Comienza el martes de
un ejecutivo medio, soltero empedernido, de una gran empresa. Tiene cuarenta años y vive solo. La radio reloj
despertador digital se activa a las ocho de la mañana con un aria de los tres
tenores, por ejemplo, Nessun dorma. En la mini pantalla se puede
ver la fecha y hora, la temperatura, la humedad relativa del aire y la presión
atmosférica; hay más iconos, pero los ignora porque sólo hojea el manual de
instrucciones en el retrete. Cuando acaba el aria el dispositivo se conecta
con la cadena radiofónica seleccionada o el resumen de noticias de la tecnológica preferida. Después un poco de ejercicio tonificante en una
bicicleta estática con un monitor que muestra en una cuadrícula doce parámetros
biométricos. Por supuesto, los memoriza desde el día que la probó en la
tienda. Finalmente, cepillo dental eléctrico con indicador de tiempo y modo,
afeitado y ducha (¡al fin solo!).
Enciende el móvil de
empresa para descargar los primeros mensajes y wasaps del día; la mayoría son
imperativos amables de arriba para que unos flecos estén resueltos anteayer. Ha sustituido el móvil personal por un reloj inteligente que, además de todas las funciones, te notifica en su esfera multicolor la
frecuencia cardiaca, la capacidad aeróbica, el oxígeno en sangre, las calorías
gastadas y las horas de sueño. Además, mide la distancia de la bola a la
bandera en el campo de golf. Desde anoche hay muy poco en la bandeja de entrada,
un Tik Tok ultra, dos intentos de estafa y los buenos días del pelmazo
de siempre.
Los martes y jueves, teletrabajo. Abre el portátil de empresa vinculado al
departamento al que está adscrito, producción y contabilidad. Según las conclusiones
sociológicas, el teletrabajo obliga, si se quiere rematar la faena, a echar más
ladrillos a la carretilla por el mismo precio. Normal: una oficina de
interacción virtual es más lenta que una presencial. En una plataforma de
empresa siempre hay alguien que te pone en cola melódica, otro se escaquea y
sugiere que todavía no han llegado los informes, otro no abre el correo, otro
se ha ido a desayunar, otro está de baja, el jefe en un congreso… En términos
de la teoría de la comunicación hay demasiado ruido entre emisor y receptor.
A las diez de la mañana
suena el telefonillo del portal; desde el videoportero contesta al casco de un
repartidor que se ha equivocado de piso. Cuando regresa a la plataforma tiene
un e-mail: el director ejecutivo avisa que esta tarde a las cuatro hay
una reunión con el departamento de ventas para una puesta en común. El ponente,
experto en mercadotecnia, utiliza una pizarra digital interactiva Smart para
analizar las diferencias estratégicas con la competencia a
partir de las tendencias y demandas de los distintos segmentos del consumo. Sigue
una tormenta de ideas, opiniones sutiles, propuestas innovadoras que acabarán en
la papelera de reciclaje. Unas breves palabras por videoconferencia del consejero
delegado desde el piso catorce (donde se toman las decisiones) ponen fin al
evento. En ningún país avanzado de Europa los empleados vuelven a su casa a las
ocho o más de la tarde. A las cinco dejan caer el lápiz y estampida.
Cuando sube al coche para volver a casa, la interfaz del panel de control le indica mediante imágenes y sonidos la línea de salida de la plaza de garaje. Algunos coches de gama alta incorporan en la parte trasera una pantalla de entretenimiento multimedia para reproducir audio y video. Al abrir la puerta de su casa desactiva la alarma que dispone de una cobertura angular de videocámaras conectadas a la central de seguridad. Se prepara una cena sencilla. Deja para los domingos, cuando invita a los amigos, el robot de cocina con visor web incorporado que abre la página de recetas donde puede elegir el plato principal y seguir las instrucciones de pesos y medidas con precisión matemática. Después se relaja en el sofá del salón y hojea rápidamente en su tablet los titulares de la prensa. Dedica más tiempo a la cobertura de las fuentes seleccionadas por las tecnológicas. Le interesan sobre todo las noticias insólitas, los buques de guerra, los escándalos de la gente guapa, la informática de divulgación, las monedas virtuales, las majaderías de los políticos y el incurable sectarismo futbolero. Termina con los espectaculares semidesnudos de las influencers y la belleza rotunda de las novias (o esposas) de los deportistas multimillonarios. Es el momento de encender la Smart TV 4K QLED de 65 pulgadas para seguir un nuevo episodio de su serie favorita en una plataforma de streaming. Su ultra definición permite ver la realidad mejor que la realidad (cuando entran en un museo lo destrozan). Después, llega el momento de irse a la cama. Retoma su e-book Kindle por la página donde se había quedado, un estudio sobre la Inglaterra Victoriana que le produce un sopor invencible antes de un cuarto de hora. ¡Qué soledad sin colores! Apaga la luz y se duerme con la radio puesta hasta las tres de la madrugada. La apaga, se da media vuelta y mañana será otro día. ¿Son los sueños también una pantalla?
P.D.1 Recuerdo las excelentes gachas con torreznos de la única taberna de un pueblo de la Serranía de Cuenca (venden con santo y seña un feroz aguardiente de fabricación casera). Pero, sobre todo, recuerdo un admirable letrero bien visible al entrar: No tenemos Wifi. Hablen entre ustedes.
P.D.2 (En mis frecuentes horas de insomnio pienso que la pantalla digital en todas sus variantes es el primer soporte de la triada del espíritu absoluto sin Hegel: la inteligencia artificial, los visitantes de las estrellas y el reencuentro con Dios).
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