.
El cuadro al que nos hemos referido representa precisamente la última escena del extraño suceso en la vida de Shalken el pintor…

lunes, 18 de abril de 2011

Tres cuentos de terror 2. Los sauces enanos


El escritor inglés Algernon Henry Blackwood (1869-1951) es uno de los grandes creadores del relato de terror. Sus cuentos se apartan de las clásicas historias de fantasmas y se inspiran en la fascinación que nos produce una naturaleza prehumana, poblada de espíritus ancestrales y misterios insondables.
Para entender su concepto de naturaleza hay que remontarse a los albores de la conciencia mítica e incluso antes, a un cosmos primordial en el que las fuerzas elementales vagan a sus anchas sin que todavía otros seres y otros dioses irrumpan perturbadores en sus vastos dominios; cuando por fin esto ocurre, estas fuerzas extrañas son hostiles a la raza humana, a la que consideran usurpadora de ciertos espacios prohibidos. Por suerte, los espíritus elementales subsisten en mundos paralelos, aunque a veces –y este es el núcleo del cuento- resurgen ciertas ventanas ocultas…
En mi opinión, el mejor relato de Blackwood es El Wendigo, una obra maestra del género en la que se juega con el tema recurrente de una realidad aparte; sin embargo, aquí no ocuparemos de otra de sus memorables creaciones, Los sauces.

Dos jóvenes amigos, expertos aventureros, uno inglés y otro danés, se disponen durante el mes de Julio a recorrer el Danubio en canoa desde sus fuentes hasta la desembocadura en el Mar Negro. La historia comienza, más o menos, a mitad del camino, con una evocadora descripción del paisaje que nos introduce de lleno en el misterio.

Después de atravesar Viena y mucho antes de llegar a Budapest, el Danubio penetra en una región singularmente desierta y desolada, donde sus aguas se esparcen y ensanchan, faltas de un único cauce principal, transformándose la planicie en un pantano de millas y millas de extensión, cubierto por un vasto mar de sauces enanos. En los mapas de gran tamaño aparece esta área desierta pintada de color azul suave que se va difuminando a medida que se aleja de las orillas del río; y en ella se puede leer, en letras grandes muy separadas, la palabra Sümpfe, que significa marismas.
En las grandes crecidas del río, todas esta enorme extensión de arena, pedruscos e islotes cubiertos de sauces, es casi arrasada por las aguas, pero normalmente los arbustos se mecen y susurran bajo el viento y ondean al sol sus hojas plateadas en la llanura siempre inquieta y de fascinante belleza. Estos sauces nunca alcanzan la dignidad de árboles; sus troncos no son rígidos; quedan en humildes arbustos de copa redondeada y suave contorno, que se cimbrean sobre sus tallos gráciles en respuesta a la más leve insinuación del viento; flexibles como espigas y siempre agitados, dan la impresión de que toda la llanura se mueve y está viva.

Los dos jóvenes se adentran a toda velocidad en las marismas del Danubio, un territorio agreste y uno de los parajes más desolados del cauce medio del río. A pesar de las advertencias inquietantes de las autoridades húngaras deciden mantener su proyecto.
La primera señal de alarma que perciben es la sensación aplastante del poder inmenso de la naturaleza; de la insignificancia del hombre en esta inmensa llanura de aguas desbordadas que anegan un desierto de sauces enanos. El ulular de las masas arbóreas movidas por el viento semeja un canto coral de tonos amenazantes.
Los nuevos avisos confirman la evidencia interior de estar rodeados de riesgos impredecibles; perciben, sobre todo, la nítida advertencia del agua y de los árboles por haber hollado un lugar donde no son bien recibidos.
Con las sombras de la noche comienzan a manifestarse los signos del error cometido: una masa negra, parecida a una nutria gigante gira sobre sí misma en medio del rio mirándoles con ojos de fuego. Una barca fantasma recorre la otra orilla con una silueta indefinida a bordo que les hace señas.
Tras acampar en medio del río en una isla arenosa poblada de sauces, los acontecimientos internos y externos se precipitan. Se vislumbran destellos antinaturales en el aire, fugaces torbellinos recorren la noche sin rumbo. La calma más impenetrable es seguida de ráfagas ensordecedoras. La isla cambia sus contornos. Los sauces no parecen estar en el mismo sitio. La unidad espiritual de los amigos, necesaria para afrontar el desafío, comienza a romperse. La desconfianza y la inquina se abren paso.
Se impone la revelación de que las fuerzas elementales que les acechan utilizan los sauces para salir de su dimensión y hacerse presentes. Pero lo más aterrador es la total seguridad de que las fuerzas primordiales, aunque todavía no han dado con ellos, los buscan; que el ataque fatal se producirá a través de la mente y que si lo consiguen serán arrastrados a un destino peor que la muerte… A partir de este momento comienza una noche espantosa e interminable, la historia del combate renovado, pero siempre desigual, entre los dioses y el hombre.
Ya hemos dicho más de lo debido. Sería imperdonable privar al lector del placer de esta historia insuperable con la exposición de tan extraños sucesos y su sorprendente final. No obstante, no me resisto a incluir otro texto ambivalente en el que los seres ominosos, que utilizan los sauces para manifestarse, se deslizan en el espejo, entre mágico y alucinado, de la mente de uno de los protagonistas.

Lejos de sentir miedo estaba poseído de una sensación de asombro y maravilla como nunca he conocido. Era como si estuviese contemplando la personificación de las fuerzas elementales de esta región primitiva y encantada. Nuestra intrusión había despertado y activado los poderes del lugar. Éramos nosotros la causa de la perturbación; mi cerebro se llenó hasta rebosar con las historias y leyendas de espíritus y deidades que habitan ciertos lugares de la historia. Pero, antes de poder llegar a ninguna posible explicación, algo me impulsó a salir completamente al exterior [de la tienda de acampar] y me arrastré por la arena, poniéndome por fin en pie. El suelo estaba aun caliente bajo mis pies desnudos; el viento me abofeteaba el cabello y la cara; y los sonidos del río llegaron a mí como un súbito bramido. Yo sabía que estas cosas eran reales y mis sentidos funcionaban normalmente. Y, sin embargo, las figuras seguían elevándose al cielo desde la tierra, silenciosa, majestuosamente, en una gran espiral llena de gracia y fuerza que me sumergió por fin en un profundo y auténtico sentimiento de adoración. Sentí que tenía que caer al suelo y adorar, adorar por completo.

domingo, 17 de abril de 2011

Tres cuentos de terror 1. El vino del aquelarre


La idea de la vida como felicidad y mal, plenitud y abismo, tiene su expresión magistral en el relato de Arthur Machen (1863-1947) El polvo blanco (Vinum Sabbati). Este cuento inimitable, tallado en roca volcánica, es una extrema plasmación literaria del azar, el riesgo, la identidad, la disolución, el dolor cósmico y la voluntad de poder.  
Machen, escritor galés de perfil ecléctico, es el creador de un relato de terror renovado, con elementos naturalistas (el llamado terror a pleno sol o la naturaleza como ámbito de teofanías), misterios paganos cuyos ecos resuenan en ciertas tradiciones olvidadas (el dios Pan, ondinas, faunos y sátiros obscenos) y estilemas procedentes de la novela gótica (experiencias místicas, ominosas mansiones y fantasmas justicieros).
La narración se sitúa en Londres. El centro del relato es un aventajado joven, Francis Leicester, graduado en leyes. Se trata de un individuo cuya existencia resulta indiferente a todo lo que conocemos por desenfreno; tras terminar su licenciatura decide aislarse como un ermitaño en la casa paterna, junto a su hermana, para completar su formación y convertirse en un estimado jurista. Pero el sobreesfuerzo del estudio, el encierro persistente y la vida sedentaria acaban por socavar su salud. La hermana advierte el cambio y decide consultar al médico de familia, el doctor Haberden, quien receta al agotado Francis un específico que preparará por casualidad el fámulo de una vieja farmacia. A partir de ese momento el joven mejora a ojos vistas, sus síntomas desaparecen y su estilo de vida cambia por completo: sale al atardecer y vuelve puntualmente al alba.

Creo que daré una vuelta; parece que tendremos una noche agradable. Mira el resplandor del crepúsculo. Es como si se estuviera incendiando una gran ciudad y, allá abajo, entre las casas en sombras, diluviara sangre.

Una de las confidencias insoportables que hace a su hermana es que ha reconocido en la ciudad a un compañero de carrera, un tal Oxford, que le ha mostrado, noche tras noche, los senderos de una felicidad que no conoce límites ni condiciones…
Sin embargo, el exceso de una dicha prohibida (acaso la única pensable) no conducirá a Francis a las estancias luminosas de la sabiduría, como pensaba Blake, sino a las sombras nefastas de la corrupción.
Aparecen los primeros estigmas del mal en forma de manchas negras en las manos; más tarde se trastorna su mirada en un destello maligno y, finalmente, pierde su identidad y se transforma en alguien (¿algo?) imposible de describir. A partir de esa etapa sin retorno, en el ocaso de su perdición, Francis o quienquiera que sea, se refugia en su estancia para no ser nunca visto, oído ni tocado.
La investigación del médico, la hermana, el farmacéutico y un químico, amigo del doctor, revela que por un azar irrepetible del tiempo, que todo lo confunde, los polvos inocuos que se utilizaron en la receta, contenidos en un frasco perdido en los anaqueles de la farmacia, se transmutaron en el llamado Vinum Sabbati o vino del aquelarre con el cual se preparaba la pócima fantástica que bebían las brujas antes de iniciar sus ritos depravados.

Todo aquel que lo había bebido encontraba a su lado a un compañero, una figura seductora de atractivo ultraterreno, que le llamaba aparte para compartir goces más exquisitos, más sutiles que el estremecimiento de cualquier sueño, y así consumar el matrimonio del aquelarre. Es difícil escribir sobre estas cosas, sobre todo porque esa figura que atraía con sus encantos no era una alucinación, sino por espantoso que resulte decirlo, el propio hombre. Mediante el poder de aquel vino del aquelarre, unos cuantos granos de polvo blanco en un vaso de agua, el tabernáculo de la vida se partía en pedazos y la trinidad humana se disolvía, y la serpiente que nunca muere, que duerme en el interior de cada uno de nosotros, se hacía intangible, se exteriorizaba, revestida de un envoltorio carnal. Y luego, a media noche, se repetía y volvía a presentar la caída original, y se representaba de nuevo el acto atroz encubierto tras el mito del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Tales eran las nuptiae sabbati.

El final del joven es atroz. La visión fugaz de su rostro, que se vislumbra de perfil en la ventana del piso superior donde habita, lleva a su hermana a los límites de la desesperación. Al final, el engendro maligno se convierte en una masa viscosa en la que se adivinan unos ojos llameantes, una criatura del infierno que se desploma sin vida terrenal, golpeado por la azada benevolente del doctor, entre negros y humeantes borbotones.

sábado, 16 de abril de 2011

Satán, héroe romántico


La realidad del infierno y la figura de Satán, el ángel caído, señor de las sombras, funesto hacedor de todos los males… es sin duda, uno de los temas más sugestivos y recurrentes de la pintura romántica. 

Pandemónium, obra maestra del “romanticismo negro”, es un lienzo del pintor inglés John Martin (1789-1854) inspirado en un pasaje de la primera parte de El paraíso perdido de Milton que representa el momento indescriptible del ascenso del palacio de Satanás desde las profundidades del infierno .

Mientras tanto los alados heraldos,
por mandato del poder soberano,
con un ceremonial aparatoso
y al son de las trompetas proclamaban
por todo aquel ejército un consejo
solemne en Pandemonio, el capitolio
supremo de Satán y de sus pares.
Los bandos reclamaban los mejores,
por rango o elección, de cada grupo
y regimiento en formación: al punto
vinieron en tropel acompañados
de cientos y de miles…


El cuadro tiene una suave perspectiva diagonal y muestra un imponente complejo arquitectónico que se extiende a lo largo de un río de fuego. Su solida estructura recuerda los edificios administrativos de un Estado totalitario. El cielo eternamente oscuro, los resplandores de una plasticidad sonora, el centinela imperial en actitud de saludo, las luces de las arcadas inferiores que semejan ardientes ojos…
A las puertas de la fortaleza se extienden las legiones de Satán, los ángeles caídos convocados al cónclave supremo por el príncipe de las tinieblas, cuya decisión irrenunciable será enfrentarse a su creador en un postrero intento por recuperar la grandeza perdida.
Acaso el mayor acierto de Martin sea la apelación directa a la facultad evocadora de la imaginación para completar el misterio tremendo que nos presenta la pintura… La visión de la fachada principal nos traslada de inmediato a su distribución interior, sus estancias de un lujo indescifrable, sus oscuros salones, los repletos anaqueles de la biblioteca, sus títulos impensables, el comedor de Lucifer o las siniestras mazmorras de los condenados.
Comparado con Pandemónium, el castillo transilvano del conde Drácula es la mansión decadente de un servidor del ángel caído, un lugar abandonado de la mano de Dios, con sus habitaciones en ruinas pobladas de telarañas espesas y cadenas oxidadas que rechinan al mover el puente levadizo; tan solo un lugar frecuentado por las ratas y los lobos… Asimismo, es un precedente de la torre de Sauron, el señor oscuro que acecha con su ojo a las razas de la Tierra Media desde el Monte del Destino, del popular libro de Tolkien El señor de los anillos.

Sin embargo los moradores de Pandemónium, en la tradición de la pintura romántica, no son siempre demonios polimorfos y bestiales surgidos del Apocalipsis de San Juan y de los delirantes bestiarios medievales. Tampoco representan los demonios animalizados y deformes que pueblan los lienzos del Juicio Universal de maestros como Hans Memling, Fra Angelico o El Bosco.  
William Blake (1757-1827) los representó en sus cuadros de un modo radicalmente distinto. En sus visiones místicas, los ángeles del infierno son plasmados como criaturas esbeltas, de unas proporciones perfectas, de rostros bellos y agraciados. Se ha dicho con razón que Blake se inspiró en los desnudos de Miguel Ángel y su obsesión por la perfección corporal. En el cuadro titulado Satan going forth from the presence of the Lord (c. 1805-06), como en otros muchos de tema similar, el ángel caído es la criatura más hermosa entre la legión de almas perdidas que le siguen al abismo.

 
Blake, en su libro El matrimonio del cielo y el infierno (1790), expresa con lucidez profética la síntesis necesaria entre el bien y el mal:

VISIÓN MEMORABLE
Mientras paseaba entre las llamas del infierno y me deleitaba con los goces del genio que a los ángeles parecen tormento y locura, recogí algunos de sus proverbios, pensando que, así como los dichos de un pueblo llevan el sello de su carácter, los proverbios del Infierno muestran la naturaleza de la Sabiduría Infernal mejor que cualquier descripción de edificios o vestiduras.
Al regresar a mi casa, sobre el abismo de los cinco sentidos, allá donde un despeñadero de liso muro se desploma sobre el presente mundo, vi, envuelto en negras nubes, un poderoso Demonio que aleteaba contra los lados de la roca; con llamas corrosivas escribió la sentencia siguiente, comprendida por el cerebro de los hombres y leída por ellos en la Tierra:
¿No queréis comprender que cada pájaro que hiende lo aires es un mundo inmenso de delicias cerrado para tus cinco sentidos?
 
En esta obra imprescindible denuncia las toscas mentiras de la cosmovisión religiosa; entre otras, la separación entre el cuerpo y el alma (los cinco sentidos son las antenas del alma), la razón y la vida (la razón no es más que el confín o circunferencia exterior de la energía); la realidad y el deseo (reprimen el deseo sólo quienes lo tienen tan débil como para poderlo ahogar), y finalmente, entre Dios y Satán. Según Blake, sin la armonía o unidad de los contrarios no se revela la verdad: Atracción y Repulsión, Razón y Energía, Amor y Odio, son necesarios al cosmos y al hombre. De la revelación de los seis conflictos emana lo que la religión llama el Bien y el Mal. El Bien es la pasividad que obedece a la Razón, el Mal es la actividad que nace de la Energía. La conciliación de estos dualismos simboliza la unidad de Dios y Satán, síntesis última de la totalidad de lo real, superior a la misma existencia del Ser Supremo y más allá de la cual nada es pensable. No se trata de dos principios antagónicos, en sentido maniqueo, sino de un principio único que se manifiesta eternamente de dos formas: es el mismo absoluto nombrado por dos esencias complementarias. El Pandemonium de Martin es una metáfora de la colosal confrontación de la que surgió la ley suprema del universo: la identidad de los contrarios.

viernes, 8 de abril de 2011

La lente de diamante


La ciencia del siglo XIX tuvo dos versiones bien distintas: la positivista y la romántica. La primera, hecha a golpe de datos y ecuaciones, dio lugar a creaciones tan engreídas como la torre Eiffel, un engendro de metal y tornillos indigno del París de Balzac; la segunda, fértil en fuerzas vitales y mundos aparte, dio lugar a cuentos tan divertidos como La lente de diamante de Fitz-James O'Brian.

La narración nos sitúa desde las primeras líneas en medio del asunto: la vida del protagonista, Arthur, un americano de Nueva Inglaterra, está dominada desde su más tierna infancia por una pasión absorbente: las investigaciones microscópicas; hasta el punto de que es capaz de escamotear las gafas de su anciana tía para romperlas con ardor y construir una ineficaz pero curiosa lente.
A Arthur los seres de proporciones normales le producen un tedio insuperable. Desde el primer microscopio con un aumento de unos cincuenta diámetros que le regala un primo suyo, sólo el mundo de los seres minúsculos es capaz de estimular sus sentidos, educar su sensibilidad, excitar su imaginación, despertar su intelecto…

Donde ellos sólo veían una gota de lluvia descendiendo por el cristal de la ventana, yo contemplaba un universo de seres animados con todas las pasiones comunes a la vida física, su diminuta esfera convulsionada con luchas tan feroces y dilatadas como las de los hombres. En los puntos normales de moho, que mi madre como buena ama de casa que era eliminaba de sus frascos de mermelada, había para mí, bajo el nombre de moho, jardines encantados, llenos de cañadas y avenidas del follaje más denso y del verdor más asombroso, mientras que de esos bosques microscópicos colgaban frutas extrañas que centelleaban de verde, plata y oro.

Cuando llega el momento, el extraordinario joven decide irse a estudiar medicina a la “Academia de Nueva York”, más por complacer a sus padres que por inclinación al arte de Galeno. Una generosa herencia, precisamente de la bondadosa tía a la que dejaba sin gafas, le permite una cómoda independencia y una dedicación exclusiva al microcosmos que le atrapa, la pasión que le domina. Gasta su herencia en amueblar su apartamento experimental, adquirir los tratados de microscopía más prolijos, probar los artilugios ópticos más modernos...
Allí se recluye como un topo en su rincón y, para abismarse aun más en su labor, elude cualquier contacto con sus colegas, incluso con sus congéneres (en las antípodas de los actuales programas interdisciplinares de investigación, donde están implicados hasta los políticos del barrio).
Pero la cosa no para ahí; obviamente, no se trata de pergeñar un proyecto cosido sin hilos para cobrar la subvención, sino que un imparable afán de perfección le lleva a desear lo absoluto: un microscopio tan potente que sea capaz de captar, por expresarnos en términos filosóficos, lo que está más allá de los sentidos, es decir, la visión de las cosas en sí mismas.
Lo primero es verificar si el nouménico artefacto forma parte del cosmos, por lo que contacta, a través de una reconocida médium, con el espíritu del microscopista más grande que en el mundo ha sido, el profesor Leeuewenhoek, quien le comunica en una sesión memorable que no sólo es posible construir tal maravilla, sino que el afortunado mortal al que le está reservado tal privilegio no es otro que el propio Arthur. El problema estriba en que para fabricar el incomparable cristal (que hubiera soñado pulir el gran Spinoza en su rincón del barrio judío de Ámsterdam) es preciso tallar un diamante de innumerables quilates y someterlo a un (disparatado) proceso de adaptación que durante la comunicación sobrenatural el profesor Leeuewenhoek le detalla.

Yo: ¿Puede perfeccionarse el microscopio?
Espíritu. Sí.
Yo: ¿Estoy destinado a conseguir esta gran misión?
Espíritu: Lo está.
Yo: Deseo saber cómo proceder para conseguir tal fin. ¡Por el amor que siente usted por la ciencia, ayúdeme!
Espíritu: Un diamante de ciento cuarenta quilates, sometido a las corrientes electromagnéticas durante un largo período de tiempo, experimentará una redistribución de sus átomos inter-se, y de esa piedra usted formará la lente universal.
Yo: ¿Se producirán grandes descubrimientos con el uso de semejante lente?
Espíritu: Tan grandes que todos los conseguidos antes carecerían de importancia.

Por fin, Arthur se hace con la preciosa gema tras asesinar para conseguirla a un marchante judío (etapa del método científico poco recomendable), y, mediante un esfuerzo prometeico, semejante a la forja del anillo mágico por el nibelungo Alberich, concluye la máquina del bien y del mal que le permitirá vislumbrar en todo su esplendor el aleph. La primera mirada a través del ojo de Dios es sencillamente asombrosa.

En todos los rincones contemple hermosas formas inorgánicas de textura desconocida y coloreadas de las tonalidades más atractivas. Estas formas presentaban la apariencia de lo que podría llamarse, ante la falta de una definición más específica, nubes foliadas de la más elevada rareza; es decir, ondulaban y se rompían en formaciones vegetales, y estaban teñidas con esplendores que si se comparaban con el dorado de nuestros bosques otoñales era como la escoria al oro. A lo lejos, en la distancia ilimitada, se extendían largas avenidas de esos bosques gaseosos, levemente trasparentes, pintadas con tonalidades prismáticas de inimaginable brillo. Las ramas colgantes oscilaban a lo largo de los claros fluidos hasta que todo el paisaje pareció romperse en rangos medio trasparentes de estandartes de seda multicolor. De las coronas de este follaje mágico caían en burbujas lo que parecían ser frutas o flores, tocadas de mil colores, lustrosas y de increíble variedad. No se veían ni colinas ni lagos, ni ríos ni formas animadas o inanimadas, salvo la de esos bosques vastos que flotaban con serenidad en la luminosa quietud, con hojas y frutos y flores que centelleaban con fuegos desconocidos, imposibles de ser creados por la simple imaginación.

A lo lejos, sumido en el éxtasis del ojo mágico, vislumbra una figura humana deslizándose entre gráciles arpegios. Se trata de una esbelta y gentil joven, una ondina danzante de tal belleza que nuestro anhelante mirón está al borde de perder la poca razón que le queda. La admiración inefable se convierte al instante en amor eterno y, a partir de ese momento, solo existen para el aprendiz de brujo el arrobo y el dolor intolerable que siente al contemplar lo increíblemente cerca y lo infinitamente lejos que se encuentra la fuente de aguas cristalinas en que apagaría su sed.
La obsesión crece por instantes. No respira, no duerme, no se alimenta más que de ilusiones, vive sin vivir en él, no piensa en otra cosa que no sea el cántico espiritual entre el alma y la amada…
El lamentable final de la historia es fácil de adivinar. De pronto, la bella ondina languidece, enferma por momentos, se desvanece lentamente y ¡muerte de las muertes! por fin se extingue en el vacío de un paisaje tenebroso. La gota de agua con trementina, puesta bajo la lente del ojo que todo lo ve, se ha evaporado sin remedio (¡al fin ha triunfado lo positivo sobre los sueños!), y con ella el único destino que hacía la vida digna de ser vivida…
El desdichado joven pierde el sentido, maldice su obra, enloquece en su locura, destroza el microscopio diamantino y pasa el resto de sus días viviendo de la caridad, mientras narra una y otra vez con voraz obsesión su desamor ante gentes crueles que se burlan de su incierta aventura…

lunes, 4 de abril de 2011

Un Internet de ensueño


El Internet que yo conocí por los años noventa nada tiene que ver con el actual imperio mediático de la globalización y los negocios.
Es evidente que la memoria no es una cámara fotográfica sino una fragua de mundos posibles. Para bien o para mal, una parte de lo que sigue es puramente imaginario, pero, según creo, el sentido de la totalidad mantiene fresca su vigencia.
Para empezar, la tecnología de entonces pertenecía al paleolítico inferior de las telecomunicaciones. Completar la conexión con el servidor (sólo había Telefónica) suponía un subidón de adrenalina. La configuración era superferolítica: un viaje en pos de lo desconocido, un montón de pasos y celadas que hacían del acceso a la red el privilegio de una secta iniciática. Se pagaba (caro) por el tiempo, lo que imponía una navegación reprimida y ni un segundo más. La velocidad de transmisión era mil veces inferior a la actual y las rudimentarias aplicaciones estaban a la altura de las circunstancias. No utilicé el primitivo Mosaic, aunque conocí su historia. El programa de navegación universal era el legendario Netscape, rápido y fiable, un auténtico BMW de la web. El primer Explorer de Microsoft fue el 3.0, su interfaz, simbiosis monopolista y buenas prestaciones anunciaban su futura hegemonía.

Eran tiempos de instruirse con los libros amarillos de Anaya. Los amontoné en mi biblioteca hasta que se quedaron tan ridículamente obsoletos que los amigos de mi hijo se mofaban y había que dar un sinfín de excusas por tener aquellos fósiles. A petición discreta de mi familia, no tuve más remedio que deshacerme de ellos.
Recuerdo mis primeros cursos de aprendizaje en grupo. Más que ciberadictos, éramos batidores de unas tierras vírgenes, alegres navegantes de la vida, pioneros de un mundo impensado. Rafa hacía el curso del antiguo pntic, según sus propias palabras, “para no parecer demasiado paleto”. Gloria sabía más que el tutor y nos ayudaba a resolver las cuestiones. Alberto se negó a seguir porque no entendía que para decir ¡hola! con el mail tuviéramos que estudiarnos dos tomos. Hilario me llamó a casa cerca de las doce de la noche cuando me disponía a escuchar en pijama El larguero. No conseguía entrar en la red a pesar de que hacía lo mismo que en el centro. Repasamos los detalles durante veinte minutos. Perdida toda esperanza, le pregunté, ¿Has enchufado el ordenador a la roseta del teléfono? ¿El teléfono, pues no había que lanzar el Netscape? Una excelente anticipación del Internet por telepatía... Dedicábamos seis horas diarias a charlar enloquecidos sobre la red. Hoy es una rutina silenciosa de la que no podemos prescindir, como la televisión o el móvil (un trasto al que detesto especialmente).

Et in Arcadia ego. Visto desde la inevitable actualidad, aquel Internet de ensueño era el lugar de la utopía: un territorio virgen, paraíso socialista, reino de la libertad, un mundo sin reglas, ácrata, veraz y solidario. Una mitología a la que me gusta volver en tiempos de cólera. No había publicidad en las páginas, ni ventanas emergentes, troyanos o pelmazos. Comenzaban a estar de moda las tarjeas de crédito en la red, pero muy pocos las usaban temerosos de lo arcano. Hoy Internet es un campo de minas. Si no quieres acabar tirando el portátil por la ventana, tienes que gastarte cien euros al año en seguridad informática.

Había diferentes protocolos y servicios. Cada uno asociado a un programa de libre distribución. Ignoro si todavía existen. Recuerdo, entre otros, los servidores ftp, donde podías bajar y subir cualquier clase de información. Nos interesaba casi todo, desde el espiritismo, la Primera Guerra Mundial y el parto sin dolor, hasta la cría de asnos en Mesopotamia.
Asimismo, los newsgroups o grupos de noticias y las listas de distribución. Estábamos suscritos a grupos especializados en códices miniados, lanzas merovingias o cine del Oeste.
El chat por canales temáticos: hinchas del atleti, ecologistas, lesbianas, amantes de las setas… Todos trataban de lo mismo: el sexo. Entraras en el canal que entraras, lo más divertido era travestirse de mujer; al punto, una nube de moscones te interrogaba, proponía, acosaba, desnudaba virtualmente… Era una experiencia angustiosa aunque imprescindible para conocer lo imbécil que resulta la horda de machos encelados.
También el telnet o conexión a una terminal de datos. Era un acontecimiento cósmico cuando lo lograbas. Entrabas en los catálogos de la Biblioteca Nacional para mirar (exclusivamente) la escueta ficha bibliográfica de La lozana andaluza y te parecía que habías descubierto los secretos de la Cábala.
Por fin, Netmeeting, el primer programa de videoconferencia. Oíamos en éxtasis la voz entrecortada de una compatriota que nos preguntaba desde Groenlandia qué tiempo hacía en Madrid. ¡Aquello sí que era una sana interacción! Luego vinieron los pederastas y los psicópatas profesionales.
La web, al unificar los servicios e integrarlos en las omnipresentes direcciones, páginas y sitios, los ha engullido para siempre.

Javier Echevarría publica en 1994 Telépolis. Un análisis penetrante del nuevo espacio cibernético, paralelo al real, compatible a veces, complementario en otras y en numerosas ocasiones en conflicto abierto.
Pero con el tiempo, aquel Internet de ensueño se vio sometido a la ley de bronce del modo de producción capitalista: el sistema mejora drásticamente las infraestructuras, las tecnologías y prestaciones, pero, como contrapartida, se apropia de todo. En 1999 Javier Echevarría publica Los señores del aire y ahora el núcleo de la reflexión es el dinero electrónico.
La sentencia de muerte de aquel paraíso perdido fue la eclosión y el ascenso irresistible de los portales punto com. Una inmensa burbuja financiera (nuevas hazañas de la banca y de la cristiandad) cuyo estallido final, tras cumplir la ley de hierro del capitalismo: todo lo que sube baja, conmovió los cimientos del “mundo civilizado”. El tiempo ha demostrado que aquella estafa fue un juego de niños comparada con la que se estaba preparando.
Lo único que nos queda de aquel Internet soñado, en el que todavía se hablaba en serio de una cultura democrática, son las llamadas “descargas gratuitas”. Los poderes económicos no han conseguido todavía regular este molesto grano en su trasero (¡el único mercado que les preocupa regular!). Estoy convencido (y espero) que no lo consigan nunca, pues no puede ser y además es imposible poner puertas a los horizontes azules de los mares.