Walter de María, uno de los más genuinos representantes del Land Art, a cuyos principios estéticos nos hemos referido en otro lugar de este blog (Fallinwater house), afirmaba que “el terreno no es el escenario de la obra, sino parte de la obra”.
Un buen ejemplo de esta idea es la producción de Christo y Jeanne-Claude titulada Wrapped coast (“Costa envuelta”). Los artistas tomaron como punto de partida la intuición genérica de que “todo lo que está tapado, recibe una atención que nunca recibiría si estuviera cubierto”. Una vez aceptada la fórmula mágica, sólo faltaba decidir qué se debía ocultar (y cómo) para multiplicar su interés.
Tras un sonoro -y en ocasiones tedioso- debate público sobre "la relación entre la naturaleza y el arte", los autores se inclinaron finalmente por cubrir un tramo de costa de varias millas localizado al sudoeste de la ciudad australiana de Sidney.
La envergadura del proyecto comportaba para empezar una dificultad evidente: su elevado coste; sin embargo, esto no arredró lo más mínimo a Christo y Jeanne-Claude, que expusieron los pormenores de su plan a John Kaldor, amante del arte, coleccionista y, por supuesto, magnate industrial norteamericano. De entrada, el mecenas se mostró estupefacto, pero, tras pensárselo dos veces, se convirtió en el primer entusiasta y el impulsor decidido de la original propuesta.
Primero hubo que localizar un segmento de costa que sirviera a sus fines; después, superar los trámites burocráticos para obtener de las autoridades australianas los correspondientes (y costosos) permisos; además, y no fue el menor de los obstáculos, hubo que convencer a las quisquillosas asociaciones ecologistas de que no tenían nada que temer, ya que el medio ambiente si no mejor, al menos quedaría como estaba. Por último, Kaldor se encargó de amplificar la desmesura del asunto a través de los medios de comunicación. Como era de esperar, la opinión pública no sólo cedió a su natural curiosidad, sino que se mostró impaciente por contemplar el prodigio (en todo caso, así se presentó).
El tramo elegido (Little Bay) se encuentra a unos quince quilómetros de Sidney y es una bahía rocosa de contornos irregulares. Se cubrieron aproximadamente dos quilómetros y medio de costa con una anchura de entre cincuenta y doscientos cincuenta metros según el efecto deseado. El entorno acotado tiene a sus espaldas una pared rocosa o acantilado de una altura máxima de 30 metros y por delante se extiende una playa arenosa hasta el mar.
Se envolvió la costa con una gigantesca sábana de casi 100.000 metros cuadrados de polipropileno blanco y 56 kilómetros de cable de sujeción. Participaron una veintena de escaladores profesionales y un número indeterminado de obreros que dedicaron 17.000 horas de trabajo al recubrimiento del terreno en una lucha sin cuartel, nunca mejor dicho, contra viento y marea. Aun así, como sucede con todas las obras del mundo, el presupuesto se disparó hasta cifras no previstas, por lo que fue preciso financiarlo mediante la comercialización de todo tipo de productos alusivos (modelos, gorras, cinturones o camisetas).
Wrapped coast quedó inaugurado el 28 de octubre de 1969 y su exhibición duró cuatro semanas. Después todo quedó igual, tal y como se había prometido a los aguerridos defensores de la naturaleza.
Las sensaciones y reflexiones que el paseo por la costa envuelta suscitó en los numerosos visitantes fueron, como no podía ser menos, excitantes y variadas. Las más relevantes para un análisis esclarecedor de esta experiencia estética, se refieren, en primer lugar, a una prolongada sensación de desconcierto propiciada por la fantasía general de una domesticación aberrante de la costa. Todos los sentimientos inconscientes de culpabilidad urbana emergieron de pronto ante la abrumadora magnitud del espectáculo.
La luz de sol se reflejaba irreal y deslumbrante en el tejido liso, blando y elástico. Las protuberancias del terreno, ocultas por la tela, propiciaban los resbalones y caídas, lo que daba lugar a una impresión de incomodidad y cierto riesgo. Además, andar suponía prestar una excesiva atención a ciertos detalles de supervivencia ajenos a la obra.
Cuando los espectadores se detenían sudorosos para contemplar el conjunto se apoderaba de ellos una sensación aplastante de intranquilidad: desde el centro de un inmenso envoltorio de plástico sintético, los elementos naturales, el mar, el viento, la tierra y el sol, parecían mutar su significado y resultaban ajenos a los esquemas perceptivos de nuestra cultura.
Las leyes básicas de la organización visual quedaban también alteradas: la parte de la costa tapada cobraba una inusitada importancia como figura, y el fondo (antes el relajante mar) era un lugar sin nombre que se encontraba más allá de la envolvente sábana. Se rompían bruscamente la suave ley de contraste entre costa y agua, así como la ley de continuidad entre tela y tierra. El visitante se sentía encerrado en un espacio único, heterogéneo y amenazador.
A todos les pareció “muy interesante” la experiencia... pero se percibía una inconfundible sensación de alivio entre los que pisaban de nuevo tierra firme. Los más sinceros, en voz baja, comparaban el paseo con las desagradables sensaciones que tiene un adulto en la montaña rusa.
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