viernes, 11 de diciembre de 2015

Guillermo Brown siempre a flote



Siempre que encuentro alguien más o menos de mi edad, de gustos teóricos o éticos semejantes a los míos, alguien, en suma,  que entiende la vida como yo (es decir, que no la entiende en absoluto), no tengo que bucear mucho tiempo en lo más íntimo y congenial de sus recuerdos para que aparezca, nimbado de gloria, Guillermo Brown.
Fernando Savater, La infancia recuperada

Si hay un personaje literario que ha ocupado mis tres edades del hombre (¿o hay más?) ese es Guillermo Brown, el niño creado por la escritora inglesa Richmal Crompton a lo largo de treinta y ocho libros de apasionantes relatos. Títulos memorables como Guillermo el proscrito, G. hace de las suyas, G. el genial, G. el gánster, G. el luchador, G. el incomprendido, G. el amable, G. el rebelde, etc. Gran parte de la ironía y el buen humor que aun me quedan provienen de las aventuras de Guillermo. ¡Nunca me recuperaré de tanta felicidad! Tenía la colección completa de aquellos libros estupendos de la editorial Molino de portada sugerente, papel firme, letra grande y dibujos de trazo grueso que nos recuerdan el meollo de la acción; pero los he repartido a lo largo de los años, a mis hijos, a los amigos de mis hijos, a los amigos de los amigos de mis hijos. Tengo la impresión –por el silencio y la falta de entusiasmo- de que no se han leído más de diez páginas de aquellos dones impagables. A las nuevas generaciones les interesan otras cosas que no estoy dispuesto a repetir. Los libros originales de Guillermo son inencontrables. La editorial los ha reeditado en formatos insulsos (y me voy al eufemismo por respeto al personaje). Algunos se pueden conseguir de segunda mano en internet, otros en librerías de lance medio, por ejemplo en la Cuesta de Moyano. En ningún caso baratos.
Hace un año la misma editorial ha publicado (sin dibujos y con letra de mayores) un primer volumen recopilatorio titulado Las aventuras de Guillermo, que me puesto a releer al instante tras abandonar un fárrago infumable. ¡Qué delicioso reencuentro! Toda la fauna de la Inglaterra victoriana desfila por los episodios de R. Crompton en la mejor tradición del costumbrismo dickensiano. Aunque la sátira social es mucho más divertida que los Papeles de Pikwik donde todos los estrafalarios personajes son tontos del haba sin remedio. El lugar es un pueblo muy conservador y muy anglicano de la Inglaterra profunda, si es que este adjetivo se puede aplicar con rigor a los ingleses, demócratas de toda la vida, de toda la historia se podría decir. Guillermo pertenece a una familia de la clase media en la que el estatus social se dispara sobre otras con los mismos ingresos de, por ejemplo, una gran ciudad como Londres. Un medio social que no tiene que ver con la vida "en provincias" a la francesa. Ni con el cuelgue del terruño ancestral a la española. Es otra cosa que no sabría explicar. Nada de palurdos ni campos arados. Nada de fiestas ni romerías. Simplemente muy británico... En fin, con el anuncio de nuevas entregas sobre la saga voy a dedicarme a la tormentosa “relación” de cada miembro de la familia Brown con Guillermo y viceversa: desde el padre hasta el perro.
El señor Brown es un sólido varón de rutinas que hace oídos sordos a cualquier indicio de problema familiar, incluso si se lo tropieza en el pasillo. Es el arquetipo jungiano de patriarca del imperio colonial en batín zapatillas y pipa detrás de un periódico. Seguro de sí mismo pero "tolerante", conservador pero realista, de perfil plano pero con un razonable sentido del humor. Ignora a Guillermo por creer que el mundo de los niños es inaccesible (¡y más el de su hijo!) y porque cualquier falta de noticias, de no saber de Guillermo, significa un día más de paz en su sillón. Cuando se sientan a cenar lo mira fugazmente, con aprensión: las uñas descuidadas, el corbatín por el hombro, el pelo greñudo, el traje con las huellas de la última pelea de los proscritos... Que sea su madre la que se ocupe de los desperfectos, piensa. Rara vez lo sermonea, pero no porque no tenga motivos sino porque son demasiados;  y porque en el fondo considera a Guillermo un caso perdido. Uno de los valores victorianos más arraigados es la creencia en el destino. El niño, por su parte, equilibra al azar la cantidad de bien y de mal que ronda el mundo paterno. Es cierto que a veces Guillermo le da quebraderos de cabeza, pero también que le libra de amigos pelmazos, visitas inoportunas y vendedores inmunes al “lo siento”. Es lo que un pedante psicoanalista llamaría una relación ambivalente sin contenidos concretos.
La señora Brown (la madre de Guillermo para los proscritos: Pelirrojo, el lugarteniente, Douglas y Enrique) reparte el tiempo entre las labores domésticas y la vida social: toma el té por turno en casa de sus amigas, juega con la madre de Douglas el campeonato mensual de bridge, prepara una conferencia sobre prevención de la gota en la Casa de la Cultura o participa en una tómbola benéfica bajo el manto protector del vicario que siempre le pregunta por qué su hijo se cruza de acera cuando lo ve o acude tan poco a la catequesis. Lo cierto es que las relaciones del vicario con Guillermo no son especialmente cordiales porque si se lo encuentra en la calle le recuerda con cara patibularia la mugre de sus orejas, los zapatos embarrados y lo mucho que él y sus compinches desafinan en el coro dominical; y al despedirse no faltan pellizcos y pescozones. La señora Brown es una buena madre, incluso si Guillermo cumple un castigo por la última ocurrencia, por ejemplo jugar a los disfraces con el saco lleno que ha dejado el deshollinador detrás del cobertizo; entonces, antes de que se duerma, le lleva en secreto a la cama una enorme ración del pudding prohibido; aunque hace tiempo que ya no se traga el convincente simulacro de Guillermo enfermo por la mañana tras no haberse estudiado por enésima vez los verbos franceses.
Por lo demás, cuando en medio de una edificante obra de teatro en el Club Social del pueblo aterriza en el escenario un tropel de niños semidesnudos y aullantes encabezados por su hijo para mostrar sus habilidades dramáticas, la señora Brown opta por un moderado ataque de nervios o por un leve desmayo hasta que la sacan del local. Guillermo, por su parte, considera a su madre, como todos los niños, una fiel aliada, por lo que en los abundantes casos que sostienen discrepancias insalvables nunca le cuenta mentiras sino que le matiza su punto de vista: no comprendo para que hay que estudiar los estúpidos verbos franceses, nadie en el pueblo habla en francés, cuando sea mayor no pienso ir nunca a Francia, vosotros tampoco habláis francés, ni los padres de Pelirrojo

Guillermo tiene dos hermanos mayores y por las diferencias de edad posiblemente sea el resultado de un embarazo inesperado. Ethel es una linda jovencita de ojos azules, melena pelirroja y coquetería a raudales. Siempre hay un admirador de turno al que Guillermo exprime como un limón durante el corto período en que el joven disfruta del vago interés de su hermana. A cambio de decirle lo que quiere oír (todo inventado), de sugerirle favores que inclinarán de su lado la balanza y hacer de mensajero con billetes amorosos (que Guillermo y los proscritos leen en el cobertizo entre grandes risotadas) recibe propinas onerosas que invierten en golosinas y vituallas. Hasta que el ciclo toca a su fin, decae el interés de Ethel, la débil llama se extingue y surge sin disimulo el fastidio sartriano del otro. Guillermo sabe de sobra que ha llegado el momento de quitarse de en medio porque a partir de ahora  el joven puede ponerse muy desagradable. Ethel, que ignora tan pingües negocios, huye de su hermano menor por considerarlo un foco de problemas y un riesgo para sus planes (frustrados más de una vez por la intrusión de Guillermo y sus amigos, impresentables en su opinión). A su vez, Guillermo considera a su hermana, además de una fuente de medias coronas, una cursi relamida y una chivata. Nunca podrá entender las razones por las que ciertos infelices pierden la cabeza por ella.
Roberto, el hermano mayor, es un lechuguino de traje planchado y gomina que descubre todos los meses el amor de su vida en una beldad local que ha florecido en primavera o en una visitante de las muchas que se acercan al pueblo en vacaciones. Imagina que la adora sin condiciones, suspira en su cuarto por la noche pero no mucho, pierde el apetito relativamente y escribe versos arrebatados que declama de forma estentórea en el jardín ante un auditorio de proscritos y simpatizantes ocultos detrás del seto. Pero lo único que Roberto realmente adora es su propia persona. Se mira en el espejo y se gusta, se asombra de su estilo, “de su clase”. Las agraciadas (rivales mortales de Ethel), que no son tontas y menos en cuestiones sentimentales, pronto se dan cuenta de su majadería invencible y se ponen a cubierto. Alguna lo soporta una semana para realizar una investigación de campo sobre los recodos del alma masculina. Entonces el galán la lleva a su casa para presentársela a sus padres (nada emocionante para la joven) que se miran perplejos ante la desternillante puesta en escena; pero no hace lo mismo con Ethel para evitar miradas gélidas y epigramas, ni con Guillermo, para esquivar planes siniestros. El niño, en pleno período de latencia, no logra comprender que tienen las chicas para ser tan interesantes. Sólo una es distinta por su talento y osadía, sólo ELLA será digna de compartir las aventuras de los proscritos y merecer la rendida admiración del grupo: no es otra que la sin par Juanita. Las demás suelen ser remilgadas, aburridas, van vestidas de punta en blanco y si se acerca más de la cuenta le dicen cortantes: Adiós Guillermo, no queremos jugar contigo porque eres un niño bruto y maleducado
Pero la tarde es joven y hasta mañana no hay que volver al odiado colegio. Siempre les acompaña Jumble, el chucho de Guillermo que como su propio nombre indica es una mezcla indescifrable de razas y pelajes. Corretea al lado de los proscritos, se mete con ellos en todos los charcos y zarzales, los mira con ojos encendidos cuando se suben a los árboles y corre detrás de conejos imaginarios al grito de ¡Atrápalo, Jumble! Hoy puede ser de nuevo el personaje de una peligrosa aventura, hacer de monstruo prehistórico, caballo de rodeo o león de la sabana. Tiempo hay de averiguarlo. Lo único seguro es que Jumble ladrará alegremente a las mariposas, saltara entre los arbustos, saludará a los vagabundos y, si el demonio lo tienta, plantará sus patas delanteras en el vestido inmaculado de una niña o se meterá entre las botas de un guardabosques furioso que los persigue por haber cortado ramas para hacerse una cabaña. Mañana el padre de Guillermo recibirá una nota de su amigo el juez de paz.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Historia de la filosofía. Sartre, el fantasma de la libertad


Según Jean Paul-Sartre (1905-1980) el hombre es constitutivamente un ser libre. La conocida frase la existencia precede a la esencia significa que no hay ningún elemento identificador, ninguna propiedad esencial, ninguna definición que nos permita comprender en qué consiste la naturaleza humana. El hombre es... cualquier cosa que haga de sí mismo. Somos como el personaje de una novela que se construye en cada página.
La antropología filosófica se enfrenta sin solución con el carácter irreductible del sujeto. Cada hombre es un proyecto abierto, una existencia por hacer sin que podamos avanzar un paso en sus atributos. El yo vacío (una entelequia) es anterior a cualquier acto de la voluntad. Cualquier determinación es posterior y forma parte de un proyecto en curso. A la pregunta crucial sobre cuál es el sentido de la vida, la respuesta es: el que cada uno quiera darle. El sentido, por lo demás, es la suma de las elecciones que hacemos en cualquier momento.
La existencia del hombre es pura indeterminación, nadificación, existencia no mediatizada sin que nada la oriente. Es una libertad puramente abstracta, formal, no establecida por valores o fines previos; una existencia en la que todo cabe como proyecto al que no es posible renunciar. No podemos no elegir (incluso cuando elegimos la opción del suicidio). No somos libres de dejar de ser libres. Aunque decidamos que otros, los sabios, los principios religiosos o los usos sociales elijan por nosotros, estamos ya escogiendo un modo de ser. La función de la sociedad como sistema compartido de reglas es apartar al individuo de la exigencia radical de su mismidad. El infierno son los otros.
Ese elegir ilusorio el no ser nosotros mismos es lo que Sartre llama la mala fe. La mala fe consiste en el vano intento de evitar la angustia de decidir (lo cual tenemos que hacer en cualquier caso) y trasladar la elección a otras instancias. Los cobardes se esconden bajo las normas.
Lo contrario de la mala fe es la autenticidad, la conciencia segura o frágil que asume la carga insoslayable de la libertad. Quien es auténtico asume la responsabilidad por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo que es. A partir de la carencia original que supone la libertad vacía, sin referencia ontológica (el mundo como tal es opacidad impenetrable), ideológica (incluida la idea de Dios) o axiológica (valores éticos), la existencia, un espacio indefinido, intenta delimitar su esencia sin que pueda renunciar a ese quehacer angustioso e incierto. Estamos condenados a ser libres. (El existencialismo: una filosofía de entreguerras).

viernes, 13 de noviembre de 2015

El ángel de la muerte


Hay cinco formas esenciales de la muerte trágica.
Cuando mueres joven.
Cuando muere un niño.
Cuando muere un hijo antes que el padre.
Cuando mueres demasiado viejo.
Cuando mueres en la plenitud de la vida.

En la última se produce la escisión antagónica de cuerpo y alma. Está descrita por Proust en la búsqueda del tiempo perdido cuando reflexiona sobre la muerte de la abuela de Marcel. Su prosa, frases sin riberas, es un ancho Nilo del lenguaje en el que se desbordan las fértiles aguas de la verdad (Walter Benjamin). El cuerpo material, enfermo y acabado, se rebela contra el alma espiritual, activa y diligente, presta a la andadura, llena de sabiduría y prudencia. Los grandes artistas, como Thomas Mann, se han obsesionado con la idea de la muerte. En su obra maestra, La Montaña Mágica, cuerpo y alma están unidos de forma antinatural, son enemigos irreconciliables, principios excluyentes. El ascenso del espíritu de los pacientes del sanatorio alpino es paralelo a la consunción de sus cuerpos. Exitus letalis.

El alma, la parte no natural del hombre, el milagro del pensamiento y la palabra. ¿Cómo es posible relacionar el cerebro, esa masa blanda y rugosa, con Las bodas de Fígaro, La divina comedia o Don Quijote? Veni Creator Spiritus, el comienzo de la Sinfonía número 8 de Gustav Mahler: un canto coral a la vida perdurable, a la redención de la finitud por la música. Sólo el arte puede engañar a la parca permitiendo al escritor, como Sísifo, vivir en la memoria colectiva... O al revés, El triunfo de la muerte de Pieter Brueghel: en vano un caballero desenvaina su espada contra una legión de cuerpos descarnados. Todos los estratos sociales están incluidos en el cuadro sin que el oro, el poder, la religión o el arte puedan salvarlos (¿aparece el pintor en el cuadro?). Solo el amor carnal permite olvidar un instante: una pareja en la parte inferior permanece ajena a la muerte.

El cuerpo, la parte natural del hombre. La filosofía de Alan Watts y la generación beat: el cuerpo es el verdadero templo del espíritu; abarca la totalidad del universo, es la conciencia cósmica, el yunque de los sentidos, el recipiente de la libertad sexual y las perversiones. Morir joven es el ideal de los que apuran hasta la última gota de la copa. Jack Kerouac murió a los 47 años debido al alcoholismo. William Borrougs, adicto a la heroína, descendió una y otra vez a los infiernos. Allen Ginsberg, el poeta del grito, la libertad sexual y la locura, buscó la lucidez en el peyote y el ácido lisérgico. Splendet dum frangitur.

Cuerpo y alma unidos y separados. El dualismo permite desafiar al ángel de la muerte. La resurrección de los cuerpos y la transmigración de las almas. Platón demostró mediante cuatro pruebas la inmortalidad del alma. La del hombre de conocimiento retorna al mundo de las ideas donde recobra su origen divino. Puesto que no podemos vencer a la muerte que sea un aliado. La filosofía es una preparación para el último viaje. El alma anhela el tránsito y culminar su destino. O el postulado kantiano de la inmortalidad del alma: la razón práctica exige el cumplimiento pleno de la virtud, el acuerdo final de la voluntad con la ley moral, la perfección inalcanzable en este mundo... Un ideal que sólo puede realizarse si la existencia se prolonga de forma ilimitada en el tiempo. Luego el alma tiene que sobrevivir al cuerpo. Un más allá pietista, protestante, poblado de pálidos fantasmas bruñendo eternamente los tesoros de la santidad. O al revés, la negación de los espíritus de Kant en los versos finales del segundo soneto teológico de Agustín García Calvo.

Pero no hay Dios ni hay Ley que a contradanza
no se pueda bailar. Tu muerte es tuya.
Tu no saber es toda tu esperanza.

domingo, 25 de octubre de 2015

El retrete parisino


Según el psicoanálisis, la cultura ha ejercido una triple función antropológica: reprimir los instintos originando con ello un montón de neurosis, actos fallidos y sueños incomprensibles; transformar las pulsiones reprimidas de los instintos en energía socialmente útil, o sea, trabajo; y domesticar los instintos mediante su permanente adaptación al entorno, o sea, inventos. Así, en el último caso, los airbags de los coches o la medicina preventiva serían modificaciones culturales del instinto de supervivencia, los sex-shops del instinto sexual, los preservativos del instinto de reproducción, las armas del instinto de agresión-defensa y los retretes del instinto de eliminación de sobrantes. Hagamos un poco de memoria histórica de estos últimos.
Según cuentan las crónicas, el primer sistema de retretes moderno surgió a la vez en Londres y París. Con la llegada del agua corriente y el alcantarillado a las ciudades a mediados del siglo XIX también llegaron los servicios y la democratización del aseo. En Francia se denominaron originalmente armoires d’eau (literalmente “armarios de agua”, expresión procedente de la inglesa water closet); también se los llamaba de forma elegante cases d’aisance (“compartimentos de desahogo”). En realidad se trataba de un espacio reducido con un inodoro sin taza o agujero en el suelo. Datan de 1840 y se deben a la iniciativa del prefecto de policía Monsieur Rambuteau quien ordenó la instalación de servicios (toilettes) en todos los hogares.
No obstante, fue preciso esperar diez años para que se construyeran unos retretes más asequibles a las mujeres... tras superar la oposición de ciertos grupos feministas que con el pretexto de la igualdad total no aceptaban la separación de las instalaciones y reivindicaban unos “bioilógicos” servicios unisexo. Una célebre representante del movimiento feminista, Colette Duclos, escribió entonces: La mujer es capaz de realizar todas las actividades del hombre excepto hacer pis de pie contra un muro. Por tanto, no había inconveniente en que ellas orinaran de pie sobre un agujero negro. 
Posteriormente, conscientes del absurdo de obligarlas a tales posturas, el radicalismo feminista se suavizó aunque siguió con la idea de un retrete único para ambos sexos, ahora con un asiento fijado al piso mediante bulones o taza para sentarse. En círculos positivistas se defendían los progresos de la ciencia: Orinar sentados tiene muchas ventajas para los hombres. Para empezar el lado higiénico de la posición: orinar así es lo más limpio; además, hacerlo, según los fisiólogos, reduce los riesgos de las enfermedades de la próstata y contribuye a una vida sexual más larga y satisfactoria.
En consecuencia, prohibido por ley a los hombres hacer pis de pie. Pero si la disposición legal parecía sostenible sobre el papel, su aplicación era inviable: imaginemos a una brigada de gendarmes anti-micción-erguida (término casi heideggeriano) siguiendo a los varones a los servicios para ver si cumplían la ordenanza. Escrito por la prensa canallesca: Imaginez-vous des agents de police suivant les hommes aux toilettes pour voir s’ils urinent de la bonne manière ! C’est drôle. O a las amas de casa espiando por la cerradura del retrete a sus maridos para obligarlos a respetar las normas o a los niños en el parque frustrados por la monserga de desaguar en un orinal de campaña o a los vagabundos de los puentes del Sena sentados en un cajón de madera para no ser expulsados. Obviamente era una variante de la violencia de género y un abuso de la égalité oficial de la República.  
Al final se impuso el sentido común, algo que según Descartes es la cosa mejor repartida del mundo (aunque siempre a largo plazo). Durante un baile de gala de la alta sociedad parisina del Faubourg Saint-Germain se instalaron por primera vez de forma separada los servicios de hombres y mujeres. La nobleza francesa aun conservaba ciertas prerrogativas en materia de politesse y buen gusto. La moda propició el avance de los usos. Muy francés. Tuvo el aliciente de que una parte notable de la vida mundana, devaneos, cotilleos y otros galanteos, se desplazó del salón a los amplios escusados. Allí, unos y otras hablaban sin cortapisas de los placeres y los días. 
A partir de 1860 las casas de la burguesía, que era la clase dominante desde hacía casi un siglo, estuvieron equipadas con retretes para orinar al gusto: sentados, de pie, haciendo el pino o como eligiera el usuario/a. Solo quedaban en el mundo más de tres mil millones de personas del pueblo llano obligadas a hacer sus necesidades en la madre naturaleza o en la calle.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Historia de la filosofía. Rousseau, el fundamento filosófico de la democracia


Jean Jacques Rousseau (1712-1778), formula la teoría  de la democracia en sus obras Discurso sobre la desigualdad entre los hombres (1753) y sobre todo en El contrato social (1762).
En el estado de naturaleza, el hombre es un bruto feliz, bruto, en cuanto carece de lenguaje y de racionalidad, feliz, en cuanto sus necesidades individuales son fáciles de satisfacer. Rousseau plantea el estado de naturaleza como una situación presocial, prepolítica y prelógica. En el estado de naturaleza no hay más ley que el instinto de supervivencia, suavizado por una segunda tendencia natural, la compasión, sentimiento que le lleva a evitar el sufrimiento innecesario a los demás y es la base de un tercer impulso también innato, la sociabilidad. El hombre es constitutivamente bueno por naturaleza.
El bruto feliz salió de su estado originario por causa de algún descubrimiento fortuito, la fabricación de armas o el dominio sobre el fuego, lo que dio a algunos individuos una superioridad ocasional y les sirvió para convertirse en centro de atención y atracción colectiva, surgiendo así la vida en grupo. Este es el momento en que el bruto se convierte en ser humano y surge la familia patriarcal basada en las relaciones naturales de cooperación (aparición la razón) y de comunicación (aparición el lenguaje).
El régimen patriarcal no puede finalmente mantenerse por la aparición de las desigualdades sociales, resultado de la propiedad privada, es decir, de la capacidad de  algunos de adueñarse de los recursos naturales y reducir a los demás a una situación de dependencia económica. La nueva situación de desigualdad entre los hombres dio lugar a una situación permanente de desconfianza, violencia y recurso a la fuerza, similar al estado de naturaleza descrito por Hobbes.
En este punto, los propietarios se convencen y persuaden a los demás de la necesidad de crear una sociedad política fundada en la propiedad, que si bien es causa de la desigualdad también es algo inseparable de la vida en grupo. Este es el origen de la sociedad civil, basada en el interés egoísta, la propiedad individual, la desigualdad y la injusticia, todo lo cual ha corrompido la naturaleza original del hombre.
Pero la corrupción de la sociedad civil a la que se ha llegado puede rectificarse, volviendo al punto en que se tomó la dirección equivocada. Es decir, se establezca un auténtico contrato social en que se integren de manera armónica la inalienable libertad del individuo con las obligaciones derivadas de su incorporación a la sociedad civil.
El problema de armonizar la libertad individual y la dependencia social, lo resuelve Rousseau mediante la teoría de la voluntad general o “Yo común” (Moi commun), en la que cada uno participa libremente y se reconoce a sí mismo en su establecimiento, a la vez que, una vez establecida, se somete a ella al afirmar a la vez su plena libertad de elegirla y su total obligación de respetarla. La fórmula del contrato pactado implica a la vez una situación simultánea de participación libre y de dependencia total de la voluntad general. Mediante el contrato social se supera, según Rousseau, la contradicción entre individuo y sociedad, alcanzándose la denominada “libertad civil” o democrática.
La voluntad general se convierte en único principio de la moralidad (bondad o maldad) de las acciones, hasta el punto de que la virtud no es sino la conformidad de la voluntad particular a la general, dada la exigencia de la total integración del individuo en la sociedad civil. Frente a la voluntad general, el individuo no tiene ningún derecho, salvo el de participar en su determinación a través del sufragio; la voluntad general es la única norma ética ya que no hay ningún sistema de valores o fines anterior a su establecimiento, y es también el principio político y jurídico de la comunidad al margen y por encima de los individuos que la forman.
Por lo demás, aunque la voluntad general es descubierta a través del ejercicio libre del voto, no es creada únicamente por la opción acorde con la mayoría que la construye, razón por lo que la voluntad general pertenece tanto a la mayoría que la ha descubierto como de la minoría que por error votó en su contra.

domingo, 18 de octubre de 2015

Henri Rousseau, un negocio rentable


La semana que viene estaré jubilado. He trabajado durante cuarenta años como funcionario de aduanas en la Oficina de Recaudación de Arbitrios de París y estoy harto de pudrirme encadenado a un escritorio cubierto a reventar de carpetas polvorientas y legajos grasientos. Desde hace meses medito la manera de invertir mis ahorros amasados durante décadas de austeridad y rutinas baratas.
Me encanta la naturaleza, tengo unas ganas locas de vivir en el campo, lejos de una ciudad que la gente considera el centro del universo. En el fondo de mi alma soy un un agricultor y un ganadero lo mismo que mis ancestros del neolítico que poblaban los fértiles valles del Loira. He manejado tres opciones: comprar una casa rural en la Francia profunda para cultivar marihuana y venderla a los laboratorios médicos, obtener una licencia profesional para criar perros de raza épagneul-breton en una aldea perdida o crear una granja de vacas lecheras no muy lejos de una ciudad (el transporte es oro). Finalmente me he decido por la tercera. Tras largas y sesudas consultas parece el negocio más rentable.

- ¡La vache (aulló mi mujer tras conocer mis bucólicos planes); no acabo de comprender si es un pretexto para dejarme o eres idiota perdido! No pienso calentarme la cabeza averiguándolo. En todo caso, deberás decidir antes de una semana: las vacas o yo.

-No te cambiaría, querida, por media docena de vacas. En cuanto a mi capacidad mental, de la que sólo dudas cuando pierdes los nervios, no hay mejor prueba que la audacia de este proyecto. Confía en mí, jamás te he fallado.   

- ¡Estás completamente loco, clamó mi querida levantando las palmas al cielo (llevo años engañando a mi mujer que prefiere no hablar del tema)! Por quien me has tomado, capullo, yo no soy la vaquita que ríe tus gilipolleces. Con una vaca lechera en la cama, tu legítima, ya tienes bastante. Yo me largo. Se me ocurren varios chistes relativos a los cuernos. Por cierto, qué piensa ella de esta sandez.

- Es comprensiva, tolerante, me quiere de verdad y ha comprendido mis planes, me esperará en París, lealmente, fielmente, hasta que algún día vuelva para siempre.

- No me creo una palabra. Me dan ganas de llamarla para que  te tragues tus mentiras, aunque no hace falta, me imagino lo que ha dicho.

- ¡Haz lo que te dé la gana! Me dijo mi hija por Skype desde Dijon. Con tus majaderías estás convirtiendo mi herencia en bosta de vaca, ¿por qué no te dedicas a jugar a la petanca en el parque del barrio como todo el mundo? Vas a acabar en el asilo antes de lo previsto.

- Contesto a tus objeciones: pienso doblar tu herencia en menos de un año; jugar a la petanca jubilado es poner un pie en la tumba, además, como afición prefiero dedicarme a la pintura; la vida de madrugón y ordeño prolonga tu estancia en el mundo. Espero que vengas a verme con tu marido y mis nietos.

Alertada por mi hija, mi madre, biznieta de un oficial del emperador, no tardó en darme su opinión.

- Mira Henri, tu padre era un modesto hojalatero que no pudo darte una carrera pero si levantara la cabeza y supiera de tu amor por las vacas te colgaría un cencerro al cuello y te pasearía por el pueblo atado a una maroma. ¡Deja de delirar ahora mismo, es una orden!

- Siempre he considerado, madre, que te guías por la discreción pero probablemente ofuscada por los juicios precipitados de mi hija esta vez no es así. Yerras en lo de mi amor por las vacas pues nada personal hay en ello y es tan solo un negocio. También te equivocas en lo que haría tu marido si saliera de la tumba como Lázaro. Pasearíamos los dos por Laval, cierto, pero otros que se tienen por cuerdos llevarían la maroma y el cencerro. Tu hijo, que te quiere, no puede, con pesar, obedecerte. Atentamente...

Por fin ha llegado el momento de tomar la decisión. El problema es que he recibido una rígida educación puritana, no soy el clásico católico, honesto a veces, creyente a tiempo parcial. Corre por mis venas la sangre de los hugonotes masacrados en la noche de San Bartolomé. Me considero entre los elegidos, soy intachable incluso cuando sueño. ¿Mi mujer, mi amante, mi hija, mi madre? Sigo los dictados del fundador de las iglesias reformadas, Martin Lutero: Peca fuertemente, pero cree todavía con más fuerzaA pesar de mi pesimismo sobre la condición humana, si tengo que escoger entre los animales y las personas prefiero en general las personas; sin embargo, movido por mi  profundo calvinismo, llevado por el afán del éxito mundano como signo seguro de salvación, si hay que elegir entre las personas y el dinero, por ejemplo, una inversión rentable en vacas lecheras, prefiero el dinero. Es la divina predestinación, lo dicen los evangelios. Por tanto, he dado un telefonazo al director de Gestel, una empresa de alquiler de vacas cerca de Lyon. Adelante. El próximo lunes me iré. A partir de ahora comienza el primer día de mi nueva existencia.

martes, 13 de octubre de 2015

Pierre Bonnard, álbum para niños


Recuerdo que llevé por primera vez a mis dos hijos al Prado cuando tenían diez años. Creía, según el tópico, que la sensibilidad depende a partes iguales de la herencia genética y el medio ambiente. Por tanto, a trabajarnos el segundo y a confiar en la primera. Me callé y dejé que miraran a sus anchas.
- ¿Qué os parece? Les pregunté al quinto cuadro.
- ¿Es todo igual? contestó la mayor inquieta…
Si hoy tuviera que llevar a un grupo de niños a la exposición sobre Pierre Bonnard en la sala Mapfre Recoletos, comenzaría por ahorrarles la lectura de los paneles informativos (por lo demás espléndidos) y les diría lo siguiente: ¿Os acordáis de lo que hacéis en clase cuando coloreáis los cuadernos de muestra con vuestros lápices? En mi época lo hacíamos con las pinturas Alpino. Es lo mismo que hace Bonnard, ese señor con gafas de mirada triste, solo que él es un gran artista que se ganaba la vida coloreando cuadros.
- ¿Qué es lo que más le gustaba pintar? pregunta, Alba, una niña de la primera fila.
- Muchas cosas. Pero más que por el qué, comenzaremos por el dónde. Le gusta pintar escenas de puertas adentro, cosas del hogar, lo que hace la gente en su casa: lavarse en el baño, comer mientras sus mascotas miran el plato, vestirse y desnudarse; o personas ausentes: la mesa de estudio cubierta de papeles, el dormitorio con la cama deshecha o el rincón solitario en el que la madre tejía una prenda para el pequeño. Las pinta de muchas maneras: puede estar toda la familia en un día de fiesta merendando; o en grupos separados, la madre con los hijos y el perro, el padre con la mediana sentados a la hora de cenar, las hermanas jugando a las cartas, el pequeño con el ama de llaves… O solos. También se fija en los objetos que pueblan las habitaciones: jarrones, teteras, manteles, esas cosas con las que vives a diario y que amas tanto como al gato. Fuera, dentro, ¿Recordáis las enseñanzas de Epi y Blas en Barrio Sésamo? ¿Cuáles son vuestros objetos preferidos? ¿Seríais capaces de pintarlos?


- Háblenos de las chicas, sugiere Solete.

- Observad las caras: expresan aburrimiento, tristeza, soledad, vacío, nostalgia, conformismo… Yo diría que en ocasiones el pintor se deja tentar por los demonios familiares. Apuntad esas palabras y buscadlas en el diccionario. Mañana las buscaremos en los cuadros.
- ¿Qué es conformismo? Pregunta Jaime…
- Aceptar lo que no nos gusta sin protestar. Pero no siempre pinta caras disgustadas. En todo caso, se echa de menos la risa.
- Pero los cuadros no se parecen a las fotos, comenta Andrés.

- A Bonnard no le interesan las cosas como son, como las vemos a diario. Sus pinturas no son las escenas que aparecen en los retratos de familia. Lo que quiere es mostrar las cosas, las personas, los paisajes, las calles a través de los colores, la luz y las figuras que se inventa. Los utiliza para adornar el mundo y convertirlo en arte. Cada pintor abre un mundo. Demasiado serio. Vuelvo al ejemplo del colegio. Cuando vosotros dibujáis lo que la profesora os pide, por ejemplo, una playa, cada cual pinta una playa distinta. Aunque os pidiera que pintarais la misma playa que veis en la pantalla, cada cual lo haría a su manera. Prestad atención: Bonnard maneja primero los colores, después la luz, luego las figuras. En vuestro caso serían las figuras, los colores y la luz.
- Yo no sé pintar la luz, se queja Marta. 

- Claro que sabes. La luz se pinta sola. Según las figuras que pongas y los colores que utilices tu dibujo tendrá una luz u otra. Sale sola; pero si buscas una luz determinada, especial, la cosa cambia. Por eso es lo más difícil de pintar. Fijaos en aquel rincón de mesa: parece que tiene dentro una bombilla encendida. Y aquel mantel blanco, si lo colgáis en vuestro dormitorio seguro que ilumina la habitación a oscuras.
- No me lo creo dice, Alfredo. Muchas personas están desnudas, por qué.
- Bueno, cuando te echas la siesta en verano o te metes en la bañera no hay más remedio que quitarse la ropa. A todos los pintores el desnudo les parece un buen pretexto para ponerse a trabajar. Pensad que en las Escuelas de Bellas Artes los modelos posan desnudos para que los alumnos aprendan a representar el cuerpo humano.

- ¿Aprendió a pintar solo? se interesa Julia.
- Lo cierto es que nadie aprende solo, vosotros lo sabéis mejor que nadie.
- ¿Entonces copió de otros? pregunta Juan Antonio.
- Un artista siempre recibe influencias anteriores o actuales. Bonnard aprendió de los impresionistas, Gauguin, Matisse o la pintura japonesa. Pero el mundo que abre es original. Persiguió con esfuerzo un estilo propio, personal, inclasificable. La frase Cuanto más mires hacia atrás, más difícil te resultará mirar adelante es suya. Excepto su pertenencia temporal al grupo denominado “los nabis”, se puede afirmar que fue un pintor solitario. En parte por su carácter pero sobre todo porque no participó en la fiesta de las vanguardias parisinas. Conoció el surrealismo y el cubismo y todas las demás corrientes, pero nunca se acercó a ninguna. Es más, la parte más viva de su creación se cierra sobre sí misma en un círculo mágico sin proyección en la posteridad. Se dice que fue un precedente del arte abstracto, lo cual es decir poco porque casi toda la pintura de finales del siglo XIX lo es. Yo diría que su obra se dirige al ojo y la mente del espectador y menos a sus colegas.
- ¿Por qué es tan original? repite Julia que ha soportado el chaparrón sin pestañear.
- En mi opinión, más que original es insólito (más deberes para mañana). Bonnard pinta escenas comunes, típicas, por ejemplo, un desnudo de mujer en el cuarto de baño, una mesa puesta con mantel, un jarrón de flores, un rincón con ventana o un grupo en el jardín. Pero su paleta convierte los motivos clásicos en entornos renovados. Cambia lo cotidiano en sorprendente, lo conocido en desconocido. En la pintura de Bonnard se libra la lucha eterna entre lo viejo y lo nuevo. De esa disonancia surge la idea de lo insólito. Y me temo que se me ha ido un poco la mano, ¿no es así, niños?
- Se le ha ido tres pueblos, profe, reconoce Berta, no se entiende nada.

- En clase os lo volveré a contar con palabras que ahora no tengo.  

- ¿Y qué más hace Bonnard? (el interés de Marina, además de la curiosidad femenina, muestra que vamos por el buen camino).
- Hasta ahora nos hemos fijado en los cuadros de interior, cuando pinta lo que pasa en la casa. Después Bonnard sale al jardín, más cuadros; después al exterior, al campo, a las montañas, al mar; después a la ciudad y sus calles, sus rincones, sus lugares. Pero vayamos por partes: de momento nos quedamos en el jardín…