jueves, 11 de septiembre de 2014

Volver al mar, volver del mar


He veraneado doce años en las costas de Galicia y otros tantos en las de Levante. Se dice que en Galicia se está bien en todas partes excepto en el agua y que en Levante ocurre al revés. En lo que concierne al baño estoy de acuerdo.
En Galicia lo mejor es pasar de la playa; o ir a la hora del aperitivo cuando la familia y los amigos están a punto de levantar las jaimas. Lo suyo es ir vestido con pantalón blanco, náuticos, calcetines de hilo, camisa rosa pálido y chaqueta azul marino. Llegas en coche, preguntas donde tocan los trozos de empanada, el pulpito, las navajas y arrancas.
Pero si vas a la playa o te obligan, pueden ocurrir dos cosas: que el viento esté en calma, lo cual quiere decir que llueve a modo o está a punto; o que el cielo esté despejado, lo cual significa que sopla una nortada que se lleva las sombrillas en volandas; si paseas por la orilla, la arena se convierte en azote de herejes. No hay destape por miedo de las damas a coger lo que no tienen. No obstante, hay días en que se produce el milagro: las doce en el reloj, el mundo está bien hecho. Hace calor y decides bañarte. Con meter un pie ya sabes lo que te espera. Ser mar es ser percibido: corta. En Galicia (y en la costa cantábrica) el agua ataca al hombre. La única razón para seguir es que despierta un hambre de lobo en tierras del buen yantar. Otra ventaja es que te haces un chequeo completo sin acabar con una sonda en el trasero. Si sales por tu pie es que estás sano.

- ¿Qué tal está el agua?, pregunta la escamada concurrencia.
- Cuando te acostumbras, buena, contestas entre tiritones, los labios morados, eunuco.

Otro de los alicientes es la adrenalina. Bañarse es deporte de riesgo: una de cada diez veces te pica una faneca y acabas con el pie como un melón. La señora te llama idiota por pisar donde no debes; los socorristas te echan la bronca por no llevar sandalias de goma; te untan el pie con pomada y el resto de la mañana a la pata coja. Si nadas para quitarte el frío, el ejercicio consiste en librarte del puré de algas. Y si no hay algas, notas de pronto una corriente gélida (ayer no estaba) que te cala hasta los huesos. Das media vuelta, sales aterido, te sepultas en las toallas que has comprado en Portugal y te frotas como un poseso. En Galicia te bañas por obligación. Porque la ley moral dicta que si vas a la playa no hay más huevos que meterse entre los témpanos o ser un mierda.

Levante es otra cosa. Aguas deliciosas, brisas suaves, paseos en patín. El Mediterráneo es un regalo. Cuando te despiertas, las endorfinas playeras te golpean el vientre y te hacen cerrar el puño. Después, el baño te refresca cálidamente. Ronroneas satisfecho cuando te mecen las olas. Puedes permanecer dentro el tiempo que quieras. O celebrar una mesa redonda sobre la horchata. Al salir te sientes renovado. Resuenan en tus oídos ciertos sonsonetes del festival de San Remo. Te sobas en la arena y percibes el ritmo de los grandes ciclos, la luz de los mitos solares, la voz de los dioses marinos. Sirenas y nereidas muestran sus encantos. Cuando sales del ensueño el cuerpo te pide marcha.

En ciertas calas te bañas en la orilla con tumbona incorporada, apurando el mojito de ron. Al caer la tarde te das el baño primordial. El sol se ha ido y queda un agua transparente que conserva el calor de la jornada. Un milagro madurado por las horas. El mar está como un plato. Entras poco a poco, sientes que la vida entra por tus poros, que un año más estás en paz con los cuatro elementos… Y cantas:

Volver al mar,
Volver del mar.
El mar, el mar,
Siempre volviendo a empezar.

(Del ciclo El madrileño y sus sombra).

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