La reivindicación explícita o implícita, eclesial o ilustrada,
fideísta o humanista de la enseñanza de la asignatura de Historia Sagrada (en
sentido estricto no es historia) en las aulas públicas suscita de inmediato tres
cuestiones: quién: es decir, qué docentes la van a impartir; cómo:
o sea, qué método se va a utilizar; y para qué: a saber, cuáles son los
fines u objetivos que se pretenden alcanzar. En este caso prefiero soslayar las
explicaciones sistemáticas, “hegelianas”, y responder a este triple asunto desde
mi experiencia personal con la asignatura de religión.
Estudié hasta el segundo curso de bachillerato en un Colegio
Salesiano. De los once a los trece años. No dudo que ahora sea distinto, no lo
sé, pero en aquel tiempo todas las asignaturas eran, en el fondo,
Historia Sagrada. La Historia de las civilizaciones (también por supuesto la de
España) era una versión simplificada de la agustiniana Ciudad de Dios; la Física tenía como premisa la ley natural tomista y las cinco vías, la
literatura se convertía en una caza de brujas mal explicada y así
sucesivamente… Además, zurraban. La clase de religión era una preparación para
los ejercicios espirituales trimestrales donde nos aterrorizaban con las llamas
del infierno y la muerte en pecado mortal esa misma noche. Nos confesábamos
tres veces al día. Al final me despidieron junto con otros díscolos por
incompatible con el ideario del centro. Cuando me prepararon la encerrona en el
despacho del director apuntalado por el jefe de estudios, mi padre, harto de la
tragicomedia, tardó menos de diez minutos en mandarlos al cuerno con cajas destempladas.
Después me echó la bronca del año con retiro de la paga y trabajos forzados por no
saber comportarme en un colegio de curas. Lo único cierto, en eso coincidíamos,
es que no enseñaban nada.
Proseguí en un instituto de enseñanza media (ahora
secundaria). Tuve dos profesores de religión. El primero, Don Ramiro, párroco
que tuvo que salir por pies tras embarazar a una de sus fieles, me pareció el
más sensato. Llegaba con su reluciente sotana a clase. Tomaba asiento con
parsimonia y pasaba lista (diez minutos), nos indicaba la página del libro de
Historia Sagrada donde nos habíamos quedado y nos obligaba a repasar el tema durante
media hora mientras leía su misal y se hurgaba en la nariz a fondo. A los que
dábamos la murga nos llamaba a su lado y sin levantar la vista del Libro de los
Salmos nos aplicaba unos pellizcos feroces en brazos y piernas. Después nos
sacaba a la palestra y nos hacía repetir lo que habíamos repasado, en realidad,
leído por primera vez, con mayor o menor aplicación. No comentaba nada durante
la “exposición” (sospecho que no escuchaba por su gesto impasible ante ciertos
disparates) y al final nos ponía a ojo de buen cubero, según le caías ese día, de
notable para arriba. El segundo profesor de religión fue Don Anselmo, un
coadjutor de otra parroquia que se lo tomaba más en serio. Recuerdo sus clases
como una fiel representación de las procesiones de Semana Santa. Se centraba
exclusivamente en el Nuevo Testamento, nada de judeocristianismo, ni siquiera
de cristianismo, pues son muchas las iglesias, confesiones y sectas desde
los Padres de la Iglesia; sólo la doctrina oficial católico-romana en versión
del régimen. En clase, a imitación del método medieval, nos largaba una lectio
doctrinal que hacía bostezar a los abrigos colgados en las perchas; seguía una quaestio
en la que nos exigía nuestra opinión sobre lo que había dicho; había que
mojarse sí o sí. Por supuesto, teníamos buen
cuidado de responder lo que sabíamos de sobra que quería escuchar. Cuando le
preguntábamos dócilmente sobre el misterio de la Trinidad y otros curiosos enigmas
del dogma, por ejemplo, las parejas del arca de Noé, se avinagraba y decía que
no lo entenderíamos, aunque nos lo explicara (pienso que él tampoco lo
entendía). Por supuesto, cualquier alusión a la virginidad de María era
considerada anatema bajo pena de excomunión, expulsión y cero. Un imprudente colega le soltó que según su
padre el hombre provenía del mono. No me extraña que lo diga, sentenció
Don Anselmo. Los exámenes eran una suerte de interrogatorio inquisitorial donde
había que andar con pies de plomo si no querías que te situara a la izquierda
del Padre celestial y del tuyo. La mejor forma de que te dejara en paz, de ser
oveja y no cabrito, era hacerte monaguillo y ayudar a decir misa al párroco de la
Iglesia a la que pertenecía el coadjutor. Lo cierto era que aquel tejemaneje
litúrgico nos parecía divertido. Al final nos aprobaba a todos por imperativo social.
Para aprobar la asignatura de religión en la Universidad, una de
las llamadas marías, pasé por el trance farisaico de entregar un trabajo
de diez folios (copiado de una enciclopedia) sobre las Cartas de San Pablo
y una entrevista con el cura donde se clareaba que no las había leído, aunque al
buen señor le daba lo mismo. Le pagaban para poner el visto bueno en el certificado, no para crear problemas donde no los había.
Por último, en el Instituto de Enseñanza Secundaria donde trabajé antes de jubilarme compartí cordialmente Departamento por falta de espacio con dos profesores de religión (uno era del atleti, otra religión). Vestían pantalones de pana y jersey azul marino y respondían con naturalidad a mi curiosidad sobre sus clases. Muchas diapositivas, visitas al Prado, errores en los péplums de romanos, fragmentos bíblicos comentados sin afán de adoctrinar, preguntas abiertas a la interpretación personal: en fin, una excelente puesta en escena de la asignatura de religión católica elegida por aquellos alumnos que, o bien pretendían eludir las mínimas exigencias de la materia alternativa, ética, o bien procedían de familias con firmes convicciones religiosas. Nada que objetar excepto que en los centros públicos no se deberían impartir clases de religión con el dinero de todos. Para eso está la catequesis (algo que, por lo demás, nunca les dije).