lunes, 31 de enero de 2011

Sentencias sobre la muerte


C'est la mort qui console, hélas! et qui fait vivre;
C'est le but de la vie, et c'est le seul espoir
Qui comme un élixir, nous monte et nous enivre,
Et nous donne le cœur de marcher jusqu’au soir ;
À travers la tempête, et la neige, et le givre,
C’est la clarté vibrante à notre horizon noir ;
C’est l’auberge fameuse inscrite sur le livre,
Où l’on pourra manger, et dormir, et s’asseoir…
Charles Baudelaire, Les fleurs du mal

No deberíamos reflexionar sobre la muerte (ni siquiera pensar) puesto que carecemos de información fiable. La muerte individual (no la del otro, la que conocemos) es una experiencia única e irrepetible. Cada cual, a solas consigo mismo, conocerá los pormenores de su propia muerte: eso significa realmente la expresión “afrontar la muerte”. El acontecimiento de la hora postrera es algo que está reservado a un solo espectador. Podemos imaginar, adelantar acontecimientos, pero sólo son fantasías especulares cuya finalidad puede ser múltiple, positiva o negativa, excepto saber algo de nuestra propia muerte (el momento más íntimo de nuestra identidad personal). Tu muerte es tuya, del soneto de Agustín García Calvo.


La afirmación que se atribuye a Epicuro de que “no hay que temer a la muerte porque cuando nosotros estamos no está la muerte y cuando está la muerte no estamos nosotros” es tautológica o redundante. El predicado no añade nada al sujeto del juicio. La muerte consiste precisamente en eso.
Es completamente filistea la justificación de la muerte por aquellos que sentencian que “morir es algo natural”. Yo creo que la única muerte que nos parece natural es la de los demás (y no de todos).


Las expresiones de tránsito sobre la muerte (pasó a mejor vida, se fue al otro barrio, alcanzó la vida eterna, está con los más, descansa en paz) son eufemismos cuya finalidad es ocultar que con la muerte no cambiamos, simplemente desaparecemos.


No es menos escuálida la racionalización (un mecanismo de defensa muy poco sofisticado) de la muerte como “un hecho biológico”. En este tema defiendo un dualismo radical: ante la muerte, próxima o lejana, el cuerpo y la mente circulan por separado y a una distancia incalculable. En unas páginas memorables del segundo tomo de En busca del tiempo perdido… Proust desenvuelve para siempre (a propósito de la dramática pérdida de la abuela de Marcel) las leyes de la escisión insalvable entre materia y espíritu.


Tampoco me resulta creíble la hipótesis freudiana de la existencia en el hombre de un haz de instintos de muerte o tanáticos que nos impulsan a la autodestrucción inconsciente y al nirvana del no ser. Como argumento de una novela de Paul Auster podría resultar convincente, pero sin extrapolaciones científicas.


Heidegger diferenciaba entre fenecer, algo que le ocurre a la planta, fallecer, un acontecimiento esperado en la vida del hombre (también de los elefantes, los gorilas y los perros) y morir, una categoría existencial del Dasein o existente. La afirmación de Heidegger de que el Dasein es “un ser para la muerte” no es una tautología sino una reflexión profunda en la que se expone la muerte como un horizonte que envuelve de sentido la totalidad de nuestra estructura existencial (ese “esencial estar vuelto hacia la muerte del Dasein”).


Sócrates en el Fedón, momentos antes de beber la cicuta, tras su renuncia a huir de la prisión (el carcelero ha sido sobornado) por un sagrado respeto a las leyes que lo condenan (aunque sean injustas), consuela a sus desolados amigos, entre ellos Platón, con un elogio exaltado de la muerte… A mí me parece que no habla como un sabio lúcido, digno, sereno, sino como un peligroso fanático (este es el mensaje abreviado del Zaratustra de Nietzsche).


Decía Woody Allen que la vida es eso que ocurre mientras perpetramos nuevos proyectos. En la categoría vitalista de proyecto la idea de la muerte despliega su completa capacidad de penetración. Ese “no poder existir nunca más” amplifica la autenticidad de cada proyecto e impregna de sentimientos culpables los hábitos vulgares que nos permiten olvidar la finitud (lo que Sartre llama “mala fe”).


Es original y tronchante la manera que tiene Nabokov de tratar la angustia por la muerte en su libro autobiográfico Habla memoria:

La cuna se balancea sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve rendija entre dos eternidades de tinieblas. Aunque ambas son gemelas, idénticas, el hombre, por lo general, contempla el abismo prenatal con más calma que aquel otro hacia el cual se dirige (a unas cuatro mil quinientas pulsaciones por hora). Conozco, sin embargo, a un niño cronofóbico que experimentó algo parecido al pánico cuando vio por primera vez unas películas familiares rodadas pocas semanas antes de su nacimiento. Contempló un mundo prácticamente inalterado –la misma casa, a misma gente-, pero comprendió que él no existía, y allí nadie lloraba su ausencia.
Tuvo una visión fugaz de su madre saludando con la mano desde una ventana de arriba, y aquel ademán nuevo le perturbó, como si fuese una misteriosa despedida. Pero lo que más le asustó fue la imagen de un cochecito nuevo, plantado en pleno porche, y con el mismo aire de respetabilidad y entremetimiento que un ataúd; hasta el cochecito estaba vacío, como si en el curso inverso de los acontecimientos, sus mismísimos huesos se hubieran desintegrado.


Muchas veces le oí decir a mi amigo Miguel, recogiendo un sentir mayoritario, incluidos los creyentes (¡Dalí decía que no era creyente sino practicante!), que lo realmente cardinal de las religiones trasmundanas no es la prolongación indefinida de la vida en otro mundo, sino que en este te blindas ante la angustia con un escudo de dos caras: pase lo que pase, ganas (una variante burguesa de la apuesta pascaliana).


La demostración incontestable de la idea anterior es un funeral: el oficiante ofrece a la familia del extinto, sentada en la primera bancada del templo, el argumento dogmático de que su amado pariente está ahora gozando de la plenitud de una vida eterna en la que antes o después lo veremos nimbado de gloria… pero nadie se siente mejor ni cesan los sollozos.


Yo puedo, como Anselmo de Canterbury, imaginarme a Dios como el ser más perfecto posible, pero su perfección incluye, además de la existencia, su olvido completo de los hombres. No puedo concebir que entre las funciones inefables de Dios esté el ocuparse de una especie menor que habita en un planeta perdido. Sólo así (existe una esperanza, pero no para nosotros) cobra sentido la muerte y el mal en el mundo.


Más de lo mismo; doy mi particular versión de la famosa frase de Dostoievski en Los hermanos Karamazov: "Exista o no exista Dios, todo está permitido".


Algunos sugieren que la angustia ante la muerte es el producto de una cultura necrófoba. Está conjetura tiene su mejor sostén en los deprimentes rituales funerarios. Lo ideal tras la muerte sería, según algunos filántropos de pacotilla, partir una mañana, tras despedirte de los tuyos, a un bosque encantado para transformarte en un almendro (no concibo algo más desgarrador). La asociación de ideas me traslada a una serie infantil sobre los gnomos y al cuadro barroco El triunfo de Flora, de Poussin. Un cuento de hadas y un mito griego.


En todos los tanatorios me siento desfallecer. Pero los “modernos” son los que más me impresionan. Maderas claras de pino; paredes blancas con alegres cuadros desfigurativos; música de Haendel; pasillos neutros de palacio de congresos; se sirve un catering si lo deseas. El celebrante de la misa de réquiem habla del muerto como si estuviera de viaje en Canadá (literalmente su presencia ha volado). El camposanto parece un campo de golf con lápidas apenas visibles y cruces disimuladas en el mármol. Cuando vuelvo a mi casa tengo que estar a dieta de valium tres días.


Eran preferibles los velatorios a la antigua usanza, con el muerto en el salón rodeado de sus estrepitados familiares, amigos, allegados; las mujeres sirviendo durante toda la noche tazas de caldo con tropiezos, jícaras de chocolate con mojicones, ponche cargado y vino moscatel.


¿Qué diferencia hay entre la inhumación y la incineración? En el segundo caso la imaginación no encuentra ningún resquicio para pensar que un amigo todavía se encuentra en algún lugar entre nosotros.


Lo cierto es que desde el Paleolítico Superior, los vestigios de los primeros enterramientos indican que la muerte ha sido siempre un tránsito aciago. Invito a los expertos antropólogos a que citen alguna sociedad con o sin historia que mantenga otras pautas menos opresivas.


Sobre lo anterior. Una necrópolis es una ciudad vacía, pero ¿por cuánto pasarías allí una noche a solas con tus pensamientos? ¿De qué tendrías miedo sino de la muerte (no de los muertos)?


En la literatura de terror o de lo sobrenatural hay abundantes ejemplos del arquetipo primordial de la fantasía: el triunfo sobre la muerte. Drácula, Frankenstein, fantasmas desolados, almas perdidas, espíritus en pena… Me trae a la memoria el perturbador grabado de Durero, El Caballero, la Muerte y el Diablo: el caballero ha vencido a la muerte, pero con la ayuda del maligno.


Es mucho más verista la obra maestra de Brueghel: El triunfo de la muerte. Su sola visión silencia cualquier argumento sobre la presunción de una muerte digna.


A propósito: recuerdan el epitafio de Groucho Marx: "Perdone, señora, que no me levante”. Lo cierto es que en la tumba de Groucho Marx en el Eden Memorial Park de San Fernando, Los Angeles, no figura ninguna frase; sólo su nombre, las fechas de su nacimiento y muerte (1890-1977) y una estrella de David.
Nos preocupa la muerte porque, en privado, en compañía de nuestra soledad inmanejable, nos aferramos a la permanencia de la identidad personal por encima de todas las cosas.
La muerte es, en primer lugar, un problema biológico, después, cultural, finalmente, metafísico.


Se podría denominar a la muerte "inversión cosmológica de la realidad". Lo que habitualmente llamamos “realidad” no es otra cosa que la materia, la cual se presenta como resultado de la evolución gradual del universo a lo largo de miles de millones de años y en múltiples estados. Los grados de realidad en que se despliega la materia son los siguientes: físico-químico, biológico, neurológico, psicológico y cognitivo. Con la muerte, los niveles de realidad se invierten en el instante postrero (un borrado completo de nuestra identidad personal): cognitivo (aleteo del ángel oscuro), psicológico (sedación), neurológico (coma profundo), biológico (organismo en fase terminal), físico-químico (cadáver en descomposición).


Se dice a veces que la muerte supone la desaparición física.... En realidad, debería decir "la desaparición mental".


Como hecho objetivo, "natural" es lo mismo la muerte de un insecto que la de un hombre.
El artista se consuela pensando en la pervivencia de su memoria a través de sus obras, aunque él no exista. El pensador razona de mil maneras la forma de aceptar e incluso agradecer el triunfo de la muerte. El hombre de fe se alegra de que la inmortalidad del alma y la existencia de Dios garanticen la existencia indefinida tras la muerte. Se trata de ilusiones humanas, demasiado humanas. La muerte siega con su guadaña los versos más sublimes, los argumentos más sólidos, las oraciones más auténticas.


El único remedio eficaz (y no en todos los casos) al problema de la muerte es la religión.


Al contrario que la filosofía, la religión no necesita demostrar sus afirmaciones (o negaciones). Todas las pruebas filosóficas de la inmortalidad del alma se basan en su carácter "espiritual", término cuyo significado carece de una definición precisa y tan solo se explica mediante las propiedades imaginarias que cada pensador le asigna.


Sólo puedo imaginarme lo espiritual como un grado de vida emergente surgido en un planeta donde la consciencia ha evolucionado a lo largo de océanos de tiempo (no los escasos cuarenta mil años del hombre de Cromañón). ¿Serían inmortales esos seres?


Decía el profesor Albaladejo, especialista en historia medieval, que durante la epidemia de peste negra que asoló Europa durante el siglo XIV, la muerte se convirtió en la gran posibilidad democrática. Actualmente, la afirmación es aplicable los países del Tercer mundo (y cada día más a los del Primero).


La gran ciudad es el mejor sitio para morir. A nadie, excepto a tus próximos, le importa tu muerte; en provincias se convierte en un acontecimiento social. En mi pesadilla me veo entrar en el tanatorio de la M-30 madrileña, pregunto a la señorita del mostrador que me señala un panel donde están escritos mi nombre, apellidos y el número de una sala (cada vez distinto). Cuando me acerco, reconozco en la puerta a mi familia, parientes y amigos (algunos muertos). Cuando la viuda me reconoce, me mira con tristeza... y me despierto.


Si se hiciera una encuesta fiable sobre el ideal de una vida tras la muerte, la mayoría contestaría: “en primer lugar deseo encontrarme con mi mujer, mis hijos, mis padres, mis amigos”… ¿Pero hay una idea más torturante que soportar una existencia sin fin, incluso con tus seres queridos? A mí me parece que la solución más llevadera es la transmigración de las almas. Ser delfín, halcón, jaguar, gacela, héroe o semidiós.


Meditamos a veces sobre la persistencia tras morir en la memoria de los nuestros. Pero la naturaleza es sabia: por un mecanismo homeostático de supresión del sufrimiento, padres (si viven), esposa, hijos, allegados, amigos y conocidos nos olvidarán gradualmente pero de forma inexorable. Y esto es lo que debemos desear si los queremos.


La única forma en que concibo un paraíso ultraterreno lo más dilatado posible en el espacio y en el tiempo es la de un viajero de las estrellas que pudiera conocer las fascinantes civilizaciones del cosmos: costumbres, artes (en especial la música), técnicas, saberes, afanes, viviendas, sus placeres y sus días... Después la transmigración.


Discrepo totalmente de la afirmación de Heidegger de que "el hombre es un ser para la muerte". Para mí, el hombre es un ser para la vida y la muerte algo que nos ocurre.


Del libro El corazón es un cazador solitario, de la escritora Carson McCullers: ...la simplicidad de la muerte.


Decía Gabriel García Márquez: Morir es más sencillo de lo que parece.


La mayoría de los que temen a la muerte, en el fondo lo que temen es a la vida. (La antítesis de Brueghel: la tabla central de El jardín de las delicias de El Bosco).

¿El problema de la muerte? Lo mejor es distraerse. (Woody Allen).


El verdadero triunfo sobre la muerte es haber nacido: haber robado al no ser una inapreciable aunque fugaz existencia entre dos eternidades. El mundo de las sombras no es el de los muertos sino el de los no nacidos.

Una fantasía universal: si pudieras saber con total certeza la fecha de tu muerte, ¿Querrías saberlo? (como en los exámenes, razona la respuesta).

Para terminar con palabras de Marcel Proust:
Cualquiera que sea la opinión que nos plazca mantener con respecto a la muerte, podemos estar seguros de que no tiene ni el menor sentido ni el menor valor.

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