Estuve ayer en el Teatro Galileo. Asistí
a la representación de la obra de Chéjov La
gaviota. Me disponía a desempeñar el papel de crítico, cuando recibí los
embates de la memoria involuntaria. La urgencia manda: abandoné la crónica (que dejo para la siguiente entrada) y me dispuse a encarar el recuerdo
de mis vivencias teatrales.
Tuve las primeras a los
seis años en el parque de San Julián, durante las ferias y fiestas del santo
conquense, en septiembre, cuando los obreros del Ayuntamiento montaban el
tinglado del guiñol. Allí, mi héroe, Chupagrifos, deshacía entuertos y tumbaba
a los malvados con su sonora palmeta entre los gritos asustados del público
infantil. Por las noches, antes de doblar dulcemente, soñaba con salvar a Marta, la tierna rubita de las trenzas que se sentaba delante de mí en
la escuela. (Primeras fantasías asociadas al sexo y la violencia, signos
infalibles de la inmadurez masculina).
Hacia los diez años, entre la
preocupación de mis padres (aun no estaban de moda los psicólogos), dedicaba mis
horas a poner los pensamientos en dibujos. Otra forma de dramatización. Llenaba
cuadernos y cuadernos de aventuras que inventaba sobre la marcha, una especie
de comics sin viñetas. El argumento era hablado, en voz alta, entonado a partir
de la acción (no me daba cuenta de que mi familia me observaba estremecida). Las
tramas visuales eran incomprensibles para un tercero y, tras unas horas, también para
mí; al día siguiente se habían convertido en un boceto de Tàpies. Pintaba la
Segunda Guerra Mundial, la Vuelta ciclista a España, el Lejano Oeste, los partidos del atleti, las
legiones romanas. Me gustaba sobre todo dibujar tanques y aviones,
bicicletas de carreras, el pelotón en fila, caballos al galope, las palomitas del portero, los cascos con
penacho de los centuriones... Un buen día bruscamente dejé de pintar, como si jamás
lo hubiera hecho, y no volví a las andadas (lo cual no tranquilizó a mis
padres). Conservé algunos cuadernos en una caja de zapatos, pero alguien los
encontró y se esfumaron para siempre.
A los quince años cursaba sexto y
reválida en el Instituto Alfonso VIII de Cuenca; entonces no había centros mixtos.
El de las chicas se llamaba Lorenzo Hervás
y Panduro. El
profesor de literatura, Don José Jesús de Bustos Tovar, organizó un viaje a
Madrid, mi ciudad natal, donde tenía la familia materna. Eso me permitió pensar
en la obra y no en las calles. Fuimos al Teatro Español, en la Plaza de Santa
Ana, a ver El burlador de Sevilla de Tirso de Molina.
Recuerdo los crujidos de la sillería, la vista desde las alturas, los siseos de
los profesores, las luces, los actores, la historia de Don Juan: me quedé de
piedra, como la estatua del comendador. Nunca me curaré de la magia de aquella
representación. Por la noche, en la pensión de la calle Matute, los golfos de
mi clase me desplumaron jugando a las siete y media (como en la Venganza de Don Mendo). Mis fantasías de
género, en período de latencia, se habían desvanecido.
Un año después estaba en
preuniversitario. Planeamos un viaje de fin de curso a Andorra, en los confines
del universo. A fin de recaudar fondos, escribí junto con Simón Guadalajara una
obrita de teatro (por llamarla de algún modo). Se titulaba Los dos hasta el infinito y el título lo dice todo. Por supuesto, “los
dos” eran amigos del alma, figuras juveniles de la conciencia provinciana.
Pedimos permiso y el director del Alfonso
nos permitió utilizar el salón de actos, un local estupendo donde cabían
sentados todos los alumnos del centro. Había en el reparto personajes
femeninos, lo cual supuso que los chicos y chicas del Preu colaboraran con
ardor en la empresa: había director, ayudante de dirección, actores, coro,
figurantes, dos apuntadores, vestuario, luces y sonido, acomodadores,
taquilleros… En cuanto Simón y yo nos
dábamos la vuelta nos ponían verdes, pero la obra fue la ocasión para estar todos
juntos y bastante revueltos. Ese fue su mérito. Mi hermana ha guardado un
ejemplar y es desternillante para cualquiera que no sean los autores. Evito los
detalles. El día del estreno (y función única) el salón estaba a reventar:
padres, hermanos, abuelos, familiares, allegados, se habían rascado el bolsillo.
A pesar de los fallos, morcillas de los actores
(respetaron, en general, “las líneas maestras del texto”), silencios
embarazosos y risas contenidas, fue un éxito total. Nos obligaron a Simón y a
mí a saludar dos veces a un público entregado (yo no quería salir ni a
empujones, además no me creía nada… primeros brotes verdes de madurez).
Ya en los primeros cursos de
carrera, mi relación con el teatro me acerca a Miguel Muñoz, gran amigo, buen
actor (salvó el papel principal en Los
dos…), aceptable poeta y a Rafa Herrero, licenciado en arte dramático,
director aficionado y autor. Juntos representaron en la Casa de la Cultura de Cuenca, ante
una escuálida progresía, La Excepción y
la regla de Bertold Brecht (a Miguel se le caía el pistolón del cinto todo
el tiempo). Rafa escribió un largo monólogo, adelantándose a las modas, que
tituló El ruido de las esquilas, entonces
me pareció sublime, hoy seguramente me gustaría. Mis dos amigos han muerto. La
obra se ha perdido. Leíamos en círculo de tiza a Ionesco, Sartre y Arrabal.
En la residencia universitaria San
Agustín de Madrid conocí a Gonzalo Moure Trénor, hoy periodista, guionista y
escritor con una extensa producción e importantes premios. Había
escrito una obra de teatro, un homenaje descarado a Beckett, para dos
personajes (Gor y Ger) y coro masculino que se titulaba Los Avidugerios. Gonzalo y otro colega actuaban y yo hacía de
director. Nos colábamos en el salón del Colegio Mayor Calasanz con la contraseña
"vamos a ensayar la obra" ante la perpleja mirada de la
recepcionista. Nunca nos dijeron nada, algo increíble para aquellos tiempos. La
obra no se representó, primero porque era imposible y segundo porque el asunto
terminó en trifulca entre actores.
El primer Ger se llamaba Emilio, un
extremeño postgraduado, que preparaba oposiciones a registrador de la
propiedad, siempre rodeado de una bruma impenetrable y que se refugiaba en los
Avidugerios para no enloquecer. El segundo Ger, Jaime, el innombrable de la bronca
final, era un espigado estudiante de la politécnica que pasó de la adoración al
odio hacia, sea lo que fuera, representábamos para él. A Gonzalo y a mí nos echaron
de la residencia al terminar el curso. A él por su firme (y ruidoso) compromiso
político; a mí por tratarlo. Otra escena memorable: cuando mi padre, un hombre
liberal, despreocupado por sus hijos en el mejor sentido del término, fue a interesarse
por los motivos de mi expulsión, el director de la residencia, aquel santo
varón, le dijo que yo era maoísta y,
por tanto, incompatible con la moral de la casa y bla, bla, bla. Mi padre
flipaba porque, para empezar, no sabía de qué
coño le estaban hablando: me miró estupefacto y estuvimos a punto de estallar
en carcajadas lo cual empeoró más las cosas. A mí no me extrañó la patraña. Al final, el director habló de
Gonzalo para sugerir que “en adelante debería elegir mejor a mis amigos”. Mi padre,
que ya se había percatado de la calidad del actor, le espetó suavemente, con fingida
seriedad: “¿Figura entre sus funciones elegir los amigos que convienen a
mi hijo?". Nos despidió encendido, con brusquedad y malos modos…
Al salir del Santo Oficio mi padre me invitó a una caña en
Riaño y simplemente me dijo: ¿Qué te pasa, has perdido el juicio? (la pregunta,
por lo demás, era pertinente). Y no volvimos a hablar
del asunto.
Concluyo. Todavía me gusta el teatro
por esa ley de continuidad entre la vida y el arte que no se aprecia tanto en otros
géneros. Mis recuerdos siguen fieles a esa visión universal del
mundo como voluntad y representación: por ejemplo, mi primer
amor, una escenificación convincente de que existe la esperanza pero no para nosotros; la
universidad, una representación pastoral de la división social del trabajo; mi
segundo amor, una puesta en escena de los ciclos infinitos de la educación
sentimental; el trabajo, una dramatización del poder absoluto del principio de
realidad.
Una sociedad como la nuestra, no se
olvide, basada en las categorías teatrales de rol y estatus.