domingo, 27 de junio de 2010
Paradojas y mitos de la enseñanza
La edad mental y cronológica de un alumno corren paralelas excepto en dos ámbitos: su casa y la clase. Tanto en una como en otra, el joven experimenta una alarmante regresión hacia etapas anteriores de su adolescencia e incluso de la niñez. La razón es evidente: en ambos casos saca considerables beneficios de su retorno al pasado. Padres y profesores le asignan roles que tiene superados y en los cuales se siente cómodo. El profesor le repite las cosas veinte veces, le sugiere modelos de relación interpersonal que se sabe de memoria, le disculpa sus lamentables fechorías y le exige en sus labores poco o nada. El alumno en general se escapa por la menor gatera que le dejemos franca.
A veces juzgamos las aptitudes de un alumno con la convicción de que tiene poca capacidad para el estudio, es decir, le falta inteligencia (sea lo que fuere este constructo hipotético). Craso error. Reto al profesor de cualquier materia a que invierta en una clase elegida al azar doscientos euros; que proponga a sus alumnos problemas que ni él mismo resolvería en tres días y asigne a las respuestas unos premios sustanciosos: comprobará que aquellos alumnos a los que había considerado almas perdidas son capaces de hacer relojes con una mano atada a la espalda.
Oigo con frecuencia en las juntas de evaluación que un alumno debe tomarse más en serio los estudios, tener más interés por tal o cual asignatura o avanzar en su motivación de logro (dicho esto último por el orientador). Estas afirmaciones convierten al profesor en una víctima de su etnocentrismo crónico. Por un defecto típicamente profesional supone que el rol de alumno es uniforme y, por tanto, debe responder al conjunto de expectativas que la sociedad le atribuye (especialmente los educadores). No nos engañemos. Hay alumnos para los que una clase es un entorno ajeno, un libro es un objeto hostil, estudiar no forma parte de sus intereses ni siquiera en décimo lugar y a su familia le da completamente igual lo que haga en un centro de enseñanza.
Por lo que respecta al preocupante comportamiento de los alumnos en las aulas diré lo siguiente: si un joven se levanta en medio de una explicación para hacerle una foto a otro con su móvil, saca el Marca encima de la mesa y se pone a hojearlo con estruendo, habla a voz en grito de la trompa del fin de semana con su colega de la otra punta o en un examen toca con la flauta el himno del Barça, es porque considera que este sistema de interacción es normal (es la norma). No hay hipocresía alguna en el penado que baja a Jefatura de Estudios y afirma estupefacto que “no ha hecho nada” para que le abronquen así. Evidentemente, en una entrevista de trabajo se comportará de otro modo. A esta altura determinada de los tiempos ya no existen soluciones válidas a las conquistas de la mala educación, excepto conectar (dicho sea con ánimo jocoso) un teclado electrificado a las sillas de los chicos. El bajo estatus profesional del profesor, uno de los menos valorados socialmente (hasta el punto de que el docente es considerado por ciertos sectores de las clases medias como uno más de la servidumbre) es, sin duda, una de las primeras causas del desbarajuste en las pautas de conducta.
Si hay una verdad en pedagogía es que el rendimiento y los resultados académicos de un alumno dependen directamente del grado de implicación de la familia en el proceso educativo. Muchos padres, tienen una titulación tan baja y unos conocimientos tan limitados (desgraciadamente) que les resulta muy difícil, pese a su buena voluntad, ocuparse de la educación reglada de sus hijos. Algunos salen tan temprano de su casa y vuelven de trabajar a tales horas que no tiene tiempo de nada excepto de descansar para poder reproducir el tiempo de trabajo. A otros les da igual (ya nos hemos referido a ellos) y lo único que esperan del centro es que mantenga ocupados, es decir lejos de casa, a sus hijos durante el mayor número de horas.
Por último, dos mitos: el “alumnado de calidad” y el “bien común” en el centro.
No hay nada, ninguna entidad colectiva que sea “el alumnado de calidad”. Es una mera entelequia aristotélico-tomista. Lo que existe son alumnos inteligentes (la inteligencia siempre se abre paso) distribuidos de modo aleatorio por los centros de enseñanza. En todo caso, la expresión “alumnado de calidad” es un concepto sociológico que apunta al incremento en términos estadísticos de los alumnos con actitudes y aptitudes adecuadas entre las clases altas, debido a que disponen de más recursos, mejores medios, expectativas sólidas y un entorno favorable al estudio. El hecho puro y duro es este, los juicios de valor vendrán después.
Tampoco existe algo que sea o deba ser el “bien común” en los centros. Los profesores, por ejemplo, son un colectivo (como cualquier otra asociación utilitaria) con intereses particulares que intenta mantener y defender. El problema obviamente es organizar funcionalmente tales intereses. Para eso están las normas, las circulares, la inspección, el consejo escolar o la junta directiva. El problema metafísico del “bien común” en los centros se reduce a que el organigrama profesional es el único caso conocido, la única excepción consolidada, de una burocracia sin competencias específicas o con competencias difusas, atenuadas o puramente nominales. En estas condiciones de voluntarismo desbocado los defensores morales del bien común no pretenderán, valga el ejemplo, que los esclavos se pongan a sí mismos las cadenas. Moraleja: dense competencias eficaces y háganse bien las cosas.
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