miércoles, 18 de diciembre de 2013

El surrealismo y el sueño


En el mismo día, algo apresuradas, les cuento mis impresiones sobre la exposición El surrealismo y el sueño en el Thyssen-Bornemisza.


Copio de la web oficial:

Resulta curioso, y a la vez extraordinariamente significativo, comprobar la escasa atención que se ha prestado en el mundo del arte a la relación entre “el surrealismo y el sueño (…) Esta exposición se sitúa, por tanto, en un terreno casi virgen.

Lo cierto es que en todas las exposiciones a las que asistido sobre el surrealismo, antecedentes, consecuencias y secuelas, el hilo conductor eran los sueños. Pero no abandonemos lo que nos une.

Walter Benjamin, en su ensayo El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea, cuenta que Saint Paul Roux, al irse a dormir por la mañana, ponía en su puerta un letrero que decía: Le poète travaille. El aviso formaba parte de la lealtad del grupo a Breton y a sus manifiestos. Cuando despertaban por la tarde se habían olvidado de los sueños, como todo el mundo, y se dedicaban a faenar en serio con la pluma o el pincel.

En mi opinión, la forma y el contenido de sus cuadros no tienen que ver ante todo con la figuración del simbolismo onírico, sino con la intención de construir una constelación de signos plásticos al margen de las exigencias narrativas o poéticas del mundo real. Los sueños se parecen a esa realidad aparte, pero sólo en la medida en que la realidad imita al arte. Nadie sueña, por ejemplo, con un Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo (Dalí) o con treinta y tres chiquillas que salen a cazar una mariposa blanca (Max Ernst). Y no son los más raros. Les invito a detenerse en las artistas de la colección: ambientes opresivos, inquietantes, clínicos, surgidos de una pesadilla dentro de otra.

Mientras que la literatura surrealista de Soupault, Aragon o Éluard está limitada por las reglas gramaticales, la pintura puede ir más allá de nuestras cabezas y traspasar el marco de la escritura. Hay una distancia considerable entre los poetas y los pintores surrealistas: nada más alejado de cualquier código semántico que las obras expuestas. De entrada, no existe una iconografía compartida. Cada composición inventa sus significantes. Un mismo artista, como Dalí, opera con estilemas renovados, incluso contradictorios cuando se repiten. Los cuadros se convierten en inmensas parábolas sin clave, y no porque carezcan de sentido, sino porque los recursos lingüísticos son insuficientes para descifrarla. No es casual que la pintura surrealista se pueda comparar con la mística. El cuadro de Magritte La clave de los sueños, donde la imagen de un huevo se asocia a la palabra “acacia”, un zapato de mujer a “luna”, un sombrero negro a “nieve”… muestra la imposibilidad de traducir las imágenes a conceptos (principio que se puede extender a toda su obra) y reclama expresamente la autonomía de la pintura (“una música compuesta de imágenes”).

No sabemos aun si La interpretación de los sueños de Freud es una obra maestra o un completo disparate. Quizás los sueños se puedan interpretar, los cuadros surrealistas no. Harían falta años de diván para desenredar la madeja mental del autor. Esto no significa que sean "cuadros abstractos”, mera composición, cromatismo, relaciones internas… En ellos se oculta una historia, pero no la podemos revelar porque los límites del lenguaje no son los límites del mundo. El lenguaje no es el código final de los demás signos y la contemplación de la obra es tan incierta como sus orígenes.

Cuando los libros de arte analizan la pintura surrealista, se produce la figura retórica del sobresentido, una versión transversal de la interpretación de los sueños. Es cierto que la misión de la estética es desvelar la verdad de la obra, pero no al precio de caer en la falsa conciencia. Aunque poco perspicaz, parece más honesto escudarse en la imposibilidad de abordar el solipsismo y los lenguajes privados. La filosofía del arte en este caso puede aspirar como mucho a una metaverdad que puede ser mostrada pero no dicha.

La pintura surrealista sólo puede ser entendida desde una teoría de lo accidental. Sus recursos productivos son la asociación libre, la intuición irrepetible, la ocurrencia puntual o el recuerdo involuntario. Muchos hallazgos se fraguaron en los cafés del París de los años 20. O en agotadoras logomaquias de buhardilla que duraban varios días. Otros salieron de los sueños artificiales del hachís o de la absenta, de las mistificaciones de las vanguardias y del modo de existencia artístico. El objetivo era ir más lejos que los demás. La frase que pone Baroja en boca de un escritor en El Cabo de las tormentas (y que cito de memoria) parece hecha a medida de los cuadros surrealistas: "Antes Dios y yo conocíamos el significado de mi novela; ahora solo Dios".

Bien pensado, la estética surrealista sólo tiene tres reglas: la ocultación del vínculo entre significado y referencia, el rechazo de los objetos que no sirven para ser pintados y el culto narcisista a la personalidad.

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