lunes, 28 de junio de 2010
Los extremos se tocan
domingo, 27 de junio de 2010
Paradojas y mitos de la enseñanza
La edad mental y cronológica de un alumno corren paralelas excepto en dos ámbitos: su casa y la clase. Tanto en una como en otra, el joven experimenta una alarmante regresión hacia etapas anteriores de su adolescencia e incluso de la niñez. La razón es evidente: en ambos casos saca considerables beneficios de su retorno al pasado. Padres y profesores le asignan roles que tiene superados y en los cuales se siente cómodo. El profesor le repite las cosas veinte veces, le sugiere modelos de relación interpersonal que se sabe de memoria, le disculpa sus lamentables fechorías y le exige en sus labores poco o nada. El alumno en general se escapa por la menor gatera que le dejemos franca.
A veces juzgamos las aptitudes de un alumno con la convicción de que tiene poca capacidad para el estudio, es decir, le falta inteligencia (sea lo que fuere este constructo hipotético). Craso error. Reto al profesor de cualquier materia a que invierta en una clase elegida al azar doscientos euros; que proponga a sus alumnos problemas que ni él mismo resolvería en tres días y asigne a las respuestas unos premios sustanciosos: comprobará que aquellos alumnos a los que había considerado almas perdidas son capaces de hacer relojes con una mano atada a la espalda.
Oigo con frecuencia en las juntas de evaluación que un alumno debe tomarse más en serio los estudios, tener más interés por tal o cual asignatura o avanzar en su motivación de logro (dicho esto último por el orientador). Estas afirmaciones convierten al profesor en una víctima de su etnocentrismo crónico. Por un defecto típicamente profesional supone que el rol de alumno es uniforme y, por tanto, debe responder al conjunto de expectativas que la sociedad le atribuye (especialmente los educadores). No nos engañemos. Hay alumnos para los que una clase es un entorno ajeno, un libro es un objeto hostil, estudiar no forma parte de sus intereses ni siquiera en décimo lugar y a su familia le da completamente igual lo que haga en un centro de enseñanza.
Por lo que respecta al preocupante comportamiento de los alumnos en las aulas diré lo siguiente: si un joven se levanta en medio de una explicación para hacerle una foto a otro con su móvil, saca el Marca encima de la mesa y se pone a hojearlo con estruendo, habla a voz en grito de la trompa del fin de semana con su colega de la otra punta o en un examen toca con la flauta el himno del Barça, es porque considera que este sistema de interacción es normal (es la norma). No hay hipocresía alguna en el penado que baja a Jefatura de Estudios y afirma estupefacto que “no ha hecho nada” para que le abronquen así. Evidentemente, en una entrevista de trabajo se comportará de otro modo. A esta altura determinada de los tiempos ya no existen soluciones válidas a las conquistas de la mala educación, excepto conectar (dicho sea con ánimo jocoso) un teclado electrificado a las sillas de los chicos. El bajo estatus profesional del profesor, uno de los menos valorados socialmente (hasta el punto de que el docente es considerado por ciertos sectores de las clases medias como uno más de la servidumbre) es, sin duda, una de las primeras causas del desbarajuste en las pautas de conducta.
Si hay una verdad en pedagogía es que el rendimiento y los resultados académicos de un alumno dependen directamente del grado de implicación de la familia en el proceso educativo. Muchos padres, tienen una titulación tan baja y unos conocimientos tan limitados (desgraciadamente) que les resulta muy difícil, pese a su buena voluntad, ocuparse de la educación reglada de sus hijos. Algunos salen tan temprano de su casa y vuelven de trabajar a tales horas que no tiene tiempo de nada excepto de descansar para poder reproducir el tiempo de trabajo. A otros les da igual (ya nos hemos referido a ellos) y lo único que esperan del centro es que mantenga ocupados, es decir lejos de casa, a sus hijos durante el mayor número de horas.
Por último, dos mitos: el “alumnado de calidad” y el “bien común” en el centro.
No hay nada, ninguna entidad colectiva que sea “el alumnado de calidad”. Es una mera entelequia aristotélico-tomista. Lo que existe son alumnos inteligentes (la inteligencia siempre se abre paso) distribuidos de modo aleatorio por los centros de enseñanza. En todo caso, la expresión “alumnado de calidad” es un concepto sociológico que apunta al incremento en términos estadísticos de los alumnos con actitudes y aptitudes adecuadas entre las clases altas, debido a que disponen de más recursos, mejores medios, expectativas sólidas y un entorno favorable al estudio. El hecho puro y duro es este, los juicios de valor vendrán después.
Tampoco existe algo que sea o deba ser el “bien común” en los centros. Los profesores, por ejemplo, son un colectivo (como cualquier otra asociación utilitaria) con intereses particulares que intenta mantener y defender. El problema obviamente es organizar funcionalmente tales intereses. Para eso están las normas, las circulares, la inspección, el consejo escolar o la junta directiva. El problema metafísico del “bien común” en los centros se reduce a que el organigrama profesional es el único caso conocido, la única excepción consolidada, de una burocracia sin competencias específicas o con competencias difusas, atenuadas o puramente nominales. En estas condiciones de voluntarismo desbocado los defensores morales del bien común no pretenderán, valga el ejemplo, que los esclavos se pongan a sí mismos las cadenas. Moraleja: dense competencias eficaces y háganse bien las cosas.
viernes, 25 de junio de 2010
El comic, octavo arte
¿Quién no ha tenido en la infancia sus héroes favoritos del comic?
Recuerdo, pletórico de endorfinas, las colecciones que poblaban de ilusión mis semanas (¡qué lentas pasaban entonces y cómo vuelan ahora hacia el enigma de la vejez!). En mi época de instituto, coleccionaba los cuentos del Capitán Trueno y seguía sus aventuras ¡por la justicia y la cruz! en una Edad Media de ensueño. Mi devoción por Walter Scott se fraguó en estas lides. Compartía con fervor sus amigos y enemigos, sus viajes por lugares que en aquella época todavía no se habían descubierto, sus festines pantagruélicos en los que abundaba la pata de venado y el vino bebido en cuerno, las espadas que no herían, las victorias imposibles y los castos amores del caballero cristiano con Ingrid, la princesa de Thule. Hace tiempo que han reeditado la colección completa en dos tomos, pero no me dicen nada… El conocimiento es, como proponía Nietzsche, un asunto esencialmente biológico.
Tampoco me gustaban todos los comics. Las hazañas del guerrero del antifaz, tajando infieles por la piel de toro eran siempre iguales y estaba claro desde el principio que los sarracenos no tenían ninguna opción (reflejo evidente de la España franquista); además el dibujo era abigarrado y de poca calidad. Roberto Alcázar y Pedrín, me recordaban excesivamente a los matones del régimen y nunca he soportado el comic sin sustancia, inocuo, de porrazo y tentetieso, como Mortadelo y Filemón, un par de acreditados tontainas.
Más atrayente era la titánica confrontación de Superman con las grandes fuerzas del cosmos: naturales (cataclismos, terremotos, aerolitos), artificiales (trenes desbocados, naves hostiles, robots descontrolados), humanas (los pillos de Metrópolis) y sobrehumanas (villanos galácticos con poderes inauditos). Tenían especial tirón los cuentos de Superman cuando era niño, recién caído de Kriptón, y, sobre todo, de joven, pues flagelaba dulcemente nuestras fantasías reprimidas; noche tras noche nos dormíamos tejiendo los detalles de nuestros amores platónicos con “Superwoman”, la heroína llevada al comic en un intento ridículo de extender las ventas al sexo débil. Batman y Robin, otros aguerridos defensores del bien común (o sea, de la moral puritana y del modo de vida americano) no eran nadie a su lado.
En lo más bajo de la cadena gráfica sitúo pero no comento a los descerebrados héroes de la Márbel, incluido el reaccionario Spiderman.
Ya en la universidad, tras el consiguiente vuelco ideológico, me interesé por la subcultura de los años setenta y su expresión, el comic underground, cuya figura más prominente fue Robert Crumb. Una parte de las andanzas de sus personajes (Mr. Natural, el gato Fritz, Mr. Snoid, Los Freak brothers…) se publicaron en las revistas out del momento como El víbora o Makoki, que todavía conservo bajo llave. Crumb era un maestro. En uno de las tiras se ve un recuadro lapidario, tipo cartel del cine mudo, que anuncia: “Vivimos en un mundo repleto de sistemas”. En la siguiente viñeta un mendigo tirado en la acera de una ciudad apestosa observa en derredor con mirada enloquecida y se pregunta: “¿Es esto un sistema?”.
En mis dos últimos años de carrera, que dediqué básicamente al cine y a la música, me echaron los Reyes Magos, como les pedí, la colección completa de Asterix (cuarto curso) y de Tintín (quinto curso). Los comics de Asterix y la tribu de irreductibles galos enfrentados al Imperio Romano en la época de César es un prodigio de ajuste entre el guión (Goscinny) y los dibujos (Uderzo); forma y contenido parecen hechos uno para el otro, la compenetración es biunívoca y ambos son espléndidos. ¿Quién no recuerda La vuelta a la Galia, La hoz de oro o La cizaña? Se decía por entonces que la tribu gala simbolizaba a la Francia independiente del general de Gaulle y Estados Unidos al imperio que dominó el mundo antiguo, una ocurrencia menor que sólo puede interesar a sociólogos chinchosos. He releído tantas veces las aventuras de Asterix que me las sé de memoria. Cuando murió Goscinny, Uderzo se hizo cargo del texto y las ilustraciones, pero el viento amainó y el barco dejo de navegar con buen rumbo. Seguí comprando los comics por pura nostalgia y también por completar la colección, pero algunos (por ejemplo, El mal trago de Obelix) ni siquiera los he acabado de leer.
Reconozco que las aventuras de Tintín creadas por Hergé, a pesar de su innegable calidad, no han sido nunca santo de mi devoción. Ni siquiera las entregas más logradas, como Las siete bolas de cristal, Objetivo la Luna o Tintín en el Tíbet, han conseguido arrancarme la entrega incondicional y el aplauso rendido. Reconozco la belleza del dibujo, el formato insuperable de las viñetas, el acabado de los guiones, la idiosincrasia de los personajes… Pero Tintín no me apasiona. No me sé de memoria sus andanzas y coloquios. He retomado muchas veces sus relatos con ánimo paciente, pero con frecuencia me han proporcionado pesadas digestiones.
Una vez me hube licenciado (suena a novela mala), lo primero que hice fue comprarme la colección completa de Mafalda (diez originales cuadernillos apaisados). Toda la sociedad bonaerense, en realidad la vida misma, está reflejada en las inteligentes viñetas de Quino. El materialismo sin fisuras de Manolito, hijo de laboriosos emigrantes gallegos; las aspiraciones pequeño burguesas y el carácter mezquino de Susanita; la ingenuidad, ¡el valor supremo de la inocencia!, de Miguelito un diamante en bruto a salvo del proceso de socialización; Guille, el avispado hermanito de Mafalda, arrojado recién a un mundo de frustraciones… Y Mafalda, una niña a la vez prudente y atrevida, fisgona y gentil. Resulta admirable constatar cómo Mafalda y sus amigos no dejan de soltar verdades como puños sin que jamás resulten redichos o pedantes. Después de leer una y otra vez las agudas reflexiones de Mafalda comprendí que mi educación sentimental había comenzado.
Tanto Asterix como Tintín son héroes asexuados. Al menos, el forzudo Obelix, su camarada inseparable, se enamora como un colegial de la gentil Zaza en El regalo del César. Asterix sencillamente huye de las mujeres y Tintín las trata como si no existieran, lo que ha dado pie a morbosas conjeturas sobre las inclinaciones de ambos. Al otro lado del mapa se encuentran los comics voluptuosos del italiano Guido Crepax (ideología al margen), inconfundibles por su dibujo y sus técnicas narrativas, con un elenco de olímpicas bellezas, las más sensuales y deseables que ha dado el pincel; entre otras, Valentina, Barbarella, Emmanuelle, Justine, las esclavas sexuales de La Historia de O...
La propuesta de Crepax a los varones domados de la generación de los cincuenta fue el descubrimiento de un ámbito nuevo de realidad, de un territorio salvaje todavía sin hollar: el erotismo. Invoco la sinceridad de Juanjo, un vecino de siempre, arquitecto de profesión, casado y sin compromiso, quien tras apurar con los amigos el tercer combinado, confesaba con el corazón en la mano: la verdad, yo no sé si he conocido alguna vez el erotismo… Los comics de Crepax revelaron a sus lectores, quizás prematuramente, que no puede haber separación entre el amor y el deseo, la atracción y el placer, pues son una y la misma cosa. En los relatos de Valentina, una de sus ocasionales amantes, la francesa Catherine, mientras la desnuda con oficio, le susurra dulcemente las palabras mágicas: a mes mains son placées et fondeés tous les plaisirs acumulés.
Ya en la edad madura tuve la suerte de descubrir a Maitena, nacida en Buenos Aires, la hermana mayor de Mafalda. Os recomiendo su página Web. Para mí, lo mejor de Maitena son los cinco libros de comics titulados Mujeres alteradas. Son una fenomenología completa de la conciencia posmoderna. Nadie piense que sólo circulan por esas páginas mujeres pintorescas; al contrario, hombres de todas las tallas, con y sin complejos, entran y salen de la gran viñeta del mundo. Todos los temas que atañen al hombre como animal social están pintados por Maitena con gracia y saber. El carácter fragmentario de su obra es sólo aparente, pues tras las innumerables clasificaciones, descripciones, prescripciones y emociones se vislumbra un sistema completo, construido con las respuestas de la autora a los problemas fundamentales de la existencia: qué puedo conocer (una lúcida reflexión sobre la dimensión biológica del conocimiento), qué debo hacer (una defensa heterodoxa de cierta ética de circunstancias basada en el humor y la tolerancia), qué me cabe esperar (una aproximación a la alegría de vivir) y, por fin, qué es el hombre (síntesis de todo lo anterior y radiante conclusión del proyecto de Maitena).
P.D. Algunos correos me sugieren (con razón) que vivo anclado en el pasado, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX.
Sólo una aclaración: nunca he dicho la frase, vulgar y falsa, de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Aunque reconozco que por desgracia no comprendo bien el mundo en que vivo. Pienso en todo caso, valga de alegato, que al presente le falta por definición un hervor y que sólo el tiempo, la razón histórica de Ortega, decantará el vino de los posos. Sólo la pátina del tiempo hace de los productos culturales algo valioso y comprensible. Recuérdese, como botón de muestra, lo que le aconteció a Joyce con su inmortal Ulises. En todo caso, esto no expresa ninguna verdad objetiva sino sólo un punto de vista.
domingo, 20 de junio de 2010
El kitsch
- El individuo dotado de mal gusto. El kitsch entendido como una cualidad no de las obras, sino del sujeto, del consumidor o “fruidor”, es decir, del individuo propenso a disfrutar de las obras de arte y de los objetos y manifestaciones de la cultura, de manera equivocada, deformada o aberrante.
En esta primera entrega vamos a servirnos de numerosos ejemplos para ilustrar el primer significado del término.
Es sabido que el kitsch está vinculado con frecuencia al denominado “arte popular”, al arte de masas en sus manifestaciones más discutibles, entre las que se cuentan la pegadiza canción del verano, la consabida novela histórica que presenta un secreto cuya verdad hubiera cambiado el mundo, el último álbum de un grupo roquero rebosante de decibelios o la dudosa sala pop que expone con el título de Omphalos I al XVI una maligna serie de lienzos cubiertos de rayas negras y fotografías de personajes atrabiliarios.
Es kistch también la interpretación desgarradora y aguardentosa, a ritmo sincopado, que Ray Charles hizo del inspirado tema de los Beatles, Yesterday.
Una variante inversa del kitsch es la popularización innoble que la industria cultural y la publicidad hacen de obras de arte auténticas: la Gioconda utilizada como reclamo de una pasta dentífrica, el allegro de una sinfonía de Mozart en versión de jazz o el tema del andante de un cuarteto de Brahms convertido en la banda sonora de una película pastelera; más ejemplos: las recargadas columnas corintias de la mansión rural de un nuevo rico de Arizona, la Biblia narrada en historietas, la novela de Víctor Hugo Los miserables resumida y mutilada para reducirla a lectura de ferrocarril o un abominable refrito de La Cartuja de Parma de Stendhal servido en uno de los números del Reader’s Digest.
Un caso menos evidente de kitsch son los libros que incluyen reproducciones de los cuadros de los maestros de la pintura con alteraciones relevantes del tono, la luz, la intensidad de los matices y, en general, de la paleta de colores. Esta desviación del original puede dar lugar a la adulteración de la percepción y el concepto de la obra.
También se da el caso opuesto, la elevación kitsch de un dragón con aspecto vagamente oriental, decididamente fraudulento y pasado de moda, al rango de pieza única de un valor inapreciable.
O la combinación recargada de prendas de vestir y complementos que por separado son objetos de diseño… Un pareo blanco de Antonio Barba, un bañador de la firma Mari Claire, un sombrero de verano de Armani, unas gafas de sol Carrera, un bolso de Loëwe y, el toque final, unas sandalias de Sergio Rossi a juego con el bañador (y no por casualidad), puede resultar un conjunto explosivo capaz de desacreditar a la más elegante mujer de mundo.
Por definición el “gran arte” está a salvo del kitsch, aunque puede haber ciertas obras que se sitúan en el límite, incluso dentro de los confines del mal gusto. A propósito de esto, Umberto Eco en su obra Apocalípticos e integrados cita como ejemplo de contaminación estética algunos pasajes de la novela de Hemingway El viejo y el mar, a los que califica de pastiche. En obras como esta, el pathos, el sentimiento auténtico, resbala imperceptiblemente hacia esa forma inferior, propiamente kitsch, que es el sentimentalismo, es decir, la búsqueda del efecto dramático fácil como un fin en sí mismo. El kistch funciona en este caso no como una mala imitación del arte sino como un sustitutivo destinado a conseguir una fruición más superficial y rápida.
Otro ejemplo de deslizamiento del arte hacia los falsos valores del kitsch son las adaptaciones que los estudios cinematográficos y el star system de Hollywood hicieron hacia los años cincuenta de obras maestras como Guerra y paz o Madame Bovary.
Es kitsch el uso fuera de contexto, alienante, sin intención, sin venir a cuento, de materiales para-artísticos que han sido utilizados antes con validez en ciertas obras genuinas (versos fáciles insertados hábilmente en un texto literario o la presencia en el lienzo de materiales triviales como la arena, humildes como la arpillera, de desecho como la harina de loza o el papel de periódico). Muchos cuadros de pintores neófitos que pretenden redimir su inexperiencia con los excesos de la originalidad caen en esta vieja trampa.
También resulta sutilmente kitsch la degradación de un objeto valioso en un entorno inadecuado: por ejemplo, la presencia de una luminosa cómoda chippendale en una tienda de muebles antiguos rodeada de groseras falsificaciones.
Más ejemplos: según contó el secretario de Gustavo Tornes, pintor conquense y decorador de primera fila, una dama adinerada de la “gente guapa” de Madrid le pidió que se ocupara de la decoración de su flamante palacete; en su primera entrevista, el artista, tras advertir que el salón principal estaba atiborrado de objetos labrados en plata, legítimas alfombras persas, cuadros de gran valor, tapices de la Real Fábrica y mandarines de marfil puro, le sugirió que era indispensable aligerarlo y darle otra orientación… La dama se resistía. Señora, le dijo Torner, esta habitación parece un anticuario. Pues es todo muy bueno, le respondió amoscada. ¡Por supuesto, dijo Torner, si no fuera así le hubiera dicho que parece un bazar!
O al revés, ciertos objetos de pacotilla, insustanciales y risibles, fueron revalorizados por la estética surrealista hasta convertirse en fetiches indispensables en la ornamentación de toda casa que se preciara de estar a la altura de los tiempos. Pájaros disecados, relicarios, ex votos u ofrendas populares, figurillas de cera en campanas de cristal, chillones cojines japoneses, bustos de Napoleón… Omnipresencia del kitsch.
miércoles, 16 de junio de 2010
El efecto Photoshop
Pero no. Quería referirme exclusivamente a los pps que podríamos denominar como “artísticos o de buen gusto”. Son muy variados, pero tienen algo en común que me ha incitado a decir del tema. Si se trata, por ejemplo, de la Capilla Sixtina, proliferan los detalles excesivos, como el reiterado primer plano del dedo de una Sibila, o al revés, un conjunto de la estancia tan prolijo que es imposible procesar la información que contiene. Si es la catedral de Chartres, se muestra el angular exagerado de una capilla lateral, si es un cuadro de Velázquez, el picado central desde un socavón imaginario; el David de Miguel Ángel (irreconocible) no parece que mida cinco metros sino cincuenta y su trasero resulta enorme y desproporcionado en relación con la cabeza; si se trata de un paraje, por ejemplo un tranquilo lago canadiense, la cámara se sitúa al ras del agua para ofrecer una visión imposible de los cuatro elementos.
Si es la incomparable Hoz de Tragavivos, excavada por el río Guadiela en la Serranía de Cuenca, la fotografía nos muestra el plano corto de la cabeza y las alas de un quebrantahuesos volando, por debajo del cual contemplamos un panorama lejano, borroso, informe que bien podría ser la vega de Granada o la taiga siberiana. Para empezar, en Tragavivos no hay quebrantahuesos sino buitres. Además, sus quebradas, cortados y pozas tienen una personalidad inconfundible, única. He tenido la oportunidad de atravesar la hoz con mi hermano, un viejo amigo y el perro de mi padre; he pescado y dormido en ella, he oído sus ruidos nocturnos… la composición que nos proponen es una parodia sin sentido.
Si se trata de la Muralla china, nos deslumbran con una vista de pájaro que abarca la totalidad del perímetro defensivo y, prácticamente, toda China. La fotografía parece hecha desde un transbordador de la NASA… Si es un palacio rococó (uno de los temas favoritos del subgénero) la perspectiva de la escalera central es tan desmedida que parece el hueco en espiral del ascensor de un rascacielos o la rampa central que circunda la torre de Babel: si visitáramos al día siguiente el monumento en cuestión no lo reconoceríamos aunque tuviéramos seis ojos.
La mayoría de estas presentaciones no son fotografías del natural, sino que han sido confitadas con el famoso editor gráfico Adobe Photoshop. El resultado de esta transmutación informática, de este collage a escala planetaria, de este “corta y pega” universal, es que los valores estéticos de sorpresa y originalidad se han convertido en una farsa aberrante.
(La realidad, los elementos, la fiesta de la naturaleza, la obra de arte, los colores y los cuerpos son bellos en sí mismos; su verdad se muestra sin artificios y, en ningún caso, existen ensueños sustitutivos).
lunes, 14 de junio de 2010
El lenguaje de la política
Analizar la gramática del lenguaje político supone
retornar y retomar las ideas realistas en torno al tema de Maquiavelo
(1469-1527), el pensador renacentista que las fijó para siempre.
En primer lugar, si queremos
entender el problema propuesto, debemos centrarnos empíricamente en lo que la
política es, no en lo que debiera o pudiera ser. La primera consecuencia de
este planteamiento es la autonomía del lenguaje político, es decir, su independencia
o desvinculación de otros lenguajes de rango superior.
El lenguaje de
la política, por tanto, no está subordinado a la religión, como pensaban los
teólogos medievales como Agustín de Hipona o Tomás de Aquino, y piensan ahora
los teóricos del fundamentalismo, sean islamistas, budistas o cristianos.
Tampoco está subordinado a la
ética, como afirmaba en la antigüedad Aristóteles y en nuestros días los
honestos pero ingenuos defensores del universalismo cultural, para quienes el
ordenamiento jurídico que vertebra la sociedad civil debe recoger, proteger y
fomentar los derechos humanos que formula la comunidad internacional. No
acaban de reconocer que tales derechos, condenados a superestructura
del liberalismo económico, son el aceite lubricante, el bálsamo del capitalismo
industrial y financiero
Tampoco el lenguaje político está
vinculado a la antropología, como sugería Platón, al defender que el Estado
ideal debe construirse a partir de la división del alma humana en sus partes
constituyentes (racional, emocional e instintiva); y ahora defienden los
partidarios del naturalismo jurídico, quienes mantienen que del análisis
racional de la naturaleza humana se siguen unos principios y normas universales
(derecho natural) que fundamentan el entramado legal de la sociedad
política (derecho positivo). Otra ideología metafísica al servicio de la
propiedad privada y los mercados.
Tampoco el lenguaje político está
supeditado a la utopía, género costumbrista cultivado con profusión durante el
Renacimiento (Moro, Campanella, Bacon) y actualmente plasmado en ciertos
proyectos tecnocráticos inquietantes a pesar de ser ciencia ficción, o en
los programas de las “izquierdas evanescentes” que especulan con quimeras en la
vieja Europa mientras la derecha gobierna.
Tampoco está
sometido a las reflexiones de la razón práctica. Por muchos argumentos que
aportemos a favor de una determinado tesis política, al final, como dictaminó
acertadamente el emotivismo de Hume, quien acepta la idea y decide la
orientación -es decir vota- son los sentimientos; de ahí que el electorado de
un país sea sorprendentemente fiel a sus afectos. A nadie se le escapa que no
votamos con la cabeza y que las consideraciones que influyen en nuestras
aprobaciones o desaprobaciones políticas son cualquier cosa menos racionales.
El lenguaje de la política ni
siquiera está sujeto a los dictados de la lógica: es perfectamente válido para
un partido político defender unas ideas mientras está en el poder y justamente
las contrarias cuando está en la oposición (con los mismos nombres y
apellidos).
Esto no
significa que la política real, la única que merece tal nombre, deba ser
contraria a los dogmas religiosos, a las normas éticas, a los pilares de la
condición humana, a las aspiraciones irrenunciables de la vida social, al uso
práctico de la razón o a las normas inmutables de la lógica. En absoluto, lo
que debe hacer es utilizarlas para sus fines. El buen político, debe aparentar
respetar, cumplir, seguir, desear, distinguir, adecuarse… si eso contribuye al
buen gobierno de su nación, y si conviene lo contrario hacerlo igualmente y con
la misma firmeza.
Un
príncipe, decía Maquiavelo, puede utilizar a un cruel jefe de policía para
reprimir violentamente una rebelión de campesinos y después de sofocada puede
acusar al jefe de inhumano, juzgarlo y ejecutarlo a fin de aplacar el odio de
los represaliados. Así habrá matado dos pájaros de un tiro.
Asimismo, determinados valores
éticos, como la amistad, no tienen ningún significado político, porque, como
dice Maquiavelo, un político que tenga amigos puede hacerles confidencias que,
en otro momento, pueden publicar por enemistad surgida o por ambición personal,
lo cual es contrario a la eficacia y al buen gobierno de la comunidad.
¿Cuáles son las reglas
específicas del lenguaje político, su gramática universal?
Se pueden
resumir en las siguientes:
- Aspirar al poder sin ninguna limitación o
condición como el fin último de la política al cual se reducen y
subordinan todos los demás.
- Conseguir el
poder, para lo cual todos los medios son lícitos: este es el significado de la
frase “el fin justifica los medios”, que nunca dijo Maquiavelo, pero resume a
la perfección su pensamiento político.
- Mantener el
poder mediante la valía personal (“virtù”) del gobernante y la
utilización sistemática de los lenguajes extrapolíticos tanto en sentido
positivo como negativo
- Extender el
poder, ya que cuanto mayor es el poder acumulado y menores sean las trabas, más
fácil resulta gobernar eficazmente.
- Establecer
el bien común, pues sólo el cumplimiento de las anteriores reglas garantiza el
ejercicio cabal de la política. Dicho con otras palabras, el gobernante que no
las cumple es un mal político. Y si un gobernante no desempeña su cometido, el
resultado es inevitable: antes o después pierde el sillón en favor de
otro.
El amor
ilimitado al poder es la única garantía del buen gobierno.
Sin duda la
degeneración más grave de la política consiste en sustituir el respeto estricto
a las reglas por la ambición. El político ambicioso las usa para alcanzar
la satisfacción de sus intereses personales. En esto consiste precisamente la
corrupción política y su corolario: la creación de una amplia red de
influencias sociales en todas las direcciones, desde repartir puestos de
trabajo, prebendas mercantiles o entradas para el combate de boxeo.
Llevaba razón Platón allá por el siglo V a.C. cuando al exponer en el diálogo de madurez República su concepción de la justicia y del Estado, mantenía que entre las castas que componen la sociedad ideal (los gobernantes sabios, los guardianes armados y los productores de bienes), las dos primeras, las encargadas de la dirección política, debían vivir en un régimen de comunismo total, sin propiedades ni familia, ya que sólo así era imposible la ambición y la corrupción personal, propiciando además la exclusiva dedicación de las clases dirigentes al servicio de la comunidad.