jueves, 22 de marzo de 2012

Las pruebas de la existencia de Dios


Las especulaciones de sabios y pensadores para demostrar la existencia de Dios han sido una constante (incluso una obsesión) a lo largo de la historia del pensamiento. Expongo a continuación, con ánimo didáctico y de mera curiosidad, los principales argumentos sobre el tema, seguidos de la crítica a su validez lógica (sin que esto presuponga que se pueda encontrar -o no- una justificación a tales pretensiones en otros ámbitos de la razón teórica o práctica).

Argumento histórico. Se basa en que todas las culturas y civilizaciones han sostenido concepciones religiosas (animistas, politeístas o monoteístas) de la idea de dios. El hombre ha creído en lo sobrenatural desde la antropogénesis. Los yacimientos paleoantropológicos muestran al Homo erectus enterrado en posición de mirar al firmamento, de lo que algunos expertos han deducido ciertas inquietudes religiosas en los orígenes de la especie. Además, la mayoría de los monumentos funerarios de la prehistoria revelan la creencia en una vida transmundana.

Es cierto que la religión ha sido siempre una institución social; se trata de un universal cultural con funciones diversas: proponer respuestas al sentido de la vida, ofrecer tranquilidad y alivio ante la muerte, reforzar los sistemas normativos del grupo, mantener la cohesión social, incluso favorecer el entretenimiento y el ocio mediante la oferta de interacciones primarias… Ahora bien, resulta evidente que aunque todas las sociedades tengan convicciones religiosas; incluso si la religiosidad es una dimensión constitutiva de la condición humana (lo cual es discutible), de ninguna de ambas premisas se sigue un juicio trascendente que demuestre la existencia de Dios. No es válido desde un punto de vista lógico el paso de la antropología cultural o de la sociología científica a la teología.

Argumento psicológico. Es el más sutil. Según esta prueba, el hombre descubre en su interior a Dios con absoluta evidencia. Dios es más íntimo al hombre que el hombre mismo (San Agustín). Esta presencia inmediata de Dios en la mente es la prueba más segura de su existencia. Todas las religiones fideístas aceptan de forma implícita este supuesto.

En el argumento se produce el paso lógicamente injustificado de la psicología a la teología. Entre la multiplicidad de nuestras vivencias íntimas de carácter emocional, moral e incluso intelectual, no se halla la idea de Dios. Ocurre más bien que identificamos a Dios con la síntesis última de una constelación más o menos compleja de tales vivencias. Nuestro anhelo de inmortalidad, el amor ideal al prójimo, la exigencia de una justicia que no se da en este mundo, la felicidad como fin irrenunciable...  todo amasado mediante las leyes de asociación destila la idea de Dios.

Argumento ontológico. Propone lo siguiente: Tenemos la idea de Dios como el ser más perfecto posible; ahora bien, es más perfecto lo que existe que lo que no existe (la existencia es una perfección), luego Dios necesariamente existe. Lo formuló San Anselmo en el siglo XI.

Se trata de una argumentación sofística. Kant lo advirtió. La categoría de existencia sólo puede aplicarse con validez lógica a los hechos, no a las ideas. Cuando se aplica a las ideas puras, como hace la prueba ontológica, es igual a una cadena de bicicleta que no engancha en el piñón de la rueda y gira en el vacío.

Argumento cosmológico. Procede de Aristóteles y Tomás de Aquino. Es el viejo argumento del huevo y la gallina. La existencia de un orden de causas en la naturaleza exige la existencia de una primera causa incausada que ponga en movimiento o cree desde la nada el mundo. Esa causa es, por supuesto, Dios.

Aquí el paso lógicamente falaz va de la física a la teología. No hay nada que justifique un salto en el vacío desde el orden de las causas naturales o inmanentes a una primera causa de orden sobrenatural o trascendente. Asimismo, no es un juicio contradictorio afirmar que el universo es eterno.

Argumento teleológico. Tiene los mismos padres que la prueba anterior. Se trata del conocido argumento del reloj y el relojero. La constatación de que existe en la naturaleza un orden admirable de fines (puesto que todo lo que existe cumple una finalidad propia) precisa de una inteligencia ordenadora que los establezca o determine. Y a ese ser providente todos le llaman Dios.

Podemos utilizar correctamente los términos fin y finalidad en el lenguaje ordinario, pero su uso técnico los contamina de connotaciones metafísicas. En la naturaleza inorgánica, en los seres vivos e incluso en la conducta humana, se dan causas, no fines. Llamamos fines a las causas empíricas. El principio de causalidad (todo efecto tiene una causa) es universal para la piedra, la lechuga, el ratón y el hombre. Además (como sugirió Kant), si aceptamos el concepto de finalidad, sólo sería  lógicamente válido en su aplicación a la experiencia y no a un ser supremo que se encuentra más allá de sus límites. La realidad es un sistema de causas, no de fines ordenados desde fuera. El desliz transita en este caso desde la lingüística a la teología.

Argumento antropológico. Utilizado por Descartes en sus Meditaciones metafísicas. Dice la prueba: Tenemos en nuestro pensamiento de forma clara y distinta la idea de Dios como un ser perfecto e infinito; pero tal idea no puede proceder de un ser imperfecto y finito como el hombre; mi pensamiento no puede ser el origen de la idea de infinitud, sólo Dios ha podido ponerla en mi mente. Por consiguiente, Dios existe.  

Aquí, el error lógico salta de las matemáticas a la teología. La infinitud es un concepto que aparece en la aritmética, la geometría, el análisis matemático, y la teoría de conjuntos. Fuera de estos saberes carecemos de tal idea.

viernes, 9 de marzo de 2012

El quiosco


Los monasterios, las escuelas palatinas y las universidades fueron los centros difusores de la cultura medieval. Actualmente son los kioscos.

Desde las ventanas de mi casa puedo ver el kiosco del barrio: su techo de aluminio brillante, su inmenso escaparate repleto de ofertas, el cartel enorme que anuncia WIFI GRATIS (si intentas conectarte, el antivirus te advierte que la red es insegura y peligrosa). Bajo con frecuencia a la calle a observar los pormenores. Lleva razón Levi-Strauss cuando afirma que es mejor una experiencia bien hecha que mil casos sin sustancia. También me he documentado en fuentes fiables, como el portero de mi casa. Me cuenta que el kiosco es una institución antigua y con raíces. Por los años cincuenta, el primer propietario, abuelo del actual, fue Fulgencio Sandoval, un aguerrido veterano de la División Azul, cascarrabias, parlanchín y preguntón. Amigacho de todos, toleraba como mucho a los apolíticos de derechas. Su quiosco era el punto de encuentro antes del aperitivo. Vendía la prensa del movimiento y la católica, revistas del corazón, El Caso, (La Codorniz estaba proscrita, había que ir a la competencia en Cuatro Caminos para conseguirla), Roberto Alcázar y Pedrín, imagen idealizada de la brigada político-social, El guerrero del antifaz, belicoso con el infiel y un aviso a navegantes, chicle, regaliz, pipas y poco más. El padre regentó la segunda versión del negocio hasta final de siglo, una especie en tránsito, irrelevante en la escala evolutiva. Actualmente, su hijo menor, Manolo, controla un imperio del papel y otros soportes. El interior del quiosco es impresionante; recomendado por un vecino, he podido echarle un vistazo: cierre frontal con cristales de seguridad, climatización calor-frío, teléfono fijo, internet, caja registradora de última generación, televisión HD, nevera adaptada, miniaseo del tipo avión, alarma conectada a la central y toldos electrónicos. Se acabaron las miserias de antaño. 

A imitación trivial de la biblioteca del Quijote, me propongo un recorrido breve, trufado de consideraciones y desvíos por los rincones y anaqueles del quiosco de Manolo, pero sin detalles (género próximo sin diferencia específica). Empiezo por la prensa.

Decía mi abuelo materno que el mundo se divide en dos: los buenos y los malos lectores de periódicos. Los primeros (entre los que se contaba) se zampan hasta las cartas al director y los anuncios por palabras. Recuerdo que compraba el Ya por la mañana y por la tarde Informaciones. Bajo vigilancia, nunca leía en la mesa con mantel. Cuando cerraba el periódico, entrada la tarde, le decía muy en serio a mi abuela: “He leído las necrológicas y no estamos; te invito a unas gambas en El Laurel de Baco”.
Soy un pésimo lector de prensa, sólo miro por encima algunas web tras desayunar, pero creo firmemente que la mejor imagen de la democracia es contemplar la cesta que nos ofrece un quiosco. Allí se amontonan los periódicos nacionales e internacionales, generales y especializados, las revistas de todos los pelajes, independientes y cavernícolas, inteligentes y necias, avanzadas y eclesiales. ¡Si mi abuelo levantara la cabeza! Prefiero la democracia representativa a la barbarie, pero no creo en la voluntad general como norma de lo justo, ni en la delegación de los derechos civiles durante cuatro años a una caterva de políticos ineptos y corruptos, menos aun en la utilización ideológica de los derechos humanos como el aceite lubricante de los negocios bancarios…

Los diarios de alcance nacional son la auténtica academia de la historia. De tiempo en tiempo nos ofrecen a buen precio, junto con la edición dominical, toda suerte de motivos áureos: historia universal o de España, de las guerras mundiales, de la literatura, del arte, del cine, de la fotografía, de la música (he visto una historia de la cetrería). Van acompañados de abundante material multimedia. En general, son productos rancios que las firmas sacan al mercado para colocarlos a la sombra del quisco. Las grandes historias de las civilizaciones, igual que los diccionarios megalíticos y las enciclopedias de treinta tomos, son existencias muertas, víctimas irrecuperables de la revolución digital y las descargas libres.               

Otro género nunca bien ponderado es la colección por entregas. El gancho consiste en eximir al público de cualquier esfuerzo crítico. El prestigio garantiza la compra. No obstante, una antología de la Deutsche Grammophon, por ejemplo, revela, tras el análisis, su condición de maraña musical sin más criterio que vaciar el almacén de excedentes añejos. A las selecciones literarias les ocurre lo mismo. Tanto la trompetería que glosa el repertorio como la uniformidad del diseño avalan su valor ornamental en la estantería del salón. Sólo así se venden libros. La alta cultura sufre una rebaja en su calificación por culpa del quiosco. Aunque todo tiene sus ventajas e inconvenientes.

Vamos con los libros. En el quiosco se mezclan sin transición los tres niveles culturales: masscult, midcult y highcult. Hay, por tanto, libros mediocres o best sellers al lado de aceptables creaciones, divertidas, amenas o curiosas (que se dejan leer en ciertos momentos astrales), obras de autores consagrados y gruesos volúmenes de los clásicos.

Un verano intenté leer tres conocidos best-sellers con la intención de deslindar los estilemas del género. Sólo acabé el primero (el de los pilares), aunque para juzgar si una manzana está podrida no es preciso comérsela entera. Mis conclusiones: el autor trabaja con plantillas y “negros”; hay una tendencia peligrosa a la unidad entre lenguaje oral y escrito para facilitar la empatía del lector; todo está muy claro en el universo moral de la novela: los buenos son muy buenos y los malos malísimos; hay desde el comienzo garantías absolutas de que el mal perece y el bien prevalece (al revés que en la vida real); los personajes son modelos archiconocidos de cartón-piedra, como los ninots de las Fallas: el lector debe identificarlos de inmediato so pena de abandonar la lectura y maldecir el libro; aunque la narración suceda en la Edad Media, retrata una ciudad del medio oeste americano; finalmente, deben ser productos de digestión fácil para evitar quebraderos de cabeza: bastante tenemos con jodernos solitos la vida para que encima nos hagan sugerencias… Por cierto, las “ediciones princeps” no son baratas.

Soy incapaz de comprar en el quiosco libros de calidad y mucho menos los clásicos; del mismo modo, me niego a leerlos en los libros electrónicos o en el portátil. Reconozco mi purismo anacrónico en este punto. Soy un apocalíptico recalcitrante, vale. En todo caso, un libro es algo más que un objeto aislado de cultura material: su presencia efectiva comporta un conjunto de relaciones internas y externas que no estoy dispuesto a soslayar a partir del “espíritu de la época” o de la noción gaseosa de progreso.

Más cosas: los cursos de iniciación. El mercado de grandes esperanzas se abre a finales de septiembre. Cursos para aprender idiomas (predomina el inglés pero el chino despunta), de bricolaje con la excusa de los ajustes en el economía familiar, cursos para mantenerse en forma mediante toda clase de gimnasias torturantes, manuales de caza o pesca (te regalan con el primer fascículo un reclamo de perdiz o una cucharilla) o catecismos para una vida sexual sana, interesantes si tenemos en cuenta que los sexólogos son cada vez más libertinos y manejan un lenguaje esotérico. De jardinería, ebanistería, guitarra… todo un despliegue de intenciones efímeras que llegarán como mucho a Navidad. Lo que se vende es apariencia, aunque para Nietzsche la verdadera realidad son siempre las apariencias…

En lo más bajo de la cadena alimentaria están las publicaciones porno, cuyo público es para mí un misterio antropológico, la novela rosa y las fotonovelas, cada vez más apreciadas por los estudiantes de secundaria, las novelas policíacas, leídas a pie de obra por aviesos oficinistas, las de ciencia ficción serie Z, muy valoradas por los parados crónicos… Pero no encontrarás las del Oeste, una rama extinta de la sociogénesis: han desaparecido sin que nadie haya publicado todavía una tesis doctoral sobre las innumerables causas del trágico deceso.

lunes, 27 de febrero de 2012

Funciones de la televisión


En la sociedad iconográfica del siglo XXI el sistema de acción de una clase social depende cada vez más de ciertos objetos de cultura material, como coches, ordenadores, plataformas, móviles o televisiones. Pura estética industrial.

Fijémonos en la decoración de las casa de las clases altas, que han convertido la televisión en el objeto rey en torno al cual se levanta la escenografía hogareña.
En el salón, la pantalla gigante, símbolo de estatus, actúa como fuerza centrípeta del espacio habitable: gama alta, definición total, visión en tres dimensiones, precios, formas, texturas, terminados exclusivos. El salón sin puertas, abierto a los cuatro puntos cardinales, es el centro distribuidor de las chambres. Al frente, una inmensa terraza con vistas. Al fondo, la escalera que asciende a la segunda planta.  
El esbelto sofá, prolongación de la pantalla, en cuero blanco-hueso según la ley de contraste, se sitúa en el punto de fuga exacto. El mueble modular, también blanco, y la biblioteca de cristal, anecdótica pero formalmente necesaria, funcionan como elementos multiplicadores de la imagen. Sobran los cuadros abstractos o los carteles retro, objetos redundantes y focos superfluos de atención perceptiva. Las mullidas alfombras de lana son el lugar perfecto para contemplar la epifanía. Los focos halógenos sirven de ambientación hipnótica y las cortinas de seda de telón de fondo. Incluso la pintura de las paredes (está de moda el gris-humo suave) se elige en función del diseño del modelo. A veces la televisión desaparece en un falso muro, pero el efecto sirve para realzar su valor icónico.
El aparato de música, que reparte el sonido por la casa (y se pone los domingos durante el desayuno) simboliza la continuidad e interrelación de los elementos multimedia: el home-cinema con su sistema de altavoces conectados al equipo, la Playstation 4, el terminal del Plus... Una pantalla para todos los usos, cine, ordenador, tablet, juegos, videoconferencia, teléfono, la cámara del portal que vigila el inmueble: el ideal de la "casa inteligente". 
    
En cualquier caso, el zapping es el modo de ver la televisión de las clases altas. No la soportan. Rara vez se la toman en serio, tienen cosas más interesantes que hacer. La televisión es incompatible con la vida mundana. Odian la cultura de masas, pero la alta cultura les parece un síntoma de esnobismo decadente.
Actualmente las casas (y no sólo las de la clase alta) disponen de dos o más pantallas de televisión. La televisión, la gran posibilidad democrática. Ocupa un lugar privilegiado en el dormitorio, en la cocina, en la terraza, incluso en los baños. El ritual se extiende y determina un estilo de vida, una concepción del mundo basada en el culto profano a las imágenes.

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A finales del siglo XX, antes de dominar las televisiones planas, su tendencia integradora sobre el entorno habitable era puntual, limitada; la constelación de significados normativos y estéticos era secundaria, menos impactante. La interacción social dependía de elementos de cultura espiritual, como las creencias religiosas, los códigos morales o las ideologías políticas.

Dos ejemplos démodés de la relación entre la televisión y la cultura hogareña de las clases medias de antaño.

Una de las costumbres burguesas más extendidas en los años ochenta fue la televisión tabernáculo, donde se exhibían los fetiches de la biografía familiar: fotos de los hijos en escala descendente o del padre con la carpa pescada en el embalse, el abuelo con uniforme de gala durante el servicio militar en África, un canario disecado junto al busto de Ramón y Cajal, la bola de cristal donde se agita la ventisca, el barómetro del capuchino; encima la orla de la madre y un escudo del Real Madrid.

Otra variante era la televisión habitáculo, envuelta en un mueble-funda con pretensiones: en el centro, un espacio regulable para encajar el aparato; a la derecha, un compartimiento-bar con fondo de espejo que se ilumina al abrirse: botellas de Soberano, Anís del Mono y Licor 43; a la izquierda, el cajón gemelo con los suplementos del ABC; debajo, un anaquel con el video y los discos de vinilo, las cintas de casete y los cartuchos VHS. Pero la función del mueble-traje no era encumbrar el efecto del televisor sino camuflarlo.

La televisión conformaba en ambos casos un petit endroit, un rincón aislado, un espacio separado del resto del hogar con un significado propio. Se trataba de una realidad aparte, de un entramado de signos sin relación orgánica con la totalidad.    

Las clases medias no practican el zapping. Se modo peculiar de fruición televisiva es el mirar desatento mientras se ocupan de asuntos varios: hacer calceta, leer la prensa, revisar facturas, navegar por internet o dormir la siesta. Para la clase media, los patrones de vida mundana dependen de la televisión. También las vivencias anticipadoras y las fantasías sexuales. No tiene complejos para permanecer durante horas ante la caja mágica, cuya misión latente, explican los sociólogos, es ocultar conflictos, facilitar modelos sublimados y encauzar el papel subversivo de la imaginación.
La vida familiar de la clase media como sistema de interacción se organiza en torno al televisor. La pantalla aglutina los roles inconexos de los miembros de la unidad familiar. Inversamente, en las clases altas la unidad familiar no existe: su interacción se basa en intereses y pulsiones separados, paralelas; un estilo de vida eficiente para evitar desajustes enervantes e irreversibles. Las funciones de la televisión son otras.

miércoles, 22 de febrero de 2012

El Dios de los sabios y los pensadores


No es lo mismo religión que teología. Una religión es un conjunto de creencias doctrinales y dogmáticas basadas en unos textos supuestamente revelados por Dios. La teología, por su parte, es una "reflexión racional” (sin matizar el significado de la expresión) sobre el hecho religioso en general o sobre una religión revelada en particular.

Uno de los temas de la exégesis bíblica que siempre me ha llamado la atención (como a todo el mundo) es el fragmento (libro del Éxodo, 3. 13-14) de la zarza ardiendo en el Horeb, la montaña de Dios o monte Sinaí, en el que Yahveh explica a Moisés su misión como guía del pueblo hebreo y le revela su nombre.

Contestó Moisés a Dios: “Si voy a los israelitas y les digo: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”,cuando me pregunten: ¿Cuál es su nombre, qué les responderé?” Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los israelitas: Yo soy me ha enviado a vosotros”.

Conocemos tres interpretaciones teológicas del fragmento.

La primera procede de Tomás de Aquino. Según el Doctor Angélico, en Dios coinciden existencia (Yo soy) y esencia (el que soy). Dios consiste en existir. A la esencia de Dios pertenece la existencia, mientras que en el resto de los seres esencia y existencia no se identifican. El hombre tiene una esencia (por ejemplo, ser "animal racional"), pero no pertenece a esa esencia el existir porque, igual que los ángeles, es un ser creado y contingente. Dice Aquino: Dios es un océano de sustancia eternamente presente a sí mismo para quién la noción de acontecimiento carece totalmente de sentido.

La segunda interpretación tiene su origen en las especulaciones de la Cábala para descifrar el sentido oculto de los textos de la Torah (los primeros cinco libros de la Biblia), uno de cuyos arcanos es el nombre de Dios. La frase Yo soy el que soy, significa aquí: “Yo soy el que no puede ser nombrado”, el innombrable o con más precisión, el inefable; es decir, "Aquel cuyo nombre no puede ser dicho". La Cábala, un saber anterior a cualquier religión o teología entregado a la humanidad por Dios mismo, sostiene que en los textos sagrados se encuentran codificados los 72 Nombres de Dios y propone un método exacto para descifrarlos. “El que soy” se refiere, por tanto, a las 72 denominaciones esotéricas que buscan los cabalistas.

La tercera versión del nombre de Dios se debe al rígido monoteísmo de la teología hebrea. En la frase Yo soy el que soy se contraponen el Dios que es, el único y verdadero de la ley mosaica, con los dioses que no son: las deidades antropomorfas de la mitología, los dioses de las primeras civilizaciones, Mesopotamia y Egipto, los dioses antiguos del panteón grecorromano, las hipóstasis neoplatónicas, los dioses de la tradición herética medieval, el Dios cristiano del Nuevo Testamento o los dioses terrenales de la modernidad.

viernes, 17 de febrero de 2012

De vera religione



Joris-Karl Huysmans (1848-1907), A contrapelo

Pero lo que más le había llegado a conmover, causándole una dicha inefable, había sido la melodía del canto gregoriano que el organista de la iglesia había sabido mantener haciendo caso omiso de las nuevas tendencias.
Esta forma melódica, considerada ahora como una forma caduca y gótica de la liturgia cristiana, como una curiosidad arqueológica, como una reliquia de los siglos pasados, era, en realidad, la voz de la antigua Iglesia, el alma de la Edad Media, la eterna plegaria cantada y modulada según el ritmo de los impulsos del alma, el himno que de forma permanente se va elevando hacia el Altísimo a través de los siglos.
Esta melodía tradicional era la única que, por sus vigorosos acordes cantados al unísono, su imponente y solemne armonía, parecida a la de las piedras labradas de los muros de sillería, pudo acoplarse y estar a tono con las viejas catedrales, llenando con su ritmo las bóvedas románicas de las que parecía ser la emanación y la voz misma.
¡Cuántas veces Des Esseintes se había sentido sobrecogido y sacudido por un soplo potente e irresistible, mientras el Christus factus est del canto gregoriano se elevaba por la nave de la iglesia cuyas columnas temblaban entre las nubes del humo del incienso, o cuando se oía el gemido del De profundis que sonaba de forma lúgubre, como un sollozo contenido, y desgarrado como una súplica desesperada de la humanidad que llora su destino mortal e implora la misericordia enternecida de su Salvador!
En comparación con este canto magnífico, creado por el genio de la Iglesia, impersonal y anónimo, como el órgano mismo, cuyo inventor resulta desconocido, la demás música religiosa le parecía profana. En el fondo, en todas las composiciones de Jomelli y de Porpora, de Carissimi y de Durante, en las obras más admirables de Haendel y de Bach, no existía la renuncia al éxito y al reconocimiento público, ni el sacrificio del efecto artístico o la abdicación de ese orgullo humano que se escucha a sí mismo cuando reza; como mucho, podría decirse que, en las imponentes misas de Lesueur que se celebraban en Saint-Roch, el estilo de la auténtica música religiosa reaparecía grave y majestuoso, acercándose por su sobriedad a la austera majestuosidad del viejo canto gregoriano.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Guitarras y violines


Tened en cuenta la realidad, pero apoyad en ella un solo pié…
Goethe

Para mí, Juan Gris (1887-1927), pintor madrileño, es el mayor de los cubistas (recuerdo la exposición antológica en el Museo Reina Sofía a finales de mayo de 2005). Su rigor arquitectónico, la solidez de sus composiciones, la pureza del estilo, lo encumbran sobre Picasso, Braque o Léger. Es sabido que el gran pintor malagueño alucinaba en colores ante los cuadros de su amigo.
Mi manera de entender el territorio abierto por Juan Gris es plantear esta pregunta: ¿Por qué hay en sus cuadros tantos instrumentos de cuerda?
La respuesta es que no están pintados por causas externas: biográficas, culturales, significativas, ni siquiera alegóricas (la metáfora es ajena al cubismo), sino simplemente porque son “buenos para pintar” (lo mismo que sucede con temas clásicos como El martirio de San Sebastián o Susana y los viejos). Se trata de meros significantes plásticos adecuados para su encajamiento sintético con el resto de los elementos, por la modulación figurativa de sus contornos o  por el contraste de líneas horizontales y verticales.
Este funcionalismo pictórico de Gris se extiende, por supuesto, a otros objetos, como fragmentos de periódicos, botellas, pipas, cuchillos, copas o molinillos de café. Son materiales sin especial brillo, con un significado gastado por la vida; tampoco arrastran un especial sedimento de verdad. Sin embargo, esta revolución de los significantes hace que cobren una existencia superior que muestra la escisión entre la vida y el arte.
Los materiales-buenos-para pintar ni siquiera son símbolos que sirvan de unión entre ambos mundos. Su elección depende de ciertas cualidades formales que permiten el ensamblaje de motivos, la superposición de planos, la distorsión de imágenes o la presentación de mosaicos. El collage es la tentación del cubismo.
Guitarras, violines, mandolinas, son objetos versátiles para el músico y también para el pintor; su fuerza representativa propicia la creación de complejos tejidos visuales o, inversamente, composiciones  formadas por figuras transparentes...
Son objetos válidos para la deconstrucción cubista que usa como instrumento el lenguaje de la geometría, la ciencia del espacio puro, la regla de la pintura. El elemento original no es el tema, ni el color, ni el volumen, sino la línea: una geometría analítica de múltiples dimensiones en la que los cuerpos pueden ser fijados en facetas simultáneas y observados por un ojo metafísico sin contradicción en los términos. El ideal filosófico del perspectivismo.
Cabe preguntarse cuántos cuadros responden a este impulso espiritual. En la pintura religiosa, por ejemplo, el tema de la Adoración de los Reyes se repite regularmente en autores y escuelas porque es un excelente pretexto para la composición. Millais, el pintor prerrafaelita, escogió entre las escenas dramáticas de Shakespeare la muerte de Ofelia porque su entorno floral y la heroína moribunda están pidiendo a gritos ser pintados. La gran pintura paisajista inglesa de finales del siglo XVIII, Gaisborough, Constable, Turner, se centra en los espacios abiertos porque allí la naturaleza imita al arte. El homenaje a la belleza de la mujer es una necesidad formal del género. Quién sabe si los artífices de Altamira o Lascaux pintaban bisontes o caballos conmovidos por su potencia creadora...
Arte por el arte. El propósito del cubismo es plasmar esta voluntad latente. Un arte puro, pero no enteramente nuevo. Con proyección. Esto explica por qué Fernando Zóbel dijera siempre, cuando le preguntaban por la corriente que más había influido en la pintura abstracta: sin duda, el cubismo.

sábado, 4 de febrero de 2012

El aburrimiento profundo


En las lecciones del semestre invernal de 1929-30, publicadas en 1975, un año antes de su muerte, Heidegger dedicó un amplio ensayo de casi doscientas páginas al “aburrimiento profundo”.

Según Heidegger, el aburrimiento profundo es el estado de ánimo o la tonalidad emocional originaria del Dasein. Nuestra condición de Ahí del ser no sería posible sin el impulso del aburrimiento profundo; la misma angustia (categoría central en Ser y tiempo) es una formación reactiva ante el aburrimiento; (posiblemente también lo sea la depresión, aunque carecemos de una exposición fenomenológica del concepto). El análisis fenomenológico o esencialista muestra con finura filosófica cómo el aburrimiento es el fundamento del encontrarnos y encontrar el mundo.

Hay para Heidegger tres modos en la estructura del aburrimiento profundo como protocategoría existencial.

El primer momento es el ser-dejado-vacío. Pone como ejemplo la solitaria espera durante dos horas en una anodina estación de tren. Nada nos interesa, rechazamos el libro de viaje; el paisaje nos abruma, el reloj no avanza, nos sentimos extraños e impacientes.    

Habitualmente estamos ocupados o atrapados, atañidos, volcados e incluso perdidos en las cosas. Nuestra actividad consiste en el cuidado o cura, es decir, en la ocupación y preocupación por los entes. La inercia de este cuidar ontológico se quiebra con el aburrimiento. En el aburrimiento nos sentimos desligados de las cosas; desatendidos de unos seres que están ahí pero nada tienen que ofrecernos. Sin embargo, no podemos liberarnos del vacío de las cosas que nos abisman y anonadan; “estamos clavados”, entregados a algo que cruelmente se nos niega sin que podamos salir del vínculo.

La experiencia primordial del aburrirse consiste en un encontrarse desligado y atrapado a la vez en las cosas. La idea de que no podemos “soltarnos” o librarnos del aburrimiento responde a ese estar atados a las cosas que nos son indiferentes. La experiencia del aburrimiento consiste en el aturdimiento frente a los entes que se niegan a ser de otro modo que no sea la indiferencia; una indiferencia que nos separa del ser y a la vez nos anuda con firmeza. Heidegger llama a esta experiencia “estar abiertos a un cierre”, es decir, estar por completo entregados a algo que no es con total obstinación.

El segundo momento estructural del aburrimiento profundo es el ser-mantenido-en-suspenso. El negarse del ente del momento anterior pone de manifiesto por vía de privación aquello que el Dasein hubiera podido hacer o experimentar. El no es del aburrimiento descubre por contraposición un espacio ontológico amplio y determinado. La indiferencia, el aturdimiento ante el ser que se nos niega, muestra las posibilidades actuales, presentes, concretas, pero inaccesibles. El ser-mantenido-en-suspenso equivale a la desactivación de las posibilidades sobrevenidas y ofrecidas de improviso al Dasein.

Dice Heidegger:

El negarse habla de estas posibilidades del Dasein. No habla de ellas en el sentido de abrir un debate al respecto, sino que se refiere a ellas negando y las da a conocer al negarlas.

Así, las posibilidades despuntan y a la vez yacen inactivas y como tales nos abandonan sin respuesta. Inactivas no significa aquí perdidas (pues simplemente nos eluden), sino dejadas en suspenso, no cultivadas, dejadas en barbecho, con una metáfora del agro.

El tercer momento estructural del aburrimiento profundo es El-hacer posible originario. La cesación de las posibilidades del ser en el aburrimiento profundo por vía de exclusión hace patente la potencia absoluta del Ahí del ser. El-hacer-posible-originario no se refiere a las posibilidades en suspenso del momento anterior sino a la pura posibilidad de ser como condición esencial. En la potencia pura se realiza, según Heidegger, “la asunción por el hombre del fardo que es para él el Dasein”.

La potencia originaria, la pura posibilidad supone una mirada al ser más intensa y arrebatadora que cualquier saber fundado; en ella nos sentimos deslumbrados por la superación del aburrimiento profundo… Se asemeja a la oposición entre la luz cegadora de la visión mística que se asoma al misterio y el conocimiento racional que lo comprende.

El Dasein es el ente que existe en el modo del poder ser. Su potencia pura tiene como punto de partida la impotencia del aburrimiento, del mismo modo que lo abierto de la verdad (el desvelamiento) no es posible sin un previo ocultamiento o pobreza del mundo que permite el paso de la ilatencia a la latencia. La angustia, como formación reactiva ante la negatividad del aburrimiento profundo, propicia la asunción de esa apertura que sólo se produce en “la clara noche de la nada”. El ámbito de lo abierto se vislumbra entonces porque hemos aceptado el desafío de un despertar decidido ante la indiferencia del aturdimiento.

Dice Agamben:

El aburrimiento profundo aparece entonces como el operador metafísico en que se efectúa el paso de la pobreza de mundo al mundo, del ambiente animal al mundo humano: lo que en él se juega es nada menos que la antropogénesis, el devenir del Dasein, del ser vivo hombre.

El pensar como conquista no apunta, por tanto, al contenido de la representación, ni a la facultad de representar sino a la pura posibilidad de la potencia. El pensamiento es una tabla rasa, una tablilla mesopotámica sin trazos, un papiro egipcio sin símbolos.
En un principio no era el verbo sino el aburrimiento profundo. Como escribe Leopardi y cita Agamben: El aburrimiento es el deseo de felicidad en estado puro.