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sábado, 6 de agosto de 2016

El sentido de la soledad


El aspecto de uno de aquellos claustros en que se verificaba el alistamiento era digno de ser eternizado por los más diestros pinceles. Dichoso yo si con la pluma pudiera dar efímera existencia a uno de ellos.
Benito Pérez Galdós Napoleón en Chamartín
El arte puede ser entendido como división o diferencia o bien como unidad o continuidad. En el primer caso nos encontramos con la división formal de las artes en visuales, auditivas, textuales y mixtas, como hemos referido en otra entrada.
En el segundo caso, nos encontramos con la forma significante por excelencia y la prueba más evidente de la continuidad de las artes, la escritura. Su versión lingüística, su carácter narrativo, sus recursos polivalentes, su capacidad de incorporar todas las manifestaciones creativas... Dicho de otro modo: lo esencial de la continuidad entre las artes es su posibilidad de convertirse en relato, incluida la música. La filosofía del arte apunta precisamente a esta búsqueda permanente de la unidad de los géneros. En palabras de Adorno:
El espíritu de las obras de arte es lo que las convierte, en cuanto manifestaciones, en más de lo que son. De forma negativa, esto quiere decir que, literalmente, el espíritu no es nada en las obras, fuera de sus palabras; es su éter, lo que habla por medio de ellas o más estrictamente, lo que las convierte en escritura.
De ahí la preeminencia de las artes textuales, de la literatura y dentro de la literatura, la novela. En la novela la escritura ya está escrita, y lo que añade la reflexión estética, prosa sobre prosa, son notas más o menos luminosas a pie de página. Seguramente por esto la Academia Sueca entrega un premio Nobel de literatura y no de arquitectura.
Para Heidegger, el lenguaje primordial del arte es la poesía. No obstante, en sus interpretaciones de la poesía de Hölderlin, entre otros poetas, recurre profusamente al relato para hacer patente su contenido de verdad. Así, la estética entendida como filosofía del arte pretende esclarecer hasta el final el significado de la obra en términos discursivos, sean estos estilísticos, conceptuales, simbólicos, intuitivos o poéticos.
Un ejemplo de la función unitaria del relato en el arte es el excepcional cuadro de Paul Delvaux titulado “La soledad” (1955).




Una muchacha en una estación desierta en una noche de luna llena que proyecta una luz irreal, semejante a El imperio de las luces de Magritte, de espaldas, vestida con su mejor traje (para no recibir a nadie), sigue con la mirada a un tren de mercancías que pasa sin detenerse a toda velocidad… ¿Tiene la pintura sólo carácter simbólico (lo cual es ya suficiente) o hay un relato más complejo detrás de la composición?

Estaciones, trenes y figuras femeninas forman parte esencial del mundo onírico, metafísico, arcano, surrealista de Delvaux. Las estaciones ferroviarias son el sitio ideal para la meditación. Acaso la joven (un varón estaría fuera de lugar) no haya ido a la estación a esperar a nadie sino a pensar. Sin duda ha venido más veces. La idea de la soledad, motivo del cuadro, es posible que se refiera en primer lugar no tanto a la joven sino al tren: la imagen de la soledad perfecta es la de un tren de mercancías (sin pasajeros) lanzado en la noche en la inmensidad del paisaje vacío. ¿Pero en qué piensa la joven? Seguramente en la imposibilidad de comparar la perfección objetiva de la soledad del tren con la imperfección dolorosa de la soledad humana. Un mismo término designa dos realidades incompatibles. Añoranza de un misterio que se hace manifiesto. No creo que el cuadro refleje ninguna historia personal.

lunes, 16 de septiembre de 2013

El jardín de las delicias según Alberti



Rafael Alberti, El Bosco (El jardín de las delicias)

El Diablo hocicudo,
ojipelambrudo,
cornicapricudo,
perniculimbrudo
y rabudo,
zorrea,
pajarea,
mosquiconejea,
humea,
ventea,
peditrompetea
por un embudo.

Amar y danzar,
beber y saltar,
cantar y reír,
oler y tocar,
comer, fornicar,
dormir y dormir,
llorar y llorar.

Mandroque, mandroque,
diablo palitroque,
¡Pío, pío, pío!
Cabalgo y me río,
me monto en un gallo
y en un puercoespín,
en burro, en caballo,
en camello, en oso,
en rana, en raposo
y en un cornetín.

Verijo, verijo,
diablo garavijo.

¡Amor hortelano,
desnudo, oh verano!
Jardín del Amor.
En un pie el manzano
y en cuatro la flor
(y sus amadores,
céfiros y flores
y aves por el ano).

Virojo, pirojo,
diablo trampantojo.

El diablo liebre,
fiebre,
notiebre,
sepilitiebre,
y su comitiva
chiva,
estiva,
sipilipitriva,
cala,
empala,
desala,
traspala,
apuñala
con su lavativa.

Barrigas, narices,
lagartos, lombrices,
delfines volantes,
orejas rodantes,
ojos boquiabiertos,
escobas perdidas,
barcas aturdidas,
vómitos, heridas,
muertos.

Predica, predica,
diablo pilindrica.

Saltan escaleras,
corren tapaderas,
revientan calderas.
En los orinales
letales, mortales,
los más infernales
pingajos, zancajos,
tristes espantajos
finales.

Guadaña, guadaña,
diablo telaraña.

El beleño,
el sueño,
el impuro,
oscuro,
seguro botín,
el llanto,
el espanto
y el diente
crujiente
sin fin.

Pintor en desvelo:
tu paleta vuela al cielo,
y en un cuerno,

viernes, 26 de octubre de 2012

Magritte y la Esfinge

Lothar Wolleh, Rene Magritte, Brussels, 1967
De los pintores “surrealistas” el que más me atrae es Magritte. Su obra no es un delirio controlado sino la fundación de un mundo. Ayer releí el breve (y farragoso) ensayo de Foucault sobre su cuadro más famoso, Esto no es una pipa; sin compartir sus alambicados argumentos, removió mi interés por la paradoja de Magritte:

Por un lado, su estética es abiertamente intelectualista. Rechaza la tradicional versión del cuadro: El cuadro perfecto no permite la mera contemplación, un sentimiento trivial y desprovisto de interés. La pintura es un medio para pensar, la expresión de la continuidad entre arte y metafísica. Nada hay en los sentidos que primero no esté en el entendimiento. No es casual que fuera Chirico el pintor que más le influyó.

El pintor puede pensar -dice Magritte- con imágenes si no se somete a los prejuicios que lo hacen considerarse un artista que expresa, representa o simboliza ideas, sentimientos o sensaciones. El pensamiento de un pintor se identifica con imágenes cuando la inspiración lo libera de esos prejuicios. Entonces ya sólo comprende los objetos aparentes que el mundo le ofrece: cielos, personas, árboles, sólidos, inscripciones... reunidos en un orden que no es indiferente. Un pensamiento así puede volverse visible gracias a la pintura y su sentido está oculto así como está oculto también el sentido el mundo. El sentido es ajeno a las interpretaciones que le damos. Mis cuadros fueron concebidos para ser signos materiales de la libertad de pensamiento. Por esta razón, son imágenes sensibles que no desmerecen del Sentido. Poder responder a la pregunta: ¿Cuál es el sentido de las imágenes?, correspondería a llevar el Sentido, lo Imposible, a un pensamiento posible.

Por otro, en su obra desaparecen los usos del lenguaje y los principios de la lógica: nuestra visión del mundo queda descabalada. No es posible aplicar a sus cuadros las categorías del conocimiento. En ellos no se afirma ni se niega nada. Esto no es una pipa, por ejemplo, no es propiamente una proposición banal, sino un símbolo complejo que pide ser interpretado (hace tiempo lo intenté en este blog).

Nos enfrentamos a una constelación de significados que incluso su autor desconoce (como ha reconocido Magritte al hablar de sus cuadros). Muchos de los comentarios a sus obras son de una ingenuidad desconcertante, dice Foucault. Pero la ignorancia pretende reforzar la autonomía de una pintura que carece de intención narrativa, no de conceptos. Rara vez busca Magritte saber lo que hace: sus cuadros se conciben como obras abiertas en el sentido más amplio del término. Suponen el hallazgo de una realidad aparte que contrapone dos mundos paralelos, aunque no es posible explicar el primero desde el segundo y viceversa. Son mundos que, al revés que en Platón, la teología cristiana o el cuento de terror, coexisten de forma pacífica pero divergente.

Nadie puede orientarse en el planeta Magritte, dice Foucault.

Hay en Magritte una ruptura del lazo representativo, como en Kandinsky o la pintura abstracta, pero ¡quebrado con imágenes reales!: es el juego de las cosas que son lo que no son. En ocasiones, las imágenes son significantes sin significado, o con significados heterogéneos, o con un significado inconstante imposible de fijar; a veces son sólo objetos “buenos para pintar” (en la línea del Cubismo) o encuentros fortuitos entre seres que nada tiene que decirse (ni qué decir)… excepto el hechizo que ejercen sobre nuestra inteligencia. El cuadro es un modelo de sí mismo sin nada exterior que copiar, un objeto que no traspasa los límites de su constitución. Magritte afirmaba que sus obras eran tromp-l’esprit, errores del pensamiento, malentendus y mal-écrits. A lo que se añade la inmensidad de los signos. No existe ningún sistema de clasificación, por muy heterodoxo que sea (al estilo de Borges), capaz de unificarlos; hay repeticiones sin código, motivos dispersos, obsesiones insólitas. ¿Cómo entender los espejos rotos, los cuadros en el cuadro, las continuidades y segmentaciones imposibles o ciertas ambigüedades?

Dice Foucault: Sus cuadros fundan metamorfosis, ¿pero en qué sentido? ¿Es la planta cuyas hojas se echan a volar y se convierten en pájaros o son los pájaros que se ahogan, se botanizan lentamente y se hunden en una palpitación de verdor? (…) ¿Es la mujer que “pasa a ser botella” o es la botella la que se feminiza convirtiéndose en cuerpo desnudo?
La contemplación en Magritte es un juego de trasferencias al cuadro. ¿Quieres jugar, dice Magritte? De acuerdo: puedes encontrar el tesoro o perder el tiempo. Todo depende de tu capacidad para dar lo mejor de ti mismo. Surge un nuevo criterio de interpretación como otorgamiento de sentido, no como desvelamiento de lo oculto sino como formación de la escritura; su ausencia exige del espectador una apuesta por llenar los huecos entre las palabras y las cosas. Magritte pretende independizar la pintura de cualquier referencia al lenguaje, ponerla a salvo del poder del discurso. En muchos de sus cuadros aparecen grafismos que de inmediato pierden su carácter literal: En un cuadro, las palabras poseen la misma sustancia que las imágenes. Vemos de otro modo las imágenes y las palabras en un cuadro.

Su pintura procede por advenimiento de lo invisible a partir de lo visible. Igual que Las Meninas son la imagen visible del pensamiento invisible de Velázquez. Incluso los títulos sirven para manifestar lo invisible: están escogidos de tal modo que impiden que mis cuadros se sitúen en una región familiar que el automatismo del pensamiento no dejaría de convocar a fin de sustraerse a la inquietud. Sólo que lo invisible no se muestra.

Tal vez la crítica tenga que aceptar el carácter indescifrable, privado, solipsista, de la obra del pintor belga, su apego al misterio y a la parábola sin clave. Zóbel decía con razón que la obra de Magritte era como nombrar por primera vez el mundo después de su creación. Si la Esfinge de Tebas hubiera propuesto a Edipo el enigma de Magritte, el final sería distinto.   

Sin embargo, tanto en el mundo empírico como en el de Magritte la muerte de un gorrión requiere ser explicada: en el primer caso como la afirmación del principio de causalidad, en el segundo, como el presagio de un azar insoportable.

…También es válido refugiarse en la perspicaz propuesta de Cocteau: Puesto que estos misterios nos superan, finjamos ser los organizadores.
 
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Ver toda su obra en:

domingo, 23 de septiembre de 2012

El cuadro más bello de Francia


He viajado a Londres cuatro veces en mi vida, la última hace dos semanas; una soltero y tres con Ana, ahora profesora de inglés en Madrid y antes de español en Newcastle. Por tanto, ¡oh delicia del turista!, sólo he tenido que chapurrear mi lamentable spanglish al quedarme solo, y créanme, no me he separado de su vera ni tras la recurrente discusión en Harrods por la calma desesperante con que se toma las compras… (Ella opina lo mismo de mi forma de visitar los museos).

Lo común de mis viajes a Londres es, además de la parada en los grandes almacenes, la cita con “el cuadro más bello del Francia”: Los embajadores de Hans Holbein el Joven. Fue llamado así por el canónigo de la Catedral de Troyes tras su traslado a París en 1653 desde el castillo de Jean de Dintenville, señor de Polisy, juez del distrito, propietario del lienzo y uno de los personajes que aparecen en la composición.
En mi última visita a la National Gallery me he dedicado en exclusiva al cuadro, movido, tras despegar el vuelo, por una intuición mística de las alturas (como Dalí) de cuya verdad no me siento especialmente satisfecho. Al salir del museo, como penitencia por mi presunción, renuncié a la espuma de una cremosa pinta de Guiness en un pub cercano a la plaza de Trafalgar.


Por más respetables que sean las interpretaciones históricas o académicas de la obra, no me convencen ni me alegran la vida; por lo demás, se pueden encontrar las versiones oficiales en cualquier libro o web del ramo (la de Wikipedia es excelente). Lo que me fascina (por eso retorno a tantear el enigma) es su interpretación heterodoxa, oscura, muy inglesa, plena de simbolismo e ideología religiosa… aunque, ¡oh cruel reproche!, con fama de vana mistificación. Mis amigos profesores de arte, tras escuchar con paciencia mi relato, lo han refutado siempre. Aducen, por ejemplo, que si fuera cierto, el embajador Dintenville jamás hubiera aceptado la propiedad del cuadro… razón por la cual sostengo que el pintor ocultó con mano maestra sus aviesas intenciones.
Para empezar, hay que recordar que Holbein fue uno de los artistas más comprometidos con la Reforma, de la cual fue defensor y propagandista, e inversamente, adversario de Roma. En 1526 realizó una serie de 51 dibujos sobre el tema medieval de la danza de la muerte sin reclamar su autoría para evitar represalias de la Iglesia por su contenido satírico. En Inglaterra, a partir de 1532, trabajó bajo el mecenazgo de Ana Bolena y Thomas Cromwell, en 1535 Enrique VIII lo nombró Pintor del Rey y en 1538 ilustró la portada de la traducción luterana de la Biblia. No hay que olvidar, por fin, que el auténtico contexto histórico de Los embajadores fueron las guerras de religión que asolaron Europa entre 1525 y 1648.
Volvamos a la famosa tela. Jean de Dintenville, a la izquierda, fue cinco veces a Inglaterra en calidad de embajador del rey Francisco I. El otro personaje es Georges de Selves, obispo de Lavour, amigo del primero y embajador ante la Santa Sede, el emperador Carlos V y la República de Venecia. En la Pascua de 1533 Selves fue a Londres en viaje privado para visitar a su amigo y allí permaneció hasta finales de Mayo, período en el cual Holbein pintó el cuadro diez años antes de morir.
Los dos embajadores muestran unos rostros toscos, provincianos, incultos, alusión a la baja calidad moral e intelectual de los altos cargos de la Iglesia. En contraste con la rudeza de su cara, lucen suntuosos ropajes de seda y armiño o un abrigo exclusivo de piel sobre el uniforme eclesiástico, símbolos de la exterioridad de la religiosidad papista, proclive al ornato, la riqueza y el poder temporal. Obsérvese el medallón que cuelga del cuello del primero: un ángel oscuro de la muerte, alegoría del alma en peligro o de una Iglesia muerta. Asimismo, el broche del gorro representa una siniestra calavera en referencia al mismo tema.
El bellísimo suelo taraceado es una copia bastante fiel del pavimento de la abadía de Westminster, donde el arzobispo de Canterbury corona históricamente a los monarcas ingleses: una alusión a la grandeza de la Iglesia anglicana.
En el estante superior, sobre un exquisito tapete adamascado “a lo Holbein”, hay una reproducción del globo terráqueo hecho en 1523 por Johann Schöner de Núremberg, amigo íntimo de Copérnico, fundador de la astronomía moderna, cuya teoría heliocéntrica fue perseguida con especial saña por la Inquisición. A la derecha del globo hay diversos instrumentos matemáticos y físicos (compases, un reloj solar, un calendario cilíndrico, un goniómetro, un sextante y un cuadrante); empujados por el codo derecho del obispo parecen a punto de caer, anuncio del desprecio de la religión católica, anclada en la Escolástica medieval, por el progreso científico.
En el estante inferior, dedicado a la música, hay dos libros abiertos: a la izquierda Kaufmanns-Rechmungde de Piter Apian editado en 1527, una publicación muy corriente; a la derecha Geistlich Gesangbuhli de Johannnes Walther, un libro de himnos sagrados editado en Wittemberg, en cuya catedral Lutero clavó el 31 de octubre de 1517 las 95 tesis contra la venta de indulgencias, documento que señala el comienzo teológico de la Reforma. Este último está abierto por dos textos luteranos (“Veni sancte spiritus” y “Si quieres vivir espiritualmente”) que versan sobre el dogma de la gracia que Dios otorga a cambio de la fe, uno de los pilares de la religión protestante.
Además de los salmos, hay dos objetos relacionados con la música: un laúd y un estuche de flautas. La música es el arte principal de la Reforma frente a las artes figurativas de la contrarreforma, la escultura y la pintura, utilizadas como punta de lanza doctrinal desde el Concilio de Trento. El laúd tiene una cuerda rota y el estuche está vacío, símbolos de la perdida de la armonía entre los cristianos y la ausencia de principios compartidos.
Por último, la escalofriante representación anamórfica de un craneo es una alusión a los temas del memento mori (“recuerda que has de morir”) y de la salvación personal, punto de partida de la experiencia interior luterana. También puede ser entendida como una alusión a la vanitas terrenal y a la igualdad de los hombres, humildes o poderosos como los embajadores, ante la muerte.