miércoles, 25 de enero de 2012

Los jueves flamenco


Los fieles de la iglesia macrobiótica sostienen que debemos consumir los alimentos en su entorno natural para que muestren sus virtudes. Sólo en compañía de los esquimales podemos degustar el sabor de la foca recién cazada, desayunar en los confines del desierto con los beduinos una crujiente fritada de langostas (los típicos saltamontes) y en las quebradas de Cuenca cenar con los serranos unas gachas de almorta, calceta de güeña y torreznos en manteca…
Algo parecido le ocurre al flamenco. En ciertos lugares de Al Andalus el aire se puebla de mitos y leyendas.

Debo decir, para no engañar a nadie, que sólo aprecio realmente lo que, en general, se llama “música clásica”, desde las primeras monodias de convento hasta las composiciones atonales. Respeto lo que sea respetable, pero no me gustan los Beatles, Bob Dylan, los cantautores, la música “popular” o el jazz… aunque valoro algo el fado, bastante la copla y mucho la zarzuela. En música soy un hurón apocalíptico, lo reconozco. Y desde luego nada experto en cante jondo. Por lo tanto, meras impresiones.

Durante los años que hemos veraneado en Conil, un pueblo andaluz a orillas del mar, nunca he faltado a las sesiones de Los jueves flamenco que se celebran en el Baluarte de la Candelaria, Cádiz, organizados por la Peña del cantaor gitano “Enrique El Mellizo”.
Al atardecer nos íbamos a Cádiz Ana y yo y dos amigos del pueblo. Después de recorrer la bahía, la plaza de la Constitución y tomar fino con jamón en una tasca, recalábamos en el Baluarte, una antigua fortaleza convertida en espacio cultural.
Veinte euros por cabeza y pasas a un patio amueblado con mesas redondas y manteles. Calculo doscientas almas. No es obligatorio cenar (los entendidos se dedican a beber como esponjas), pero puedes hacerlo por un precio razonable: pescaíto frito o en adobo, chanquetes, croquetas de atún, tortitas de camarones, salmorejo y pipirrana… Bebida al gusto. Encima, el cielo estrellado y por todas partes el olor de los naranjos. Mujeres hermosas y rostros morenos de la gente de bronce. La mitad del respetable es calé y un cuarto entreverado. Están en su territorio; el otro, payos convidados en traje de verano. Por todas partes predomina el blanco.

El escenario es de aliño, convencional y con pocas variantes: el cante no ama el exceso ornamental de los retablos. Muestra un patio andaluz con pozo y brocal, a veces una fuente árabe que apaga los surtidores al comenzar la fiesta. Al fondo la cancela del cortijo (me recuerda la bellísima copla Rocío), rosas y claveles, a los lados se vislumbra la fronda del jardín.

Son las once de la noche. Hace la presentación el presidente de la peña y, en ocasiones, algún destacado miembro de la cátedra de flamencología de la Universidad de Sevilla que apura la charla para no cargar al respetable.

El programa:
Un cantaor de primera B pero no un telonero, una figura en alza, muchas veces no gitano.
Un cuadro flamenco, con palmeros, alboroto y banda.
Un bailarín o una bailarina o ambos, consagrados.
Un cantaor triple A, muy racial y con temple.

Un pequeño esbozo del final de la velada.
Sale el cantaor: serio, profundo, ensimismado, entre requiebros lorquianos: ¡Ese talle de torero, esos bucles negros, esa voz de sentimiento! Detrás el guitarrista. La comunión mística entre el pueblo y su poeta. Catorce siglos los contemplan.
El maestro se sienta en la silla de anea; lleva una copa que deja a un lado. Con la cabeza gacha se dirige al público, lentamente la levanta y anuncia con emoción:
- Estoy sintiendo cosas…
Silencio en la plaza. Suenan los primeros rasgueos.

Lo digo de una vez: lo que me fascina del flamenco es la guitarra española. Parece hecha para el cante jondo. Su sonido es inmenso, sus matices inagotables. Ni siquiera en los conciertos para orquesta de Vivaldi o en los más recientes (por ejemplo, el conocido Concierto de Aranjuez) brilla a tal altura. Para mí, el flamenco, sea cual sea el palo que toque, brota de la guitarra de seis cuerdas.
He oído piezas a Paco de Lucía y también a dos guitarras con Ramón de Algeciras… y no es lo mismo. Mi tesis heterodoxa es que la guitarra necesita la voz del canto como telón de fondo para culminar su arte. Un adicto al flamenco pediría mi cabeza si leyera tal dislate; sin embargo, lo mantengo.

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El maestro se arranca por alegrías, homenaje a Enrique el Mellizo y Pericón de Cádiz, el cante gaditano por excelencia: un Tirititran tran tran tran perturbador cuyas variantes duran más dos minutos. La guitarra habla un lenguaje puro, más claro que la voz.
Lo que se sigue de la letra (el inicio, dos estrofas y un remate) dice así:

Tirititran tran tran tran...
tirititran tran tran tran...
tirititran tran tran tran...
tirititran tran tran

Que cuerdas tiene un navío,
y aunque me den más balazos
que cuerdas tiene un navío,
no se han de romper esos lazos
entre tu querer y el mio.

Que le llaman relicario;
A Cai no le llaman Cai
que le llaman relicario
porque tiene por patrona
a la Virgen del Rosario.

Tienes los dientes
Tienes los dientes
como granitos dulces
de arroz con leche.

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