lunes, 23 de septiembre de 2024

La clase de religión

 

La reivindicación explícita o implícita, eclesial o ilustrada, fideísta o humanista de la enseñanza de la asignatura de Historia Sagrada (en sentido estricto no es historia) en las aulas públicas suscita de inmediato tres cuestiones: quién: es decir, qué docentes la van a impartir; cómo: o sea, qué método se va a utilizar; y para qué: a saber, cuáles son los fines u objetivos que se pretenden alcanzar. En este caso prefiero soslayar las explicaciones sistemáticas, “hegelianas”, y responder a este triple asunto desde mi experiencia personal con la asignatura de religión.

Estudié hasta el segundo curso de bachillerato en un Colegio Salesiano. De los once a los trece años. No dudo que ahora sea distinto, no lo sé, pero en aquel tiempo todas las asignaturas eran, en el fondo, Historia Sagrada. La Historia de las civilizaciones (también por supuesto la de España) era una versión simplificada de la agustiniana Ciudad de Dios; la Física tenía como premisa la ley natural tomista y las cinco vías, la literatura se convertía en una caza de brujas mal explicada y así sucesivamente… Además, zurraban. La clase de religión era una preparación para los ejercicios espirituales trimestrales donde nos aterrorizaban con las llamas del infierno y la muerte en pecado mortal esa misma noche. Nos confesábamos tres veces al día. Al final me despidieron junto con otros díscolos por incompatible con el ideario del centro. Cuando me prepararon la encerrona en el despacho del director apuntalado por el jefe de estudios, mi padre, harto de la tragicomedia, tardó menos de diez minutos en mandarlos al cuerno con cajas destempladas. Después me echó la bronca del año con retiro de la paga y trabajos forzados por no saber comportarme en un colegio de curas. Lo único cierto, en eso coincidíamos, es que no enseñaban nada.

Proseguí en un instituto de enseñanza media (ahora secundaria). Tuve dos profesores de religión. El primero, Don Ramiro, párroco que tuvo que salir por pies tras embarazar a una de sus fieles, me pareció el más sensato. Llegaba con su reluciente sotana a clase. Tomaba asiento con parsimonia y pasaba lista (diez minutos), nos indicaba la página del libro de Historia Sagrada donde nos habíamos quedado y nos obligaba a repasar el tema durante media hora mientras leía su misal y se hurgaba en la nariz a fondo. A los que dábamos la murga nos llamaba a su lado y sin levantar la vista del Libro de los Salmos nos aplicaba unos pellizcos feroces en brazos y piernas. Después nos sacaba a la palestra y nos hacía repetir lo que habíamos repasado, en realidad, leído por primera vez, con mayor o menor aplicación. No comentaba nada durante la “exposición” (sospecho que no escuchaba por su gesto impasible ante ciertos disparates) y al final nos ponía a ojo de buen cubero, según le caías ese día, de notable para arriba. El segundo profesor de religión fue Don Anselmo, un coadjutor de otra parroquia que se lo tomaba más en serio. Recuerdo sus clases como una fiel representación de las procesiones de Semana Santa. Se centraba exclusivamente en el Nuevo Testamento, nada de judeocristianismo, ni siquiera de cristianismo, pues son muchas las iglesias, confesiones y sectas desde los Padres de la Iglesia; sólo la doctrina oficial católico-romana en versión del régimen. En clase, a imitación del método medieval, nos largaba una lectio doctrinal que hacía bostezar a los abrigos colgados en las perchas; seguía una quaestio en la que nos exigía nuestra opinión sobre lo que había dicho; había que mojarse sí o sí. Por supuesto, teníamos buen cuidado de responder lo que sabíamos de sobra que quería escuchar. Cuando le preguntábamos dócilmente sobre el misterio de la Trinidad y otros curiosos enigmas del dogma, por ejemplo, las parejas del arca de Noé, se avinagraba y decía que no lo entenderíamos, aunque nos lo explicara (pienso que él tampoco lo entendía). Por supuesto, cualquier alusión a la virginidad de María era considerada anatema bajo pena de excomunión, expulsión y cero. Un imprudente colega le soltó que según su padre el hombre provenía del mono. No me extraña que lo diga, sentenció Don Anselmo. Los exámenes eran una suerte de interrogatorio inquisitorial donde había que andar con pies de plomo si no querías que te situara a la izquierda del Padre celestial y del tuyo. La mejor forma de que te dejara en paz, de ser oveja y no cabrito, era hacerte monaguillo y ayudar a decir misa al párroco de la Iglesia a la que pertenecía el coadjutor. Lo cierto era que aquel tejemaneje litúrgico nos parecía divertido. Al final nos aprobaba a todos por imperativo social.

Para aprobar la asignatura de religión en la Universidad, una de las llamadas marías, pasé por el trance farisaico de entregar un trabajo de diez folios (copiado de una enciclopedia) sobre las Cartas de San Pablo y una entrevista con el cura donde se clareaba que no las había leído, aunque al buen señor le daba lo mismo. Le pagaban para poner el visto bueno en el certificado, no para crear problemas donde no los había.

Por último, en el Instituto de Enseñanza Secundaria donde trabajé antes de jubilarme compartí cordialmente Departamento por falta de espacio con dos profesores de religión (uno era del atleti, otra religión). Vestían pantalones de pana y jersey azul marino y respondían con naturalidad a mi curiosidad sobre sus clases. Muchas diapositivas, visitas al Prado, errores en los péplums de romanos, fragmentos bíblicos comentados sin afán de adoctrinar, preguntas abiertas a la interpretación personal: en fin, una excelente puesta en escena de la asignatura de religión católica elegida por aquellos alumnos que, o bien pretendían eludir las mínimas exigencias de la materia alternativa, ética, o bien procedían de familias con firmes convicciones religiosas. Nada que objetar excepto que en los centros públicos no se deberían impartir clases de religión con el dinero de todos. Para eso está la catequesis (algo que, por lo demás, nunca les dije).

martes, 17 de septiembre de 2024

Hegel: la dialéctica del amo y el esclavo

 


La dialéctica del amo y del esclavo es una de las partes más célebres e influyentes de La fenomenología del espíritu, una de las obras mayores de Hegel, sobre todo si consideramos la versión que hizo Marx desde las categorías del materialismo histórico sobre la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado y su solución necesitaria. También ha influido en la obra de Nietzsche Genealogía de la moral a propósito del análisis filológico del término “bueno” que significa originalmente “noble, aristocrático, elevado”, contrapuesto a “malo”, que significa “simple, bajo, vulgar, plebeyo” y la inversión radical que hizo el cristianismo de ambos términos; incluso forman parte del repertorio de arquetipos del inconsciente colectivo en la teoría psicoanalítica de Carl Jung. Y también de numerosas manifestaciones actuales que no resulta difícil imaginar.

La oposición fenomenológica llega hasta nuestros días como sentido inicial del mundo o punto de partida del significado de la historia. No es posible entender la fenomenología del espíritu sin la paralela filosofía de la historia del autor. No hay, por tanto, que entender la dialéctica del amo y del esclavo como una exclusiva especulación metafísica sobre los conceptos nucleares de señorío y servidumbre sino como la explicación dialéctica (afirmación, negación y negación de la negación) de ambas figuras universales de la conciencia surgidas en las primeras civilizaciones esclavistas. Dicho de otro modo: desde el comienzo de la historia y la formación del espíritu, pues ambas coinciden, surgen dos figuras: el amo y el esclavo. Conviene recordar que el sistema filosófico hegeliano se denomina idealismo absoluto, cuya propuesta unitaria es que Todo lo real es racional y todo lo racional es real. Y que las etapas anteriores en la formación del espíritu son la conciencia, la autoconciencia y la razón. Se podría decir que el pensamiento de Hegel es un panlogismo romántico, un oxímoron genial.  

El punto de partida de la historia (y de la autoconciencia como figura del espíritu) es la relación desigual entre los seres humanos. El desarrollo dialéctico de esta asimetría primordial no es una parábola del ser social del hombre ni un mito sobre los orígenes, sino la única forma de comprender la totalidad de lo real como sistema. La historia comienza con el deseo ilimitado del ser humano por el dominio y disfrute del mundo, lo cual opone a dos autoconciencias: el amo y el esclavo. La afirmación de la conciencia de sí o autoconciencia comporta en ambos casos la acreditación de su libertad e independencia; es decir, la autoconciencia lo es en cuanto es reconocida por otra. Cada autoconciencia, ajenas en esta etapa del espíritu a la noción política de intersubjetividad o mutua copertenencia, solo tiene la certeza de sí misma y reclama, por tanto, su exclusivo y pleno reconocimiento subjetivo. En la confrontación de las autoconciencias lo que se pone en juego es la propia supervivencia, la vida misma. Es una lucha en la que cada autoconciencia arriesga su vida y, en consecuencia, la del otro. Pero la vida no puede perderse en ambas, amo y esclavo, pues su desaparición supondría la conclusión del proceso constituyente del espíritu desde la certeza sensible hasta el saber absoluto (arte, religión y filosofía) así como la irracionalidad de la historia y la contingencia de la realidad.

En la dialéctica de las autoconciencias, amo y esclavo, se contraponen como dependientes (ninguna es conciencia de sí sin la otra). Tal dependencia está representada en las dos figuras del enfrentamiento: de un lado el que no teme arriesgar de forma violenta su vida para afirmar su dominio sobre el mundo y satisfacer sus deseos ilimitados; del otro el que para conservar la vida renuncia a su libertad e independencia. En la dialéctica de las autoconciencias hay un elemento mediador: el objeto o la cosa. El amo es la conciencia de sí como negación de su dependencia respecto del objeto. Lo es porque su independencia se basa en que ha puesto en juego y despreciado su vida y su relación con el objeto se basa en su supresión en el disfrute. El esclavo lo es en cuanto su relación con el objeto es de dependencia, es decir, de creación de la cosa, de producción del objeto mediante el trabajo a cambio de lo cual el amo le condona la vida.

Ahora bien, el amo afirma su autoconciencia mediante la negación de la otra. Pero esta negación malogra su afirmación de reconocimiento pleno al convertirlo en esclavo. El esclavo pierde su conciencia de sí, ya que el amo sólo es conciencia de sí mediante la negación de la otra. Pero esta negación pone en peligro su propia acreditación, y, por tanto, corre el riesgo de negarse a sí misma. El amo obtiene el reconocimiento incompleto y alienado de una conciencia cosificada.

El esclavo, a su vez, percibe al amo como temor a la muerte, temor en el cual ha incurrido y al cual ha recurrido para conservar la vida. Tal temor le lleva a renunciar a la independencia del objeto, lo cual se plasma en la servidumbre: el esclavo no goza de la cosa, sino que la produce, depende de la cosa mediante el trabajo. Ahora bien, en este proceso, a la vez que la cosa conserva su independencia (es formada, no gozada), la conciencia del esclavo se afirma como tal en el trabajo a través del cual adquiere su propia acreditación o conciencia de sí. Pero también es una acreditación insuficiente en cuanto que el amo ignora la mutua dependencia de las autoconciencias y permanece sin saberlo en su posición de dominio enajenado o dependiente del objeto creado, lo que le convierte en esclavo pasivo del esclavo. El amo ha elegido el camino equivocado (una especie de callejón sin salida del espíritu).

El espíritu sólo puede progresar cuando la conciencia asume el ser en sí del esclavo: la afirmación a través del trabajo y el temor a la muerte; de ambas surge una nueva posición o síntesis de la autoconciencia: el pensamiento. Cuando la conciencia del esclavo se tiene a sí misma como objeto independiente y se reconoce en tal objetividad, a eso lo denominamos “pensar”. En el pensamiento la conciencia se refugia en sí misma y encuentra en ella su justificación. Pero el contenido del pensar no es el objeto, sino el concepto. O si se prefiere, el objeto del pensamiento es el concepto, no la cosa. El concepto no es algo escindido de la conciencia sino el contenido determinado de la misma. En el pensamiento la autoconciencia afirma su independencia completa ya que el concepto no queda mediatizado en su ser en sí por otra cosa distinta de sí mismo: su esencia es la libertad indeterminada de pensar sin mediaciones externas. Hegel desarrolla, desde esta nueva posición en el recorrido o fenomenología del espíritu, tres manifestaciones del pensamiento del esclavo: el estoicismo, el escepticismo y la conciencia desventurada del cristianismo.

(Hegel, Fenomenología del espíritu, Traducción de Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra. A. INDEPENDENCIA Y SUJECIÓN DE LA AUTOCONCIENCIA: SEÑORÍO Y SERVIDUMBRE).

domingo, 8 de septiembre de 2024

El recurso del método

El método, la metodología didáctica tiene una importancia decisiva en el proceso de aprendizaje. Por supuesto, el método no es un fin en sí mismo, como pretenden ciertas modas actuales instaladas en el fraude competencial y otras monsergas, sino un medio eficaz para instruir en serio, es decir, organizar, transmitir y fijar los contenidos objetivos (científicos, técnicos, humanísticos, etc.) de una asignatura.

El método de aprendizaje es fundamental en instituciones educativas tan prestigiosas (y caras) como el Liceo Francés, el Instituto Británico o el Goethe-Institut alemán. Así, las áreas y departamentos mantienen una necesaria homogeneidad en su labor docente que, por lo demás, es perfectamente compatible con la libertad de cátedra, es decir, con la creatividad, conocimientos y enfoque personal de cada miembro. Esta coordinación es algo que los padres demandan y aprecian como parte necesaria en la educación de sus hijos. Inversamente, cualquiera que haya impartido clases en los institutos de enseñanza secundaria no ignora que en demasiadas ocasiones la libertad de cátedra se convierte en una justificación inadmisible para que algunos profesores hagan sencillamente lo que les parece. Por no hablar de otros aspectos metodológicos disfuncionales como la distribución de la programación, los criterios de evaluación (grave asunto) y el argumentario sonrojante de las juntas de evaluación para aprobar al que no sabe. Muchos padres son conscientes de la superior formación de los profesores de la enseñanza pública, seleccionados, pero prefieren llevar a sus hijos a la concertada e incluso a la privada, si pueden permitírselo, por razones de clase social, disciplina y coordinación (que es lo que aquí nos interesa).

Desde 2005 a 2009 colaboré como autor de libros de texto con el CIDEAD (Centro para la Innovación y Desarrollo de la Educación a distancia) del entonces Ministerio de Educación y Ciencia. El antiguo INBAD. En mi opinión, fue la experiencia educativa más próxima a una metodología didáctica eficaz. Se puede objetar que no es lo mismo la educación a distancia que la presencial, de acuerdo, pero tengo la convicción de que los principios básicos podrían ser adaptados, compartidos y aplicados.

El equipo de cada asignatura tenía uno o dos autores, dos revisores, un corrector de estilo, un maquetador y un informático. Me refiero, dicho esto, al método que utilizamos, por ejemplo, en el libro de texto de Historia de la filosofía. Cada Unidad incluía una introducción general, un índice detallado de sus apartados temáticos, un cuadro cronológico que relacionaba la filosofía y la ciencia con los principales acontecimientos históricos y culturales de la época, una biografía del autor y una explicación de sus principales obras. A continuación, se exponían los contenidos historiográficos del apartado. Cada apartado incluía al final un resumen de las ideas esenciales, unas cuestiones de comprensión, relación y repaso (a resolver por el alumno) y uno o varios esquemas conceptuales. Al final de la Unidad se proponían también al alumno unas actividades de autoevaluación, unas pruebas objetivas de alternativa múltiple (los conocidos test, para entendernos) con cuatro ítems y las llamadas respuestas mecanizadas, parecidas a las anteriores, pero más complejas, así como tres modelos de comentario de texto dirigido. Finalmente, se presentaba un glosario con los términos clave. El tutor de la asignatura recibía un CD con todas las respuestas resueltas. Se trata, en la forma y en el fondo, del método cartesiano francés, emblema del mejor sistema educativo europeo. Su aplicación rigurosa duró poco en el CIDEAD. Un par de cursos si no recuerdo mal. Los libros fueron descatalogados a pesar de la ingente inversión y sustituidos por otros de la enseñanza presencial elegidos por los propios tutores para su uso y disfrute. Las causas gremiales de aquel naufragio son fácilmente deducibles: barra libre. También las consecuencias: un sistema educativo que rechaza un método riguroso, impone otro “progresista”, ineficaz y reconvierte a los profesores en animadores culturales timados y desnortados.