domingo, 4 de diciembre de 2016

Contra el deporte

Wittgenstein dijo que todos los juegos tienen un cierto aire de familia. Podemos afirmar que la esencia del deporte es la competición sujeta a reglas. Pero en el deporte profesional, “competir” significa ganar a toda costa y el “sujeto a reglas” ha sido degradado hasta las heces por la medicina deportiva, el principal enemigo de la alta competición (¿se acuerdan de las transfusiones de sangre “enriquecida” a atletas olímpicos?); sin contar con otros procedimientos anómicos para obtener ventajas sobre el rival (en ajedrez, por ejemplo, el espionaje electrónico, los parapsicólogos en primera fila dando la murga o los mensajes secretos en el fondo del yogurt). O sea, las trampas y cartón. Los ejemplos son tan numerosos que no merece la pena insistir. Recuerden el más sonado, el de Lance Armstrong, ganador de siete Tours consecutivos gracias al chute metodológico. La medicina deportiva siempre va un paso por delante de las contramedidas para detectar el dopaje. Con el tiempo algunos son descubiertos pero que les quiten lo “bailao”.
En resumen, queda la retórica sobada: el juego limpio, saber ganar y perder, felicitar al ganador, respetar al rival, aprender de la derrota, aceptar el fallo como parte del juego… pero no su contenido objetivo. En un partido de fútbol de la Liga de Campeones hay deportividad mientras dura el protocolo: el himno clamoroso de la Champions, el intercambio de banderines (son preciosos), la foto de los capitanes con el árbitro, el besamanos de los jugadores, los niños, los gritos de rigor de los hinchas y el despliegue de banderas. En cuanto comienza el partido c’est la guerre. Incluso se puede morder al defensa contrario si se pone cargante. Son los nuevos gladiadores pero con sueldos de escándalo. Lo más que les puede pasar es lesionarse.
Deportes como el golf, el billar o el tenis se acercan al ideal caballeresco pero también hay excepciones. No es muy edificante la imagen de un conocido jugador español lanzando furioso el putt al lago que bordea el green tras fallar un golpe corto. Ni ver al número uno del tenis mundial rompiendo una raqueta contra el suelo después de una mala devolución. Incluso el más admirable de los deportes, el ciclismo, nos ha brindado el espectáculo insólito de dos corredores en medio de la carrera lanzándose mamporros subidos en la bici.
Incluso en los deportes más bajos en la escala evolutiva es duro aceptar la derrota. Recuerdo las ligas futboleras de mi hijo Nacho en el colegio cuando tenía doce años. Los padres se ponían como energúmenos cuando sus hijos fallaban o los sustituía el entrenador para que, con buen criterio, jugase todo el banquillo, los buenos y los menos buenos. A mi hijo que era de los segundos, junto con otros, lo quitaron del equipo de un curso a otro por los manejos del lobby de los buenos. Como los malos no nos quedamos callados conseguimos al menos que el centro hiciera un equipo A y otro B. En todo caso una humillación impresentable. He visto a los padres amenazar físicamente al entrenador durante el partido por no hacer lo que a ellos les parecía conveniente. También poner al árbitro, un joven que empezaba por amor al arte, de vuelta y media a grito pelado por cometer errores irreparables según ellos. Un espectáculo lamentable de narcisismo paterno. Pobres niños.
Imagínense lo que ocurre en el deporte de élite. Periódicamente tenemos noticias de los tratos inhumanos que el cuerpo técnico asume como parte del entrenamiento. Quince antiguas nadadoras de natación sincronizada redactaron una carta en la que denunciaron y detallaron los abusos y malos tratos de la ex seleccionadora. Todas confirmaron que sufrieron pánico, desprecio, manipulaciones, amenazas e insultos. Tampoco los directivos de las más altas instancias del deporte son un ejemplo de ética profesional. Como el turbio asunto de Michel Platini presidente de la UEFA, entre otros. O los chanchullos de los clubs en los fichajes y la evasión de capital de las estrellas.
Cerca de mi casa hay un campito de fútbol que alquilan los colegios para jugar sus ligas. Además de la brutalidad de padres y familiares se une la de los propios chavales que a fuerza de aprender lo malo pierden los papeles, se insultan, se patean e incluso llegan a las manos. He visto desde mi ventana llegar a la ambulancia del Samur para llevarse a un chaval con el tobillo roto por una entrada salvaje, alentada por el público rival; o a un furgón de la policía para poner orden entre las aficiones o salvar el pellejo al árbitro, cerrado con llave en su aporreada caseta.
Un sobrino mío participaba en los campeonatos de tenis infantiles y juveniles del Club de Campo de Madrid. Los jugadores se arbitran entre ellos, normal. A su madre casi la lincha la familia del rival porque se atrevió a opinar que uno de los saques –que cantaron a coro como bueno- se había salido del cuadro de saque por más de dos palmos. He visto a padres de la misma familia dejar de hablarse más de un año por un punto dudoso ante la mirada atónita de sus retoños que por desgracia se sentirán culpables.
Lo que les digo, si hacen deporte, que sea para bajar el colesterol, dormir mejor o templar su autodominio. Lo demás son ganas de discutir y complicarse la vida. Eso si no le ponen un ojo a la funerala. Si no les apetece mover el esqueleto sin ton ni son, practiquen el sillón-ball para ver en la tele, delante de una buena pizza y una lata de cerveza, a los dioses del Barça y el Madrid partirse la cara a diez mil pavos el minuto.

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