viernes, 1 de junio de 2012

Charlar por charlar



Comentaba a mi cuñado, antes de entrar al Teatro de la Zarzuela, que uno de los rasgos de la sociedad norteamericana es el papel central que otorgan al sexo (vean las películas de Woody Allen o lean las novelas de Saul Bellow): las pulsiones eróticas son el motor de la historia. Ni Freud hubiera llegado tan lejos. Nada que ver con los sufridos países latinos y sus instintos reprimidos, sublimados durante siglos a favor o en contra de la iglesia católica.    

Al salir, tras disfrutar de una enorme Chulapona, Antonio refutaba mis razones. Aducía que los madrileños de comienzos del XX también tentaban con requiebros y puntazos a todo lo que llevaba faldas. Es igual y lo normal, apuntaba, pues no había televisión ni  internet, ni móviles, ni otras menudencias (discrepé en llamar así a las corridas de toros). Tenían el sexo en la cabeza.
Aunque se acepta el argumento -pues perseguían a las hembras hasta el catre del convento, como Don Juan- el oficio de majos y chulapas es distinto. Un ejemplo: al final de la zarzuela, la Rosario obliga a su novio a casarse con una dependienta a la que ha dejado preñada, le da el sí a un viudo añejo que la pretende por obligación y le promete por sentido del deber calzarle las zapatillas, plancharle las camisas y espumar el cocido los domingos, mientras en las noches de invierno frías recuerdo a José María… Nada que ver con los abuelos de los personajes de Manhattan Transfer.

Más tarde, delante de cerveza y tapas, mi pariente volvió a la carga. Se ha puesto de moda en Madrid –decía - un sistema expreso de ligue sin amor. La joven declara al principio las reglas del juego: Tienes derecho al roce pero sin enamorarte, piénsalo bien. Es decir, disfruta con pasión pero prescinde de la oratoria; no me jodas con los rollos del arrimo y de los celos. O sea: si son lo mismo el amor y el sexo, al carajo un embrollo que embota los sentidos. Pero no me cuadra la historia, buena para charlar y poco más. Lo más probable es que sea otra leyenda urbana. Como mucho se trata de un rasgo invisible, xenocéntrico, traído con pinzas de Nueva York.
Con la tercera caña cambié de conversación pero no de rumbo. Lo que me contabas –dije- algo tiene de verdad: el enamoramiento es el sistema de acceso al sexo y al matrimonio (o al revés) en la cultura occidental; pero hay otros. En la sociedad hindú de castas, los padres de la novia eligen al marido que les conviene. Una vez casados, se enamoran. Es la norma. La joven se siente afortunada y su esposo también. Juntos se compadecen de la suerte de la joven occidental que debe decidir sin ayuda ni experiencia. La chulapona contra el mundo. (¿Se imaginan una secuencia-pesadilla en la que Woody, viejo, calvo, bajito y narigudo, escogido por los padres para el himeneo, se pregunta horrorizado cómo le recibirá la princesa, que no le conoce, en sus aposentos, rodeada de fieros eunucos y tigres de Bengala? (¿Qué le digo por amor de Dios?).

Nosotros nos prendamos con retórica sobada. La facundia de chisperos y manolas no se agota; los guiones de Woody siguen y siguen. ¿Recuerdan las pruebas masónicas a que somete a los amantes? Los tratados de metafísica en el tugurio tibetano, las tediosas sesiones de jazz, las exposiciones de pintura infumables, la fauna de la izquierda exquisita…

Durante un tiempo viven en un chiscón con jardín-maceta, cama de agua y cocina americana. Y cuando deciden que se conocen, se casan. Después, la ideología muta en los cinco continentes: se esfuma el código amoroso y se impone un periodo de latencia oculto por otro instinto, la filiación. Con hijos o sin ellos, la curva del eros baja (como todo lo que sube) y los sajones buscan pretextos para salvar la espantada. El giro lo propicia su cultura familiar: no son protectores con la prole, los educan para buscarse la vida y cuando alcanzan la mayoría de edad les invitan a salir del nido. Autonomía de los hijos y de los padres. El catálogo de excusas: incompatibilidad de caracteres, crueldad mental, desajustes emocionales, neurosis, depresión y montones de pastillas. Es el momento de contar la vida durante años a un tipo con barba que cobra 300 pavos la hora y sólo abre la boca para decir: ¿Y usted qué opina de eso? En el diván marido y mujer esperan descubrir los motivos de una decisión que tomaron hace tiempo.
Las diferencias abisales entre sajones y latinos se deben en parte, insisto, a que unos son protestantes o judíos y otros apostólico-romanos. El libre examen de la Biblia, el “peca fuertemente y ten fe” luteranos propician una moral privada e incierta. También el sentido hebreo, tras el desmán imperdonable, del “somos humanos y proclives al error”. Después de todo, los textos sagrados están repletos de historias poco edificantes... mientras Yahveh contempla comprensivo las debilidades de su pueblo. En los países católicos la vida privada no existe por ser las costumbres patrimonio de una cristiandad que juzga y condena según los criterios fiables de la santa madre iglesia. Nueva York no se entera de las piruetas salaces de sus vecinos, mientras el Madrid castizo espía con interés la vida pública de la Rosario.  
En la siguiente etapa hay que reavivar la llama del deseo. Los biorritmos se renuevan. Retornan las pulsiones poliformas y perversas. Hay disponibilidad. El contador se pone a cero. Ahí vamos… La mayoría va por la cuarta ex tentativa. Y que no decaiga. Planteamiento, nudo y desenlace. Es la guerra de los sexos.

Y el espíritu del capitalismo, otra fuente de distancia, concluí. Muchos protagonistas de Allen son escritores, artistas, “trabajadores intelectuales”, gente que se gana la vida en un mercado versátil donde la única medida es el éxito individual, en unas condiciones que nos resultan impensables (a nosotros, que ser funcionarios nos parece una aventura, como al cesante de La Chulapona). Lo mismo están en la cresta de la ola que sin blanca. Un sistema de movilidad social que se extiende a la familia. Es la conocida teoría, símbolo de la idiosincrasia americana, de la vida como inventario de oportunidades. Y su versión moral en clave filistea (preludio del atropello): La vida sólo se vive una vez. Lo que cuenta para chulapas y manolos de la Hispania preburguesa son los tabúes, el honor, la perenne monogamia y el santo matrimonio.

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