lunes, 25 de abril de 2011

Caspar David Friedrich, El viajero contemplando un mar de nubes


El renombrado cuadro del pintor alemán Caspar David Friedrich (1774-1840) El viajero contemplando un mar de nubes está fechado en 1818. Se trata de un óleo que mide 74,8 centímetros de alto por 94,8 centímetros de ancho y se conserva en el Kunsthalle de Hamburgo (Alemania).

La obra contiene dos elementos contrapuestos de cuya armonía surge su belleza plástica y su verdad conceptual: son la realidad objetiva, universal de la naturaleza, y las reflexiones y sentimientos del personaje que la contempla; con este último, por contigüidad espacial y continuidad psicológica, se identifica el espectador. Muestra un grandioso paisaje de montaña al atardecer, un entorno de amplios horizontes y espacios luminosos visto desde el saliente de unas masas rocosas. Por debajo se contemplan las nubes y los bancos de niebla que envuelven el abrupto paraje. El lugar es, según parece, un hermoso valle de la Suiza sajona. Un caminante, de espaldas, vestido con un traje alemán tradicional, apoyado en su bastón, ha hecho un alto en el camino y observa ensimismado la vasta extensión natural que se muestra a sus sentidos.

Friedrich fue, además de pintor, filósofo. Se ha identificado la dualidad naturaleza-hombre de sus composiciones paisajísticas (un motivo recurrente) con la contraposición simbólica, arquetípica, entre el cuerpo y alma, lo terreno y lo espiritual, el reino de la necesidad y el reino de la libertad. Esta contraposición, buscada expresamente en la obra, también puede ser interpretada con total corrección en términos de la filosofía romántica postkantiana: el yo y el no-yo del sistema idealista de Fichte o la naturaleza y el espíritu en la filosofía de Hegel.

El cuadro está penetrado por la categoría estética de lo sublime, desarrollada, entre otros, por la filosofía del arte de importantes pensadores (Burke, Kant, Schopenhauer) y escritores (Victor Hugo o Lord Byron); se trata de un sentimiento extremo, distinto a la belleza, en el que los afectos y las facultades del hombre se tensan hasta el límite de sus posibilidades y finalmente, o bien se anonadan en un éxtasis intenso pero improductivo o bien se alimentan del fuego sagrado de las “verdades eternas”.

¿Quién es el caminante y en qué está pensando? Algunas expertas interpretaciones, basadas en la biografía del artista, lo identifican con un combatiente caído durante las guerras napoleónicas. La guerra de liberación alemana contra Napoleón culminó con la Batalla de las Naciones en Leipzig en 1813. Al año siguiente, Friedrich participa en una exposición conmemorativa de la victoria con su obra El cazador en el bosque. El sentido del cuadro, en esta visión preñada de nacionalismo (y, por tanto, de ideología alemana) se convierte en un homenaje al honor militar y al amor a la patria.

Otra interpretación, posiblemente más certera, en todo caso más sugerente, lo identifica con el propio autor y, por extensión, con el anónimo espectador, símbolo de los atributos del hombre. En esta versión hay que imaginarse, a partir del aura de misticismo que rodea la obra, que el caminante (la vida no es sino un viaje) reflexiona sobre la idea panteísta de un Dios infinito que está en todos los seres, consecuencia de su amor por existir, y del cual la naturaleza y el hombre son dos de sus innumerables máscaras. Pero esta posición panteísta no supone un final o cierre del sistema (al estilo de Spinoza), sino el inicio de una interminable reflexión dialéctica (al estilo de Hegel) cuyo punto de partida son las contraposiciones entre el hombre, la naturaleza y Dios. Las obras de Friedrich no son meras representaciones paisajistas, sino profundas especulaciones metafísicas que sólo el sentimiento de la naturaleza puede poner en movimiento.

Para terminar, es demasiado tópica la visión del cuadro como un símbolo de la insignificancia del hombre frente a la inmensidad del cosmos. El protagonista domina el paisaje en primer plano; la idea de dominio se acentúa con su situación en el centro y su postura imponente con el cielo a sus pies; el tamaño relativo de la figura es equiparable al de las cumbres del fondo... Es notable que el cuadro fuera utilizado como portada del libro de Dumas El Conde de Montecristo, uno de los personajes más dominantes de la literatura universal.

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