Vencido por el tedio del hueco entre dos clases, ojeaba el otro día en el departamento de filosofía un librito de 73 páginas, comprado hace tiempo para uso de los alumnos y bautizado con el escandaloso título de Nietzsche en 90 minutos. El autor, Paul Strathern, ha escrito una serie de monografías ligeras sobre los pensadores canónicos en las que se mezclan a partes iguales anécdotas biográficas y referencias filosóficas.
Confieso que lo abrí por ese afán de execrar que a veces nos domina, estúpido en sí mismo, mera degradación de la voluntad e hijo bastardo del tiempo perdido.
Pero, no… Pronto empezó a interesarme el estilo ágil, ameno, sarcástico del libro; su sentido del humor, su precisión en ciertos juicios, su desinterés por la sabiduría muerta, propia del profesional del aula o del viejo erudito. El invento funcionaba y no lo solté hasta terminarlo. Me dispuse a leer el siguiente, que tampoco me defraudó, Wittgenstein en 90 minutos. Ya voy por el sexto... Del primer libro, incluyo una malvada caracterización de Richard Wagner (y de Nietzsche) que, es preciso admitir, no tiene desperdicio.En Basilea estaba Nietzsche a tan sólo sesenta kilómetros de Tribschen, donde Wagner había fijado su residencia con Cósima, la hija de Listz (todavía casada con un amigo común de Listz y Wagner, el director de orquesta von Bülow). Enseguida empezó Nietzsche a visitar todos los fines de semana la suntuosa villa de Wagner a orillas del lago Lucerna. La vida de Wagner era operística, y no sólo en términos musicales, emocionales o políticos; Tribschen era como una ópera interminable y no había la menor duda de a quien le tocaba el papel principal. Vestido al “estilo flamenco” (una mezcla del Holandés Errante y Rubens en ropa de fantasía), Wagner se paseaba entre paredes de "rosa Tiepolo" y querubines rococó, embutido en sus calzones de satén negro, boina escocesa y corbatas de seda de anchos nudos, declamando entre bustos de sí mismo, grandes óleos (del mismo tema) y copas de plata conmemorativas de las representaciones de sus óperas. Se respiraba incienso en el aire y, con él, sólo se oía la música del maestro. Entre tanto, Cósima colaboraba con el histrionismo de su amante y cuidaba de que nadie se marchara con los corderos perfumados, los perros “wolfhounds” con cintas o los pollos adornados, todos vagando por el jardín.
No es fácil entender que todo esto cautivara a Nietzsche. En realidad, es difícil entender que cautivara a nadie. Las extravagancias de Wagner le mantenían en continua situación de quiebra y tenía que recurrir a una serie de benefactores ricos, entre ellos el rey Ludwig de Baviera, que aportó grandes sumas de la hacienda pública.
Sólo la grandeza de la música de Wagner puede justificar su profunda capacidad de persuasión y el encanto fatal de su carácter. El inmaduro Nietzsche sucumbió pronto al hechizo romántico de esta embriagadora atmósfera, donde los motivos musicales de una fantasía inconsciente permeaban los salones barrocos de la villa.
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