miércoles, 3 de marzo de 2010
El mito de la inteligencia
¿Tiene significado enunciar frases como Juan es inteligente o Pedro es más inteligente que Juan?
Para contestar a esta pregunta, inocente en apariencia pero envenenada en el fondo, hay que salir de los confines gramaticales del lenguaje, contra las demandas del segundo Wittgenstein, y situarnos en el terreno, que se anuncia a sí mismo como firme, de la llamada psicología científica.
¿Pero es realmente “científica” la psicología? Desde luego, por lo que respecta al tema de la inteligencia, podemos afirmar con holgura que no.
Tomemos como punto de partida lo más elemental del problema, a saber, la definición de inteligencia.
A finales del siglo XIX, Francis Galton en su obra El genio heredado (1869) consideró a la inteligencia una capacidad innata, una “potencia mental” de origen biológico, el resultado de una herencia insondable, la consecuencia única de la recombinación de genes… Suponía además que uno era listo o tonto durante toda su vida; su caletre no empeoraría por más que se entregara al deleite del encefalograma plano, ni mejoraría aunque se entrenara a diario en abstrusos laberintos para maquillar sus exiguas destrezas. Finalmente, Galton daba por hecho que la inteligencia era una facultad unitaria, es decir, se manifestaba siempre en cualquier conducta o situación. En realidad, cuesta no soltar la risa cuando uno piensa en la última propuesta: todos los mortales, sin excepción, demostramos en ocasiones oficio y maneras, pero en otras, ¡ay! por qué negarlo, bordeamos con vergüenza los límites filogenéticos que separan al hombre del mono.
La escuela multifactorialista norteamericana, encabezada por Louis L. Thurstone, criticó la concepción unitaria de la inteligencia para inmediatamente fragmentarla en un amplio conjunto de habilidades primarias y secundarias referidas a todos los procesos mentales (percepción, lenguaje, razonamiento, memoria, etc.) con lo cual la anhelada concreción del concepto se pierde irremediablemente. La inteligencia se transforma así en una ensalada inmanejable de aptitudes que se relacionan con la totalidad de nuestro psiquismo; por consiguiente, el término carece de significado.
La psicología diferencial, más exigente con el rigor semántico, define la inteligencia “como la escala numérica que miden los test”. El problema es si los test psicométricos miden propiamente la inteligencia o más bien otras variables concomitantes, por ejemplo, la clase social a la que pertenece el sujeto, la educación que ha recibido, la socialización que ha interiorizado, el sistema de interacción que desempeña, las oportunidades que ha tenido a lo largo de su vida o los medios de que ha dispuesto para su formación intelectual… En resumen, los instrumentos utilizados para medir la inteligencia están contaminados culturalmente. Por otra parte, los test actuales de inteligencia se preocupan obsesivamente por el lenguaje y las matemáticas.
La psicología cognitiva, propensa al fárrago, complica todavía más el asunto y define la inteligencia, a imagen y semejanza de las computadoras, como “procesamiento simbólico de la información”. Según este modelo, la inteligencia está formada por la interacción (término que evoca irresistiblemente la noche en que todos los gatos son pardos) de elementos componenciales (recursos intelectuales), experienciales (pensamiento divergente), contextuales (adaptación, selección y modificación del entorno) y emocionales (autocontrol emocional, automotivación y autoconocimiento)… ¡Qué los zurzan!
Terminamos este tendencioso recorrido con la "teoría de las inteligencias múltiples" del insigne psicólogo de Harvard Howard Gardner. Afirma este profesor que el resultado de la experimentación sistemática nos lleva a la conclusión de que la inteligencia es una mezcla de destrezas que permiten al individuo “aprender, solucionar problemas, resolver situaciones de la vida y hacer algo valioso para una comunidad o cultura”. (Si no te has partido de risa después de leer esta declaración es que ya nada del mundo podrá conseguirlo). Garner enumera ocho tipos de inteligencia independientes: lingüística, lógico-matemática, espacial, musical, cinestésica, intrapersonal, interpersonal y naturalista. Sin entrar en detalles sobre este notable proyecto de investigación, a mí, sin ir más lejos, se me ocurren otros ocho tipos de inteligencia tan dignos de ser tenidos en cuenta como los anteriores: lectora, erótica, humorística, pecuniaria, promiscua, misantrópica, deportiva y onírica.
Corolario: no hay unas diferencias epistemológicas tan apreciables entre la psicología y las humanidades como pretende persuadirnos la institución académica mediante gruesos argumentos de contenido metódico. Por más que intentemos disfrazar a la primera con espesos ropajes conceptuales que le permitan salvar las apariencias de utilidad y ciencia recomendable, la misma pregunta insiste machacona una y otra vez: ¿Qué coño es la inteligencia?
La contraposición entre ciencias naturales y humanas es decididamente una causa perdida. Es imposible una ciencia natural de la mente pese al ardor persuasivo de ciertos entusiastas. Las llamadas ciencias humanas siguen siendo un saber gozosamente literario. La psicología es un mito científico; es, en el mejor de los casos, filosofía. Todo el mundo lo sabe excepto ciertos recalcitrantes... psicólogos.
Una teoría científica de la inteligencia se expresará en el futuro, si es ciencia de la buena, "more informático", como una secuencia incontable de sucesivas pantallas, resultado de un ambicioso programa ejecutado por una red de computadoras de última generación. Una vez descodificados los algoritmos hablarán tan sólo de los elementos neurofisiológicos y bioquímicos del cuerpo (tal y como proponía Nietzsche). Por lo demás, las monsergas sobre el hombre y la inteligencia quedarán reducidas entonces ¡atención moralistas! a un entramado, por el momento impredecible, de fórmulas matemáticas.
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