Soy amante del comic pero no un seguidor incondicional de Tintín, como mi hijo, al que invité este fin de semana a ver la película de Spielberg Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio.
A pesar de mis reservas con Hergé, admiro su dibujo inimitable (lo mejor en mi opinión), el tamaño exacto de las viñetas (las de gran formato son “velazqueñas”), la adorable caligrafía de los globos, sus personajes entrañables, la perfecta adecuación (como ocurre en Asterix, Mafalda o Maitena) entre forma y contenido, su convencionalismo moral a pesar del desmadre, su invitación al ocio sin condiciones, su polivalencia para las diez edades del hombre (me permito ampliar la gama)… Incluso sus leves recaídas en el machismo, el racismo y la xenofobia (que han dado lugar a ríos de tinta prescindibles) resultan inocentes y pintorescas (a algunos les divierten más las tiras del Antiguo Testamento o del Manifiesto comunista; muy bien, que las lean pero no amuermen).
El día anterior a la cinta repasé por enésima vez los episodios en que se basa el guión, El secreto del Unicornio y El Tesoro de Rackham el Rojo, de los más emocionantes de la serie. Siempre le agradeceré a mi amigo Rafael Narbona el regalo del Secreto en la edición antigua, cuando era inencontrable en la nueva. Por supuesto, atesoro en una estantería dedicada a la historieta la colección de Las aventuras de TINTIN, publicadas por la Editorial Juventud en veintitrés apetecibles entregas.
Dejo en suspenso un diálogo más a fondo con el personaje y sus amigos. Ahora sólo me refiero –y de pasada- al cine.
De entrada, quien pretenda conocer el mundo de Tintín por la película se quedará como estaba, o sea, con las manos vacías. En primer lugar es imposible trasladar al cine la estética del comic: el séptimo arte puede aprender del estilo pero no reproducir su esencia. El comic es un ámbito de realidad autónomo, irreducible, sin puertas ni ventanas a otros géneros mayores o menores. Los cuadros de Lichtenstein, por ejemplo, son pinturas, no comics, como el autor señaló repetidas veces. Hace años se intentó llevar al video las aventuras de Tintín mediante la reproducción exacta de los dibujos y los textos. Compré en el quiosco de mi barrio los dos primeros, mi hermana me prestó otros dos y aquello no funcionaba. Una decepción enigmática y digna del papel. Al revés ocurre lo mismo: al pasar la serie televisiva de los Simpson al comic sus virtudes cáusticas desaparecen.
El film es un pastiche hecho sin criterio ni respeto a sus mayores, por más que Spielberg lo presente como un homenaje al héroe junto con otros aliños promocionales. Mientras la película se mantiene próxima al comic (los diez primeros minutos) la cosa marcha, pero se desinfla ruidosamente en cuanto traiciona al original. A partir de ese momento se convierte en una historia-serie B de mamporro y topetazo, al estilo de Mortadelo y Filemón.
Se trata de un producto con una intención puramente comercial, “a la americana”, hecho sin disimulos para ser soportado (en el doble sentido) en 3D. Visto en pantalla normal, uno puede imaginarse sin esfuerzo y sin las gafas usadas de la entrada las continuas tropelías de la cámara. La grandilocuente música del film, del tipo “gran producción con posteriores entregas” (si el mercado lo permite, como todo en estos días), está al servicio de la adrenalina fácil de los sobresaltos tridimensionales (cuya cuarta dimensión es el hastío).
Se mezclan en el film las técnicas digitales aplicadas a los actores (ignoro los entresijos de la máquina) y los escenarios reales que sirven de fondo. La impostura virtual es inservible. Sólo quien no conozca a Tintín se tragará el señuelo: más bien parece un sucedáneo de Indiana Jones, un buscavidas de tres al cuarto; el capitán Haddock, más penoso todavía, es pintado como un alcohólico en fase terminal que se salva no se sabe por qué; los polizontes Hernández y Fernández, a pesar de su simplicidad, son irreconocibles; y el perro, Milú, con cara de can grimoso, es por momentos el protagonista del film.
Como me caen bien les voy a dar un consejo: esperen a verla en Internet y con la diferencia tómense un combinado, por ejemplo un gin fizz, en su destilería favorita.
En el cartel de la película vi que no habían acertado ni por el forro con la paleta de colores de Tintín, tan particular que ya todo el mundo entiende que la fachada de un establecimiento está pintada de azul Tintín, como sucede, sin ir más lejos, en el Delic de la plaza de la Paja... El mismo catálogo de Ikea tiene una amplia gama que si los propietarios fuesen honestos llamarían Gama Tintín. Al arte del comic le ha dado mucho, pero al arte del color también: aparte de ser un almacén de pinturas para el pop art, define una cierta estética muy saturada, muy europea . Al cine, poca cosa, y eso es culpa de los cineastas que se consideran vampiros con derecho de pernada sobre cualquier otra manifestación del espíritu. Tu entrada confirma mis sospechas. Mejor, de vez en cuando, lo releo en papel.
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