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miércoles, 3 de noviembre de 2021

El videojuego del calamar

 

El juego del calamar es una serie de Netflix concebida, en el fondo, como un videojuego en el que hay que superar sucesivas pantallas. En un videojuego tras cada nivel que pasas aprendes más trucos y obtienes más poderes para el siguiente. Igual que en el calamar, cuyos participantes compiten en seis juegos infantiles en los que si pierden, pierden la vida. Comienzan 456 jugadores y sólo uno puede ganar la fabulosa cifra de millones que se acumulan tras la eliminación a tiros de cada perdedor. Prescindo aquí de las inevitables interpretaciones sobre el mensaje anticapitalista o la crítica a las miserias de la condición humana que según muchos expertos son la moraleja de la serie y me quedo con la reiterada alerta sobre los peligros de que los niños y adolescentes la sigan por razones miméticas y emocionales. Es obvio que nadie en su sano juicio dejaría que un niño la viese. Además, se aburriría como una ostra porque los juegos de la serie están tan cruelmente deformados, tan contaminados de relaciones tóxicas, que no forman parte del universo infantil. Pero dudo que hiera la sensibilidad de un adolescente de doce años, acostumbrado a lidiar en su videoconsola con juegos violentos, agresivos o de supervivencia donde todo son disparos, explosiones y emboscadas en las que el protagonista que elijas (suele haber varios tipos de superhéroe) tiene que liquidar a todo lo que se le ponga por delante. Obviamente descarto los juegos sadomasoquistas, gore, racistas (tipo “cacería del negro”), supremacistas y homófobos. De hecho, estoy convencido de que en breve la serie se convertirá en El videojuego del calamar. El argumento es el mismo: se ha especulado por psicólogos y sociólogos sobre los efectos nocivos de ciertos videojuegos en los jóvenes. Se aduce que los menores y adolescentes no tienen suficiente capacidad para distinguir la realidad de la ficción y corren el riesgo de mezclarlas en el patio del colegio. Más bien tengo la impresión de que quienes deliran son muchos adultos en su vida privada y pública. En un videojuego no se produce ningún proceso de identificación con los personajes, simplemente ganas o pierdes. Por eso, la mayoría de las películas basadas en videojuegos han sido un fracaso, aunque no al revés. El héroe de un videojuego carece por definición de un perfil humano (y menos literario), por lo que resulta un fraude crearlo. Lo contrario, privar al hombre de sus atributos, es lo más fácil del mundo. En realidad, es lo que hacen los malos guionistas. Tiran del archivo de prototipos y levantan un andamio sin tornillos que al final se cae en las narices del autor. Un videojuego no es una parábola moral sino un desafío lúdico. Cualquier consideración sobre el significado “profundo” de la trama introduce un considerable ruido y se convierte en un elemento perturbador de la diversión. Lo cual no significa que haya jóvenes que desarrollen conductas violentas, agresivas e incluso criminales, pero sus causas proceden de otras circunstancias personales. Estoy convencido de que un joven dentro de la norma estadística, una vez que apaga la consola borra de su mente todos los componentes conflictivos, desconecta de su envoltura agresiva y, en todo caso, su pensamiento en segundo plano se enriquece con la inteligencia lógica que ha adquirido mientras resolvía las dificultades del juego. Por su parte, su inteligencia emocional permanece vacía, al margen, porque no tiene ninguna función que le sirva para evitar obstáculos, resolver problemas y pasar de pantalla. Es un ejemplo perfecto de la máxima de Ockham de no multiplicar los entes sin necesidad. La diversión consiste en salir del laberinto, no en construir otro paralelo. ¿Significa esto que los videojuegos son positivos? De nuevo descarto a los adictos de la pantalla que se aíslan del mundo en su madriguera, prescinden de cualquier relación social y sólo contactan con sus iguales mediante chats o plataformas monocordes. Por lo demás, creo que su uso es beneficioso para quienes lo practican con cualquier edad y condición.

El calamar no tiene una pantalla final, como la mayoría de los videojuegos (o películas populares) con éxito. El final de la serie es absurdo, pero no en sí mismo (qué más da) sino porque resulta demasiado evidente que queda abierto a una segunda temporada. El único efecto mimético, según parece, ha sido la gran demanda de disfraces para Halloween copiados de los personajes. Por cierto, estoy de acuerdo en que Halloween es un claro ejemplo de una tradición cultural extraña que en parte se ha impuesto y en parte se ha superpuesto a la nuestra (mucho más macabra, por cierto). Lo que resulta evidente es que la tradición importada es mucho más divertida para los niños con sus disfraces en el cole, sus calabazas y su continuación en la calle. Y también para los padres que disfrutan con las compras y preparativos de un jubiloso día de todos los santos.

martes, 2 de abril de 2019

Dolor y gloria. Apunte

Por supuesto que en Dolor y gloria hay elementos autobiográficos pero son accidentales. La película es ante todo una ficción en la que tales elementos son genéricos, contextuales, incluso generacionales, pero siempre puestos al servicio del lenguaje cinematográfico. El guion no convence pero sí su ejecución. En cada secuencia, escena o plano lo verdaderamente importante, lo que busca Almodóvar es cine en estado puro, no contar su vida. Exagero para poner el punto de mira en lo esencial.
Lo intención de la película reside en la adecuación entre los movimientos de una cámara dominante y un guion cargado de obsesiones negativas que le sirven de pretexto. Expresiones de la crítica especializada como “memoria sentimental” (es más acertado hablar de “memoria colectiva”), “impotencia creativa”, “búsqueda de la redención” “desnudez pública” y muchas otras, son las puertas falsas del laberinto que nos propone el director manchego.
En realidad no sobreactúan los actores sino el director. Como en La piel que habito (para mí su mejor película) da la impresión de que Almodóvar interpreta la partitura de un cuarteto de cuerda. No es de extrañar que saltaran chispas durante el rodaje. Extraordinaria la interpretación de Antonio Banderas, inviable con otro director.
En una primera lectura, los elementos biográficos parecen las claves evidentes del film (por más que en el arte nada es evidente). Lo único cierto es que todos los guiones, todas las novelas incorporan de un modo manifiesto o latente elementos biográficos; incluso “Veinte mil leguas de viaje submarino”. En el proceso de creación la imaginación los destila, los transforma en forma de imitación, deconstrucción, ocultamiento o catarsis pero nunca de identidad inmediata. El realismo en el arte es siempre mágico. Y más en Almodóvar. También en Dolor y gloria lo importante es el tratamiento que los transfigura. Esa es la parte luminosa del film. Una vez que desechamos las salidas en falso del laberinto podemos volver a sentarnos en la butaca y probar desde otra perspectiva. Por esta razón no cala en nosotros la propuesta emocional de Dolor y gloria, no se produce la empatía sino la distancia, incluso los momentos cruciales de la pasión de Salvador Mallo (cuando está sólo consigo mismo) nos dejan indiferentes. Algo falla. Es muy difícil sintonizar con los personajes del director manchego. Son muy raros, extravagantes, marginales… Las chicas y los chicos Almodóvar te pueden gustar, divertir, asombrar o al revés pero son ajenos a tu mundo. Fuera del cine no tienen vida. Sus embrollos políticamente incorrectos son inverosímiles; tanto como la sarta de agradecimientos por la obtención del óscar por Todo sobre mi madre. Los aficionados al cine españoles se dividen dos: los pros y los contra Almodóvar. Los contrarios afirman que los guiones de sus películas son más fáciles de escribir que una mala novela policíaca. De lo extraño y marginal se sigue cualquier cosa. 
En realidad no hay impostura sino la puesta en escena meticulosa de un cineasta en busca de nuevos encajes (desde su primera película) entre forma y contenido. Es ahí donde hay que poner el ojo, lo mismo que Almodóvar en la cámara. Lo más personal de Dolor y gloria son los elementos iconográficos: su piso, los cuadros, carteles, fotos y esculturas de su colección particular… aunque son utilizados para fines muy distintos a la conversión de Salvador Mallo en un trasunto de Almodóvar. Son elementos cinematográficos en sí mismos y, en este caso, sí son el reflejo subjetivo del autor. Son el hogar y el entorno de un cinéfilo. Dicho de otro modo, rueda en su casa no para reforzar la autoficción, sino porque su casa es buena para filmar. El final, aplaudido y denostado a partes iguales, no es un lugar común para cerrar el final en falso, sino la clave o metáfora de la totalidad. Por eso la popular expresión “vamos al cine” tiene un sentido pleno cuando el miércoles (día del espectador a mitad de precio) vamos a ver en los minicines de barrio su última película.
Con palabras del propio realizador:
¿Es "Dolor y gloria" una película basada en mi vida? No, y sí, absolutamente. Todas mis películas me representan. Es cierto que esta me representa más, pero desde el momento en que empiezo a escribir sobre una base conocida -procedente de la realidad, de algo que he leído en el periódico, que me han contado, de lo que he sido testigo o simplemente un episodio de mi propia vivencia- la historia empieza a encontrar su verdadero camino (cinematográfico, en este caso) para convertirse en ficción. (…) Por supuesto, la película habla del cine y de la importancia del cine en mi vida. Podría decir que el cine es mi vida o que mi vida es el cine. La auténtica droga de la película es el cine, no la heroína, la verdadera dependencia de Salvador es la de seguir haciendo películas, el cine le ha vampirizado por completo.

viernes, 13 de marzo de 2015

Pasar pantalla


Aunque de joven me pasaba la vida metido en el cine, ahora ocurre lo contrario. Tienen la culpa, a partes iguales, la vagancia hogareña y la suscripción a los canales del plus, donde con un retraso razonable puedo ver los últimos estrenos y las cintas que me interesan. Algunas, como Días de vino y rosas, las he grabado diez veces. Además tengo una pequeña colección de Dvds con los títulos que me convierten en estatua de sal, por ejemplo Les enfants du paradis de Marcel Carné, un film que no es de este mundo (no os molestéis, está descatalogado). Miro hacia atrás en el tiempo (el futuro lo vivo partido a partido) para pintar con brocha gorda mi paso por las pantallas de cine.

Con diez añitos (las fotos de familia me traen la imagen de un niño que no he visto en mi vida) íbamos los domingos, después del pollo asado, al cinema Palafox. Era propiedad de Caritas Diocesana, administrado con mano firme por un canónico de ancho perímetro adosado a un puro, sotana de raso y nombre Don Simón. Supe más tarde que Don Inocencio, Obispo de Cuenca, lo llamó al orden por los habanos y el balance opaco de las cuentas (nada nuevo bajo el sol). Por un precio infantil adquiríamos un bono mensual para las sesiones dominicales. Entrabamos en manada a las cuatro de la tarde y una vez sentados, algo más complejo de lo que parece, nos embuchábamos el Nodo con las glorias del Real Madrid y la peli de Kit Carson. En el descanso comprábamos en el bar chicle bazooka y gaseosa La Eufrasia y a las siete volvíamos a casa con las pilas cargadas, justo cuando nuestros padres iban a tomarse un café con mojicones en Ruiz. Recuerdo los pateos al llegar la caballería y los berridos de alivio tras la masacre de los sioux. También los disparos con pistolas de pistones en el patio de butacas y el toque de carga con trompetería de plástico. Si los petardos, objetos volantes y el estruendo pedestre se pasaban de la raya, se paraban las máquinas, se encendían las luces y pelotera. Amenazas de los esbirros de Don Simón. Después confesión general y propósito de enmienda para terminar la peli. La semana que viene Marcelino pan y vino.
Mi adolescencia irá siempre unida al Palmeras, un cine de verano junto al parque de San Julián. La noche conquense del viernes era el marco de la fiesta. El pase, con documental patriótico y paisajes, duraba de once a una y media. Por la sábana blanca desfilaban Ulises, Sandokán, el corsario negro y, como novedad, alguna propuesta melodramática censurada en la que los amantes eran amigos, las enaguas mamparas y los besos se suponían. El verdadero aliciente era que podías fumar, comer pipas (pepitillas en conquense) y llevarte la cena que nuestras madres preparaban encantadas: preferían tenernos allí que bebiendo cerveza en los bares de la parte antigua. Tras el descanso, con los créditos, sacábamos la pitanza. Sólo el olor a pies del conductor del Auto-Res Cuenca-Madrid, que no se perdía una, podía perturbar la velada. Se abrían las tarteras con tortillas de patata guisadas, filetes empanados, pimientos fritos, tomates del hocino y plátanos. Circulaba por la fila una bota clandestina de tinto con casera que Andrés le había birlado a su tío. Después, la fumata de Ducados. Los comentarios en voz alta se celebraban con risotadas: ¡La bicha, que viene la bicha, miala que se lo come el muslo de pollo este! Los daños colaterales del festín lunar eran lamparones y manchas de vinazo. Algunos iban en bañador y chanclas. Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas. A lo más que podías aspirar era a saludarlas al salir y que alguna de tus gracias fuera oída (y tasada) por tu amor secreto (tanto que ni ella misma lo sabía).
De la juventud dorada recuerdo mi etapa de cinéfilo militante cuando estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras (y todavía eran algo). El cine ocupaba el ochenta por ciento de mis trajines. Atrapo al vuelo mi época de roedor de celuloide. Nos pasábamos el día metidos en la Filmoteca Nacional (tres películas seguidas); en realidad era una forma decente de no estudiar y trabajarnos el ego. Con otros dos amigos tuve la oportunidad de dirigir el cine club del colegio mayor San Agustín, uno de los mejores de Madrid, de lo que todavía me esponjo y me doy besos. Me ocupaba de la librería, la documentación y las reseñas que dábamos al público antes de comenzar la sesión. Durante los años ochenta, tuve oportunidad de tratar con gente entendida, enrollados, enganchados al cine; también de escribir algún artículo para la revista universitaria de tres números Fundidos. Buscando en el baúl de los recuerdos (un mueble real, no imaginario) encontré entre los folios amarillos uno sobre Blow up, que he subido al blog. Lo peor: como no había ordenadores perdí todas las reseñas, aquellos sufridos comentarios de página y media que nadie leía. ¡Daría cualquier cosa por recuperarlas, que filón para mis entradas!
El presente es más modesto. Hace años invitaba a mis hijos y sobrinos a los multicines del barrio (la mayoría han cerrado): ellos elegían, yo pagaba. Me hundía en las profundidades del sillón. Al aumento del estímulo, persecuciones brutales y explosiones, respondía con mis tapones de cera y a los diez minutos me quedaba zeta (obviamente mis ronquidos se perdían como lágrimas en el mar). Los mozos tenían orden de no molestarme si querían palomitas. Ahora, los fines de semana, si me dan todo hecho, voy al cine con Ana, mi hermana Carmen y su marido. Espléndida Mr. Turner, de Mike Leigh. La única condición es que no me lleven a salas del tipo IMAX 3D con pantalla astral y DOLBY envolvente, de las que te dan unas gafas pringosas al entrar y aguantas dos horas de fantasmas cerebrales y sobresaltos. ¡Prefiero la tele! Nada como el sillón de uno… y es que sin darnos cuenta nos vamos haciendo viejos.

domingo, 26 de mayo de 2013

El cartel cinematográfico


El cartel es una de las manifestaciones estéticas menores pero más sugerentes. Ha sido uno de los resultados más logrados de lo que Benjamin llamó “el arte en la época de la reproducción técnica”. Hay carteles de casi todos los géneros: musicales, futboleros, taurinos, operísticos, históricos, culturales, publicitarios… Cada categoría merece una entrada aparte. Grandes pintores han frecuentado el cartel: Toulouse-Lautrec, Picasso, Dalí, Alphonse Maria Mucha. Aquí me voy a referir brevemente a los carteles cinematográficos, una tradición que se está perdiendo. Los anuncios de neón, primero, y la publicidad audiovisual en los medios de comunicación han condenado al cartel a convertirse en una especie en extinción. Su desaparición es irreversible. Se reducirá al gusto del coleccionista, a la exposición o a la curiosidad del aficionado que rebusca en internet los rastros de un mundo olvidado.


El cartel cinematográfico es una síntesis de los estilemas de la fotografía, del cuadro y el fotograma. El resultado es una mezcla de los tres soportes. De la fotografía toma el encuadre, la elección significativa, el compromiso subjetivo con lo que se incluye (y se excluye) del marco visual. Del cuadro, la composición, la distribución de la figura y el color como elemento plástico. Del fotograma, la transición visual, la intención cinética, la finalidad dinámica de la imagen, los principios de la técnica cinematográfica. Toma de la portada y contraportada de los libros la belleza del grafismo, la propuesta directa y el resumen de lo esencial.


El cartel de la película de Werner Herzog, Aguirre, la cólera de Dios, nos muestra el momento más dramático de un film demasiado dramático: cuando Lope de Aguirre (protagonizado por el actor Klaus Kinski, siempre pasado de rosca, en un papel hecho a su medida) tras contemplar a su hija, su único amor humano, muerta por una flecha anónima que ha surgido de la selva amazónica, se enfrenta a su destino, la búsqueda mística de El Dorado (culpable de la muerte de la joven) y lo antepone, transido de dolor, a cualquier circunstancia tangible.



Le conviene a la mejor película de François Truffaut, Jules et Jim, una frase final del Faustoel eterno femenino nos arrastra. El cartel propone una doble mirada al eterno femenino de Catherine, la compleja mujer de la que ambos amigos se enamoran (interpretada por Jeanne Moreau, francesa de profesión). El cartel muestra dos facetas del triangulo amoroso: por una parte, los momentos de amistad, libertad y bonheur; por otra, los oscuros laberintos de Catherine, que les llevarán a la traición, el desamor y la muerte…
El tercer cartel, Mogambo de John Ford, prescinde de cualquier referencia al argumento o al simbolismo del film. La escena del fondo es imaginaria, no aparece en ninguna secuencia. El cartel directamente se centra en las dos estrellas del reparto: Clark Gable y Ava Gadner; la tercera, la más atractiva, Grace Kelly, se sitúa en segundo plano y su rostro ni siquiera nos recuerda a la actriz. Las letras de su nombre se achican. Es el cartel menos logrado. Incide en la parte más criticada de la gran fábrica de sueños norteamericana: el star system y la industria cultural.


  

sábado, 5 de noviembre de 2011

Las aventuras de Tintín en 3D


Soy amante del comic pero no un seguidor incondicional de Tintín, como mi hijo, al que invité este fin de semana a ver la película de Spielberg Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio.

A pesar de mis reservas con Hergé, admiro su dibujo inimitable  (lo mejor en mi opinión), el tamaño exacto de las viñetas (las de gran formato son “velazqueñas”), la adorable caligrafía de los globos, sus personajes entrañables, la perfecta adecuación (como ocurre en Asterix, Mafalda o Maitena) entre forma y contenido, su convencionalismo moral a pesar del desmadre, su invitación al ocio sin condiciones, su polivalencia para las diez edades del hombre (me permito ampliar la gama)…  Incluso sus leves recaídas en el machismo, el racismo y la xenofobia (que han dado lugar a ríos de tinta prescindibles) resultan inocentes y pintorescas (a algunos les divierten más las tiras del Antiguo Testamento o del Manifiesto comunista; muy bien, que las lean pero no amuermen).

El día anterior a la cinta repasé por enésima vez los episodios en que se basa el guión, El secreto del Unicornio y El Tesoro de Rackham el Rojo, de los más emocionantes de la serie. Siempre le agradeceré a mi amigo Rafael Narbona el regalo del Secreto en la edición antigua, cuando era inencontrable en la nueva. Por supuesto, atesoro en una estantería dedicada a la historieta la colección de Las aventuras de TINTIN, publicadas por la Editorial Juventud en veintitrés apetecibles entregas.

Dejo en suspenso un diálogo más a fondo con el personaje y sus amigos. Ahora sólo me refiero –y de pasada- al cine.

De entrada, quien pretenda conocer el mundo de Tintín por la película se quedará como estaba, o sea, con las manos vacías. En primer lugar es imposible trasladar al cine la estética del comic: el séptimo arte puede aprender del estilo pero no reproducir su esencia. El comic es un ámbito de realidad autónomo, irreducible, sin puertas ni ventanas a otros géneros mayores o menores. Los cuadros de Lichtenstein, por ejemplo, son pinturas, no comics, como el autor señaló repetidas veces. Hace años se intentó llevar al video las aventuras de Tintín mediante la reproducción exacta de los dibujos y los textos. Compré en el quiosco de mi barrio los dos primeros, mi hermana me prestó otros dos y aquello no funcionaba. Una decepción enigmática y digna del papel. Al revés ocurre lo mismo: al pasar la serie televisiva de los Simpson al comic sus virtudes cáusticas desaparecen.

El film es un pastiche hecho sin criterio ni respeto a sus mayores, por más que Spielberg lo presente como un homenaje al héroe junto con otros aliños promocionales. Mientras la película se mantiene próxima al comic (los diez  primeros minutos) la cosa marcha, pero se desinfla ruidosamente en cuanto traiciona al original. A partir de ese momento se convierte en una historia-serie B de mamporro y topetazo, al estilo de Mortadelo y Filemón.

Se trata de un producto con una intención puramente comercial, “a la americana”, hecho sin disimulos para ser soportado (en el doble sentido) en 3D. Visto en pantalla normal, uno puede imaginarse sin esfuerzo y sin las gafas usadas de la entrada las continuas tropelías de la cámara. La grandilocuente música del film, del tipo “gran producción con posteriores entregas” (si el mercado lo permite, como todo en estos días), está al servicio de la adrenalina fácil de los sobresaltos tridimensionales (cuya cuarta dimensión es el hastío).

Se mezclan en el film las técnicas digitales aplicadas a los actores (ignoro los entresijos de la máquina) y los escenarios reales que sirven de fondo. La impostura virtual es inservible. Sólo quien no conozca a Tintín se tragará el señuelo: más bien parece un sucedáneo de Indiana Jones, un buscavidas de tres al cuarto; el capitán Haddock, más penoso todavía, es pintado como un alcohólico en fase terminal que se salva no se sabe por qué; los polizontes Hernández y Fernández, a pesar de su simplicidad, son irreconocibles; y el perro, Milú, con cara de can grimoso, es por momentos el protagonista del film.

Como me caen bien les voy a dar un consejo: esperen a verla en Internet y con la diferencia tómense un combinado, por ejemplo un gin fizz, en su destilería favorita. 

martes, 20 de septiembre de 2011

La piel que habito


Tampoco se debe esperar lo absoluto del cine, contra los teólogos del séptimo arte. Posiblemente por eso me gusta la película de Almodóvar La piel que habito. Sospecho que una de las modas que sobrevuela la cultura madrileña es que lo políticamente correcto es criticar al director manchego y luego repartir argumentos. Los míos, a favor, son bastante simples porque la cosa no es para tanto. 

Para empezar, no es una película aburrida. Eso sí, se sitúa desde la primera secuencia en ese entramado de elementos plásticos, simbólicos, narrativos, musicales que ha creado Almodóvar a lo largo de su obra. Un mundo propio que, dentro de sus limitaciones y altibajos (que él mismo reconoce y son los del cine) es la aspiración de todo artista.
Uno de los aciertos es la apertura de campo, la incertidumbre argumental, la pluralidad de opciones que se presentan (y se presienten) en cada segmento del film (tengo la seguridad de que gran parte del guión se hizo sobre la marcha entre grandes risotadas). El espectador desconcertado, necesita anticipar en todo momento la dirección del brutal enigma que le plantean. La historia se construye a golpes de sobresalto con la colaboración activa del mirón, cuyas expectativas nunca no se ven defraudadas… Poco a  poco, la película responde a cada una de las preguntas. Esa apertura de campo (en la que Almodóvar hizo hincapié) procede en parte del arquetipo literario al que se alude, Frankenstein, cuyas señas de identidad son la horrible novedad y el escalofrío permanente… y se logra, en gran medida, gracias a la estructura discontinua, manierista, de la narración. Las soluciones elegidas por el guión son excelentes (como una buena jugada de ajedrez entre miles) y no estropean el conjunto como un pegote en la fachada de una iglesia.
He leído que la película podría haber sido contada de forma lineal y sería lo mismo: no estoy de acuerdo. En ese caso, el juego de las posibilidades, de las vueltas de tuerca, de los aciertos y errores quedaría muy mermado. La deconstrucción de la historia no es un recurso retórico para vender el producto, sino una necesidad del guión. La ruptura espaciotemporal, la técnica del flash back, potencia la perplejidad que nos mantiene al borde del asiento.

No estoy de acuerdo tampoco con la “autosuficiencia del film”, una especie de mónada almodovariana sin puertas ni ventanas, un juego autocomplaciente, una manía onanista, un derroche de esteticismo carente de compromiso. En primer lugar, la obra de arte no tiene condiciones previas, no le debe nada a nadie que no sea ella misma, no sabe lo que ocurre alrededor si no quiere y no tiene más principios que los que estime oportunos para alcanzar sus fines. Los ejemplos son muchos y contundentes. Además, La piel que habito no cumple ese supuesto. Más bien filtra la realidad con esa visión invertida y crepuscular del negativo fotográfico, cuya crítica social es todavía más demoledora que el original. La obra de Robert Walser o Kafka son ejemplos de esa visión transfigurada. Tampoco se puede decir que el autor renuncia de lo largo de su obra al realismo costumbrista, lo que ocurre es que sus zambullidas en la fauna ibérica son un tanto peculiares. También Almodóvar ha pergeñado su “Comedia humana”, sólo que a su modo.            

Se ha dicho casi todo de los actores. Es verdad que la dirección, como ocurre en todas sus películas, es muy marcada, rigurosa, incluso agobiante. Se puede alegar, por supuesto, discrepancia con el método y los resultados, pero es evidente que cada actor interpreta lo que Almodóvar quiere y no hay lugar para la espontaneidad, la improvisación, la “frescura” y los tonos personales. En mi opinión, todas sus películas y, especialmente La piel que habito, exigen una dirección obsesiva y milimétrica. No existen cánones de actuación (de hecho los mediocres se repiten fatalmente). Cada film exige una interpretación única, que el personaje rompa con su cliché, incluso con “lo mejor de sí mismo” para adecuarse a la totalidad. El que interpreta Antonio Banderas, por ejemplo, es un psicópata multicolor, lleno de matices (¡más difícil todavía!). 

La objeción más débil es el carácter infumable del argumento. Poco que decir. Carece de interés la categoría de “inverosímil” aplicada al arte. Recuerda la experiencia del burgués con pretensiones, quien, tras su visita al museo, contempla displicente un cuadro de Dalí. Aquí, las excepciones son más numerosas que las reglas. No lo malogremos con razones que valen para otros.

Algunos califican al film de pastiche. De rompecabezas donde las piezas no encajan. Para mí, otro de los méritos de La piel que habito es que consigue una mezcla explosiva de varios géneros… y el engendro camina (¿otra mirada al clásico de M. Shelley?). Se juntan la comedia, el thriller, el psicodrama, el film erótico, el cine de terror y la ciencia ficción. Sin ese pathos inicial, sin aceptar desde el comienzo esa gran propuesta híbrida, descabellada pero coherente, es fácil acabar confundidos, engañados, arrojando tomates al cigarral toledano. 

domingo, 22 de mayo de 2011

Sociología del western


El cine, como cualquier arte, consta de géneros y subgéneros.
Ahora bien, si preguntasen por el vértice de la pirámide, una mayoría aplastante diría que el western, es decir, el cine del Oeste.
Es evidente que el western incluye una variedad de tipos: clásico (el que realmente nos gusta), histórico (la epopeya de un país y otras aburridas glorias), uniformado (los casacas azules como pilares de la nación blanca, quizás negra, pero nunca roja), realista (los indios son los buenos), espagueti (mugre, moscas y ojos de acero), interdisciplinar (pastiche de retales cosidos sin hilo), metawestern (reflexión tediosa que se piensa a sí misma), serie B (Almería, polvo en el camino, pueblos de cartón y flores de cactus), crepuscular (actores jubilados, arruinados o enfermos de cáncer), tardío (los protagonistas son el coche de motor, el teléfono y la bombilla), reposiciones (recurso infalible para hacer taquilla y la inevitable traducción metafísica del original).
En este artículo, nos vamos a centrar en algunos rasgos típicos (no me atrevo a decir esenciales) de la sociedad y la cultura del cine del Oeste. Se trata, en el sentido menos agresivo de la expresión, de una sociología del western. Obviamente, no podemos convertir esta visión aligerada de sustancia en una casa de citas, por lo que evitaré cuidadosamente las referencias concretas (y los consiguientes créditos) a las innumerables películas, obras maestras, fiascos y otros fantasmas que pueblan los innumerables rincones de la memoria a largo plazo. Que cada cual recuerde los suyos.
¿A que les suena el siguiente cuadro?: una larga mesa de roble sin mantel. El padre, barbado en blanco y arrugas cinceladas, Moisés, preside el lar y agradece los alimentos que vamos a recibir. A su izquierda, la madre, abnegada y trasparente; la hermana mayor, soltera, reparte lentamente un migoso pan de hogaza. La pequeña trae de la candela las cazuelas con alubias y las bandejas de pollo. Los cuatro hermanos, a la derecha por orden de edad, piden vino cortésmente mientras aplazan sus pendencias… La cena es sagrada.
La sociedad del Oeste es la más patriarcal y machista de los tiempos modernos. Alguien dijo que el western es la sublimación de las fantasías eternas del varón. Su visión tradicional (petrificada, sin ambigüedades ni claroscuros) de la mujer, del matrimonio, de la familia o la sexualidad, proviene directamente del puritanismo calvinista y los excesos bíblicos que desembarcaron el día de acción de gracias en las costas de Nueva Inglaterra.
La moral dominante, el ethos del Oeste, no es menos contundente: los buenos son buenos sin mezcla de mal alguno y los malos lo son sin puertas ni rendijas. En las películas del Oeste el espectador no tiene dificultad para abarcar el paisaje moral y entender quién es quién. Blanco y negro; una antropología carente de grises, aunque intensamente protestante: el malvado pistolero, tras una vida dedicada al crimen y a grabar muescas en el colt, se arrepiente en el último momento con esa fe que mueve montañas ("Ten mucha fe y peca fuerte", decía Lutero) y se salva. Su cuerpo está lastrado de plomo, pero su alma vuela sin mancha: Dios, por un decreto misterioso, lo ha recibido en sus brazos. “Creo porque es absurdo”.
Lo bueno, pero ¿y lo justo?
El juez tarda siempre una semana en llegar a la ciudad polvorienta  para sentar en el banquillo al forajido. ¡Una semana muy dura para el sheriff, si es honesto! El cacique al que besa las botas el presunto, el padre al que le puede la sangre del hijo, el honor de los hermanos, la banda de malhechores que comanda, los deudores indignados, las busconas que chulea, las víctimas estafadas, todos tratarán de sacarlo de la cárcel por las buenas al principio y siempre por las malas.
La ley de los jueces no es universal. El imperio de la ley es una conquista del Este y su honorable Constitución. En el Oeste cada juez tiene su propia versión de la justicia. Versión variable por el libre albedrío y las mudables circunstancias: la edad, el temperamento, los humores, los baches de la diligencia, los huevos con tocino de la fonda, la habitación del hotel, la charla del barbero, la estación del año… pueden desequilibrar, juntos o separados, la balanza del veredicto hacia las anchas llanuras o los rigores de la soga.
La justicia al oeste del Pecos no es algo que incumba al Estado. Las diferencias se arreglan entre privados: se empluma al tahúr, se azota al delincuente, se castra al violador, se expulsa a la adúltera, se lincha al cuatrero, se dispara al ladrón.
El paradigma de la justicia entre particulares es el duelo. El darwinismo social que rige la vida en el salvaje Oeste alcanza su punto culminante en el desafío a balazos por un elenco inagotable de causas: una mirada a destiempo, una palabra de más, un empujón en el baile, un asunto de faldas, la opinión sobre un caballo, una deuda impagada, el precio de una res… de ahí para arriba, desencadenan la libre competencia entre individuos por saber quién es más apto y cuál ha sido seleccionado para extinguirse. Desenfundar es competir. La ley del más rápido, del más fuerte, del más alto. El deporte nacional.
¿Y lo santo?
Todo el mundo en el Oeste cree en la religión verdadera. Allí no hay ateos o indiferentes; quizás algún pagano influido por la magia de los indios. El domingo por la mañana las gentes acuden al templo a renovar un pacto con Dios a tiempo parcial; y alguna tarde triste se acercan al camposanto a despedir al ausente y escuchar la voz tonante del pastor que desgrana sus vicios y virtudes.
Hay tres tipos de pastores:
El predicador tradicional que encuentra soluciones concluyentes en los textos revelados a cualquier situación que se presente. Un ejemplo notable de la confianza luterana en el libre examen.
El hombre de fe que ha sido pistolero. Caporal de mano férrea que arregla las congojas del rebaño de manera implacable, como actúa Yahvé con los que ignoran su alianza sagrada con los hombres.
El falso evangelista, borrachín y mujeriego, que se sirve del respeto que inspira la fe para consolar salazmente a las esposas cabizbajas, jóvenes despechadas, hijas inocentes…
No deja de sorprender que este repertorio de virtudes morales, legales y religiosas brote como el grano en una sociedad brutal donde la inmensa mayoría no sabe leer y cultiva la ignorancia. ¿Alguna vez se ha visto un rasgo de educación reglada en las cintas del Oeste? Sólo en raras ocasiones (pero gloriosas) una linda maestra se encarga de trasmitir su bondad (la auténtica educación en valores) a los niños y analfabetos del pueblo. Enseña en un local del municipio que antes era cuadra de pollinos. Un perchero dislocado, una mesa prestada a punta de pistola por el dueño del hotel, varios bancos de la antigua iglesia, una escupidera de estaño regalo del saloon, una pizarra con renglones borrados en la que leemos el comienzo de la Constitución de 1817: NOSOTROS, EL PUEBLO DE LOS ESTADOS UNIDOS…
La maestra y el médico, dos figuras entrañables. En ningún lugar tuvo más presencia la figura del médico rural que en el lejano Oeste. Esa figura honorable del galeno general, cuya sabiduría abarca cualquier enfermedad del cuerpo y del alma (aunque lo único que podemos alabar de su arte son los partos caseros y la extracción de balas). En cuanto se complica el diagnóstico ordena consultar al experto del Este. Lo sentimos levantarse en medio de la noche y conducir en la nevisca un viejo coche de varas para velar a una embarazada en ciernes. O improvisar un quirófano de urgencia en la sala de billar para salvar como sea (a veces sin cloroformo) al vaquero que han herido por la espalda. También cura con sabiduría mundana a los que sufren de imprudencia y vagan errantes por las aguas borrascosas de la vida.
Lo bueno, lo justo, lo santo, ¿lo útil?
¿Qué me dicen de la economía del lejano Oeste?
Los pueblos y ciudades, tal como aparecen en pantalla, no han superado la revolución neolítica. Agricultura y, sobre todo, ganadería: los cowboys y sus enemigos mortales, los pulgosos pastores de ovejas. Algo de la fiebre del oro, transporte de manufacturas, tráfico de armas con los indios, mucha economía sumergida y poco más. (Prometo dedicar una entrada monográfica al fascinante almacén mayorista de la plaza del pueblo y otra al Saloon: el corazón del alcohol, el juego, el sexo y la violencia).  
Los bancos menores (no hablo del banco de El Paso) son simples locales vigilados donde las fuerzas productivas depositan sus rentas. No existen cestas surtidas ni fondos de pensiones. Tampoco hay rastro de piruetas financieras o inversiones de alto riesgo. El único peligro que corren los depósitos son las bandas de ladrones. Poca cosa, por tanto.
Completa la estructura social del western una fauna heterogénea de sujetos marginales y códigos subyacentes, como las novelas de Dickens. Un vasto cuadro de costumbres basado en la armonía de los contrarios, la diversidad de papeles y el horror al vacío: el impenetrable dueño de la forja, el parlero vendedor de crecepelo, el sombrío barman del bar, el jugador profesional que acude en la diligencia, la cantante con medias de malla rotas, la muñeca de ojos tristes y triste historia que contar, las matronas de la liga antialcohólica, indios, negros, mestizos, mexicanos…. completan un sistema coherente, acabado y completo.

viernes, 11 de febrero de 2011

Blow up


Insisto en mis recuerdos de cineclubista durante mi época de estudiante universitario. Nos pasábamos el día metidos en la Filmoteca Nacional (tres películas al día); en realidad, era una buena forma de no hacer los deberes y cultivar como compensación el ego sabihondo.
Las películas de Antonioni (1912-2007) eran por entonces objeto de peregrinación entre los cinéfilos de los colegios mayores, especialmente El desierto rojo, El eclipse, La aventura, La noche y Blow up. De todas tuve la oportunidad, durante los años setenta, de hablar copiosamente con mis amigos del Cine Club San Agustín y también de escribir algunos comentarios para su revista Fundidos.
Blow up, realizada en 1966, es mi preferida por ser la única que no ha sufrido los estragos del tiempo. La mayoría de los fantasmas de Antonioni se han perdido en el limbo de la historia y ya no interesan a nadie: la farsa del matrimonio burgués, el desencanto crónico, los silencios que se cortan, la incomunicación, la inadaptación de la clase obrera, la estética de los descampados, el existencialismo a la italiana…
Blow up, con un reparto estelar que responde a las expectativas, (David Hemmings, Vanessa Redgrave, Sarah Miles, Peter Bowles y la modelo Veruschka von Lehndorff), fue producida por Carlo Ponti y obtuvo la Palma de Oro al mejor director en el Festival Internacional de Cine de Cannes de 1966. El guión está basado en el relato de Julio Cortázar Las babas del diablo, del que Antonioni sólo toma el núcleo argumental (el significado completo del film es completamente distinto al de la narración): un fotógrafo profesional descubre, al revelar y ampliar un carrete de fotografías, algo que a simple vista no había sido capaz de observar.

http://www.literatura.us/cortazar/babas.html

La banda sonora está compuesta por Herbie Hancock y aparece en una secuencia el grupoThe Yardbirds. El título Blow Up es simplemente un término técnico del lenguaje fotográfico y se refiere a la realización de una gran ampliación durante el proceso de revelado.

Hace menos de una semana cenaba con mi amigo el pintor asturiano Manolo Linares, de paso por Madrid para preparar una exposición. Poco dado, en general, a la “charla profunda”, prefiere otros temas más livianos (y yo le respeto aunque me tenga que morder la lengua). Sin embargo, esto no quita para que a veces intercale entre col y col alguna suculenta lechuga. En esta ocasión me soltó a bocajarro, mientras se zampaba unas tortitas con nata bañadas en chocolate amargo: "a partir de los sesenta años, el hombre entra en la edad de la memoria" (una curiosa variante de las tres edades del hombre). De entrada, la sentencia me asustó. Para quitarle hierro amplié hasta la niñez la edad de la memoria, sugerí que la idea estaba impregnada de ecos luctuosos, que daban ganas de hacer testamento, que a los sesenta comienza la vida… y ante el giro que tomaba la conversación sonaron los claros clarines, Manolo cambió de tercio y volvimos a la crisis.
Al día siguiente, buscando en el baúl de mis recuerdos (un mueble real, no imaginario), encontré entre los papeles amarillos la reseña que hice para la proyección de Blow up en el cine Club San Agustín el día 18 de Marzo de 1971. Milagrosamente (ya que la norma es más bien la disonancia) hoy pienso lo mismo del film y esa aparente identidad personal me ha liberado por el momento de darle más vueltas a las verdades de mi amigo. Me voy a limitar a resumir, con leves retoques sintácticos, las falacias y razones de aquel folleto.

Un fotógrafo de moda, en el doble sentido del término, artista por afición, toma a escondidas una serie de instantáneas de una pareja que se adentra en un solitario parque de Londres. Cuando se marcha, la mujer, que se ha percatado del objetivo indiscreto, le sigue y, tras abordarle, le exige el carrete. La energía de la escena despierta la curiosidad del fotógrafo que aplaza la decisión hasta que la mujer le acompañe a su estudio y le aclare los motivos “del interés por sus malditas fotos”. En el estudio, está dispuesta a entregarse (con bastante complacencia) para conseguirlas; el fotógrafo le sugiere, como manda el buen gusto, que se calme y se vista; luego le entrega un carrete, aunque, por supuesto, no el del parque. Tras un apasionante revelado, la ampliación de algunas fotos (guiada por la mirada de la mujer mientras su acompañante la besa) muestra en la espesura una mano empuñando un arma y una sombra indefinida tendida junto a un árbol. El fotógrafo retorna de noche al parque y descubre el cadáver de un hombre en el lugar de la mancha que muestra la ampliación.
De nuevo en su estudio, los negativos, las fotografías y las ampliaciones han desaparecido. En vano llama a la mujer (el número que le ha dado es tan falso como el carrete). Intenta convencer a un amigo (metido en plena fiesta de alcohol y drogas) para que le ayude a desentrañar el misterio… y, al final, agotado y sin crédito, se queda dormido en una habitación.
Al amanecer, envuelto en las nieblas de una mañana lluviosa, vuelve al parque, pero el cadáver ha desaparecido. La secuencia final del film es imprescindible: un grupo de mimos detiene su camioneta junto a una pista de tenis en los aledaños del parque. Un chico y una chica se cuelan en la pista y simulan una partida sin raquetas ni pelotas, mientras los demás atentos contemplan el juego. De pronto, una de las bolas lanzadas salta por encima de la valla y los jugadores le piden con la mirada y los gestos al fotógrafo, un espectador más, que la devuelva. Con parsimonia la recoge del suelo, la mira, la palpa y, convencido, la lanza a la cancha…

En la rueda de prensa posterior a la proyección, Antonioni dijo: Necesitaré al menos otro film para explicar Blow up.
Efectivamente, el realizador ha transformado el relato inteligible de Cortázar en una parábola sin clave. Es evidente que se trata de una reflexión sobre el arte, pero ¿cuál es el hilo conductor? Se ha hablado, con demasiadas pretensiones, de la escisión entre el arte y la vida; de la diferencia entre realidad y representación; de la contraposición entre teoría y práctica; de la sustitución de la realidad por las apariencias (esto me gusta más; si me interesara la política, les contaría lo que realmente ocurre y lo que pretenden que creamos).
Para mí, hay dos versiones convincentes del film.
La primera se resume en la frase de un viejo profesor conquense que definía así el auténtico saber: la filosofía es una actividad con la cual y sin la cual todo sigue siendo tal cual. La afirmación es ampliable al arte. La misión última del arte consiste en levantar delicadamente el velo que oscurece el sentido del mundo y después dejarlo caer. Su realización completa, si es fiel a la definición, jamás optará por transformar la realidad; pero no por impotencia (miran la lista de colaboradores de cualquier diario), sino por un respeto sagrado a la fragilidad, trasparencia y belleza de las cosas.
La segunda versión queda recogida con lucidez diamantina en la tesis escéptica (una de las pocas reflexiones que me creo hasta la médula) que se atribuye a Gorgias, el gran sofista siciliano que vivió en el siglo V a. C.:
Nada existe; pero si existiera, su verdad no podría conocerse; y si se conociera, no podría comunicarse mediante el lenguaje.

El complemento perfecto de esta visión intemporal y enigmática es el retrato que hace el film de los rasgos culturales de aquel Londres de ensueño. El mundo de la alta costura y sus flexibles modelos, trajes ajustados de cuadros blancos y negros, estampados de fantasía, minifaldas que nunca brillaron con más sex-appeal, interminables pantys blancos, zapatos de tacón multicolores, ojos y labios barrocos, maquillajes de máscaras venecianas, peinados de princesas egipcias, decoración heterogénea al estilo del pop art.
También la ideología de la liberación sexual: repárese en las relaciones eróticas del protagonista con todas las mujeres que aparecen en la cinta: la modelo del estudio, la bella del parque, la compañera del pintor, las “reinas de la pasarela”, las dos teenagers in love, la encargada del anticuario… O los partys de la gente sofisticada, cargados de marihuana (todavía no se atrevían las imágenes con las rayas de coca) y whisky de malta, las abigarradas shops de antigüedades, los coches descapotables, los esotéricos conciertos de las caverns.

http://www.megavideo.com/?s=seriesyonkis&v=BMXW7CXV&confirmed=1

jueves, 27 de mayo de 2010

La huella de Joseph L. Mankiewicz


Recuerdo mi etapa de cinéfilo militante cuando estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid. Básicamente el cine ocupaba el ochenta por ciento de mi actividad intelectual y el otro veinte la música. Junto con otros tres adictos y un nutrido grupo de amigos fundamos el cine club San Agustín en el colegio mayor del mismo nombre. Yo me ocupaba, recuerdo, de la documentación libresca y de los panfletos que dábamos al público antes de comenzar cada sesión. ¡Daría cualquier cosa por recuperar aquellos sufridos comentarios en página y media! Pero se han perdido para siempre como lágrimas en el mar. El consuelo que me queda es que me divertí lo indecible, aprendí algunas cosas y rechacé otras que defendía con fe sospechosa.
Algunos roedores de filmoteca -yo entonces- pensaron en su momento que la verdad del cine estaba en las densas nieblas psicoanalíticas del film de Bergman Persona, a mi modo de ver una película fallida. No me creo el farragoso y efectista planteamiento del cineasta sueco. Tampoco siento el menor respeto por la gilipollesca Gloria de Casavettes, cinta ensalzada por su adscripción al denominado “cine independiente”, etiqueta cargante que no es sino la vulgar patente de corso para contar una historia inverosímil. No soporto las insulsas cintas de Woody Allen, que no son buenas, ni regulares, ni malas… no son nada; igual que esos restaurantes caros y detestables en los que se celebran las inevitable “comidas de empresa”. No comparto la tesis de los que se imaginan en falso que el cine es un arte comparable a la literatura, a la música clásica o a la gran pintura. Por ejemplo la de Sorolla. Para nada. El cine tiene unas limitaciones estéticas que es preciso asumir con deportividad. Lo primero que me disgustaba (había otros disgustos) del programa de Garci ¡Qué grande es el cine! era su título. El cine es un género menor y quien no lo entienda así o no sabe lo que es el arte o no sabe lo que es el cine. Por ejemplo, en la infumable cinta El año pasado en Mariembad, Alain Renais pretendió equiparar (en vano) mediante trampantojos pedantes, mensajes iniciáticos y simbolismos desechables la supuesta altura del lenguaje cinematográfico con producciones con las que en el fondo nada tiene que ver. No hace mucho fui a verla (por si algo había cambiado en ella o en mí) a un cine de arte y ensayo de provincias (lugares ambos que normalmente evito y a los que sólo voy cuando realmente me fascina la ciudad o el pase); al segundo rollo me fui corriendo. (El viejo problema de la identidad personal. ¡Qué satisfacción comprobar que era el mismo de siempre!).
Es evidente que ningún arte, mayor o menor, es más autobiográfico, más vivencial que el cine. Cada uno tenemos nuestras películas favoritas y ya nos pueden contar milongas, anunciar prodigios o apuntar abismos de sentido (de las tres monsergas esta es la que directamente me produce erisipela) que sólo hacemos caso a lo que hemos visto con nuestros propios ojos en la pantalla de tela.
Por estas gruesas pinceladas no es difícil adivinar los títulos de algunas de las películas que admiro y por las que pierdo el sueño por las noches cuando todos se han acostado y puedo calarme mis carísimos cascos. Por ejemplo, La huella de Joseph L. Mankiewicz.
La acaban de reeditar (he estado años detrás de ella) en la nueva colección de Regia Films dedicada a los grandes actores. La edición no es un homenaje a su realizador, sino a Michael Caine. ¡Deja todo lo que estés haciendo y vete a comprártela por once míseros euros antes de que se acabe!
Dicho sea de paso (¡otro excursus narcisista!) las versiones originales de las operas y, en tono menor, las películas que colecciono, me gustan tanto o más que los libros de mi biblioteca. Corolario: detesto las copias piratas simplemente por considerarlas objetos sin valor. En todo caso, soy un aceptable lector pero un mal bibliófilo.
El mismo día la vi dos veces. ¡Qué gozada! La huella está entre las cinco películas que me hacen amar el cine. Estos últimos meses ha circulado por los canales temáticos del Plus una reposición del mismo título, aunque me he negado sin más a verla. Ciertos recuerdos son sagrados y deben estar a salvo de las perturbaciones maléficas de los circuitos comerciales.
El film te introduce sin preámbulos pelmazos en una trama mágica, un pas á deux, grand, de la que no puedes escapar. Todo comienza con la vista exterior y el jardín-laberinto de la mansión señorial del aristocrático Andrew Wyke, un consagrado escritor de novelas policiacas (Laurence Olivier en la mejor interpretación cinematográfica de su carrera); el otro es Milo Tindle, Tindolini en versión original, un peluquero de origen italiano, propietario de un salón de belleza con acentos latinos, prosaico pero seductor, pura voluntad de poder (un gran Michael Caine, dirigido por Mankiewicz sin concesiones a la galería, que no se deja almorzar con patatas por su antagonista y permanece en todo momento a la altura de las circunstancias). Ambos actores fueron nominados al Oscar a la mejor interpretación en 1972, que afortunadamente no ganaron. Y el tercero en las tablas, el inolvidable inspector Doppler (Alec Cawthorne), mi sabueso favorito con permiso de Holmes, del cual no puedo hablar sin revelar datos cruciales. Y no hay más actores en la escena, lo cual no quiere decir que los ausentes no estén tersamente perfilados y no sean tan relevantes como los primeros: así, la sofisticada y sensual esposa del novelista, Margerite, la bella Elena de esta renovada guerra; y la curiosa amante de Andrew, que tan importante papel juega en la farsa, o su amiga de apartamento, y Scotland Yard (que no podía faltar a la cita); todos envueltos en la bruma viscosa de la sociedad inglesa.
Copio de la parte posterior de la caratula: una tarde Andrews invita a Milo a tomar unos cócteles en su mansión. Al principio Milo disfruta con su visita, hasta que Andrew admite estar al corriente de que Marguerite, su esposa y Milo son amantes. Para sorpresa de Milos, Andrew no parece estar enojado y le propone una solución de la que ambos pueden beneficiarse… lo que parecía ser un amigable encuentro se convierte en un emocionante y tramposo juego de persuasión e intriga que atrapa sin remedio.
El guión, imprescindible para esta obra maestra, está basado en la obra teatral del mismo nombre de Anthony Shaffer. Sin embargo, el primer acierto de Mankiewicz consiste en hacernos olvidar esta dependencia del drama. Tan sólo un breve homenaje en los títulos iniciales y después la elipsis del género. La clave del éxito está en la invención de un repertorio, corto pero inapelable, de recursos puramente cinematográficos, inalcanzables para el teatro, y siempre al servicio de la excelente idea de Shaffer... ¡a pesar de que toda la película transcurre en el interior de la mansión! En primer lugar, los movimientos de la cámara a través de las distintas estancias, perfectamente individualizadas y entendidas como espacios separados y autónomos. En segundo lugar, el tratamiento reiterado, “personalizado”, desde todos los ángulos y posibilidades, de cada uno de los objetos (¡los hipnóticos juegos!) del entorno. En tercer lugar, el aprovechamiento integral del texto literario del drama sin modificaciones, al filo de la navaja de una posible disonancia entre lenguajes, pero siempre dentro de los límites del acierto. ¡Qué diálogos tan redondos y creíbles, imposibles de cuestionar bajo ningún pretexto de confusión entre estilos y otras zarandajas!
Y el final, homérico, otra vuelta de tuerca a nuestras mentes, una imposible pirueta circense, un tour de force milagroso, una conclusión, un “cierre categorial” que, en mi opinión, no alude (como algunos romos han querido ver) a un esotérico enfrentamiento generacional (hay gente que insiste en aburrirse), sino que más bien sugiere la independencia gozosa entre el arte y la vida.

miércoles, 20 de enero de 2010

Viridiana


Es conocida la anécdota que ha relatado a menudo el veterano director de cine Carlos Saura. En ella se rememora como otro conocido realizador español, Juan Antonio Bardem, apareció de pronto en la reunión, furibundo, agitando el guión de Viridiana en sus manos y arrojándolo con fuerza a la mesa en torno a la cual estaban congregados en informal compañía algunos colegas y amigos del séptimo arte.
Mira lo que ha escrito el anarquista de Buñuel –clamó Bardem- a lo que han podido llegar sus ideas surrealistas...
Es evidente que Buñuel, ni por idiosincrasia personal ni por el contenido de su obra puede, en modo alguno, ser considerado bajo la etiqueta arrojadiza de anarquista. Tampoco puede inscribirse una película como Viridiana dentro del círculo mágico de las construcciones surrealistas, a no ser que se entienda por surrealismo cualquier concepción estética que se aparte decididamente del arte oficial... Pero de esta contraposición entre arte oficial y creación libre, a la vez comprometida y fructífera, entendía mucho Saura, pues gran parte de su producción se había fraguado dentro de estas coordenadas...
La obra tiene dos partes, claramente separadas por el punto de inflexión que constituye el imprevisto suicidio del tío de Viridiana. Aunque un rígido empirismo recorre la presentación y el desarrollo psicológico de los personajes, la desnuda descripción de la realidad alcanza su mayor perfección en la exposición del mundo de los desheredados, del inefable grupo de mendigos y pícaros de la segunda parte del film. Desde su presencia en la mansión que les acoge, se suceden diversos intentos de modificar su conducta habitual: primero están interesados por salvar las apariencias del decoro en su nueva residencia (la anterior era simplemente la calle, la aventura diaria por sobrevivir, la anomia y la marginación); después, forzados por una convivencia que está fundado en normas, horarios y valores religiosos, tratan en vano de sacar lo mejor de sí mismos, la pars sana desconocida, que los acerque al ideal religioso de su protectora; por último, sucumben al mecanismo inexorable de sus bajos instintos, a su terrible educación sentimental y a toda la maldad que la infelicidad enseña y transmite.
Los tres momentos de la evolución social de los mendigos en la mansión -la máscara, la búsqueda y la caída- obedecen a una fenomenología de la conducta rígidamente determinista. Desde el momento mismo en que aparecen con pasos vacilantes en los alrededores de la finca, empujados por el hambre y la enfermedad, simplemente ocurre lo que tiene que ocurrir. No hay, por tanto, un planteamiento moral en el centro de Viridiana, aunque sí un trasfondo de carácter religioso, ya que, en el fondo, asistimos horrorizados a una mera sucesión de catástrofes naturales.
El sobrepeso de las valoraciones morales lo desplaza Buñuel al personaje del tío de Viridiana, en una de las más memorables interpretaciones de Fernando Rey. En este caso, el efecto dramático es contrario, y consiste en la dirección que toma el film hacia un denso universo de valores morales. Este planteamiento proviene de la espesa ambivalencia y las contradicciones insalvables de la figura del tío. Por un lado, su entramado afectivo, convencional, lleno de buenos deseos, necesidades sentimentales y generosas ofertas. Por otro, el turbio mundo de las impenetrables soledades, los recuerdos corrompidos, el desamor, las desviaciones sexuales y finalmente el suicidio.
Se ha dicho, en ocasiones que no hay un pronunciamiento negativo de Buñuel en torno a la religión, de lo cual, al menos en este caso, discrepo abiertamente. Toda la película es una parábola de la inconsistencia del universo cristiano. Asistimos a una mordaz crítica y a una radical inversión de los principios religiosos relativos a la vida, la familia, el prójimo y la vida social… todo ello celebrado por la broma simbólica del retrato final de la orgía, remedo de La Sagrada familia de Leonardo. La doble secuencia de la paloma, bandera de tantos ideales, símbolo del espíritu, atrapada por el famélico mendigo y convertida en un amasijo de plumas flotando en el aire, significa el triunfo del más primitivo principio de placer y de los instintos más elementales… Esta es la auténtica naturaleza humana.
Asimismo el personaje femenino de Viridiana, interpretado por Silvia Pinal siempre de la mano maestra de Buñuel, se construye sobre esta idea. En este caso, el despliegue consiste en la pérdida escalonada, en ocasiones imperceptible, de las múltiples capas de su aura religiosa, desde su inminente profesión de fe mediante los votos, su caritativa salida del convento para visitar a su tío, su severa adaptación a las diversos usos de la vida civil, la verdad traumática de las oscuras intenciones de su tío, la presencia perturbadora de su primo y su compañera sentimental, las consecuencias últimas de sus relaciones con el grupo de indigentes y pícaros, y, por último, en la secuencia final de la película, la evolución inexorable del amor sacro en sensual amor profano.
El hijo ilegítimo del tío de Viridiana, Francisco Rabal, representa la antítesis del cristianismo católico entendido como antinaturaleza, incluso como negación de la idea de progreso material y moral. Por un lado, su salud vital, su concepción serena, no sublimada ni crepuscular del amor, la aceptación sin dramaturgia del carácter fugaz de las pasiones o la alegría sin culpa de una renovada pasión amorosa. Son también patentes sus ideas laicas de transformación, de mejora de la hacienda, de la puesta en marcha de las fuerzas productivas, del aprovechamiento de los beneficios materiales del suelo, del aprecio por los bienes terrenales…