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viernes, 20 de mayo de 2022

Eurovisión

 

El Festival de la Canción de Eurovisión supera cada año sus cuotas de audiencia. Las votaciones finales del 2022 fueron seguidas en nuestro país por casi siete millones de espectadores. Se estima que en todo el mundo lo vieron alrededor de 500 millones. ¿Cuáles son las claves del éxito de este acontecimiento internacional que se remonta a 1956 en Suiza (que, por cierto, ganó) y sólo ha sido suspendido en 1920 por la pandemia?

La primera es, por supuesto, su larga tradición. Tuvo distintos formatos hasta que se adoptó el actual. Una curiosidad: es el programa de televisión vigente más antiguo. Desde nuestra más tierna infancia estábamos acostumbrados a que durante la primera quincena de mayo nuestros mayores se enchufaran a las nueve de la noche al Festival de Eurovisión, del mismo modo que lo hacían a las nueve de la mañana del 22 de diciembre al Sorteo de la Lotería de Navidad. Delante de la humeante sopa de Gallina Blanca engordada con un huevo escalfado, el pescado congelado en salsa verde y el flan chino mandarín (tan antiguo como Eurovisión) seguíamos con interés menguante la procesión de canciones de cada país hasta que le tocaba a la nuestra. En realidad, ya la conocíamos; era igual de insulsa que las demás y lo único que nos mantenía despiertos era el fallo clamoroso del o de la o de los intérpretes, como el genial gallo que hizo famoso a Manel Navarro en 2017. El pico de la ola coincidía con el politiqueo descarado de las votaciones, los amigos de los amigos, los previsibles intercambios de puntos (L’Italie, dix points) y el subidón aullante de los vencedores que repetían la matraca entre focos láser, nubes multicolor y lluvia digital de serpentinas. Hasta la presente edición, la española casi siempre terminaba en la parte baja de la tabla.  

Desde sus comienzos, la mayoría de las canciones eurovisivas han sido de encefalograma plano. Recuerdo algunas modalidades: la andanada de fragor que te golpea de principio a fin, la coreografía de vértigo que da cobertura a un tema monocorde (SloMo), la rebuscada originalidad de ciertos personajes estrafalarios salidos de un videojuego futurista y las baladas cursis, edulcoradas con una melodía sin melodía. Es cierto que algunas podían salvarse por su esquema musical creíble y pegadizo: Poupée de cire, poupée de son, de France Gall (1965), Puppet on a Strin, de Sandie Shaw (1967), Eres tú, de Mocedades (1973) o, más cercana, Merci Chérie, de Udo Jürgens (2017).

Otra razón del éxito del Festival son las deslumbrantes tecnologías kitsch del espectáculo que abruman al espectador con un impacto cada vez más envolvente y un aumento sostenido de la cantidad del estímulo. Se acabaron los efectos especiales a la vieja usanza. Los fuegos artificiales son historia. Este año, en el Pala Alpitour de Turín, los organizadores, habían preparado para sorprendernos el sol cinético, el centro luminoso del universo, una plataforma semicircular formada por siete arcos concéntricos que se moverían al ritmo de cada tema, proyectarían imágenes de Italia y del país representado y se ajustarían a la escenografía de los intérpretes. Al final uno de los rotores se estropeó sin tiempo para repararlo y hubo que dejarlo fijo. Chapuza a la italiana. Da la impresión de que los fines musicales han sido sustituidos por los medios electrónicos. Es probable que algunas canciones hayan sido compuestas mediante algoritmos informáticos.

La idea que recorre y soporta el desarrollo del Festival es lo inesperado. La canción, por supuesto. Pero todavía más el desfile de modelos exclusivos, los destapes rompedores (las piernas que no dejan ver el bosque), los peinados imposibles, los trucos de magia negra y los finales extáticos. Otro elemento imprescindible es el sentimiento nacional. Un nacionalismo inocuo (dentro de lo que cabe) de banderitas al viento y brindis al sol. Como la Liga de Campeones, Roland Garros o los Juegos Olímpicos. Los atuendos suelen incorporar detalles del folclore nacional más o menos evidentes. La canción puede aludir de pasada a rasgos musicales etnocéntricos. Chanel con traje de luces y toque de clarín. Y, sobre todo, el prestigio internacional del ganador, cuyo privilegio es organizar la siguiente edición. Patriotas por un día. Y la resaca mediática que dura una semana. Luego, el sol cinético se convierte en un agujero negro que no deja escapar ni un rayo de luz.    

martes, 10 de mayo de 2022

Anécdotas del Teatro Real

Desde que se remodeló hace más de dos décadas somos asiduos del Teatro Real. Un generoso familiar, directivo de una fundación que colabora en su mecenazgo, nos proporciona entradas de palco con derecho a copa en el entreacto. Agradecidos. Cuando alguien me pregunta si soy aficionado a la música clásica contesto que realmente lo que me gusta es la ópera. He coleccionado los programas de mano de todas las representaciones a las que hemos asistido. Los más antiguos eran auténticos libros con doble cubierta, los nuevos parecen hojas parroquiales. A propósito, el refrigerio del descanso también ha bajado el listón: en la edad de oro circulaba en abundancia el jamón, las croquetas, los tacos de salmón y la tortilla de patatas; ahora pasan de vez en cuando bandejas remilgadas con mini cazoletas rellenas de cremas multicolor parecidas a las tarrinas plastificadas de las películas de naves espaciales en tránsito. Por las mullidas alfombras del salón VIP desfilan los personajes más famosos e influyentes del gran teatro del mundo. Hay más escoltas que invitados. He visto a políticos de primera fila en el Congreso y en el patio de butacas departiendo cordialmente con sus compañeros de partido que una semana más tarde los pondrán entre la espada y la pared. A pesar de su facundia gestual, desafinan. Se me pasa por la cabeza una ocurrencia fácil: son lo contrario de una orquesta sinfónica.

El libreto de la ópera, su contenido narrativo, y la puesta en escena hacen más fácil seguir sin travesías del desierto la unidad de letra música y no perderse en cabezadas y haces de ideas en el teatro de la mente, como diría Hume, que nada tienen que ver con la obra. Hemos asistido en numerosas ocasiones, también por el mismo cauce, a los conciertos que se celebran en el Auditorio Nacional y estoy familiarizado con el escuchar desatento de los aficionados, como yo; algo impensable en el auténtico melómano dotado de conocimientos musicales que le permiten leer la partitura, distinguir la función de los grupos instrumentales y captar el conjunto orquestal.

En realidad, lo importante de la ópera no es el valor literario del libreto, en ocasiones grandilocuente como ocurre con Wagner; otras, dramático sin mesura, por ejemplo, en Puccini, donde muere hasta el apuntador o demasiado insólito y simbólico, como la mozartiana flauta mágica, por lo demás una obra maestra. Lo que hace grande a una ópera es el talento del compositor para encontrar la armonía perfecta entre el argumentola puesta en escena y la musicalidad; en encontrar los compases conmovedores, humorísticos, agónicos, arrebatadores y un conjunto infinito de matices que modelan, envuelven y transforman el argumento en pura sustancia musical. La industria del cine desde sus inicios sonoros comprendió el sentido de esta mutua copertenencia entre el guion, los planos y la banda sonora. Por cierto, la utilización conjunta del texto, el coro, la música, la danza y la escenografía proceden del antiguo teatro griego.  

Nadie como Mozart, ni siquiera Wagner con su teoría de la obra de arte total tomada de la tragedia griega, ha conseguido esta perfecta transfiguración de los tres elementos constituyentes de la ópera. Por cierto, cada vez soy más reticente a las escenografías que se aparten en exceso de las indicaciones del libreto. Es evidente que muchas obras de repertorio se repiten temporada tras temporada en los grandes coliseos y que a los abonados les gustan las nuevas producciones. No obstante, el exceso de originalidad del escenógrafo, su egotismo, pueden devaluar, truncar e incluso arruinar la representación. Una cosa es la creatividad y otra la extravagancia. Detesto el minimalismo extremo, donde una sábana blanca representa la pureza, una solitaria columna, el poder y unas cintas azules, el proceloso mar. Tampoco lo contrario: no es preciso que una casa sea un abigarrado complejo de módulos cubistas que inundan el escenario y giran sobre sí mismos para introducir las transiciones de la acción sin que el espectador se aclare. Tampoco me convencen los vestuarios ahistóricos donde los caballeros medievales parecen habitantes de otro planeta o los centuriones romanos se disfrazan de oficiales del tercer Reich. Hace años asistí a una representación del Don Juan de Mozart donde el ilustre seductor era un señorito de derechas y doña Elvira una criada del barrio. También se han puesto de moda las proyecciones en tres dimensiones y los hologramas con alusiones crípticas y mensajes ocultos. Aunque se trate de una ópera de Verdi, popular y diáfana, hay que asistir a la conferencia previa al estreno del director musical o del director de escena (o escuchar su grabación en video) para que se nos muestren los arcanos del enigma revelado.

Además del argumento, la puesta en escena y la musicalidad, el cuarto elemento de la ópera es, por supuesto, el reparto y la dirección musical. Por eso hablamos de grabaciones de referencia. Dos impresiones a propósito de estas últimas, antiguas o modernas, grabadas en vinilo, Cd o video: en absoluto es comparable el sonido de una orquesta en vivo a la alta fidelidad, si bien es cierto que la calidad vocal de los intérpretes y el equilibrio sonoro entre las voces y el foso es mejor en las grabaciones. Por lo demás, hay más distancia estética entre una opera en el teatro y la misma grabada que entre una película en el cine y en la televisión por muchas pulgadas que tenga. Por eso si antes de asistir a una representación escuchamos una grabación de referencia, al salir del teatro tenemos la sensación de haber escuchado dos óperas distintas. Es una experiencia curiosa.      

El único efecto beneficioso que ha tenido la pandemia sobre la ópera ha sido el uso obligatorio de las mascarillas, algunas a juego con los modelos de las damas, que ha fulminado las tormentas de toses. Es conocida la reacción hace años del gran pianista Maurizio Pollini en el Auditorio de Madrid ante el catarro coral del público: detuvo la interpretación de un nocturno de Chopin, se levantó y se retiró al camerino. Tras un cuarto de hora volvió, terminó el resto del programa de forma rutinaria y salió a saludar al público una sola vez. Durante la apertura del teatro tras la llamada nueva normalidad, un mero carraspeo suponía que tres filas de butacas mirasen horrorizadas al presunto transmisor de la carga viral.

Las cumbres del género, muy por encima del siguiente escalón, son las tres grandes óperas que Mozart compuso en colaboración con el libretista italiano Lorenzo da Ponte: Le nozze di FigaroDon Giovanni y Così fan tutte. Esta semana será la tercera vez que asistiré a una representación de Las bodas de Fígaro en el Teatro Real, mi preferida. Recuerdo la carátula de la primera grabación en vinilo de Daniel Barenboim en 1977 en la que unos ángeles muestran la partitura de Las bodas a un grupo de músicos que tocan sus instrumentos. Amadeus. Un amigo mío, flautista de una orquesta de cámara catalana, me comentaba que incluso las hojas de Las bodas, los pentagramas, son de una hermosa plasticidad. La primera vez fue en la temporada 2008-9 dirigida por Jesús López Cobos, fallecido en 2018, cuya salida del Real no fue todo lo digna que merecía, la segunda en la temporada 2010-2011 bajo la batuta de Víctor Pablo Pérez y esta última bajo la dirección musical de Ivon Bolton en una producción de Canadian Opera Company procedente del Festival de Salzburgo. He visto el video promocional y leído las opiniones de la crítica especializada. La obra está ambientada en la actualidad. Fígaro parece el empleado de una oficina de seguros y la trasposición del mensaje original gira en torno al significado del amor, un tema que sólo Platón se atrevió a tratar de forma directa, del erotismo (¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?), del acoso sexual desde una posición dominante y sus ambigüedades, del machismo celoso y de cómo el eterno femenino nos arrastra, esto sí típicamente mozartiano. En fin, para mí no son los mejores augurios de una ópera bufa cuya divertida trama se desarrolla en el palacio sevillano del Conde de Almaviva en la segunda mitad del siglo XVIII. 

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Música en el tiempo


Narran las crónicas en papel de pergamino que el primer aparato de reproducción de sonidos grabados fue el fonógrafo inventado por Thomas Edison a finales del siglo XIX. El aparato no utilizaba discos sino un cilindro giratorio de cera denominado “registro”. Si la curiosidad les puede, infórmense. La Universidad de California ha digitalizado 10.000 canciones grabadas con este sistema. Lo que se puede encontrar en estos registros de finales del siglo XIX y principios del XX son polkas, valses, jazz y arias de ópera, entre otros géneros más ligeros. Cuando Edison presentó al mundo su invento, la primera pieza interpretada fue “Mary had a little lamb ("María tenía un corderito") el 21 de noviembre de 1877. El sonido se parece más al canto de una chicharra que a una balada campestre.
El fonógrafo quedó obsoleto a partir de 1910 con la aparición del gramófono. No soy tan viejo como para haberlo conocido, con su altavoz monoaural, el disco plano a 75 revoluciones por minuto y puesta en marcha con manivela. Como objeto de adorno lo pueden encontrar a precios asequibles en Internet. ¿Recuerdan el logo de la firma discográfica La voz de su amo con el perrito melómano? Nunca he oído un gramófono en vivo y en directo. Eso sí, he escuchado como todo el mundo sus melodías con ruidos de fritura en las escenas de amor de las películas en blanco y negro con beso del galán en el mentón de la chica. Al final solo se oía el sonido de la aguja girar en el vacío hasta que se acababa la cuerda… mientras nos imaginábamos la escena del sofá.
Los primeros reproductores que forman parte de mi vida fueron los antiguos magnetófonos de bobina abierta que permitían grabar en una cinta plástica todo tipo de sonidos con la ayuda de un micrófono. Se comenzaron a utilizar en los años treinta y se han ido perfeccionando hasta nuestros días. Según dicen, los magnetófonos actuales reproducen con una calidad superior al vinilo. En mi casa había uno de la marca Philips que mis padres allá por los años sesenta utilizaban para grabar música de la radio. Algunas cintas aún  están almacenadas en el baúl de los recuerdos aunque no tengo soporte para escucharlas. Por las etiquetas puedo saber que había grabaciones de copla, zarzuela y algunas piezas sueltas de música clásica. También canciones populares grabadas del programa Peticiones del oyente como El chachachá del tren, A lo loco, a lo loco, Dos gardenias, Se va el caimán, La raspa, Una casita en Canadá, Alma, corazón y vida y Qué será, será… Deduzco que no les interesaba el flamenco ni el jazz ni los géneros pop que estaban surgiendo en esos momentos: rock and roll, rhythm and blues, country y sus intérpretes más sonados: Chuck Berry, Little Richard, Buddy Holly, Jerry Lee Lewis, Fats Domino, Roy Orbison y The Everly Brothers. ROLL OVER BEETHOVEN. Mis vagos recuerdos del magnetofón se asocian a una frondosa maraña de cinta marrón con vida propia surgida de los carretes e imposible de volverla a su estado original… seguido de una bronca monumental y la prohibición terminante de enredar (nunca mejor dicho). La curiosidad mató al gato. Muchos años después me pasó lo mismo con las cintas de las cassettes. Tropezar dos veces en la misma piedra. Al final, tras dos horas de trasteo inútil con el bolígrafo BIC, mano a las tijeras y tajo al nudo gordiano para descubrir el punto exacto en que la razón erró. También asocio el magnetofón a la grabación de mi voz: curioso fenómeno, podía reconocer la voz de los demás pero no la mía. ¡Ese no soy yo decía! Claro que no, respondía mi padre, es una reproducción de tu voz, en versión familiar del conocido cuadro de Magritte, Esto no es una pipa.
Después vino el tocadiscos de maleta destinado originalmente a los discos sencillos de vinilo o singles en formato de dieciocho centímetros y un tema en cada cara. Años más tarde nacieron los long play o discos de larga duración de 30,5 centímetros de diámetro y mayor duración (hasta media hora por cara). Se velocidad de reproducción era normalmente de 33 revoluciones por minuto y fueron los herederos de los antiguos fonógrafos a los que aventajaban en calidad de sonido, reproducción eléctrica y control de volumen. Se comercializaron a partir de 1948. Son coetáneos de los magnetófonos de bobina abierta. El primer tocadiscos de maleta lo trajeron los Reyes para toda la familia. Recuerdo especialmente la canción del tamborilero interpretada por Raphael que yo mismo cantaba con un sentimiento que hacía partirse de risa a las visitas Es imposible enumerar la cantidad de discos que rayé con mi tocata a lo largo de mi adolescencia a pesar de que cambiaba religiosamente la aguja de reproducción cada tres meses (nada baratas por cierto). Estaban de moda los conjuntos de cuatro músicos melenudos: bajo, guitarra de punteo, guitarra de acompañamiento y batería. El mundo se dividía en dos: los que preferían a los Beatles o a los Rolling Stones. Yo era de los segundos antes de la muerte de Brian Jones en circunstancias oscuras. A partir de estos dos modelos se multiplicaron los seguidores, imitadores y fotocopias. Fue un vecino y amigo mío, muy metido en la pomada, quien me inició en la adicción a la música electrónica. Tocaba el bajo en un conjunto local, The Boix, que lanzaba andanadas de decibelios los sábados por la noche en una discoteca. Décadas después, compré casi todos los Cds remasterizados de los Beatles a mis hijos cuando estaban en cuarto de la ESO, pero para mi sorpresa absurda los rechazaron de plano. Mi
primer equipo de alta fidelidad lo tuve a los veinte años. Hasta ese momento no había sentido el más mínimo interés por la música clásica o la ópera; tampoco es que lo haya tenido (o lo tenga ahora). Una forma de engañarme con una imagen narcisista en versión cultureta. Estoy empachado hasta del Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena. Me conformo con poner RNE-CLAS como música de fondo para leer, estudiar idiomas, escribir o dormir la siesta. Practico, por tanto, el relajante escuchar desatento cuyo único inconveniente es que te crea un reflejo pauloviano que te impide realizar tales actividades si no pones la radio. Pienso que la mayoría de los melómanos militantes forma parte de la feria de las vanidades. Lo cierto es que con ocasión del equipo estéreo comenzó otra etapa de mi vida. Pero esa es otra historia.

lunes, 2 de enero de 2017

Notas sobre el Holandés errante


Asistí hace unos días en el Teatro Real a la representación de la ópera de Richard Wagner El Holandés errante (1843), la primera de sus grandes obras.
El holandés errante es el capitán de un galeón gobernado por una tripulación de espectros descarnados que recorre los mares desde tiempo inmemorial. Maldito por su destino, ha intentado hacerlo pedazos innumerables veces contra los arrecifes, zozobrar con el velamen desplegado en medio de la tormenta, hundirlo con sus propias manos. Pero los demonios que sellaron su juramento sacrílego lo hacen invulnerable. Aunque se arroje desesperado por la borda en el centro del huracán, las profundidades marinas devuelven una y otra vez su cadáver viviente. Los navegantes lo temen. Cuando los grandes veleros otean en el horizonte su aparejo viran en redondo. Incluso los sanguinarios piratas elevan plegarias al cielo y se alejan a todo trapo cuando divisan su siniestra figura. Sólo el amor puro y fiel de una mujer podrá liberarlo de la maldición. Cada siete años le está permitido tomar tierra e intentar hallar a la esposa improbable que le dará la paz... Al inicio de la ópera, la llegada del buque fantasma a la costa es un anuncio sobrecogedor de su condición:  
De repente centellean unas luces fantasmales sobre el mar, sopla un viento helado que parece surgir de los confines del mundo. Y sobre las aguas corre, casi se podría decir que vuela, un imponente buque con mástiles negros y velas rojas. El buque se dirige hacia la ensenada y echa el ancla cerca del velero de Daland. Por una escala desciende un solo hombre con un extraño atavío. Con la cabeza baja, mirada sombría y pasos lentos asciende por la costa.
Toda la ópera gira en torno al mar, el motivo central que confiere sentido a los hechos insólitos que acontecen en escena. Se trata del mar del romanticismo, abismo insondable, superficie desconocida, naturaleza hostil, lugar de las grandes tempestades, como representa el cuadro de Turner Tormenta de nieve en alta mar.
El mar romántico es una metáfora literaria del misterio de las profundidades, los naufragios trágicos a la luz de la luna y las historias narradas en las noches de invierno por un viejo marino al amor de la lumbre, como la leyenda original del buque fantasma, el excelente relato de terror titulado El mensaje de Vanderbecqen a su hogar (1821): trata del encuentro en alta mar de un mercante cuya tripulación se encuentra con un barco oscuro y misterioso cuyos marineros, consumidos por una extraña melancolía, les entregan unas cartas pidiéndoles que las envíen al llegar a tierra, y, que resultan estar todas dirigidas a personas que murieron tiempo atrás. Así descubren que se han encontrado con una tripulación de fantasmas.
La imaginación romántica pobló el mar de monstruos y criaturas antinaturales. En la Historia de la fealdad de Umberto Eco se pueden ver los dibujos y grabados de algunas. Moby Dick (que da título a la novela de Herman Melville escrita en 1851), el gran cachalote blanco encarnación del mal al que el capitán Achab persigue obsesivamente a bordo del Pequod, es la culminación de esta fantasía.
Nemo, capitán del Nautilus de Verne, juró vengarse de los asesinos de su pueblo y su familia. El capitán Achab del Pequod juró vengar a todos los balleneros víctimas del cachalote blanco, incluido él mismo que perdió una pierna en un encuentro. La leyenda del juramento impío del holandés errante tiene diversas fuentes, pero Wagner se basó en la obra menor de Heinrich Heine titulada De las memorias del señor de Schnadbelewopski (1834) cuyo capítulo VII contiene la historia.
Ese fantasma de madera, ese lúgubre barco, toma su nombre de su capitán, un holandés que un día juró por todos los demonios que, a pesar de la fuerte tormenta que soplaba, doblaría un cabo cuyo nombre no puedo recordar ahora, aunque tuviera que navegar hasta el Día del Juicio. El diablo le tomó la palabra, y tendrá que vagar por el mar hasta el Día del Juicio a no ser que sea rescatado por la fidelidad de una mujer.
El mar romántico inspira la mirada interior como un espejo de lo que Bachelard denominó «inmensidad íntima». En ella la naturaleza urge y aviva los secretos del poeta y los límites de lo que puede ser dicho. Se convierte en el lugar privilegiado que le permite sumergirse en las profundidades de la imaginación como un espectador divino (o demoníaco) de sí mismo; es lo contrario del mare nostrum del Imperio romano o de los mercaderes venecianos, pura exterioridad material, dedicado al transporte de tropas o al tráfico de mercancías. Tampoco tiene nada que ver con el océano dominado por la máquina de vapor y la electricidad. Las nuevas técnicas de navegación acabaron con el mar como el más elevado concepto de lo sublime. La estética romántica fue sustituida por la ciencia moderna. El sofisticado Nautilus de Julio Verne es la antítesis del buque fantasma por más que ambos estén condenados a navegar eternamente y su redención final sea la misma.
Como subraya Àlex Ollé, uno de los seis directores de escena de la Fura dels Baus, autores de la dirección escénica de la ópera, también representa el sentimiento romántico de lo absoluto:
... Desde el principio me parece importante dejar constancia de lo lejos que el mundo contemporáneo está del sistema de creencias, profundamente románticas, sobre las que Wagner concibió esta pieza. Para Wagner, amor, muerte, eternidad, maldición pureza, pasión, terror eran conceptos que impulsaban la búsqueda del otro lado de la razón. El mismo mar era una metáfora poderosa –escribe Ollé- del último límite impuesto al ser humano. El mar era lo infinito, lo trascendente, una mirada metafísica sobre la muerte. En plena tormenta, cuando el cielo y el mar se funden y confunden en la línea del horizonte con la tierra, se abría la posibilidad de que “lo otro” interfiriera con lo real. Era así como surgía la posibilidad del encuentro entre todos los personajes –reales y fantasmagóricos- de esta ópera.

miércoles, 27 de julio de 2016

El triángulo

Mientras que las demás artes son asequibles al consumo genuino ya que sus lenguajes técnicos son, en mayor o menor grado, traducibles al lenguaje común (libros, conferencias, programas, vídeos) la música comporta un mundo aparte de significados estéticos. Me refiero al amante de la música culta que no posee conocimientos especializados. Es evidente que la traducción del lenguaje musical al natural por medios similares a los descritos resulta incompleta, funciona a medias y obtiene resultados dudosos. Hay distintos tipos de aficionados a la música: el crítico de prensa que sin haber pasado por el conservatorio “oye de oídas” con fundamento un estreno, el melómano informado en revistas y blogs que sigue de forma permanente eventos y ediciones discográficas que aprecia con criterio, el aficionado informal al que le gustan determinado géneros, obras, intérpretes o instrumentos y, por último, el oyente fiel que pone un disco en su cadena como complemento de la lectura de una novela o del trabajo en el ordenador. Su emisora favorita suele ser Radio Clásica de RNE. Este último, tan frecuente (y en absoluto criticable) es un auténtico experto en el hábito del “escuchar desatento”, algo que, por lo demás, también les sucede con frecuencia al resto de los mortales… excepto a los que son capaces de seguir con rigor los matices de una partitura tras haber concluido (y perfeccionado) su formación en los Conservatorios Superiores de Música.
Las personas de las que más he aprendido a disfrutar de la música clásica han sido tres amigos de juventud. José Ignacio Sabau, que me invitaba a su casa muchas tardes de verano a la hora de la siesta a comparar versiones de obras muy conocidas, El Mesías, La Novena, La Misa en si menor de Bach, la Cuarta de Malher, etc. Ángel Carrascosa, que dirigía de forma arrebatadora en la sala de música de la Residencia Universitaria Augustinus con una batuta que le había regalado en su camerino Rafael Frühbeck de Burgos el último disco que se había comprado. También organizaba audiciones con críticos, musicólogos e incluso solistas de orquestas; y, por último, Alfredo Santervás que me incluyó en el grupo de estudiantes de la residencia que asistían regularmente desde las butacas de paraíso a las matinées dominicales del Real.
El género preferido de la mayoría de aficionados a la música clásica es la ópera. En general, todos tenemos un oído normalito tirando a regular aunque a fuerza de insistir hemos conseguido domarlo un poco. La razón de esta elección es que la ópera incorpora un componente argumental o libreto y una puesta en escena que nos permite comprender mejor los elementos musicales. Lo cual no impide que incluso en las óperas de repertorio los aficionados de cualquier pelaje nos enfrentemos a largas travesías del desierto en las que nos dedicamos a contar las bombillas de la araña central de la sala.
- Ciento diecinueve le dije a mi mujer un día en el Teatro del Liceu tras padecer un largo pasaje del Pélleas et Mélisande.
- Ciento veinte si cuentas la fundida, me contestó…
O a desviar el sentido melódico de ciertos motivos orquestales hacia estilos o fragmentos con los que nada tienen que ver, a disfrutar parcialmente de la belleza de un aria o quinteto cuya recóndita armonía nos perdemos; o a falsear el pathos de ciertas situaciones líricas o dramáticas con extrapolaciones personales o literarias. Es normal. Pero en fin, aceptemos nuestras limitaciones y cada uno a su modo se reconozca en la hermosa frase de Nietzsche de que sin música la vida sería un error.   
Incluyo como pequeño homenaje un bello fragmento escrito por una alumna mía que al finalizar los estudios de Bachillerato eligió (y terminó) la carrera de música en el Conservatorio de Madrid.

EL TRIÁNGULO
Aquel día después de la última clase, salí con mis compañeros a dar un paseo como de costumbre para desconectar del trabajo. Las calles y las tiendas estaban a esa hora repletas de gente. Era un día de mayo soleado que invitaba a pasear aunque hacía calor y eso fue lo que nos animó a entrar en un bar junto a la Plaza de Oriente para tomar una cerveza y charlar. El escenario no podía ser más espectacular, a la izquierda se percibía la grandeza del Palacio Real que por  su blancura unida a la luz del sol adquiría un tono plateado. Enfrente, el teatro de la ópera. En sus laterales se podía ver grandes carteles que caían desde lo más alto anunciando el Barbero de Sevilla.
Me sentía feliz porque el profesor valoraba mis progresos. Mi nombre es Nerea. Me matriculé en el conservatorio hace años y curso la especialidad de percusión. A esta tarea dedico muchas horas del día y este es mi último año de carrera.
Al mediodía,  nos despedimos, regresé a casa y al llegar al portal recogí, como de costumbre, la correspondencia del buzón. Hacía tiempo que no lo abría así que me encontré con un lío de cartas del banco, otras de publicidad y algunas postales, pero había una que me dejó atónita. En el encabezado del sobre se podía ver el membrete de la orquesta de la RTVE.
Abrí la carta y cuál no sería mi sorpresa cuando supe que era personal. Leí la introducción explicándome los motivos: me invitaban a formar parte de una orquesta que reuniría a jóvenes músicos de toda España bajo la dirección del titular de la Orquesta de la RTVE para intervenir en el concierto Vive Wagner junto con el Orfeón Donostiarra y otro conjunto de coros el día 12 de octubre. Me metí en mi cuarto y me puse a contemplar y a tocar mi instrumento, una pequeña pieza de metal brillante, de aspecto peculiar pero que destacaba en cualquier lugar. La cabeza me daba vueltas ya que me esperaban muchos días de trabajo; lo dejé de momento a un lado y me puse a rebuscar en mi cajón de partituras. A pesar del desorden, en el fondo de un cajón apareció Gesegnet soll sie schreiten de Lohengrin, la obra que el director me había encomendado para la ocasión. Empecé a leer la partitura con mucha atención hasta encontrar el punto donde tenía que entrar y el tiempo que duraba mi actuación. Respondí sin dilación a la carta para aceptar y agradecer la invitación.
Durante varios días, nuestro profesor del Conservatorio nos preparó a conciencia para los ensayos que tendrían lugar en el Auditorio Nacional de Música de Madrid. Al poco tiempo comenzaron y para calmar los nervios solía ir caminando con mi instrumento bajo el brazo. Fueron días de mucho estrés ya que nunca había tocado con tantas personas aunque acabé por acostumbrarme. Veía al director en el atril desde un lateral; tenía un aspecto imponente. Era de carácter reservado, bastante exigente y a veces se enfadaba sobre todo cuando algún violinista entraba a destiempo; y si algún ensemble no le complacía, paraba la obra y nos hacía repetir una y otra vez: sin embargo, cuando le gustaba sonreía, bromeaba y además nos animaba con bromas. Vuestro profesor de composición me ha dicho que lo habíais ensayado hasta quedaros sin dedos. Y llevaba razón…

Por fin se celebró la gran noche del concierto. Todos los participantes entramos al escenario despacio, vestidos de negro de uno en uno y yo me dirigí al lugar asignado, casi en una esquina junto a la batería y detrás del segundo grupo de violines. Era difícil describir lo que se podía sentir al ver a media luz toda la orquesta engalanada con los instrumentos en reposo, los coros alrededor y el orfeón en la parte central vestidos de blanco. El público nos dirigía sus miradas complacido y expectante. El concierto transcurrió con gran éxito. Más de la mitad del aforo eran familiares y amigos. La orquesta y los coros se llevaron los aplausos y bravos del público al final de cada pieza. Pero fue ese instante antes del final de la segunda parte, cuando el director me señaló con su batuta, esos cinco segundos que me ofreció la orquesta para mostrar mi trabajo aunque a mí me parecieron siglos. La emoción me hizo sentirme única en el escenario, tenía a todo el mundo pendiente de mí y no podía fallar. En ese punto solo sonó el tono agudo, tintineante, de mi triangulo que sobresalía de los demás instrumentos para hacer de ese momento el más vibrante de la noche.

domingo, 29 de mayo de 2016

Los Stradivarius del Palacio Real


Todo en los Stradivarius es leyenda. Su estampa esbelta, su finísimo acabado, la madera tornasolada, la etiqueta con la firma, el año y el lugar donde fueron construidos… Más de tres siglos de historia los contemplan. Simbolizan el arquetipo jungiano de LA PERFECCIÓN. De los mil doscientos que fabricó Antonio Stradivarius (1644-1737), el gran luthier de Cremona, quedan seiscientos cincuenta conocidos. Se supone que algunos no catalogados pertenecen a coleccionistas privados que por distintos motivos no los sacan a la luz. Otros aparecen en los lugares más inesperados, como el que se encontró en buen estado por los años setenta en un prostíbulo español. En 2006 saltó la noticia de que un campesino colombiano era el propietario desde hacía medio siglo de un Stradivarius fabricado en 1713 y valorado en 1,5 millones de dólares. Lo consiguió a cambio de tres sacos de café y a pesar de su condición social no quiso venderlo por "motivos sentimentales". Son muy sonados los robos. La página del FBI incluye entre los objetos de arte más buscados el Davidoff-Morini Stradivarius, tasado en tres millones de dólares, que desapareció en 2005 del apartamento de Erica Morini en Nueva York. Nunca más se supo. Los precios que alcanzan en las subastas son mareantes.
El llamado Lady Blunt (debe su nombre a Anne Blunt, nieta de Lord Byron y propietaria del violín durante 30 años) pertenecía en 2011 a la Nippon Music Foundation hasta que fue subastado en la Casa Tarisio. Alcanzó el precio más alto hasta ahora: 16 millones de dólares. Hay teorías sobre las causas de su excepcional sonido: su barniz único, el lavado y secado de las maderas de arce y abeto, las conjeturas románticas del tronco de árbol sacado del río o la utilización de las cuadernas de barcos hundidos. Otras todavía son más extravagantes. Circulan por la red con una solvencia pasmosa. Según parece, la explicación más sensata es la presencia de partículas metálicas en la madera, lo que sugiere que Stradivarius utilizó en su taller disoluciones de sales minerales para conferir a sus instrumentos la intensidad sonora que los caracteriza.

Aceptamos, por tanto, que cuando escuchamos un Stradivarius lo hacemos desde un marco de creencias y supuestos. Prejuicios (en el sentido más neutral del término). Son los ídolos del foro del filósofo Francis Bacon o los constructos de la psicología cognitiva que anticipan el significado de la percepción. De acuerdo; pero es imposible renunciar al mito. Un punto de magia resulta irresistible. Los mitos nos rodean. La sabiduría consiste en atender a los que nos devuelven a la edad de oro, al paraíso perdido, a la región de la inocencia y la felicidad. Et in Arcadia Ego: renunciemos por una vez a la losa del sentido común (un buen aficionado a la música no tiene competencia para distinguir un Stradivarius de otro violín) o a la eficiencia de la tecnología (la fabricación de violines de gama alta es tan depurada que ni los profesionales los diferencian con rigor). Ignoremos a los luthiers aguafiestas partidarios de que los violines actuales superan a los Stradivarius o Guarnerius, que han sido retocados, restaurados, barnizados muchas veces o con desperfectos imposibles de reparar. Huyamos de los científicos de la Universidad de Minnesota que han recurrido a escáneres de tomografía axial (sic) y otros artilugios para violar las intimidades de un Stradivarius. El misterio permanece. Mucha jerga físico-química y pocas conclusiones fiables. Los datos de tan prosaicos manejos han permitido a los de la bata blanca construir una copia exacta del violín… pero no sonaba igual. En realidad, ningún Stradivarius suena igual a otro. Las leyes científicas no valen. El artesano italiano representa la antítesis de cualquier proceso de reproducción en serie. Fabricaba sus instrumentos ad hominem, pensando en el intérprete. Se adaptaba a las virtudes y exigencias del personaje. Se trata de piezas únicas con unas características especiales. Cada violín tiene unos rasgos tímbricos irrepetibles.
Grandes violinistas del siglo XX como Yehudi Menuhin, David Oistrakh o Jascha Heifetz estaban de acuerdo en que no era fácil entenderse con un Stradivarius. Era preciso ganárselo a pulso. Se requería paciencia, ensayos y versatilidad para que el instrumento entregara sus tesoros sin condiciones. Parecía que sentía nostalgia por su primer dueño, que rechazaba al intruso que se atrevía a suplantarlo. El proceso recuerda los fragmentos de un discurso amoroso.

Cuando el maestro de Cremona desapareció a los noventa y tres años, sus seguidores continuaron la tradición pero no alcanzaron su excelencia. Además han circulado numerosas falsificaciones con suerte desigual. Pues bien, la colección de Stradivarius más valiosa que existe en el mundo es el conjunto de cuatro instrumentos (dos violines, una viola y un violonchelo) llamados españoles, palatinos o de la Colección Real. Están fechados por este orden en 1709, 1709, 1696 y 1697, se conservan en el Palacio Real de Madrid y pertenecen a Patrimonio Nacional desde que Carlos III los adquirió en 1772. Se estima a la baja que el valor de cada pieza oscila entre veinticinco y cuarenta millones de dólares (el violonchelo es la pieza más valiosa). Están expuestos en una sala del Palacio Real donde se pueden admirar en todo su esplendor. Copio de la publicación de Patrimonio Nacional:


El propio Stradivari decoró algunos de sus violines primorosamente, fileteando el contorno de las tapas superior e inferior con incrustaciones de marfil y cubriendo de arabescos y figuras de animales y de cupidos los aros y clavijeros. De estas maravillas han llegado a nuestros días únicamente once. No hay más. De ahí su incalculable valor. Lo verdaderamente importante desde el punto de vista musical es que el cuarteto de la colección Real de Madrid es, propiamente dicho, el único conjunto de instrumentos de cuerdas, ornamentado o no, creado por Stradivari como conjunto, con el propósito de que sonaran a la vez. No son cuatro instrumentos reunidos por coleccionistas, sino un cuarteto, un conjunto, y nació para serlo. Lo que significa que en este caso –y solo en este- la consecución de un color sonoro común, que es una de las tareas más difíciles que afrontan los cuartetistas, no es solo cometido de ellos, sino también, a trescientos años de distancia, del constructor de los instrumentos.


Por cierto, en 2012, durante una sesión fotográfica, el violonchelo se cayó al suelo y se partió el mástil. ¡Como lo cuento! Por suerte era la única parte no original del instrumento que fue cambiada un siglo después de su construcción a causa de las tendencias musicales del momento. El violonchelo ha sido restaurado por el mejor luthier italiano actual, incluso mejorado, según fuentes de Palacio. Entre todos hemos pagado con gusto la factura.

El día 18 de mayo asistí al último concierto del cuarteto palatino que Patrimonio Nacional programa periódicamente en el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid. Como subraya el encargado de la colección: es imprescindible tocarlos, mejoran con el uso y al contrario si no se ejercitan les pasa lo que un pura sangre: pierden la forma. Estar allí es un privilegio. La mayoría de las entradas se distribuyen por invitación y solo una cuantas pueden adquirirse por internet. ¡Imagínense lo que duran! El concierto estaba a cargo del Cuarteto Gewandhaus, uno de los más antiguos y prestigiosos de Europa. Interpretó un cuarteto de Mozart, otro de Franz Schubert, un movimiento de otro cuarteto también de Schubert y, del mismo autor, un bis. Estas son mis impresiones, en realidad opiniones profanas, influenciado por los idola fori de la leyenda.

Lo primero que sientes en ese marco incomparable es la amplitud sonora del conjunto, su potencia increíble, su fuerza viva. En los pasajes “más sinfónicos” del cuarteto de Schubert parece que toca la sección de cuerda de una orquesta. El Salón de Columnas, el Palacio Real, se llena de una paleta sonora inabarcable. Es conmovedora la expresividad exquisita de cada instrumento, especialmente del violín solista. Los fraseos y variaciones ponen al público en vilo y las intervenciones del violonchelo son un capítulo aparte: surge dominante un sonido profundo, aterciopelado que parece venir de otra época. A su vez, la viola, con un timbre intermedio, se libera en menos ocasiones de las que nos gustaría de la compañía dominante de los violines para mostrar en soledad sonora sus acentos suaves, recogidos y algo melancólicos. Finalmente, hay que señalar la exquisita armonía y conjunción del ensemble cuando encadena una melodía concertante. Uno para todos y todos para uno. Dicho de otro modo: una auténtica gozada.