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martes, 4 de julio de 2023

Cocina de autor

 

A Dani

La cocina de autor es lo contrario de la cocina casera, del clasicismo culinario y de las recetas regionales de toda la vida. Su objetivo es que cada chef descubra su estilo personal, su versión del arte del buen comer mediante la innovación, la experimentación y el uso de nuevas técnicas. Como no me gusta dar nombres, lo que sigue es una fantasía realista contrastada con fuentes de primera mano. Me voy a la gama alta.

Hace meses unos amigos me invitaron a un menú degustación de más de 350 euros sin incluir los vinos en uno de los santuarios dedicados al culto sibarita de los sentidos. La experiencia dura tanto como una ópera de Wagner. Y lo mismo que el músico buscaba en sus composiciones la obra de arte total, el menú degustación es algo más que una cena; se trata de un homenaje a la cultura gastronómica del ancho mundo y un recorrido por los confines del gusto, la presentación visual, los aromas, las texturas e incluso los sonidos del manjar en la boca. Un paraíso del hedonismo consciente. No es el clásico menú a la carta ni una sucesión aleatoria de exquisiteces sin unidad interna, sino un sistema completo con una idea central y un orden de los conceptos; es decir, invirtiendo el dicho clásico: nada hay en los sentidos que no haya estado antes en el intelecto. Detrás de cada creación hay un tratado.

Te da la bienvenida un relajado equipo de cocina que te acompaña a tu mesa, aislada por un biombo para que sea más íntima la ceremonia. Lo primero que saboreas es un ambiente distinto. La escenografía es una parte esencial de la fiesta. Los sillones, las lámparas, los cuadros, las luces, la imaginería que te envuelve al entrar. Dice el primer chef madrileño: La decoración del local es la visión onírica del acto gastronómico que ofrezco. Este es el mundo de fantasía, de creatividad y de imaginación que tengo yo en la cabeza. ¿Por qué mi restaurante se tiene que parecer a nada? Es algo tan personal que me resulta imposible ceñirme a unos parámetros establecidos

El menú degustación, no obstante, se ajusta al formato clásico de la restauración: los entrantes, los platos principales y los postres. Pero a diferencia de los restaurantes tradicionales no se publica el menú para que sea una sorpresa reservada al paladar del cliente. Otra diferencia es que al restaurante tradicional vuelves con frecuencia, mientras que al creativo vas en peregrinación como mucho una vez al año (o en la vida, como el cerrado Bulli). Te da la bienvenida un jovial grupo de ayudantes de cocina que te acompaña a tu mesa ceremonial, aislada por un biombo para preservar la intimidad de la fiesta. Se sirven con tempo medido hasta cinco entrantes, veinte principales y un repertorio de postres. Obviamente se trata de cantidades menores y calidades mayores. Los ayudantes de cocina te sugieren tras cada presentación (al final desconectas de las conferencias) un maridaje del plato con un vino. Ocasionalmente puedes pedir alguna copita de compañía, pero si te apuntas a todas, la cuenta se va por las nubes y sales dando palmas con las orejas. Quizás es preferible pedir una botella de un vino polivalente, siempre que sepas que hay cosechas de alto vuelo que pueden alcanzar los mil euros. Tienes que ser un perfecto Lúculo para dar cuenta del servicio completo. Por cierto, la comparación del restaurante de autor con el jardín de Epicuro es insensata: el filósofo griego proponía la mesura en el placer y anteponer los placeres intelectuales a los sensuales. En cualquier caso, si has disfrutado hasta el final sin rendirte lo mejor que puedes hacer es darte un paseo antes de acostarte por un tiempo similar al de la cena y estar preparado, si has cumplido los cincuenta, para una noche movidita.

P.D. Si alguien me habla de délicatesses me acuerdo del álbum Axterix gladiador. Cayo Obtusus, el mejor preparador de gladiadores de Roma invita a los héroes galos a un pequeño aperitivo en su mansión para ganarse su confianza y que firmen el contrato. (No sería mejor una gran comida, sugiere Obelix).

- Probad estas sabrosas pastas, dice Cayo, ¡Cuestan una fortuna! Lenguas de ruiseñor importadas de la Galia, huevos de estornino traídos de los países bárbaros y mandíbulas de cangrejo mongol… ¿Qué tal? ¿qué os parece?

- ¡SALADO! Opina Obelix tras engullir un canapé.

miércoles, 21 de julio de 2021

Profesionales

 

Hay una enorme distancia (la palabra francesa décalage es más precisa) entre las competencias del aficionado (lo mismo le ocurre a la palabra francesa amateur) y el profesional de cualquier gremio. Un ejemplo: es abismal la diferencia entre el jugador amateur de golf y el profesional. O entre el fontanero casero que trata de ahorrarse unos euros y el fontanero de la comunidad al que finalmente hay que llamar para enderezar el entuerto.

Otro ejemplo: hace años veraneaba en las Rías Baixas en una casa de campo de dos plantas, amplio jardín y bosque al fondo que compartía con un matrimonio de Vigo (grandes amigos); algunos fines de semana, al caer la tarde, un hermano del marido, Juan, reconocido chef de un acogedor restaurante de Vigo, se dejaba caer por la finca. Debajo de un frondoso carballo, alrededor de una mesa de piedra, compartíamos unas bandejas de navajas, nécoras y otros frutos del mar regados con excelente ribeiro. Al terminar la cena tempranera  solían apuntarse a la sobremesa un par de hermanas de mi mujer (normalmente me presento como “su marido”, dados los tiempos de corren) y alguna íntima del lugar. Venían a saludarnos en general, pero, sobre todo, a interrogar al maestro sobre ciertos secretos culinarios. Desde mi asiento de piedra resultaba ameno e instructivo.

¿Cuánto tiempo tiene que cocer la caldeirada de pescado? preguntaba una de las interesadas. El chef -estoy convencido- no entendía del todo la pregunta. Tú lo ves, contestaba; lo que necesite, no sé, no miro el reloj, miro al plato y cuando está en su punto lo retiro. Cada caldeirada es distinta, incluso con los mismos ingredientes; no es una cuestión de tiempo sino de ojo, aroma, textura, gusto: cuando está, está; ni antes ni después… Venid un día a mi restaurante con tiempo (se burlaba) y veis como la preparo; después nos la comemos. Mi cuñada invita. También le preguntaron por los postres, especialmente por una mousse de chocolate con nata que habían degustado en su rincón. El chocolate, aclaraba Juan, sólo se consigue a través de ciertos proveedores de restauración profesional. Son circuitos exclusivos. Es una forma de preservar el negocio. Sólo os puedo decir que no es barato; montar la nata requiere al menos seis trucos; otro día os lo cuento delante de unas zamburiñas y unos mejillones que podéis comprar en el mercado del puerto; y que no falte el albariño y las cañitas de crema… sonreía satisfecho.

Lo más sustancioso venía después: Jorge confesaba que sólo comía platos elaborados, profesionales, cuando iba a cenar de vez en cuando a un restaurante acreditado (normalmente de un colega). Iba a disfrutar de la gastronomía como una de las bellas artes. En su casa prefería platos “normales”: macarrones con chorizo y tomate, filetes de ternera a la plancha o gallo rebozado. Como mucho arroz caldoso. En casa del herrero cuchara de palo. La alta cocina es una experiencia festiva, proseguía; no puedo entender a esos ricachones que contratan a un grupo completo para que les prepare exquisiteces a diario: en eso soy epicúreo, el abuso del placer embota los sentidos (y entendía bien al filósofo griego). También ocurre lo contrario, sentenciaba. Hay gente que no sabe pedir cuando sale a cenar. La carta se les escurre de las manos. No entiendo a los que piden, por ejemplo, solomillo al punto, chuletas de cordero, merluza a la romana, huevos revueltos con setas, lenguado a la plancha, pollo al ajillo y de postre flan. ¡Platos normales y corrientes que podrían preparar en su casa! Unos madrileños como vosotros (nos miraba de reojo) deberían arriesgarse un poco más y pagar por algo que está más allá de sus posibilidades. La imaginación al poder: estofado de lengua de ternera, rabo de toro guisado al vino, callos a la madrileña, perdices en escabeche, pichones en salsa, cocochas al pil pil, bacalao a la portuguesa, caracoles a la borgoñesa o salmón al papillote. Y de postre un strudel de manzana.

Y cambiaba de tercio: para mí el problema de los políticos es que no son profesionales.  

martes, 27 de noviembre de 2018

Cenas aburridas



Propongo un escenario universal: un restaurante de moda en cualquier ciudad. Uno de esos caros y repletos donde hay que reservar con dos semanas de antelación porque se come bien. Mejor en Madrid. Esta vez no toca cocina casera de cuchara y natillas sino platos “complejos”, fuera del alcance de los/las cocineras aficionadas que llenan las estanterías del salón con libros de recetas, tienen Thermomix último modelo y una madre de las de antes que les ha enseñado ciertos secretos culinarios. Tampoco se trata de esos lugares de culto con precios desorbitados y galaxia Michelin en los que el chef se ha convertido en un alquimista rodeado de probetas, retortas y alambiques. Quintaesencia de langosta (o sea, no es langosta) con una base de algas wakami y tentación arco iris. Un bodegón imposible. O tortilla de patatas con reducción del elixir de la vida (o sea, vino de Jerez): es como transmutar el oro en plomo. Los que han picado cuentan que tras mucha pompa y circunstancia te sirven en un plato enorme un mejunje multicolor que sabe… ¡a mermelada de sardina! Afortunadamente están de capa caída. Ahora les pisan los talones los restaurantes totales, como las óperas de Wagner, con música y escenario cambiante según el menú, paisajes sobrenaturales, estilo remordimiento, lecturas históricas y poemas sacados de contexto, efectos especiales y fuegos artificiales cuando dos bellezas con máscaras venecianas te traen la cuenta. Hortera a tope. También terminarán por largarse de la calle de la estafeta.
Proseguimos: dos matrimonios se disponen a disfrutar de una agradable velada. Hace bastante tiempo que no se ven por lo que la cita promete ser una luna de miel. Los aperitivos y entrantes están sobre la mesa y el vino en la cubeta. Comienza la fiesta. Lo primero que toca son las novedades familiares. ¡Cómo se echa de menos a los viejos rapsodas del yantar! Ahora todo se cuenta con el móvil. Cada foto es una historia tediosa que sirve de enlace a otras cincuenta de gente que ni conoces ni te importa. De la familia nuclear se pasa a la extensa, antepasados incluidos y causas del deceso. Ni siquiera Levi-Strauss habría sido capaz de entender estas estructuras tentaculares del parentesco. La mayoría de las fotos carecen de interés excepto para el que da la tabarra. Luego viene la crónica gráfica del viaje a la India: ¡Mira, aquí está Jorge dándole un patadón al mono! Menos mal que no nos vio nadie. (…) Como no había servicios en el patio del templo al que ves medio escondido es a Román meando detrás de una columna (o sea, en la columna). Mientras, la sopa se enfría y la degustación de una perdiz estofada o un bacalao al pil pil se convierte en la rutina de un engullir desatento y el vino en un mero pasar-el-bolo-alimentario (que diría Heidegger).
Son preferibles las atropelladas conversaciones en modo “saber, no sé de nada; pero opinar, opino de todo”; charlas informales, variopintas, ligeras e inofensivas. Muchas de las chorradas tienen gracia; es mejor respetar los rebuznos del osado/a. No crear tensiones es virtud del buen comensal. Además, si quieres saborear el rabo de toro, callas y manducas. El único inconveniente es que para disfrutar realmente de una charla hay que saber escuchar, lo cual no es lo normal: sólo te interesa tu rollo, te escuchas a ti mismo y lo demás son ruidos e interferencias. Conozco a personas que cuanta más atentas parecen, más empanadas están. Como tengo suficiente confianza, cuando les estoy contando cualquier rollo y me miran con ojos ávidos de curiosidad, les suelto en medio de la cosa: ¿A ver, Sara, Juanjo, de qué estoy hablando? Ni flores. Domino el arte de la desconexión porque he sido profesor. Si quieres que los alumnos te presten atención tienes que entrar en la clase disfrazado de torero y aun así la curva decae en dos minutos. Puro pesimismo antropológico.  
Otro tema que puede complicar la cena es  hablar de política. Pueden ocurrir dos cosas: que estén de acuerdo en cuyo caso entran en bucle  o que no lo estén y se arme la pelotera. Los argumentos retorcidos se convierten en armas arrojadizas. Las falacias circulan sin control. Pronto los problemas políticos se convierten en personales. Crece el tumulto. Las mesas cercanas se empiezan a incomodar. Los camareros miran de reojo. Lo mejor que puede ocurrir es que el más sensato de los comensales corte por lo sano y diga contundente: Ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos de conversación.
Hay que evitar que la nueva charla ponga rumbo a la guerra de los sexos. Mujeres contra maridos. Un deporte de alto riesgo. La luna de miel entre amigos puede tambalearse. Si ha corrido el vino más de la cuenta empiezan a salir los trapos sucios, las confesiones a media noche y los secretos de almohada; se te calienta la boca y vomitas afrentas de las que te vas a arrepentir durante meses. Lo mejor es que, antes de que corra la sangre, algún avispado cónyuge desvíe las energías negativas hacia el cotilleo viperino. Sabes lo que le dijo a Sonia, la mujer de Alberto, su hija el día de su cumple: mamá, si sigues quitándote años al final vas a ser más joven que yo. Va por el tercer estirado cara, tiene el ombligo en la barbillaNo me extraña que su marido le tire los tejos a su cuñada. Silencio expectante. Mientras no te toque de cerca no pasa nada; como todos hablan mal de las mismas personas la ley del silencio está garantizada. 
Uno de los temas obligados es la misma gastronomía… pero no debe exceder ciertos límites porque puede convertir el festín en una travesía del desierto. Algunos ejemplos: es normal que tras leer la carta pidamos al garçon que nos aclare ciertos aspectos de los platos para saber lo que vamos a pedir. Sobre todo si nos inclinamos por esas sabrosuras que no comemos en casa. Aun así podemos equivocarnos: recuerdo a un amigo de la familia, entrado en años, viajante por negocios, viejo zorro, que recaló en la ciudad donde yo vivía entonces y me llamó para invitarme a comer. Amante de la cocina casera y la cuchara (nada de mariconadas, decía) lo llevé a un afamado mesón castellano. Pedí lo de siempre: sopa gloria, perdiz escabechada y flan. Se lo aconsejé pero prefirió pedir judías con conejo. Por no preguntar le trajeron judías verdes con perrillos. Al final, en un gesto de amor al prójimo ante la cara que puso, trufada de juramentos, le cedí mi perdiz que aceptó con  gusto (nunca mejor dicho) y me zampé las insípidas verduras tras apartar los sospechosos tropezones. Es absurdo preguntar al camarero qué está mejor porque siempre te va a contestar que aquí todo está bueno, señor/señora… Qué nos recomienda es menos paleto, pero poco menos. El exceso comienza cuando las señoras le preguntan al maître detalles precisos sobre los ingredientes del plato principal. El amable señor de negro le dirá lo que le dé la gana, pero aunque le dijera la verdad daría lo mismo. Las señoras nunca van a preparar algo así en su vida. Está bueno y punto. Después vienen las interminables disquisiciones sobre cómo deben prepararse tales y cuales platos. Mejor mirar en Internet. Hay blogs especializados hasta en bocatas de anchoas. Una variante pelmaza son las digresiones dietéticas y los regímenes para adelgazar. A mí me resbalan, pero pueden amargar un cochinillo al horno. Nadie los hace; y si los hace les dura el guion una semana; y si les dura más de una semana es porque les va la vida en ello. Por su parte, los maridos se dedican a competir en lid narcisista sobre los restaurantes que hacen mejor esto, eso y aquello. Otra variante masculina de presumir son los vinos; suelen ser monsergas sobre las mejores cosechas y una burda imitación de la jerga metafísica de los enólogos. Cualquier vino de seis o más euros debería estar bueno. Dudo mucho de que lo presuntos entendidos sepan de qué hablan si lo que les gusta es darse pisto pero no hincarle el diente. Por cierto, el pisto con dos huevos fritos. Como las migas. 

domingo, 28 de septiembre de 2014

Casa Lucio


Yantar en Lucio, el antiguo Mesón del Segoviano, es una obligación de todo amante del mantel puesto. Es un placer dar un paseo desde Ópera, por la Calle Mayor, el mercadillo de San Miguel hasta la Cava Baja, uno de los lugares más acogedores de la villa. No es fácil encontrar mesa porque Lucio está a salvo de los mercados y zarandeos de la crisis; siempre está lleno; tiene dos turnos de comida y cena y, por lo que dicen los hombres de ciencia que lo frecuentan, como en vida Severo Ochoa, no conoce el vacío. Es más: el espacio lo crean los objetos, no hay un marco de referencia independiente, la decoración es la multitud que se alimenta. De hecho, uno de los pocos defectos es que las mesas están demasiado juntas; incluso en los rincones más selectos dispones del territorio justo, lo cual tiene sus ventajas pues es normal pegar la hebra con la rubia fatal o con el guiri alemán que pregunta por los callos. Como en La Bola, se respira un ambiente de grupo que comparte vivencias opuesto al atomismo impersonal que sobrevuela muchos restaurantes de fin de semana; esos sitios anodinos que no son ni buenos ni malos ni nada. Lucio lo fomenta con las coplas de un cantaor que se arranca en mitad de la pitanza en las que elogia al dueño, a la gente y al arte del buen vivir. No se inquieten, sus jipíos duran tres minutos y no pasa la gorra. En resumen, si quieres participar de la fiesta, tienes que reservar con una semana de antelación.

Hay muchas formas de comer en el más célebre bistrot de Madrid y, en palabras de Lucio (que repite cada vez que vas), el más conocido de la historiaAllí han llenado la panza, si te entretienes en mirar las fotos, lo mejor (y lo peor) del gran teatro del mundo. No les canso con nombres y fechas, ustedes mismos. Yo he hecho por esta ciudad más que nadie, afirma convencido. Puedes ir con la señora y la pareja de viejos amigos, los mismos sin señoras, con los íntimos del trabajo, con la ex o con la otra, con la familia extensa (pagan los abuelos), solo, a oscuras y en celada… Cada variante tiene su precio y su forma. La horquilla de la cuenta es muy amplia. Cené este jueves “en el modo dos parejas”. El lema: todo es de todos. El intercambio no cesa. Si hubiésemos ido Juan y yo ninguno habría metido la cuchara en el guiso del otro. 

El primer logro de Lucio es el trato. Desde que entras, aunque sea la primera vez, eres uno más de la familia. Los camareros de la barra te saludan, tienen la frase salpimentada, piropean discretamente a las señoras (menos de lo que ellas quisieran); el maestro de sala, uno más, te indica la mesa y te entrega la carta. Durante la cena, los camareros y el propio Lucio, que por costumbre saluda como en las bodas a todos sus invitados, te hacen sentirte importante. Tratan con la misma pompa y circunstancia al comensal desconocido que al jugador del Real Madrid, al político del Senado o al tertuliano de peso. El piso de arriba parece un desfile de famosos.
El segundo logro es el tempo del servicio. Ni te agobian con emplastos traídos al instante ni tardan océanos de tiempo entre los platos. El tiempo justo en cada tercio: el aperitivo, los entrantes, la sopa, el plato principal, el postre, café, copa y puro… Si vas con las señoras el repertorio se reduce. Olvídate del churrasco, el rabo de toro, el capón o las alubias con faisán. Ellas miran el bolsillo y guardan la línea por este orden. Como contrapunto hay que impedirles que socialicen las alcachofas con crema, la tempura de verduras o la ensalada de escarola. Una vez que se equilibran las fuerzas, algo queda en la carta.

Te aconsejo el jamón de Jabugo especial, gástate un poco más y no pidas el de la clase media, disfruta de un aroma y sabor que no son de este mundo. Si te gusta el pan con tomate, también. El vino de la casa es un Rioja cumplidor, por debajo del jamón, pero si pides la carta de vinos el precio se dispara. Exquisitas las croquetas por unidades (mínimo tres por boca) y puedes cerrar las entradas con un plato de cocochas comunal (algo del mar hay que probar). Si prescindes de los grandes monumentos de carne y pescado, se imponen de segundo los huevos estrellados. Lucio dice que todos los imitan, la competencia, las amas de casa celosas, pero nadie los hace igual. A los letrados con servilleta les sugiere que escriban una tesis de su invento. Son una leyenda urbana: huevos de corral, patatas lustrosas, aceite de oliva virgen y un toque más hermético que le fórmula de la Coca-Cola. Son lujurientos. Si no me creen pasen y vean. En cuanto los pruebas (ese primer bocado glorioso) sabes que son otra cosa. Pero de lo que no se puede hablar, mejor es callar. Terminamos con el postre: el más famoso es el arroz con leche y costra. Una elección segura. No está dulzón o trabado, sino cremoso y suelto; el punto dulce lo pone el caramelo. La novedad es una delicada torrija cuyo sabor a canela te inunda la boca. Después un taxi y a casa. No andes por ahí estropeándote la cena con brebajes alcohólicos y conversaciones vanas. Todo lo que tenías que decir ya lo has dicho en Lucio. 

martes, 24 de diciembre de 2013

El cocido de La Bola


Lo único que suaviza la existencia del género humano son los grandes logros, algunos de mi tierra, como el cocido madrileño. A mí, como a tantos otros, me pierden los platos de cuchara y moje. No entiendo especialmente de gastronomía ni de vinos, odio la cocina química, de investigación, de platos enormes y micro emplastos y lo que me gusta lo tengo claro.

Hay, por supuesto, en España recetas míticas: el cocido maragato, el montañés, el de Lalín, la olla podrida, la escudella i carn d'olla o el puchero andaluz, pero el rey de reyes, no lo duden, es el cocido madrileño. Un cocido, como todo buen invento, es un sistema en el que todo se sostiene mutuamente para obtener su concepto: la sustancia. Nada sobra y nada falta, como en las partituras del gran Mozart: garbanzos, fideos, sal, repollo, zanahorias, patatas, morcillo, morcilla, gallina, huesos de caña, chorizo, punta de jamón, tocino ibérico, sin olvidarnos de los rellenos de pan esponjosos (un toque imprescindible). Muchos son los rincones de la Villa y Corte, pero el que yo elegiría es La Bola, en pleno Madrid de los Austrias. Hay que reservar con tiempo, que no sea el fin de semana por las apreturas, por ejemplo el jueves. Estarán un poco justos en la mesa pero en buena compañía. Una complicidad de iniciados sobrevuela la estancia. Dispone de una carta variada, aunque cuando voy ya sé lo que quiero. Me han hablado muy bien del jamón, los callos y el cordero, pero también me han contado maravillas de los amaneceres y no puedo opinar.

El hambre se masca en el ambiente. Nada que ver con esos restaurantes de empresa plastificados (desde la decoración hasta la forma de pagar) que no son ni buenos ni malos ni nada, donde puedes pedir cualquier cosa, desde sushi hasta gazpacho pastor, con la seguridad de que puedes hablar de negocios y olvidarte del yantar. El servicio es amable, eficaz, ni estirado ni agobiante, con esa motivación añadida de ver a los clientes orondos y satisfechos. El vino de la casa es suficiente, garantizado por años de selección natural. El secreto de su arte es la cocción del manjar en pucheros de barro individuales sobre carbón de encina, sin trampa ni cartón. La piedra filosofal que buscaron los alquimistas del Renacimiento no fue la transmutación del plomo en oro sino la fórmula del cocido, al fin descubierta por un inspirado marmitón de la calle Mayor. Tiene más historia el plato madrileño que el Palacio Real.  

Un aroma denso anuncia lo que nos traen en palmitas. La sopa, el primer vuelco, servida en plato hondo con los fideos justos para que no tengamos que buscarlos ni sean ellos los que se sorban el caldo. Hay que prepararse para una degustación lenta, pues todo está pensado para que las viandas no se enfríen. Las tres primeras cucharadas no son de este mundo. Se puede repetir la suerte. Hay quienes prefieren echar los garbanzos en la sopa. Yo prefiero mojar barquitos de pan migoso. Los garbanzos, tiernos, grandes, cremosos, el segundo vuelco, merecen un tratamiento aparte. Reciben sabiamente la compañía, más bien el homenaje, de las verduras y patatas. Acompañados de un toque sutil de aceite de oliva virgen (olvídense de la sal) dan lo mejor de sí mismos.

En este punto del festín, ante nuestras exclamaciones de veneración y júbilo, las señoras celosas habrán puesto el grito en el cielo diciendo que su cocido nada tiene que envidiar al que se zampan. Pero no hagáis caso. No entréis en polémicas. Decid que es verdad y comeréis tranquilamente. En caso contrario, además de iniciar otro episodio de la guerra de los sexos, perderéis un tiempo precioso en explicar la tesis medieval de los grados de perfección… que ellas rebatirán enfadadas. Es más, creo que cuando nos solazamos con un plato de la enjundia y fundamento del cocido de La Bola, las palabras sobran, lo cual significa que no debemos distraer los sentidos con charlas anodinas sobre política, fútbol, modas o recetas.  

Pero el cocido obviamente no se acaba con la sopa, garbanzos y verduras. Ahora viene la carne y la chacina, el tercer vuelco. Serviros las partes que más os plazcan, midiendo y templando, con la idea puesta en la armonía de los elementos materiales. El modo más socorrido es el picadillo, cuyo principal inconveniente es la cantidad homogénea de la mezcla. Al revés, la gracia está en que los diversos bocados no fatiguen por repetición sino que muestren al paladar la escala de sabores que contienen.

Saciados al fin tras dos horas largas de trajinar el sustento, podemos pedir el postre. Yo prefiero plantarme y conservar el regusto de los vuelcos. Pero si no es el caso, me consta que las señoras eligen los buñuelos de manzana con helado o la crema de limón, dos dulces caseros que, puedo asegurarles, tiene una pinta excelente. Ya sólo queda pagar la razonable dolorosa: incluso en estos tiempos de carencia no tendréis que cambiar vuestra primogenitura por un plato de garbanzos ni convencer a la señora de que el dinero mejor gastado es el que se va en magras y sabrosura. Entrada la tarde invernal te despedirás con lágrimas en los ojos, a lo que te responderán complacidos que no te inquietes, que cuando quieras volver, La Bola seguirá allí.

viernes, 30 de noviembre de 2012

La cata del vino


Asistí hace días a una degustación de vino de Burdeos organizada por una empresa francesa de venta mediante “catas a domicilio, en oficinas, en locales públicos, en maridadas (o sea, en bodas), maratones de vino, casinos y otros”. El lema: No queremos vender vino, queremos que el vino se venda.

La presentación y cata, que corrió a cargo de un reconocido vinófilo en versión original con subtítulos, estuvo siempre en su punto y no doy más detalles para no mezclar el buen nombre del anfitrión con el mío, un ignorante frívolo y socarrón del mundo de la alta enología.

El escenario: Una larga mesa, llena de copas de cristal fino, altas y estrechas, colocadas en filas, las únicas capaces, según parece, de conservar las esencias de los caldos. Botellas abiertas para respirar el primer aire tras largos años de reposo. Instrumental sofisticado. El cartel de precios a la vista (entre 7 y 40 euros de vellón). Un recipiente de plástico para desbeber el vino sobrante de las catas (no hizo mucha falta). Alrededor, de pie, los invitados.

Comienza la charla: Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Después lo más sencillo: cuántas más indicaciones lleva un vino en la etiqueta, mejor; incluso el nombre de la cepa dónde nació. Hay que desconfiar de una botella en la que sólo ponga: VINO. Luego el meollo: los grandes vinos franceses, los vinos menores, variedades de uvas, el proceso de elaboración, la graduación, tipos de corchos y botellas (otro negocio)…

Primera desconexión: Cuando éramos jóvenes de verdad, no espiritualmente como ahora, los amigotes íbamos los viernes a cenar cabezas de cordero a la tasca de Aparicio en la calle Cervantes; eran el avisillo de un vino a granel de la Manchuela tapado con Casera en el porrón para aliviar el golpe; el mismo que despachaba a tanto el litro con embudo (recuerdo la espuma final en la botella que traíamos de casa). Denominación de origen: la Eufrasia, su mujer. Cuando le preguntábamos cuántos grados tenía, decía muy seria: doce y medio; después estallaba en risas.     

Terminó la exposición con un aviso a navegantes: según parece, los chinos imitan a la perfección los vinos franceses, lo que está provocando el pánico en los mercados, aunque los verdaderos amantes del vino no se dejan engañar y tal y cual… (Ya veremos).

Se sirve el primero de los cinco vinos y comienzan las fases de la cata. 
Nos adentramos en los umbrales de un saber hermético, como la francmasonería o el psicoanálisis, que sólo posee una casta de iniciados. Primero conocemos las partes de la copa: cáliz, tallo y base. Recibo la reprimenda cuando cojo la copa por el cáliz. Los dedos pecadores calientan, trasmiten humedad e impiden admirar el vino. Tampoco se coge por el tallo, es paleto. Hay que sujetarla por la base (difícil e incómodo pero es así).

Aprendemos a mirar el vino con la copa ligeramente inclinada para percibir sus colores, más complejos que los cuadros de la escuela veneciana: trasluces, contrastes, paletas y texturas, aunque dudo de que con los tubos de neón se pueda precisar tanto.

Después los matices olfativos. Hay que mecer el caldo con amoroso balanceo. Introducir la nariz en el cáliz, aspirar los delicados aromas, cerrar los ojos y soñar: teníamos que detectar olores a vainilla natural, fresa y melocotones maduros. Estoy seguro que el maestro era capaz de convocar ciertas presencias, los demás no. Los casos de apariciones me parecieron efectos de la sugestión colectiva. A algunos sólo les faltó mover las copas con la mente.

Segunda desconexión: Conocí en el barrio de Embajadores a Diego, un castizo bodeguero. Algunas tardes yo llevaba a su trastienda chorizo de Joselito y pan candeal; el resto corría de su cuenta. Tras ganarme su confianza me confesó que para él los vinos se dividían en blancos, tintos y rosados, pero que con toda esa jerigonza de listillos había conseguido convencer a las Bodegas Vega Sicilia de que merecía ser cliente. Me hago de oro, dijo. Me sirven un montón de cajas que tengo apalabradas con los mejores restaurantes de Madrid al triple de su precio. Imagínate lo que cobran ellos.

Luego viene el primer sorbo: se recibe el vino con un movimiento envolvente de la boca, se pasa debajo de la lengua y por último se aplasta contra el paladar. Antes de tragarlo hay que aspirar el aire vivificante que mezclado con los alcoholes descubre nuevas verdades. Después, cuando lo aceptamos, una vez degustado, acontece el “final”. Es el rastro indeleble que deja el vino en nuestros excitados sentidos.

La conclusión es el retrato literario, la consideración del vino como un ser vivo con atributos morales, otra prueba del animismo en nuestra cultura. Por ejemplo (no recuerdo exactamente): "se trata de un caldo travieso, algo tímido al principio, atrevido después, generoso y regocijante"… (¡Átame esa mosca por el rabo!).

A pesar de tanta poesía sensualista, el enólogo insistió en que el buen vino es pura química, ¡cuánta más química mejor! Batas blancas, probetas, y reacciones: etanol, ácido tartárico, fenoles, taninos, flavonas y aldehídos... Para el experto no existe el “vino natural”, un subproducto casero.

Tercera desconexión: El primer año que veraneé en Las Rías Baixas, el paisano que me alquiló la casa, tras pagarle lo que faltaba, me regaló una botella de “vino del año”, cosecha propia que preparaba en el sótano:
- Es muy natural -nos dijo- yo mismo lo piso y no lleva nada de química (miré con aprensión el caldo turbio con restos flotantes que me puso entre las manos).  
- Quizás valga para cocinar, sugirió mi mujer en un aparte (más que nada por acabar con el asunto y aflojar la tensión).
Al día siguiente, antes de comer, lo abrí y me eche un trago que devolví al instante en la pila de fregar.
- ¿Qué pensabas -me dijo mi mujer- que iba a estar bueno?
- No, le contesté, pensaba que iba a estar… ¡malo!

Al quinto vino el fragor subió de tono. El ponente apaciguó, explicó, suplicó, tronó. Finalmente, buen conocedor de la espiral de los vapores optó por cerrar el acto y abrir la tienda. Era el momento propicio para hacer las compras y cantar alabanzas a Baco. Como despedida, renovamos el repertorio de tópicos (figura retórica en sí misma neutra) que paseamos en tales ocasiones para demostrar nuestra finura gastronómica:
- La distinción entre crianza y reserva. Elogio de los vinos jóvenes y sus virtudes. Inflación del calificativo “afrutado” que incluso se aplica a las lonchas de jamón y los tacos de queso.
- Denominación de origen Rioja versus Ribera del Duero, a cada uno lo suyo. La calidad de las barricas es crucial para el vino, el roble español es de los mejores del mundo. Cava y Champán, es un delito brindar con ambos al final de la cena de Nochevieja. Brandy y coñac, similares.
- Los vinos andaluces y su variedad incomparable, el problema es que pegan. Los vinos de Madrid, excelente relación calidad-precio. Cuando las cosas se hacen bien, se nota.
- Se puede beber sin complejos un pescado con vino tinto y blanco con la carne, no hay normas. El vino te gusta o no te gusta. Las damas prefieren los vinos abocados para tomarlos con postres todavía más dulces.
- Se pueden encontrar en Internet vinos buenos, bonitos y baratos. ¿Te envío por email la página web? Por seis euros se puede comprar en cualquier tienda un vino aceptable.

Cuarta desconexión: Hace poco en una boda familiar, mi cuñado, tras colmar la copa por trigésima vez, disertó ante un público que se tocaba con los pies por debajo de la mesa: “El vino bebido con moderación es bueno para la salud. Previene las enfermedades cardiovasculares. Favorece la digestión. Quita las penas”.
Normalmente callado, su voz era el rollo que no cesa. ¿Estás seguro que no prefieres coger un taxi? Alguien puede llevar tu coche, le dije cuando volvía a Madrid de madrugada. Para nada, respondió amoscado. Al día siguiente, por teléfono me contó resacoso que “les” había trincado la guardia civil. Control de alcoholemia a la entrada. Cuatro puntos, multa millonaria, tres horas detenido a dieta de café; para terminar, bronca con la mujer que no le habla… In vino veritas”.
- Para charlar con la gente no hace falta que te metas al cuerpo cinco litros de vino, apunté inoportuno.  
No contestó, pero me la guardó durante meses. El silencio del apache. Al menos llegaron enteros.   

domingo, 5 de junio de 2011

Una boda gallega. Segunda parte


Finalmente no asistimos a la romería del Carmen. En vacaciones sólo me levanto al alba para ir al lavabo y volver sonámbulo al lecho (o pescar caballas en el pantalán de Bueu). 

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Ya en la plaza del Ayuntamiento, a eso de las once, Javier y Milagros, dos amigos de Vigo con los que he compartido veraneo en Nigrán y otras cosas, madrugaron por afinidad entre oriundos y me contaron que para animar las primeras luces habían circulado termos con bebidas calientes y brazos de gitano, esa joya de la repostería, horneada con nata fresca o crema pastelera, que los gallegos preparan con arte (protestas de mi mujer por no haber ido a la ermita como todo el mundo).
Me pareció que no éramos muchos (primer logro del anfitrión), acaso unos sesenta a primera vista. Llama la atención que los paisanos casados tienen una tendencia irresistible al traje gris y a los zapatos negros, mientras que sus señoras visten chaquetas blancas y faldas de colores. Sin duda un ejemplo más de la armonía de los contrarios… y algo más de carácter ancestral: en los eventos señalados, los maridos pasan a un discreto segundo plano y ceden el protagonismo a las mujeres. Entre los celtas, la mujer heredaba la tierra, la trasmitía a sus descendientes y se encargaba de buscar esposa a los hijos y hermanos. 
Una prueba más de la transmigración de las almas. El espíritu de sus ascendientes había vuelto a la tierra para encarnarse en otros cuerpos. Es imposible entender la sociedad gallega, sus usos y costumbres, por ejemplo, las bodas, sin contemplar esta visión matriarcal del mundo.

Encaminamos nuestros pasos, tras las presentaciones y saludos, al bar de Arturo, en la parte alta de Bayona, en pleno barrio de pescadores, la zona más castiza y visitada del pueblo. El maestro de ceremonia puso el local a disposición de los invitados y nadie más. Echó la llave por dentro y cuando nos acomodamos en sillas, mesas y bancadas, se abrió la puerta de la cocina y aparecieron tres camareras con traje negro y delantal blanco. Comenzó el desfile.
Tablas de madera con raciones de pulpo a la gallega, de carne tierna pero firme y un toque de pimentón picante; tortilla de patata jugosa al estilo de Betanzos, con mucho huevo, cebolla y trozos de chacina, cazuelitas humeantes de callos con garbanzos, platos de fideos con almejas de Carril; empanadas, buque insignia de la gastronomía gallega, hechas con masa liviana pero gustosa: de calamares, lomo, vieiras, zamburiñas, atún o anguila; fuentes de xoubas y jurelitos, pimientos de Padrón, que unos pican y otros non… 
Más tarde aparecieron los mal llamados “mariscos menores”: las navajas, ese delicioso bivalvo, preparadas a la plancha con un poco de sal, cestitas de camarones sobre una base de lechuga, mejillones al vapor, carnosos y marinos, las nécoras, robadas a la ría de Pontevedra, terciadas y repletas: cada nécora requiere para ser bien comida unas destrezas que duran diez minutos.
Para terminar, un recuerdo de las conservas de Vigo: agujas, erizos de mar, anchoas suculentas y ventresca de bonito. 
Todo regado con cerveza de barril o botella de la marca Estrella de Galicia, una de las mejores del país y, por desgracia, muy difícil de encontrar en Madrid. La mayoría aplazó con prudencia las copas de vino. 
Al punto nos llegó del patio un aroma inconfundible. Arturo y su corte asaban en las brasas unas cajas de sardinas, homenaje del patrón del Alborada a la novia, el pesquero donde faena el hermano menor. Irresistibles con pan de maíz y cachelos; en mi opinión, no hay manjar que las supere (¿se puede mejorar la perfección?). 
Sólo una pega, una anécdota trivial: a los paisanos gallegos les encantan las gambas y los langostinos congelados, pescados en las costas de Marruecos, carentes de interés, y a los que consideran un regalo de allende los mares. 
Como quedaban eternidades hasta el almuerzo nadie se encogió con melindres y remilgos. Especialmente las damas. Observen su gracia inimitable al yantar: son capaces de consumir cantidades inauditas sin que nadie se dé cuenta. Mejor para ellas, por algo son la raza superior y nosotros sus esclavos.


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Había que bajar la colación y para eso nada mejor que subir orondos hasta el Parador Conde de Gondomar, el más bonito (realcemos este adjetivo gastado en menudencias) de Galicia.
Entramos en su recoleta iglesia: la novia radiante, el novio feliz, los padrinos dignos, los padres en trance. Me quedé de pié en la puerta; Ana se sentó en la segunda fila para no perder detalle. No le hizo gracia la espantada, pero hemos acordado no reñir por ciertos temas. Me escabullí y fui a rodear la muralla. Ya lo conocía, habíamos disfrutado de sus habitaciones tiempo atrás. La mitad del perímetro se asoma al océano, la otra mitad al pueblo, al puerto, al club marítimo, a la lonja y a las playas. Entré después en el salón principal del parador. Había una exposición regional de encajes y manteles… Cuando volví, al final de la misa, tenía el aperitivo en los talones.

Por fin, a eso de las tres de la tarde, nos sentamos en el restaurante RM., a orillas del Atlántico, al que se llega por la carretera marítima que va de Bayona a la Guardia.
El dueño, Don Evaristo Carreira, es algo más que amigo de Arturo. Juntos forman una lucrativa simbiosis en las dos direcciones del dinero de nativos y turistas. Esto no quiere decir que le vaya a regalar la fiesta, pero sí que se va a esmerar en la selección de los productos sólidos, líquidos y gaseosos (como los cigarros puros).
Nos sentamos en una mesa con vistas (había doce en total): Javier, Milagros, Euxenio, el propietario de una empresa de limpiar cristales y Camiño, su costilla. Chacun à son goût, como reza el lema del príncipe Orlofsky, en la ópera de Johann Strauss, El Murciélago
Para empezar a comer es esencial la soupe. Nos sirvieron el caldo gallego, esa poción mágica que procede de las reuniones anuales de los druidas y que abraza, en la misma olla, habas, patatas, grelos y nabizas con el unto de manteca, el lacón y el hueso de cerdo.
Después vinieron los mariscos mayores: las cigalas, algunas a la plancha y otras cocidas (me gustan las primeras), la langosta con salsa americana (espectacular, pero su sabor plano no me seduce), los centollos de la ría, más pequeños que los de cetárea, pero más sabrosos (para mí, el rey del marisco), los bogavantes o lubrigantes sacados de sus refugios rocosos y servidos en bandejas de Sargadelos (como más me gustan son guisados con arroz), el buey de mar, hervido al punto con cebolla, laurel y clavo; por fin, los percebes, ese don de los cantiles, grandes como un dedo pulgar (como falo d’home, dicen las pescantinas del mercado de Bayona) y que están en el vértice de la cadena alimenticia (no digo "alimentaria" un concepto neutro de la ciencia moderna).

Había tres opciones del primer plato: una merluza de pincho, pescada por la noche y acompañada de la ajada, esa salsa sencilla, hecha con poco más que pimentón dulce, pero que tiene en cada lar un aspecto, un aroma y un sabor diferentes.
Un lenguado de tamaño sobrenatural, vuelta y vuelta, con patatas redondas y verduras del tiempo.
Caldeirada de rape y lubina, la especialidad de la casa (lo mejor son las patatas). Es lo que pedí.



De segundo podías elegir un entrecot de buey, de carne profunda y ajamonada, una chuleta de ternera rubia con guarnición o cordero asado con especias. Buey.

Se escanciaron vinos de albariño (un milagro de las cepas), ribeiro (algunos están a la altura del albariño), condado (muy apreciado por el paisanaje), amandi de la Ribera sacra (excelente tinto gallego y el único que no deja rastros de acidez). Para las señoras la sidra propia o la que fabrican sus primos de Asturias.

Para no empachar al lector, me limito a citar los postres: tarta de almendras, o sea, de Santiago, de yema, de fresas, de limón, de queso, natillas caseras y, mi debilidad, las cañitas de crema. Despaché menos de diez.

Las postrimerías: helados de copa, sorbetes de cava (los sirven al final), tejas, bombones, barquillos… Café, infusiones, licores y habanos. Sólo ambrosía de sorbete, aunque varios.
No llegamos al chocolate por prescripción facultativa. Además, como nos recordó Milagros, es tradición que sólo asistan al “adiós a los novios” los familiares y amigos íntimos.

Al día siguiente, domingo, ayuno y abstinencia (no comí nada, y cuando digo “nada”, quiero decir “nada”).
El lunes, tisanas y calditos. El martes, verduras. El miércoles, dieta blanda, el jueves acabé de metabolizar la caldeirada y así sucesivamente.
Ana estaba como una rosa (el mismo sábado, antes de acostarse, se tomó un vaso de leche con galletas). Siempre lo he dicho con admiración y respeto: las mujeres pueden comer indefinidamente (recordar la estupenda película de Marco Ferreri, La grande bouffe); si no lo hacen es por pura discreción.

PD. Al cabo de una semana le devolvimos la visita a Arturo. Cuando con total sinceridad caí rendido ante la boda, me dijo:

- Normalita. Las bodas de antes, las de verdad, duraban tres días como poco. (Me acordé de la boda de Madame Bovary).

domingo, 29 de mayo de 2011

Una boda gallega. Primera parte


Hace algunos años, Arturo, dueño de un próspero bar en Bayona, ese pueblo encantador a orillas del mar en la comarca de las Rías Baixas, me invitó a la boda de su hija.
Arturo vivía en Bayona y tenía en Nigrán una propiedad rural de más de mil metros cuadrados en la que se había construido una casa de dos plantas del estilo “población dispersa”, ese mosaico irregular de tejados que pinta inconfundible las suaves colinas del interior gallego.
¡Era una casa espléndida comparada con las madrigueras que habitamos en Madrid! La habitación más grande era la cocina, cerca de cuarenta metros cuadrados (no exagero). Sin duda un vestigio de las costumbres de sus ancestros: al amor de la lumbre, los celtas se reunían en un círculo mágico para descansar de las labores, compartir afectos, hablar de los ausentes, invocar a los dioses o restaurar los cuerpos.
(¡Aprendimos a vivir en la cocina!)

Durante diez veranos Arturo me alquiló su finca y nos hicimos amigos por esos lazos invisibles que proporcionan la distancia vital y los hábitos.

El apego a la tierra y a la propiedad familiar son dos rasgos que marcan la idiosincrasia del paisano que habita estas tierras generosas.
Un domingo del sexto año, después de la siesta, se acercó Arturo con su Citroën a la finca de Nigrán y lo aparcó delante de mi casa (que era la suya). Tras una bienvenida a la gallega (que incluye un repaso completo de nuestras andanzas desde la última vez que nos vimos), nos entregó las tarjetas de invitación a la boda de su hija Marta y Antonio, un funcionario del cuerpo de Correos.
Después me llevó a dar un paseo por los aledaños para mostrarme las muchas parcelas que había heredado de sus padres. Cada una en un sitio: esta aquí, esa allá, aquella se verá… 
Tras dar más vueltas que un tiovivo, de hollar angostos senderos, patear campos de maíz, evitar ortigas y zarzales, me dio a entender vagamente, como buen gallego, que estaba dispuesto a desprenderse de unos terrenos (que teníamos delante) a un precio razonable (¡y lo era, vive Dios!). Me dijo que la autovía del Oeste se terminaría en breve y después los terrenos valdrían el doble (lo cual resultó ser cierto).
Era imposible no darse por aludido.

- Lo cierto es que no sirvo para los negocios, aunque sean buenos y seguros, contraataqué. No puedo dormir por las noches. Te lo agradezco de corazón, Arturo, además ¿para qué quiero yo un sembrado (o algo parecido) a setecientos quilómetros de mis cuarteles de invierno?

Le dije que tenía ante sus narices a un irresponsable que tiraba el dinero en monsergas, como viajar por el mundo. Que pensaba ir en Septiembre a Nueva York, que mis ahorros dormían perezosos a la espera de absurdos caprichos. Lamentable, sin duda, pero no sabía hacerlo de otro modo.

- ¡Y tanto, me  dijo! Te vas a Nueva York, llegas, miras, vuelves y no tienes nada. Sin embargo, la tierra está siempre ahí, cuando te vas y cuando tornas; cuando estás y cuando no estás; cuando estés y cuando no estés (sentí un escalofrío). Siempre es la misma, para tus hijos y para los hijos de tus hijos (toda una muestra de filosofía eleática).

Sentí que mis argumentos, propicios a la finitud y al cambio, no servían de nada. Por respeto a la evidencia que tenía delante no le di más razones; además me hubiera considerado un chiflado (la idea sobrevolaba el éter) y peligraba el alquiler del próximo verano (la imagen de mi mujer repasando a diario el desliz selló mi boca).

Se estaba construyendo, prosiguió, otra casa-población-dispersa en sus minifundios y además quería comprar un adosado en Gondomar. Aunque era riquillo (cosa que negaba), necesitaba dinero para financiar sus proyectos monocordes. Le pregunté si se iba a mudar a Gondomar o quizás necesitaba las casas para alguno de sus hijos… ¿Para Marta, tal vez? Me dijo que ya se vería, lo primero era tenerlas y después pensar en ello (un caso admirable de voluntarismo). Como lo entendía pero no lo comprendía dejé que la conversación languideciera y girase por otros rumbos, por ejemplo, los preparativos de las nupcias de su hija.

En mitad del camino hicimos un alto en la venta de la fuente, famosa por las meriendas de los viernes. Ventilador en el techo, mostrador de aluminio, mesas de formica, sillas de plástico, televisión encendida, moscas por doquier… Desagradable. Pero podías salir a un amplio jardín tapiado, un antiguo corral de vacas con suelo de hierba segada, emparrado frondoso, mesas de piedra, bolos de palo y un juego de rana. Nos sentamos. Durante las dos horas siguientes, Arturo me contó la vida y milagros de la familia del novio (al que no tenía el gusto de conocer). Cuáles de sus parientes habían simpatizado con los rojos (tenían suerte de estar vivos, pensé). Quiénes habían emigrado a Alemania para conseguir un empleo y prosperar (más bien para no comer mondas de patata). Licinio, tío materno del chico, tras volver de Frankfort se había comprado en Vigo un piso en la Plaza de España y aparejado un dúplex en Cabo Silleiro (atufaba a polvo blanco). Dos hermanos paternos no se hablaban desde hacia quince años y andaban en pleitos por tres metros de una linde (en la Galicia profunda los abogados se hacen de oro). Un primo hermano se entendía con su cuñada mientras el marido miraba a la ría (¿con quién se entendería el complaciente cuñado?). También me habló de su hijo menor, Eusebio (un nombre muy poco celta) que se había matriculado en la facultad de Ciencias del Mar en Vigo. El mozo, para pagarse los estudios, se había enrolado en un pesquero de bajura dedicado a la sardina. Abrí los párpados. ¿Podía acompañarle un día de faena? (Prometía no molestar ni preguntar por las últimas causas).

- Imposible, me dijo tajante, no admiten turistas a bordo ni siquiera pagando y además parten al alba (se hubiera sorprendido de la hora a la que me levanto en Madrid para ir al trabajo).

Luego le tocó el turno a los achaques de su mujer (una enferma inimitable), el tiempo en Galicia (en cuanto pasan tres días sin lluvia los paisanos están desesperados), los incendios del verano, los acontecimientos del año…

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Hay varios tipos de boda (descartamos las que paga la prensa del corazón).
- La boda a hurtadillas en un rincón de provincias, sin fastos ni pitanza, como ocurre en la ópera de Cimarrosa Il matrimonio segretto.
- La boda en un juzgado del arrabal con almuerzo casero, al que sólo asisten los padres y padrinos, que a veces son los mismos.
- La boda de blanco en la iglesia y buffet elegante, acabas con más hambre que el galgo de un gitano.
- La boda catedralicia en restaurante de moda u hotel de postín. La carta rimbombante nunca responde a la calidad de unas viandas decepcionantes, recalentadas y en serie. 
- La boda gallega… Otro mundo, créanme, si es que todavía no lo saben por sí mismos. Trataré de probárselo.

Al salir de la venta me contó que llevaba diez años ahorrando para pagar los gastos del convite.
Sumaban aparte el traje de la novia, el mercedes negro, el trato con el parador de Bayona para celebrar la misa en su iglesia, las flores del altar, la alfombra del pasillo, la misa cantada por tres sacerdotes (imprescindible para calibrar el estatus de una boda), la banda de gaitas y otros mil detalles que no recuerdo.

Cerca de mi casa me anunció el programa completo de la boda:
- Romería temprana a la ermita de la Virgen del Carmen (Maria regina maris).
- Reunión de los invitados en la plaza mayor de Bayona.
- Tentempié en el bar de su propiedad.
- Misa solemne en la iglesia del parador. 
- Refrescos y almuerzo en un conocido restaurante.
- Baile con barra libre en la pista del local.
- Fin de fiesta, chocolate con churros y buñuelos.
- Adiós a los novios.  

Parecido a otras bodas, de acuerdo; pero al final de mi relato admitirán que no hablamos de lo mismo.

Cuando el sol se puso regresamos a la finca. En presencia de mi mujer, le di las gracias a Arturo por el detalle de habernos invitado a la boda de su hija el día de Santiago a la que asistiríamos encantados... Sin dejarme acabar la retahíla abrió su coche y antes de irse me espetó:

- Piénsatelo bien, todavía estás a tiempo de hacerte con las tierras.

Ana me miró horrorizada. Más tarde fue la primera en defender la tesis de la compraventa. No insistí. Afortunadamente se le olvidó en tres días (si hubiera insistido, hoy tendríamos unos pastos en Galicia con la cabra del vecino atada a una cuerda).

(Continuará)

viernes, 29 de octubre de 2010

Restauración en las Rías Bajas


En la zona de Tuy es muy recomendable O Caballo furado, cocina gallega hecha por gallegos y buena relación calidad-precio. Excesivamente atrevido con ciertos platos y también con la puesta en escena. Personalmente pienso que los comensales de más de cincuenta años deberían pensárselo dos veces, pero sólo son prejuicios de un viejo liberal que se vuelve conservador en ciertas cosas. Además no es vuestro caso.
En el encantador pueblo de la Guardia la fama es para Olga, la más que divertida y extravagante dueña del lugar. Al entrar llevad el carné del PP en la boca y no pronunciéis nada que acabe en OE por más que estéis cerca de Portugal, porque simplemente no os servirá ni agua con palillos. Carta muy corta de pescados pero ¡qué pescados!; se abastece de los pesqueros de pincho de la zona. Hay que pedirlos, sin dudar, siempre a la gallega: la mayoría de los que por allí han pasado no cambiarían jamás el secreto de la fórmula de cierto brebaje americano por la receta exacta de la ajada de Olga.
La carretera interior que lleva de Tuy a Gondomar se tuerce apetitosa hacia el pueblecito de Couso, para mi la Galicia profunda, en donde se encuentra Casa Celso. Allí, debajo de un emparrado, os presentarán una surtida carta que confunde al caminante y oculta lo que verdaderamente convierte a Celso en un lugar de leyenda: el rape. Con el tiempo, la mayoría de los que van conocen el truco por lo que si el rape está agotado, amablemente os despedís en cualquier idioma conocido y nadie se molestará. El rape es exquisito en cualquiera de sus variedades, yo lo suelo pedir a la plancha por conservar sus esencias naturales.
En Nigrán-Baiona, es imprescindible el asador Los abetos (el mejor de Galicia), deliciosas carnes a la brasa que acabas a tu gusto en la mesa. El beef de buey justifica un viaje a Galicia. Una bodega de vinos sorprendente (la temperatura exacta a que sirven el vino es un milagro). No es barato pero se debe pagar. Os da Ponte en Baiona, es el complemento exacto de Los Abetos. Lugar de pescados y mariscos encima del mar, lubinas, lenguados, merluzas y, para mi, lo mejor, la caldeirada del día. Pero si os gusta el sabroso arroz con bogavante, precedido de unas croquetitas de marisco, hay que visitar As Grades en Canido y dedicar el resto del día a hacer una tranquila digestión. Precisamente en Canido, al lado de Vigo, se levanta uno de los templos del marisco en esta tierra generosa, el restaurante Cies, del que los gallegos hablan con orgullo y veneración, aunque nunca mencionan los precios. Aquí es donde os podéis dejar invitar por vuestros amigos ingleses.
Ahora toca el turno a tres lugares de picoteo con todas las garantías: navajas, xoubas, pimientos de Padrón, calamares, pulpo as feiras, jurelitos, fideos con almejas... El Candil en Baiona, hay que pedir sitio con tiempo, bueno, bonito y barato. Eladio y JR en Panxon, el primero algo mas finolis, pero ambos muy parecidos, los dos con vistas al tranquilo mar: en una punta de la bahía de Playa América se vislumbra el Parador de Baiona, en la otra el pueblo donde estáis sentados. El atardecer despeja la playa de bañistas y sólo se ve el mar y el hermoso crepúsculo, si es que en algún momento levantáis la vista de los tentadores platos. Buen vino de la casa, condado del año, una novedad, aunque yo prefiero pedir los dobles de cerveza.
En la zona más próxima a Pontevedra, lo que conocemos es La Oca en Vigo; ya os hablamos de este lugar de peregrinación gastronómica. Excelente materia prima gallega, incluso artesana, aunque se trata de cocina muy elaborada vasco-francesa; si te gustan las cocochas de merluza, este es tu sitio. Conocemos mucho al chef. Excelentes vinos gallegos (incluso tintos). Las señoras hablan maravillas de los postres de chocolate, ¿Quien sabe?, yo por mi parte prefiero acabar la comida con un aguardiente de melocotón único en el mundo (¡huele y sabe a fruta fresca recién cortada!).
Aunque conozco Pontevedra y Villaba, incluso he sido huésped de los paradores, no os puedo aconsejar nada de esta zona, que sin duda tendrá igual o más interés que la que os he tratado de mostrar con todo el cariño de un estomago agradecido durante tantos veranos.

viernes, 24 de septiembre de 2010

La fabada de Hortensia


Sirva como preámbulo a mi elogio de Casa Hortensia (esa lugar de sabrosa restauración que nos transporta de Madrid a Oviedo con sólo subir dos plantas) la anécdota gastronómica que cuenta el inefable Julio Camba (¡un anarquista convencido que manifestaba en ABC sus simpatías por el bando franquista!) en su divertidísimo (y bien escrito) La casa de Lúculo o el arte de comer. La traigo aquí tras rebañar en mi memoria, pues leí el libro más de dos veces hace bastantes años, antes de ponerme a trabajar en ciertos fárragos y cuando la holganza de mis años mozos me conservaba “alto, rubio y de ojos azules”… Lo cual significa que añadiré a mi sabroso relato unas tiernas morcillas hechas con sangre y cebolla y recién calzadas en una aldea de la Sierra de Cuenca tras la matanza de un cochino cebado con primor.

Había viajado Camba con dos amigos del gremio a la Pérfida Albión de los años cincuenta con un encargo editorial como disculpa para hartarse de zampar. Cuando llegaron a Londres, lo primero que hicieron tras pasar por el hotel fue encaminarse al domicilio del “agregado cultural de la embajada de España” (menudo papelón) al que Camba conocía. Les recibió a la hora del té en pleno ritual de la ciudad de la niebla: tetera hirviente, nubes de leche y pasteles surtidos (los ingleses son capaces de hacer sin empacho una tarta deliciosa con arenques). Al final de la visita, Camba solicitó a su amigo que les recomendara algún restaurante, si es que existía alguno en Inglaterra, donde se pudiera comer algo decente. Les preguntó el agregado adonde se dirigían y cuando le dijeron que al Condado de Yorkshire, apuntó algo en una hoja y se la pasó mientras apuraba su segunda copita de anisete.
Y allí se fueron. Se trataba de una antigua casa rural, un cottage convencional con techo a dos aguas y vigas de madera a la vista convertido en negocio de parada y fonda. Dentro del lugar había media entrada y un silencio sepulcral. Creyeron que su amigo se había equivocado o, lo más probable, que por su carácter socarrón les había gastado una broma a la española. Sin embargo, el aroma, el clima y lo avanzado de la hora invitaban a sentarse. Lo hicieron y por fin se acercó la patrona.
- Hoy no tenemos mucho que darles; en realidad, sólo tenemos un poco de buey que hemos sacrificado esta mañana. Lo hemos preparado hervido con sal. Pero si lo prefieren con salsa de menta…
- No, no, sólo hervido (cortó Camba con pavor). Tal vez otro día probaremos la salsa.

Al cabo de un rato trajeron el buey, un auténtico bodegón vivo, humeante y trabado en su jugo. Lo probaron, se miraron pasmados y dieron cuenta con deleite de una carne tierna como la manteca, suculenta, con el sabor profundo del buey verdadero; por fin entendieron el silencio de los comensales, un homenaje a la noble estirpe de la res, criada al amor de los pastos frescos y jugosos del condado, que les brindaba generosamente lo mejor de sus virtudes ancestrales.
Terminaron su ración y se acercó la matrona con los ojos chispeantes de ironía británica.
- Desean algo más los señores.
- ¡Venga otra de buey! (gritaron a coro).

Cuando dieron cuenta de la ofrenda, superior incluso a la anterior, compareció nuevamente la señora.
- ¿Tomarán algo de postre?
Camba tomó la iniciativa:
- ¿Le queda todavía algo ese buey del que nos había hablado?

Cuando se levantaron dos horas más tarde, lo primero que hicieron fue poner un telegrama al agregado cultural, acompañado de un ramo de rosas rojas (nada hay en el mundo más hermoso), todo muy apropiado, según Camba, a las preferencias y condición de su entrañable amigo.

Cambiando lo que haya que cambiar, ocurre, en mi opinión, algo parecido en Casa Hortensia. Dejo los detalles para quien quiera consultar su página web.
Hay que olvidarse, sugiero, del aspecto del local, más bien desapacible, y también del resto de la carta, de la que no afirmo que sea rechazable, sino que no merece la pena ir tan sólo por su fama. Si lo haces, puedes encargar la pescadilla rebozada, demasiado abundante y consabida, las almejas a la marinera, normales y algo pequeñas, la tortilla de patatas con bacalao, curiosa pero algo cargante o el ciclópeo entrecot de ternera, si es que te gusta ponerte en el lugar del caníbal africano que se cena a la luz de las hogueras al incauto explorador…
Sin embargo, hay tres cosas de este rincón madrileño, en cuyos fogones se cuecen los sabores genuinos de la cocina asturiana, que lo hacen muy especial: el queso de cabrales (increíble), la sidra natural (entra sola, es conveniente que a las tres botellas pares) y, sobre todo, la fabada: basta y sobra con este plato en sus diversas variantes (con chacina, con almejas, con chipirones u otras apetitosas variantes) para comer como un rey.
Recomiendo sin vacilar la primera versión. ¡Ojo con las cantidades: con una ración de fabada comen primero y segundo dos hambrientos de casta! Si das escolta a las damas y se encuentran en ese período maniático que llaman “régimen”, lo ideal son dos fabadas para cuatro (¡el que quiera que meta la cuchara y el que no que mire!).
La fabada de Hortensia, como toda creación artística, no es siempre idéntica a sí misma: hay días en que es espléndida, otros excelente y algunos sublime. Los expertos fijan los viernes como el patrón de las mejores. Este plato sano y natural nos traslada con la imaginación despierta a los grandes paisajes de Asturias donde se sirven las fabadas más famosas del mundo: Gerardo en Prendes, Conrado en Oviedo, Consuelo en Otur, El Leonés en Luarca, y tantos otros rincones, sostegno e gloria d’umanità.
De postre convine rematar con una crema con costra o el arroz con leche de la casa (con el segundo puedes emular al big bang). Algunos practican la teoría buenista del cierre categorial con un chupito de aguardiente: yo lo excluyo de mis pulsiones porque cauteriza los ecos gustativos de las cremosas fabes, que duran y duran…
Aparte de la cuenta, el precio que tendrás que pagar por esta bacanal de los sentidos es una larga y costosa digestión; por tanto, lo mejor que puedes hacer es pasear sin descanso por el Madrid de los Austrias desde las cinco de la tarde, hora en que sales de Hortensia, hasta las diez de la noche en que, rendido pero feliz, regresas al hogar.