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jueves, 7 de abril de 2022

El tótem del perro

 

Una tarde sofocante del julio madrileño tirado en el sofá con el libro de Javier Marías Corazón tan blanco entre las manos, tras escuchar los ladridos del caniche de un vecino, se me ocurrió la siguiente pregunta: ¿Si el término latino es canis de dónde procede la palabra “perro”? Como siempre recurrí al Diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Coromines. Copio literalmente la fascinante explicación: Vocablo exclusivo del castellano, que en la Edad Media (a partir de 1136) sólo se emplea como término peyorativo y popular frente a “can”, vocablo noble y tradicional. Origen incierto. Probablemente palabra de creación expresiva, quizá fundada en la voz “prrr, brrr” con la que los pastores incitan al perro, empleándola especialmente para que haga mover al ganado y para que este obedezca al perro. Compárese el gallego “apurrar” azuzar los perros. Son imposibles las etimologías ibéricas y célticas que se han propuesto.

El perro es el animal totémico por excelencia. Pertenecemos al clan del perro. En realidad, hay muchos tipos: los callejeros o libertarios, los caseros o claustrales, los vigilantes o guardianes, los adiestrados o de trabajo… que a su vez se dividen en otras ramas del tótem. He compartido vivencias con casi todos. Cuando veranábamos en las Rías Baixas, cerca de Bayona, mi hijo pequeño, no tendría más de cinco años, se hizo colega de uno de los perros callejeros de las parroquias cercanas. Según dijo la paisana que me alquilaba la casa se llamaba Martincho y era un chucho renegrido, mugriento y de mil razas. Simpático y más listo que el hambre nos saludábamos a distancia. Yo movía las manos y él el rabo. Como todo el mundo lo trataba o lo ignoraba, mi mujer, adversa canibus, no lo despedía con cajas destempladas. Una tarde subió al piso descompuesta. ¡Qué asco, por favor! Mi hijo y Martincho compartían al alimón un polo de fresa, lametazo tú, lametazo yo… Al final del verano ambos estaban sanos. Al año siguiente no volvimos a verlo. Según parece, el vecino de una finca cercana lo atropelló al salir marcha atrás y el veterinario no tuvo más remedio que sacrificarlo. Venía a darle las buenas tardes a cambio de una galleta.

De los perros caseros no me gusta la escalada de confianzas que se toman desde que son cachorros. De la manta al sofá; del sofá a la cama y de la cama a la mesa a incordiar mientras comes. Declinamos las invitaciones de unos amigos a degustar un sabroso cocido mensual (dejaron de hablarnos al saber el motivo) porque Lucas, un inquieto border collie, se metía entre las piernas, te daba repentones con el morro, ponía su cabeza en las rodillas y finalmente subía las patas a la mesa… Otro compañero del aula nos contaba muerto de risa que su adorado dálmata se había metido entre pecho y espalda la mitad de la paella dominical mientras bajaba al estanco a por tabaco y su hija no había llegado aún (estaba separado y le tocaba ese fin de semana). La otra mitad se la abrocharon sin problemas. No me extraña porque la chica, una adolescente de libro, le daba besos en el hocico después de sacarlo al parque. Un amigo suyo, al revés, se quejaba consternado, de que se habían ido un fin de semana al parador de La Granja y les había dejado en el patio a su pareja de chow chows un saco entero de pienso Royal Canin y un barreño de agua y que, por lo que parece, en cuanto se fueron se lo habían zampado de un tirón y habían reventado. Los perros caseros son especialmente sociables y soportan mal quedarse solos en los pisos. Ladran, lloran y aúllan sin freno. Si hablas con el dueño como mucho te pide disculpas y se marcha feliz a los toros sin más cargo de conciencia. Cuando fui presidente de la comunidad de propietarios, convencí a un vecino de la otra escalera, víctima de un terrier ruidoso, de que no comprara por internet un aparato de ultrasonidos ahuyentador de perros y anti-ladridos. Lo único que conseguiría es enloquecer más al animal y acabar a trompadas en la escalera. 

Tenían unos tíos, a los que visitábamos de vez en cuando, un lujoso chalé en la Sierra de Madrid. En la puerta de entrada lucía el típico cartel Cuidado con el perro. Deambulaba por la finca uno de raza indefinida, un peso medio cuya mayor virtud era no acercarse si no lo llamabas y aun así sólo cuando le convenía. Se llamaba Coco y sabía distinguir la palmada rutinaria del pelmazo de la caricia sincera del amigo. En los atardeceres estivales, después de un chapuzón en la piscina, el más agradable del día, mis tíos nos invitaban a compartir una merienda-cena a base de ensalada, embutidos, quesos, helado del pueblo y fruta. Para beber tinto de verano y clara con limón. Siempre les llevaba una botella de Rioja que guardaban en vez de abrirlo. El vino se estropea si no te lo bebes, les soltaba la indirecta, pero no se daban por aludidos. Una vez vi a mi tío echarle al perro unas cáscaras de melocotón que se comió en el acto. Me extrañó y se lo dije. ¿Le gustan las peladuras de la fruta? Ofrécele lo que te ha quedado de la raja de sandía, insistió. La dejé en el suelo, lo llamé y no dejó ni las pepitas. Luego las cáscaras de plátano. Pon en su comedero, dijo mi tía, los restos de la ensalada (lechuga, tomate, pepino, zanahorias, aceitunas, etc.). Le duraron un minuto. Es el único perro vegetariano que he conocido. Por supuesto, comía de todo, me aclaró mi tío. Era omnívoro como los osos, pero le chiflaba el verde. Pensé en el aviso de la entrada. ¿Pero vigila la parcela, les pregunté, cuando volvéis a Madrid? No, replicó. Ignora a los desconocidos. Además, se larga con frecuencia al viento de alguna hembra y vuelve famélico a los tres días. Tengo un eficaz sistema de alarma perimetral conectado al cuartel de la Guardia Civil. Se lo lleva el jardinero para que no salten los sensores de movimiento. Estoy convencido de que su afición a las frutas y verduras tiene que ver con el huerto de Julián; además no me gusta dejarlo encerrado. De hecho, nunca nos han robado.

Hay muchas clases de perros de trabajo: perros policía, como el Pastor Alemán entre otros; de compañía y ayuda emocional, como el Caniche Gigante; de búsqueda y rescate, como el San Bernardo; perros de detección de sustancias peligrosas o prohibidas, como el Rottweiler; los de pastoreo y protección, como el Mastín Español; los perros guía o lazarillos, que ayudan a las personas invidentes, como el Labrador Retriever. Dos anécdotas relacionadas con estos últimos. Un vecino amigo mío tenía un Labrador descartado por la ONCE. Se lo entregaron tras largas entrevistas y formularios. No servía porque se asustaba del ruido del metro y trataba de salir del vagón en todas las estaciones. Si oía en la calle un ruido fuerte (la sirena de una ambulancia, el acelerón de una motocicleta o los cláxones de un atasco) se paraba y se negaba a continuar hasta que cesaba, quizás como un gesto protector ante un peligro imaginario. Estaba, no obstante, medio entrenado. Se sentaba siempre al lado de su dueño y cada vez que este se ponía de pie, el perro también lo hacía; lo escoltaba sumiso por las habitaciones, siempre iba a su lado por el jardín o la calle. Poco a poco el condicionamiento cedió y al cabo de un año se comportaba normalmente.

De la segunda anécdota fui testigo. Ocurrió en el vestuario de la piscina de El Club de Campo Villa de Madrid. Me estaba poniendo el bañador cuando entró un entrenador de perros de la ONCE con un Labrador negro y mostró en el mostrador un montón de papeles. Le dijo al encargado del vestuario que parte del adiestramiento del perro consistía en adaptarlo a entornos especiales, como una piscina, y que por ley tenía derecho a entrar en cualquier espacio público y tal y cual. El encargado le dijo que si quería acceder al recinto necesitaba un permiso por escrito de la Secretaría del Club puesto que él no tenía competencia para autorizar la entrada de animales. El entrenador se puso farruco por lo legal. Tiró del arnés del perro y se metió por las bravas. Al cabo de media hora, tumbado en mi hamaca, lo vi de vuelta acompañado de dos policías nacionales. Una semana más tarde paseaba con el perro entre los bañistas que lo miraban con curiosidad.

Los perros de caza son una mezcla de perros caseros y de trabajo. Excluyo a las jaurías profesionales de caza menor o mayor. Otra historia. En aquel tiempo, Don Fidel Cardete era el director de la Biblioteca Municipal de Cuenca, profesor de latín y cazador empedernido de perdices y conejos. Salía al monte con mi padre muchos fines de semana. Tenía un pointer inglés, Roco, la niña de sus ojos y el vértice de la pirámide social. Un día se lo llevó al hortelano que se ocupaba de su hocino en una ladera de la Hoz del Huécar. Lleva unos días que no está bien el perro, no me come, está tristón, no sé qué le pasa… Eladio echó una mirada de reojo al pointer y le dijo a Don Fidel que lo atara al peral y volviera en un par de días. Y así lo hizo tras dos noches en vela. ¿Qué tal está mi campeón? preguntó sin saludar siquiera. Eladio lo miró sorprendido y sin decir palabra le tiró al perro dos tomates blandos que había separado. Al punto los devoró como una fiera. ¿Qué le has hecho? Preguntó amoscado el profesor. Nada, dijo Eladio, mientras encendía con su chisquero un pitillo de liar. Ahí está desde que te fuiste. Cuentas las crónicas que Don Fidel no supo si abrazar o estrangular al hortelano. 

Mi perro de trabajo preferido es el Mastín Español, defensor infatigable de la ganadería extensiva. Tuve oportunidad de conocerlos en una finca de los Montes de Toledo. Su dueño me hablo de sus virtudes largo y tendido. Pero esa es otra historia. Organizados en grupo son imbatibles. Amigable, valeroso, independiente y seguro de sí mismo, le he dedicado una de mis entradas preferidas: Lobos y mastines

Adenda.  Ahora están de moda los perros robots o cyberdogs, programados para la asistencia a personas mayores o discapacitados. Si les interesa el tema echen un vistazo al enlace. 

sábado, 2 de abril de 2022

Los perros y la ciudad

 

¡No se ven por las calles más que motos y perros! Me comentaba un taxista separados por una mampara de plástico. Me reí, pero no supe qué decir. La intuición subitánea (diría Ortega) me pareció un buen ejemplo de lo que se ha dado en llamar poesía de la vida cotidiana. Una variante de la música rapera. Me bajé en la estación de Madrid-Puerta de Atocha para coger el AVE. Durante el viaje tuve tiempo de recordar el lugar de los perros en mi vida. El primero del que apenas retengo una tira de comic fue una bolita de algodón con manchas negras que un amigo de mis padres nos dejó un fin de semana por un viaje inesperado. Se llamaba chuchina y era una perrita de dos meses que le gustaba la carne picada y te mordía con unos dientes que parecían agujas. Lloriqueaba por las noches en su rincón de trapos viejos y fue un alivio devolverla el lunes. Mis imágenes infantiles más tristes son las de un lacero acercándose sigiloso a un chucho vagabundo en Carretería, la calle principal de Cuenca, con la pértiga escondida en la espalda: lo atrapó con una habilidad pasmosa entre aullidos de terror; los demás esqueletos huyeron despavoridos mientras una camioneta metálica recogía al desdichado animal. Su destino era el horno crematorio de la perrera municipal. Muchos vecinos, hartos de verlos merodear por el barrio y escarbar en las bolsas de basura los despachaban dándoles morcillo, un trozo de carne de calceta envenenado (otro retazo de la memoria histórica). Una buena noticia: desde 2020 la República Popular China ha prohibido el consumo de carne de perro en todo el territorio nacional. Siempre me ha parecido, al margen de sus dudosas virtudes culinarias, que comer carne de perro o de caballo es como cenarte a un primo hermano. Y me viene a la cabeza la anécdota de aquella comadre serrana en los tiempos del hambre que tras preparar la paella del cumpleaños de su nieto les dijo a los invitados: el que quiera que coma y el que no lo deje. Gato es.           

Muchos años después, viudo mi padre, cazador de trocha mañanera y cartuchos de autor, siempre tuvo un epagneul breton tumbado en la alfombra de su cama. El segundo, Dino, le libró de una situación comprometida. En septiembre, durante las ferias y fiestas de San Julián recalaban en Cuenca gentes de toda suerte y condición. Mi padre vivía entonces solo y dormía en una habitación al final de la casa. Una noche, a las tres de la madrugada, el perro gruñó dos veces y se puso en pie. Alertó a mi padre de sueño ligero que oyó ruidos en la otra punta del pasillo en forma de ele. Cargó la escopeta que en esas fechas guardaba siempre en el armario y salió de su cuarto en pijama. Dos tipos mal encarados habían forzado la puerta y avanzaban sigilosos a la luz de una linterna. Mi padre les apuntó, inmóvil como en la muestra de la codorniz. Algo vieron en sus ojos que no les hizo gracia… Perdone, dijeron, nos hemos equivocado de piso y salieron al trote. ¿Qué habrías hecho, si no se hubieran largado?, le pregunté cuando me lo contó. Lo cierto es que se fueron, dijo; en la vida importa lo que pasa no lo que habría pasado… Dino se echaba la siesta a los pies de cualquier cama y si intentabas removerlo te gruñía con un colmillo fuera y cara de pocos amigos. Cuando comía tampoco estaba para bromas. En todas las demás situaciones era un perrhumano. Cuando volvías de comprar el periódico daba saltos y cabriolas hasta el techo. Si diez minutos después bajabas a recoger el correo, al abrir la puerta hacía lo mismo. El mundo se divide entre los que adoran a los perros, como mi padre que les hacía más caso que a nosotros, los que los detestan, como mi mujer que se cruza de acera cuando los ve, y los que creemos con Aristóteles que la virtud está en el justo medio.

Asocio mi niñez a las aventuras televisivas del pequeño cabo Rusty de la caballería de los Estados Unidos, y su perro Rin tin tin, un valiente pastor alemán. Frecuenté menos la serie Lassie, una inteligente perra collie, siempre metida en los enredos de una pandilla juvenil. En mi adolescencia admiré el instinto infalible de Colmillo blanco, la novela de Jack London, o el sobrecogedor Sabueso de los Baskerville, uno de los casos más siniestros de Sherlock Holmes.

Decía el filósofo cínico griego Diógenes de Sinope (y después muchos sabios misántropos): cuanto más conozco a la gente, más amo a mi perro. Tampoco conviene exagerar. Reconozco que no me gustan los perros enclaustrados en los pisos de ciudad. Nunca cedimos a las cartas perrunas de mis hijos a los Reyes Magos. Aunque sean uno más de la familia y reciban el cariño verdadero, lo cierto es los perros urbanitas sufren. Los niños se encaprichan de los encantadores cachorros y cuando crecen les toca a los padres sacarlos por el barrio a horas intempestivas. Después otra vez a la cárcel y a ladrar si se quedan solos. Muchas familias crueles e irresponsables los abandonan en medio de la nada y salen pitando en el coche. Mueren atropellados, de pena o sacrificados entre barrotes si no encuentran quien los adopte. Siempre he creído que los más felices son los perros callejeros de la España vaciada; son de todos y de nadie, siempre tienen un pajar donde dormir, unas sobras que comer y unos amigos libertarios con quien compartir las pulgas y copular. Además, se libran de los pinchazos, las placas, los collares y la castración. Y lo que es mejor, de las bolillas del pienso cotidiano que no se tragan ni untadas de tocino. Más recuerdos. Al bretón color ceniza le recetó el veterinario unas píldoras para el hígado. Si las disolvías en leche no se acercaba al plato a menos de cinco metros; si se las dabas envueltas en chóped, se comía el cebo y escupía la pastilla como un proyectil.    

Hay que reconocer que durante lo peor de la pandemia los perros han sido tratados como marqueses. Los vecinos que llenaban el buzón con notas de protesta por los ladridos nocturnos, el pis en el ascensor y los lengüetazos en el portal, ahora hacían cola en la puerta para pasear por el parque al mejor amigo del hombre. Memes y videos por WhatsApp. Es cierto que hay dueños cívicos que llevan su kit cuando sacan al perro: guantes desechables, bolsas de plástico, espráis jabonosos… Aun así, durante el confinamiento y muchos meses después las calles estaban sembradas de zurullos y restregones. Con todo, lo que peor llevo de los perros son los cuescos a bordo. Son atroces, y duran y duran. Al menos los cagarrones puedes esquivarlos. Hay que parar el coche, abrir puertas y ventanas y salir corriendo por el arcén. No es para tanto, dice el sufrido propietario de la criatura mientras sujeta al sorprendido ventoso. Lo malo es que quedan trescientos quilómetros.

jueves, 2 de septiembre de 2021

Delfinarios

 

El confinamiento puso de manifiesto que las viviendas urbanas eran cárceles del alma. Recluidos en cien metros cuadrados (o menos) las familias amenazaron con convertirse en un polvorín. Por fortuna el hogar latino es un matriarcado, una unidad de destino donde las madres disponen con mano firme, sin las inútiles monsergas y estridencias paternas; donde llaman “mi bebé” a su hijo treintañero que con un empleo mileurista sobrevive en su cuarto de estudiante con la play, la bufanda del Madrid y un poster de los Rolling. Por fin pudimos imaginarnos lo que sienten los animales del zoo en sus sombríos recintos o los delfines, orcas y belugas en sus circos acuáticos.

A mediados de agosto visitamos con nuestra hija, su marido y los nietos el Oceanográfico de Valencia. Era domingo por la mañana y el complejo hervía de mascarillas. Recorrimos las instalaciones de los ambientes acuáticos y finalmente nos sentamos en las gradas del delfinario. Esperamos un buen rato, música trotona de fondo, hicimos tres veces la ola, escuchamos las palabras de niño y niña (¿formaban parte del montaje?) y finalmente asistimos a las piruetas y cabalgadas de los defines mulares. El espectáculo no resultó especialmente brillante; era como si hubiesen recortado y espaciado los números. Nos marchamos antes para evitar la marea de salida. Una empleada comentaba a un grupo de insatisfechos que los fines de semana había más sesiones y no se podía agotar a humanos y animales. Aún menos convincente me resulto el mensaje de la presentadora ilustrado en una pantalla gigante repleta de gráficos. El propósito del oceanográfico es, dijo, estudiar la conducta de los delfines (?), los métodos de adiestramiento, la exhibición de sus destrezas, su reproducción y cuidados, en definitiva, abrir las puertas a la bioeducación… Lo cierto es que no me convencen los argumentos naturalistas, pseudoecologistas, de los delfinarios. Se trata de seres vivos muy inteligentes, con un avanzado sistema emocional, sacados de su medio marino o nacidos en cautividad, forzados a vagar sin fin en sus piscinas, esclavos de las rutinas y una existencia en bucle; incapaces de encontrar, como creían los estoicos, la libertad en las cadenas. Es muy recomendable el documental Blackfish de Netflix (está en YouTube) para saber qué es realmente un delfinario y por qué las orcas atacan y matan a sus instructores. En fin, sin ánimo de ofender, las opiniones son como los traseros: cada cual tiene el suyo.

martes, 22 de mayo de 2018

Lobos y mastines



Como estoy jubilado y tengo una pierna fastidiada cada vez me cuesta más andar, estoy harto de ir al gimnasio a descubrir que tengo más goteras de las que pensaba, de sentarme tres veces por semana en la Biblioteca Nacional porque ya no me meto en líos filosóficos y para leer los Episodios nacionales no me merece la pena coger el metro. Hace tiempo me di de baja en el Ateneo porque estaba harto de tipos raros. Por todo esto, decía, paso mucho tiempo en casa (como todo el mundo) dedicado a ver cine malo en la tele o bueno en el video, leer las novelas de Arturo Pérez Reverte (Falco y Eva por ejemplo) o de Almudena Grandes (Los pacientes del doctor García), ir a museos y exposiciones, algún que otro viaje (todo según el manual del buen jubilado), oír ópera en modo “desatento”, incluso en el Teatro Real… en fin, una pena, está claro que la música no es lo mío pero me esfuerzo (Pulp fiction); también leer a Patrick Modiano, el premio Nobel, en francés (es asequible, se aprende pero sus tramas son un tostón top) y preparar alguna que otra entrada para mi blog por pura distracción.
Esta es la razón por la que, como a San Agustín, me interesan ochenta y tres diversas cuestiones. Una de ellas es la defensa del ganado lanar del ataque de los lobos mediante perros mastines. Es un tema que me atrae más de normal y no sé por qué ni me molesto en saberlo. En cuanto entro en YouTube me salen directamente todos los videos disponibles. Después de navegar un tiempo he llegado a las siguientes conclusiones:
La primera es que hay muchas razas de lobos: gris, ibérico, ártico, árabe, rojo, etíope. Y dentro de cada raza hay lobos con distintas características: edad, tamaño, inteligencia, valor… de ahí la estricta jerarquía en una manada de entre seis y diez miembros, liderada siempre por una macho alfa y una hembra alfa. Aquí nos referimos al lobo ibérico. Un lobo alfa puede medir hasta 90 centímetros de alto hasta el hombro y pesar 70 quilos. La hembra es un veinte por ciento más pequeña.
No hay ninguna raza de perro que pueda enfrentarse con éxito a un lobo en su hábitat, ni siquiera el pastor del Cáucaso, un perro enorme que los pastores rusos y de otras regiones del Este de Europa utilizan para la protección de sus rebaños. Los grandes ejemplares tienen un peso y una envergadura similar a un gran lobo. El dogo tibetano, el lobero irlandés, el alabái de Asia Central, el kangal turco, el mastín inglés son incluso mayores. Pero el lobo es un animal salvaje; más rápido, fecundo en ardides, dientes más grandes, y un cráneo balanceado para ejercer una mordida o presión de las mandíbulas superior a cualquier perro. Se necesita más de un perro para vencerlo. Les recomiendo este impresionante video.


En nuestro país se utiliza el mastín español o leonés (ambas denominaciones son aceptadas), de similares características al resto de los perros guardianes del ancho mundo. El perro de protección, en general y en especial el mastín de trabajo, suele estar protegido por carlancas loberas o collares de acero de varias filas de púas que protegen el cuello (carlancas de defensa) e incluso el pecho (carlancas de ataque). Los fabricantes las hacen a medida por encargo y son una herramienta imprescindible. Échenles una hojeada en Internet. Son un artefacto medieval. 
Un pastor que traslada su rebaño de doscientas cabezas a zonas de alto riesgo, por ejemplo a los fértiles valles de Cantabria donde crece una jugosa hierba que las ovejas pastan con deleite, debe llevar una docena de mastines pertrechados para evitar el ataque de la manada. Al amanecer, los lobos acechan desde las alturas. Los perros entrenados se sitúan en círculo, equidistantes, alrededor del ganado. Los dos machos dominantes patrullan en direcciones opuestas en torno al círculo. Un pastor precavido suele llevar (por si las cosas se ponen feas), además de un puntiagudo cayado, una escopeta recortada escondida en el zurrón por aquello de que el lobo es una especie protegida. A veces el sonido de un disparo al aire es suficiente para ahuyentarlos. Esta estrategia funciona en prados de cinco o seis hectáreas como máximo donde el ganado permanece agrupado pero no es eficaz con la ganadería extensiva. 
Un ejemplar aislado en cuanto ve a los perros se retira. Sabe que en un encontronazo puede resultar herido y no volverá a cazar. En pleno día es muy raro el enfrentamiento entre lobos y mastines. Ni siquiera cuando van en manada. Lo más que se produce son conatos de aproximación. El macho alfa avanza cauteloso hacia el ganado y de inmediato dos mastines, los líderes, lo flanquean a diez metros en actitud vigilante, sin mostrar agresividad, mientras los demás, bien entrenados, se mantienen desplegados en cuña. El resto de la manada, cinco, se detiene con la hembra alfa al frente. El pastor se deja ver en retaguardia arma en mano. Los mastines no buscan el enfrentamiento sino la intimidación; lo que intentan es alejarlos. Si el alfa retrocede los demás le seguirán. Si los lobos se marchan a trote ligero, los perros mantienen la posición pero no los persiguen. Sólo si la manada ataca, harto improbable, tanto por el número, tamaño y carlancas de los mastines como por la presencia del hombre, la batalla está garantizada.  Puede haber disparos y no a las nubes. Siempre se puede alegar defensa propia si aparece por allí la guardia civil rural. Cargarse al macho alfa es la solución más rápida; pero a ver quien es el pastor que le pone el cascabel al lobo. En cualquier caso, es un drama ecológico. 
El lobo prefiere cazar de noche. Si el rebaño descansa al raso es muy vulnerable. Las bajas son probables. Por eso los buenos pastos cuentan con espacios donde se refugia el ganado al caer la tarde. De hecho los feroces enfrentamientos entre lobos y mastines se producen cuando el depredador ataca a las ovejas tras saltar o sortear las vallas del aprisco. Suelen ser parejas de lobos solitarios, o macho y hembra jóvenes o dos hermanos que han cambiado de territorio y tratan de formar una manada. Son ejemplares de gama media-alta. No son los grandes “alfa” que dirigen un grupo estable. Atacan amparados por la oscuridad y pueden matar alguna oveja antes de que los mastines reaccionen y se enfrenten sin cuartel a los asaltantes que en cuanto muerden las carlancas suelen batirse en retirada. Si uno de los lobos es acorralado puede darse por muerto.
El lobo, el mastín y la oveja son animales extraordinarios. El sistema de defensa descrito es el más eficaz para que ninguna de las tres especies sufra daños irreparables. Son muy pocas las pérdidas. Detestamos la carnicería de ovejas indefensas, la muerte de perros inteligentes, como los collies, adiestrados para pastorear pero no para defender al ganado, así como la masacre indiscriminada de lobos en batidas y cacerías.
Por cierto, no sé si saben que se utilizan con éxito asnos zamorano-leoneses en la defensa del ganado contra los lobos.

Para nosotros es un proyecto importante. Pretendemos demostrar con argumentos que los burros pueden proteger los rebaños y compatibilizar el lobo con la ganadería. Zamora es una de las provincias con más lobos en España y, por eso, nos parecía adecuado trabajar en este contexto geográfico», añadió, informa Ical.
En este contexto, el biólogo explicó que ciertos burros «tienen aversión» a animales que se acercan al rebaño y presentan reacciones que pueden aprovecharse para la defensa de los rumiantes. «Son animales grandes, con mucha fuerza y que pueden matar de una coz y perseguir a perros asilvestrados, zorros o lobos. Tienen buen oído, viven integrados con otros herbívoros y rebuznan y asustan a los depredadores.