domingo, 19 de octubre de 2025

Viajes

 

Mientras escuchaba a Serrat en su mejor álbum el poema de Machado “Las moscas” me sobrevino un motivo para reencontrar la memoria de las edades del hombre: los viajes durante la infancia, la adolescencia, la juventud dorada y esa segunda inocencia de la generación de los 50-60, los boomers. Viajar, escribe Descartes en la primera parte del Discurso del método, consiste en estudiar el gran libro del mundo para adquirir experiencia, observar otras costumbres y, sobre todo, pensar en uno mismo.

De niños viajábamos en vacaciones a la casa heredada del pueblo o a la capital donde vivían los abuelos. Lo cierto es que la partida y el retorno eran lo mismo en sentido cartesiano. Los padres nos imponían sin concesiones a la evolución natural un mundo hecho a su imagen y semejanza. El resto era silencio. Cada vez que cogíamos el correo tempranero, con aquel inconfundible olor a carbonilla y paradas interminables en medio de la nada para comprar barquillos, o AutoRes, el coche de línea en el que incluso con biodramina nos mareábamos en las tortuosas carreteras nacionales, o el Seat mil quinientos con tarteras surtidas de tortilla de patata, pimientos verdes, filetes empanados y termos de agua del grifo para ahorrar parada y fonda… cada vez, decía, un inextricable laberinto patriarcal nos envolvía con sus ídolos. Los padres de los años sesenta no se ocupaban (o no sabían) de sus hijos; una educación sentimental vacía que tenía el inconveniente de convertirnos en huérfanos emocionales y la ventaja de dejar nuestras tiernas mentes llenas de dudas y curiosidad. Sólo los primos y amigos mayores y, sobre todo, las lecturas nos dejaban entrever que existían otras formas de vida inteligente en el planeta.

Pero pasemos a la adolescencia. El primer vuelo fuera del nido coincidía con el final de los estudios de Bachillerato, sexto y reválida, cerca de la mayoría de edad, sobre todo si repetías curso, algo entonces posible. En el viaje que me tocó en suerte fuimos en un autocar contratado por el centro a Toledo, al Monasterio de Piedra y Andorra. Por supuesto, la movida era solo para hombres. Había un instituto masculino y otro femenino. Un ritual de transición donde cambiábamos la tutela parental por la profesoral, ambas autoritarias, aunque algo cambiaba para bien. En esa imprevisible etapa de la rebeldía adolescente éramos capaces de sortear las repleta agenda de visitas culturales que trataban de endosarnos como pretexto del viaje. Mientras Don… abrumaba en la hermosa girola de la catedral de Toledo con sus prolijas explicaciones a una audiencia cazada a lazo, otros abordábamos en la Plaza de Zocodover a unas niñas de un colegio de monjas con chaqueta azul y falda escocesa. Ningún profesor nos pidió más tarde explicaciones por la ausencia. También en este caso lo menos es más. Un amigo mío mantuvo correspondencia con una de aquellas muchachas en flor durante seis años sin que volvieran a verse. Ni siquiera el autor de Pepita Jiménez hubiera podido imaginar algo tan poético e inocente. Entonces, al revés que ahora, sólo iban a las discotecas las parejas terciadas, los recién casados y algún caballero de gracia, mientras que los bachilleres en ciernes nos quedábamos en la pensión, tras pasar lista, con la intención de jugarnos las pesetas a las siete y media y bebernos dos botellas de vermut que habíamos colado de matute. Al terminar la partida, en la que me esquilmaron, nos fuimos cada cual a su habitación doble o triple. Era el tiempo de las confidencias a medianoche. Mi colega, medio beodo, me dijo con voz entrecortada cuando estaba a punto de dormirme que por fin me iba a contar lo que tantas veces había anunciado (y que además de imaginármelo me importaba un bledo). Asentí con un gemido, pues ninguna fuerza de este mundo hubiera podido impedir que lo largara… Me incorporé como impulsado por un resorte. El muy cerdo estaba enamorado hasta los calcañares de la misma chica que yo y la pérfida daba pie vagamente a sus oscuras intenciones (luego supe que era mentira), lo que no se permitía conmigo ni en los sueños más felices. Lo apunté en mi lista negra y no pude pegar ojo hasta convencerme de que era metafísicamente imposible que aquel ángel de amor pudiera darle cuerda a semejante memo. Diez años después supe que se había casado y separado de un piloto de Iberia. Me la encontré en un parque con dos encantadores niños rubios y la misma mirada. L'amour est un oiseau rebelle. En el Monasterio de Piedra, un entorno a la vez agreste y artificial, comprendimos lo lejos que nos sentíamos del lado de nuestros padres. Y todo lo que recuerdo de Andorra son ciertos sentimientos teológicos asociados a los valles pirenaicos, la única calle del principado y una radio barata que sonaba alto y claro en el almacén y enmudeció para siempre en cuanto nos marchamos.

El siguiente viaje coincidió –por imperativo biográfico- con el final de la carrera. Ocho amigos de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid (las amigas, los ligues e incluso las novias dijeron que nones a compartir tiendas de campaña) decidimos, al igual que los peregrinos del “Grand tour”, conocer Italia. La memoria involuntaria se detiene un instante en el camarote del barco que nos llevó junto con los coches desde Barcelona a Génova y el bocadillo de jamón que nos zampamos en el camarote antes de acostarnos; el puerto recoleto de Rapallo donde Nietzsche al amanecer se sentaba a escribir su Zaratrustra, el césped brillante del conjunto románico de Pisa, la luz otoñal de la plaza de Siena, las pizzas de Guido, las callejuelas de Venecia al anochecer, la Arena de Verona, las cálidas aguas del Lago di Garda, el camping Michelangelo a las puertas de Florencia y la maravillosa iglesia bizantina de San Vital de Rávena a orillas del Adriático, un viaje que decidió por mí la nueva forma de mirar las cosas.

¿Qué decir de los viajes de la gente mayor? Estoy de acuerdo con Levi-Strauss en que es preferible una sola experiencia etnográfica bien hecha a numerosas observaciones dispersas. Por eso prefiero concentrar mis fondos para viajes en un proyecto internacional al trimestre pero bien planificado: Berlín, Viena, Oslo, Nápoles; un hotel confortable, vuelo regular, museos sin obligaciones, paseos sin prisas, desplazamientos en taxi, gastronomía decente y tiendas sin regateos. A mi edad el cuerpo sólo me pide alegrías. Por eso desde que me jubilé evito los viajes en grupo del INSERSO a Mallorca, Benidorm y el Parque de Doñana. O los de la Comunidad a Londres y París. Quien no debe no vive. Así pues, cuando llegue el día del último viaje (y el tiempo se me acaba) espero morir como he vivido: por encima de mis posibilidades. Después de todo qué es la vida sino un costoso viaje…

miércoles, 8 de octubre de 2025

Las edades del hombre

 

Tuve la suerte de haber estudiado el Bachillerato en la edad de oro de la enseñanza media, ejercido como profesor en la edad de plata de la secundaria (al menos durante los diez primeros años) y jubilado, tras una larga travesía del desierto, en la edad de bronce (una aleación que cada nuevo curso contiene más impurezas). Las aulas en las que me convertí en un bachiller antañón tras aprobar el examen de ingreso, dos reválidas y el Preu nada tienen que ver con las actuales. No insisto más.

Han transcurrido océanos de tiempo desde que en los años sesenta me formé en aquel excelente instituto de provincias. El trámite inicial para acceder a los estudios de Bachillerato, tras la educación primaria, era superar a los diez años una prueba llamada Examen de ingreso. Cuando llegó el momento, a mediados de julio, mis padres me compraron para la ocasión un sombrío traje gris marengo y una corbata que se sujetaba al cuello de la camisa con gomas elásticas. Era el primer año que usaba mis flamantes gafas de miope.

El examen se celebraba en el futuro centro de acogida (el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII de Cuenca fundado en 1946) y comenzaba a las nueve de la mañana. Allí me dirigí, con una hora de antelación, acompañado de mi madre y mi tía, con el pelo cepillado por enésima vez chorreando lavanda a granel. El conserje, de riguroso uniforme y bigote recortado, nos condujo a un aula fresca y espaciosa donde nos sentamos alternados en las filas de bancos de madera. Enfrente había una tarima sobre la que reposaba una mesa corrida con tres butacas tapizadas de rojo traídas del salón de actos. Detrás de la mesa una pizarra y encima dos retratos: uno del caudillo, otro del primer director del centro, Don Olallo Díaz (cuyo rostro barbudo era un arquetipo) y entre ambos una cruz desnuda. A los diez minutos, tras una tensa y silenciosa espera, entraron los miembros del tribunal: el presidente, el secretario y una vocal, catedráticos curtidos de los de entonces. Nos levantamos movidos por el resorte de un reflejo condicionado. Tras saludarnos lacónicamente, nos invitaron a tomar asiento. Se sentaron y tras leer el presidente las instrucciones comenzaron las tres partes del examen.

La primera, lengua española, consistía en un dictado de diez líneas máximo; te permitían para salir ileso dos faltas de ortografía “graves y una leve y alguna que otra tilde" (sin precisar más). La vocal del tribunal, una réplica de la señorita Rottenmeier, leyó lentamente y con voz plana un fragmento de El Buscón de Quevedo. Subrayo en negrita las dudas atroces que me persiguieron día y noche hasta que salieron las notas.

La bercera (que siempre son desvergonzadas) empezó a dar voces; llegáronse otras y, con ellas, pícaros, y alzando zanorias garrofales, nabos frisones, tronchos y otras legumbres, empiezan a dar tras el pobre rey. Yo, viendo que era batalla nabal y que no se había de hacer a caballo, comencé a apearme; mas tal golpe me le dieron al caballo en la cara, que yendo a empinarse cayó conmigo en una (hablando con perdón) privada.

Al finalizar hizo un bis y nos dejó cinco minutos para repasar.

(Media hora de descanso).

Salimos del aula y fue lo peor. Los padres aguardaban ansiosos en el pasillo; nos apremiaban con preguntas anhelantes, imposibles de responder en un vano intento por tranquilizarse. Por fin, el toque viático de la campana del conserje nos devolvió al encierro para tregua y sosiego de todos.

La segunda parte, matemáticas, consistía en la solución de una división por tres cifras y la prueba del nueve para comprobar el resultado. Obviamente, tenías que hacerlo bien bajo pena capital, pues los traspiés aritméticos no admiten grados ni matices. Como el resultado me salió redondo, sin odiosos decimales, signo inequívoco de la condenación, me convencí de que mi respuesta tenía bastantes posibilidades de ser correcta. Además, la prueba del nueve era mi especialidad.

(Otro enervante alto en el camino).

Por fin, la prueba de cultura general. Esta vez nos quedamos fuera del aula. El secretario con voz tonante nos llamaba por orden alfabético: salía uno y entraba otro. Los más tardíos salían lívidos y se echaban en brazos de su madre que apenas ocultaba las lágrimas. El turno me llegó a mitad de la mañana porque mi apellido empieza por ele. Entré con ánimo reforzado por la prueba del nueve. De pie, desde las alturas me interrogó el presidente, un hombre mayor, canoso y con cara de pocos amigos.

- Cíteme a tres pintores españoles, me espetó sin más preámbulos.

- (Respiré aliviado y bendije a mi abuelo por haberme llevado tantas veces, además de al estadio Metropolitano, al Museo del Prado).

- Velázquez, Goya y el Greco, le dije, muy crecido en el castigo.

El Secretario insistió.

- Puedes decirnos un cuadro de cada uno.

- El Cristo crucificado de Velázquez (ante el cual mi abuelo, hombre de fe, rezaba con emoción). Los fusilamientos del dos de mayo (me equivoqué por un mes) de Goya y El entierro del Conde Orgaz (me comí el “de”) de El Greco.

- ¿Los has visto alguna vez de verdad? (me preguntó la señorita Rottenmeier).

- Sí, los he visto en el Museo del Prado con mi abuelo.

- ¿Todos? (disparó el secretario).

- Los dos primeros muchas veces. El último no. Puede que esté en el Prado pero no lo sé (susurré débilmente).

Se miraron. Parecieron darse por satisfechos y me dieron permiso para salir del aula.

A los diez días mi padre que había ido a consultar las listas sin avisar a nadie por si acaso me dijo que me habían calificado con APTO. Como supe más tarde en el tablón sólo había dos notas además de una considerable escabechina. En Octubre de ese mismo año empezó mi andadura por las Enseñanzas Medias, un largo recorrido que ha durado toda mi vida hasta el día de mi jubilación. Después he seguido por libre.

viernes, 26 de septiembre de 2025

El voto de la generación Z

La generación Z o centennials incluye a los nacidos aproximadamente entre 1997 y 2012. Según Luis Rodón, profesor de Ciencia Política de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona una cuarta parte de los jóvenes de la generación Z votan a los partidos de la derecha populista radical, es decir, a la extrema derecha. Los recientes barómetros de intención de voto (incluido el CIS que ya es decir) confirman que la derecha conservadora y la extrema derecha recogerían gran parte del voto de los jóvenes entre 18 y 34 años, con el partido de Santiago Abascal como el preferido en ambas franjas. También, según los mismos datos, los varones españoles son en términos electorales el doble de conservadores que las mujeres. No solo ocurre en España: esta brecha de género en la distribución del voto también se da en Estados Unidos, Alemania, Francia o el Reino Unido según estadísticas presentadas por el Financial Times. Todo apunta a un cambio que hace tan solo unos años habría sido difícil de imaginar.

Hay diversas causas que explican por qué los jóvenes se parecen más a sus abuelos recalcitrantes que a sus padres. Entre las remotas se ha señalado el impacto del Covid-19 en el comportamiento político de los centennials. Los jóvenes pasaron gran parte del confinamiento enganchados a las redes sociales donde el populismo radical tiene una eficacia probada para exprimir los agravios del sistema mediante múltiples formas de desinformación sin ofrecer soluciones concretas. Asimismo, un estudio publicado por el Centro de Riesgo Sistémico de la London School of Economics concluyó que las personas que han sufrido epidemias entre los 18 y 25 años desconfían de sus líderes científicos y políticos. Esta pérdida de confianza persiste durante años, incluso décadas, en parte porque la ideología política tiende a solidificarse a los 20. Cuestionable. Cabe aducir que también es la edad en que comienzan a pensar en serio con su propia cabeza.

Otra causa es el desencanto con la política. Sienten que los poderes públicos los han abandonado. Muchos centennials se consideran una generación marginada, desorientada, sin futuro. La falta de soluciones laborales, el problema insoluble de la vivienda que no les permite independizarse del hogar paterno hasta la treintena promueve, al revés de lo ocurrido en el movimiento del 15M, soluciones de ruptura desde ideologías autoritarias con un impacto emocional directo sin argumentos ni propuestas concretas. Ahora ser rebelde es ser de derechas.

Más causas: entre los afortunados que consiguen por méritos propios, los JASP (jóvenes aunque sobradamente preparados) un puesto de trabajo con currículos deslumbrantes, dos carreras, tres idiomas, cuatro masters, crece el descontento porque solucionan los problemas a los ejecutivos de los pisos altos, atornillados al sillón desde tiempo inmemorial, sin que se mueva el ascensor de las promociones y el consiguiente aumento de los salarios y los bonus. Un panorama pesimista para el resto de los normales. El estudio, la formación, el compromiso con la cultura del esfuerzo… ¿Para qué?  

Prescindo del tópico intelectual de que el pensamiento crítico ha sido desplazado por el pensamiento único. Demasiado teórico. Lo cierto es que los jóvenes se han decidido por un comprensible pragmatismo ideológico. A esta altura determinada de los tiempos es evidente que no son los políticos quienes controlan el poder. La socialdemocracia es una especie en peligro de extinción en la añorada “Europa de los ciudadanos”. En España la derecha la considera una aberración. El Estado del bienestar es historia irreversible y, según el populismo ultra un atentado a la auténtica justicia social. Más a la izquierda, los idearios neocomunistas son inviables e hipócritas. Nadie se los toma en serio, ni los poderes fácticos ni sus propios fundadores que al final viven en pisos de muchos metros cuadrados con servicio, tienen cuentas saneadas, colocan a sus familiares y llevan a sus hijos a colegios privados. Se han convertido en políticos profesionales. Los únicos partidos sostenibles, con credibilidad funcional son los que gestionan de forma eficiente los intereses de los poderes fácticos: las derechas gobiernan porque hacen lo que cumple a los mercados y cuanto más a la derecha mejor. Por eso los centennials, sabedores de “lo que hay”, un darwinismo social elevado a los altares como ley natural, votan para que los poderosos escuchen a sus mensajeros vigilados y promuevan puestos de trabajo aunque sea en condiciones precarias. A veces tan abusivas que resultan inaceptables excepto para los inmigrantes. Por lo demás, la antigua moral calvinista, ahora laica, de la auto explotación en el trabajo como paradigma de realización personal ha caducado.

Tarik Abou-Chadi, profesor de Política Europea en la Universidad de Oxford, cree que, a medio plazo, podría producirse incluso un cambio de rumbo aún más acentuado: En cuanto los partidos más tradicionales empiecen a renunciar al “cortafuegos” o cordón sanitario, la extrema derecha empezará a canibalizar al centroderecha. Es muy probable que en la mayoría de los países europeos, los partidos de extrema derecha sean el principal partido de la derecha, acaso ya lo sean.

domingo, 14 de septiembre de 2025

Le temps des cerises

 

L’été, c’est le temps des cerises. Le temps des cerises, paroles de Jean-Baptiste Clément, musique d'Antoine Renard, composée en 1866, est une des chansons populaires françaises les plus connues et dont il existe de nombreuses interprétations grâce à son intense lyrisme et à une très belle mélodie.

Cette chanson est fortement associée à l’esprit de la Commune de Paris. La tradition affirme qu’elle fut dédiée par les auteurs à une jeune infirmière exécutée pendant la Semaine Sanglante, lorsque la Commune fut vaincue par l’armée française.

Louise Michel, une anarchiste connue et actrice principale des événements de la Commune, a écrit un livre nommé La Commune: Histoire et souvenirs (1898).

Voici un fragment :

Au moment où vont partir leurs derniers coups, une jeune fille, venant de la barricade de la rue Saint-Maur, arrive en offrant ses services : ils voulaient l'éloigner de cet endroit de mort, elle resta malgré eux. Quelques instants après, la barricade, jetant en une formidable explosion tout ce qui lui restait de mitraille, mourut dans cette décharge énorme... 

Le temps des cerises est surtout une jolie chanson d’amour dont le sens symbolique se base sur une comparaison : les cerises évoquent le sang des révolutionnaires morts pour la liberté et aussi le drapeau rouge de la Commune. En plus, elles rappellent la douceur du fruit mûr et l’ambiance de fête pendant l’été. 

Voici les paroles de la chanson et une traduction que j'ai me permis de faire. 

Quand nous chanterons le temps des cerises
Et gai rossignol et merle moqueur
Seront tous en fête
Les belles auront la folie en tête
Et les amoureux du soleil au cœur
Quand nous chanterons le temps des cerises
Sifflera bien mieux le merle moqueur

Mais il est bien court le temps des cerises
Où l'on s'en va deux cueillir en rêvant
Des pendants d'oreille...
Cerises d'amour aux robes pareilles 
Tombant sous la feuille en gouttes de sang...
Mais il est bien court le temps des cerises,
Pendants de corail qu'on cueille en rêvant !

Quand vous en serez au temps des cerises
Si vous avez peur des chagrins d'amour
Évitez les belles !
Moi qui ne crains pas les peines cruelles
Je ne vivrai point sans souffrir un jour...
Quand vous en serez au temps des cerises
Vous aurez aussi des peines d'amour ! 

J'aimerai toujours le temps des cerises
C'est de ce temps-là que je garde au cœur
Une plaie ouverte !
Et Dame Fortune, en m'étant offerte
Ne pourra jamais fermer ma douleur...
J'aimerai toujours le temps des cerises
Et le souvenir que je garde au cœur !

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Cuando cantemos al tiempo de las cerezas
El alegre ruiseñor y el mirlo burlón
Todos estarán de fiesta.
Las bellas tendrán la locura en la cabeza
en el corazón los enamorados del sol.
Cuando cantemos al tiempo de las cerezas
El mirlo burlón todavía cantará mejor.
 
¡Pero qué fugaz es el tiempo de las cerezas
Cuando vamos los dos soñando a recoger zarcillos.
Cerezas de amor parecidas a vestidos
Que caen sobre las hojas como gotas de sangre…
Pero el tiempo de las cerezas es muy corto,
Pendientes de coral que se recogen soñando!
 
¡Cuando estéis en el tiempo de las cerezas,
Si tenéis miedo a las congojas de amor,
Evitad a las mujeres hermosas!
¡Pero yo, que no temo a las penas crueles,
No viviré un solo día sin sufrir.
Cuando estéis en el tiempo de las cerezas
También vosotros tendréis penas de amor!
 
¡Siempre amaré el tiempo de las cerezas.
De ese tiempo guardo en mi corazón
Una herida abierta.
Y ni siquiera la Señora de la Fortuna, aunque me sea propicia,
Podrá jamás cerrar mi dolor…
Amaré siempre el tiempo de las cerezas
Y el recuerdo que conservo en mi corazón!

Yves Montand, Le temps des cerises

Le lien en YouTube interprétée par Yves Montand

https://www.youtube.com/watch?v=ncs4WlWfIZo 

sábado, 13 de septiembre de 2025

Datos y hechos

 

Etimológicamente el término “hecho” significa “lo construido” (Facio, factum, es un verbo latino que significa “hacer”, “construir”, realizar). Un dato (Do, datum) es lo que está ahí dado y todavía no es un hecho. Un dato es un acontecimiento, la cosa en sí kantiana, lo que no ha sido todavía construido o realizado, es decir, hecho. En un universo sin inteligencias sentientes (la expresión es de Xavier Zubiri) habría datos pero no hechos. Lo dado no es lo mismo que lo fáctico. El mundo como tal no consta de hechos sino de datos. Sin datos no hay hechos, pero tampoco los hay sin un marco constituyente previo: científico, ético, político, estético, religioso... El marco determina lo que son y no son hechos.

Lo que Aristóteles consideraba un cuerpo pesado en el que predomina el elemento terrestre con tendencia natural a dirigirse al centro de la tierra, para Newton era la manzana que cae del árbol por la ley de gravitación universal; para Einstein la gravedad no es una fuerza de atracción entre objetos sino la curvatura del espacio-tiempo causada por la presencia de masa y energía; según la física cuántica la gravedad es un reto pendiente de la física teórica que busca unificar la mecánica cuántica y la relatividad general mediante una Teoría de campos o "Teoría del todo". Lo cierto es que tanto en la física de partículas como en la astrofísica resulta muy complicado pasar de los datos a los hechos contrastados. Es más, la misma noción de “hecho” es cada vez más difusa.

Los ejemplos de constructos divergentes, incluso contrarios, sobre los mismos nombres son incontables: los sueños para la psicología conductista y para el psicoanálisis, la guerra civil española para historiadores con ideologías distantes, las crisis periódicas del capitalismo para la economía marxista y la liberal, la salvación para el cristiano católico y el protestante. Más cotidiano: echemos un vistazo a muchos periódicos de alcance nacional incluida la pseudo prensa; lo que hacen es presentarnos cocinadas y digeridas las interpretaciones que su línea editorial desea que admitamos como hechos (lo demás son elipsis clamorosas y no-sucesos).

George Edward Moore (1873-1958) uno de los fundadores de la filosofía analítica junto con Bertrand Russell afirma en su obra Defensa del sentido común que ciertas proposiciones del tipo “Esto es una mano” pueden considerarse hechos objetivos al margen de cualquier interpretación ontológica. Falso, ya que tal proposición no constituye por sí misma un hecho incuestionable, sino que depende del contexto comunicativo en que se enuncie. Moore lleva razón si analizamos la expresión desde el nivel léxico-semántico de la gramática, pero no la tiene si lo hacemos desde el nivel pragmático que se ocupa del uso del lenguaje en situaciones específicas. “Esto es una mano” tiene sentido en una sesuda clase filosofía, pero si la pronuncio en una clase universitaria sobre anatomía, al prepararte un gin-tonic en casa de tu novia o al comentar un partido de fútbol con tus amigos… tus oyentes se preguntarán de qué hablas exactamente.

Una sociedad como la nuestra es un agregado de subculturas de clase social, de profesión, de sexo, de edad donde los mismos nombres significan hechos distintos. Se produce una disonancia entre referencia y sentido. Una subcultura es una forma de pensar, hablar, vestir, comprar, casarse y educar a los hijos; en resumen, de construir la realidad. Prácticamente, todos los aspectos de la conducta, incluso los procedimientos para hacer el amor, difieren de una subcultura a otra. Cada subcultura tiene una concepción del mundo propia, con frecuencia incomparable e incomprensible para otras al no existir un lenguaje denotativo, connotativo y prescriptivo común. La mayoría de los conflictos sociales son discrepancias manifiestas o latentes, violentas o contenidas sobre lo que entendemos por hechos cruciales.

Lo único evidente es la proposición 6.43 del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein: El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices. Sugiere que la felicidad y la infelicidad construyen con nombres iguales una constelación ilimitada de hechos incompatibles, aunque la totalidad de los datos sea siempre la misma.

jueves, 4 de septiembre de 2025

Arquetipos

 

Un arquetipo es una figura universal de la mente, simbólica pero activa. Los arquetipos son modelos ancestrales de conducta que forman parte del inconsciente colectivo de la condición humana. Se deben entender como representaciones congénitas que sobrevuelan el ethos, el eidos y las instituciones de las sociedades con historia (civilizaciones) o sin historia (los mal llamados “pueblos primitivos”) que según el contexto espaciotemporal adquieren contenidos propios. La psicología profunda, la crítica literaria y la antropología cultural les han dedicado un generoso espacio en sus investigaciones.

El psicoanalista Carl Jung, dedicó gran parte de su obra al estudio de los arquetipos primordiales, la madre, el padre, el animus (la parte masculina de la mente femenina), el anima (la parte femenina de la mente masculina), la persona (la máscara social), el sí-mismo (la identidad personal), la sombra (lo oscuro y reprimido), el rebelde, el héroe, el sabio, el amigo, el protector, el creador, el bufón (jester), el embaucador (trickster)… A su vez, de cada arquetipo primordial se derivan otros, y otros de estos por lo que su número desborda cualquier intento de clasificación. Lo característico de los arquetipos es su doble cualidad de relación y expansión. Pueden rastrearse en el refranero, las leyendas, las supersticiones, los mitos, las fábulas o los cuentos infantiles; incluso en el catálogo de pintorescos estereotipos o tópicos costumbristas que nacionales e internacionales se aplican entre sí, resultado del ingenio, la tradición o la antipatía secular.  

Derecha e izquierda, un arquetipo. Tiene connotaciones anatómicas. Durante mucho tiempo se estigmatizó a los zurdos; una práctica habitual era obligarlos mediante la inmovilización a utilizar la mano derecha. Según cuentan las crónicas, durante la Edad Media La Inquisición consideraba la zurdera obra del maligno, fue causa de persecución, encarcelamiento e incluso de condenas a la hoguera. El adjetivo “siniestro” (del latín sinister, "izquierda”) designa un lugar situado a la izquierda, pero aplicado a una persona significa avieso, malvado o malintencionado. O lo desagradable que resulta comunicar el parte de un siniestro al seguro. En general, un siniestro es un suceso aciago. Jesucristo está sentado a la diestra del Padre, algo que se mantiene en los protocolos de ceremonias solemnes y actos oficiales. Según parece, la división política entre "izquierda" y "derecha" tiene su origen en la ubicación de los asambleístas en la Asamblea Constituyente de 1789 durante la Revolución Francesa. La "izquierda" representaba a los progresistas que buscaban reformas radicales y el fin del Antiguo Régimen, mientras que la "derecha" reunía a los conservadores que apoyaban a la monarquía absoluta.  

El arquetipo de izquierda y derecha se manifiesta en una de las expresiones más arraigados en la idiosincrasia nacional: Las dos Españas de Machado. La guerra civil, una lucha fratricida. Se relaciona con el arquetipo de los hermanos hostiles o "complejo fraterno", extensión del complejo de Edipo, tema central del psicoanálisis. Aparece en la Biblia, (Caín y Abel, Esaú y Jacob), la literatura (Antígona, Los hermanos Karamazov), la música (Peleas y Melisande, Libuše) o el cine (Rocco y sus hermanos, Ran). La división de las dos Españas comenzó a fraguarse en los laberintos de la historia, pero se consolidó tras la Guerra Civil. La memoria colectiva de la posguerra ha sido crucial. La idea de que hay algo peculiar, anómalo en la democracia española es evidente. La Constitución del 78 es de las más avanzadas de Europa. Configura un Estado de las Autonomías con unas competencias de autogobierno equiparables a las de un Estado federal. Sin embargo, la ruptura social, la brecha ideológica en la sociedad civil, incluidos los nacionalismos, no se ha superado. La transición de la dictadura a la democracia, que contó con el concurso de una clase política bien dispuesta, consiguió encubrir viejos rencores, aplazar afrentas, allanar la senda del olvido, pero el arquetipo sigue presente en el acervo colectivo; puede ser reprimido, empujado hacia el sótano de la casa familiar, pero una y otra vez retorna bajo distintos rostros y disfraces. Convocado o no convocado comparecerá. La teoría orteguiana de las generaciones no funciona porque los principios éticos y políticos de los vencedores, aunque adaptados a la nueva forma de gobierno, se han trasmitido con una fuerza imprevisible. La familia es un poderoso agente socializador. Los vencidos, con las mismas condiciones de transmisión de valores, no han renunciado a esclarecer los trágicos sucesos que ocurrieron antes, durante y, sobre todo, al finalizar la contienda y a reclamar una visión histórica convincente, además de enterrar con dignidad a sus muertos. Un testimonio reciente: la lúgubre exhumación de los restos de Franco del Valle de Cuelgamuros, la misma existencia del Valle, la polémica absurda sobre su resignificación es un ejemplo cabal de la vigencia del arquetipo. Los debates parlamentarios son una triste puesta en escena de las dos Españas. Goya: Duelo a garrotazos.

martes, 26 de agosto de 2025

Darwinismo social

 

Pocos pensadores se tomaron tan en serio la teoría de la evolución de Charles Darwin como su coetáneo Herbert Spencer. Cinco años después de haber leído Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, Spencer publica Principles of Biology (1864), obra en la que fiel a los principios de la selección natural y la supervivencia de los más aptos pretende extender el evolucionismo a la sociología. Lo cierto es que su intento de introducir los principios darwinistas en el ámbito de las ciencias sociales no tuvo éxito. Se consideró, con razón, que se extrapolaban sin rigor científico las leyes de la evolución biológica a las sociedades humanas; además la teoría comportaba, sobre todo, consecuencias políticas y económicas. En conclusión, se trataba de otra mezcla fallida de naturaleza y cultura.

Sin embargo, es evidente que se ha producido un cambio de paradigma a escala planetaria. El mundo ha mutado, la globalización y el triunfo de las democracias liberales no es el final de la historia como anunció Fukuyama, sino historia. Las cenizas de Herbert Spencer, enterradas en el londinense Cementerio de Highgate frente a la tumba de Karl Marx, se removerían incrédulas tras constatar la vigencia de sus ideas, el darwinismo social.

Se agotaron los argumentos que el neoliberalismo apuró hasta sus últimas consecuencias mediante la desregulación de los mercados y la normalización de oscuras estrategias para la acumulación de capital sin otros fines. El nuevo paradigma supone la cancelación del contrato social propio de las democracias representativas. La ley de gravitación social que sustituye a la oferta y la demanda formula que los individuos y colectivos más aptos prosperen por todos los medios que hagan valer su superioridad, mientras que los menos aptos están condenados a la extinción. Las miserias del sistema son necesarias por cuanto responden a su funcionamiento natural.

Las democracias liberales se han derrumbado tras el vaciamiento de sus pilares ideológicos: la competencia responsable, el flujo reglado de capitales, la autoridad ética y política de la Organización de Naciones Unidas y las sucesivas declaraciones de los Derechos Humanos. El síntoma inequívoco del cambio de paradigma fue el hundimiento de la socialdemocracia y los ideales del Estado del bienestar.  

La primera consecuencia del nuevo paradigma es la “antipolítica”; la disonancia entre los textos constituyentes, el significado objetivo de las instituciones, la división de los poderes del Estado, y los acontecimientos nacionales e internacionales que nos abruman. La antipolítica no tiene una concepción ideológica estable al ser sus explicaciones meramente circunstanciales. Son ajenas a la razón práctica: no se rigen por las reglas de la lógica, el arte de la retórica o las normas de la ética. El populismo es la versión más baja (vulgar) de la antipolítica.

En la práctica, la antipolítica comporta la cancelación del contrato social y la subordinación de poder político al poder económico y ambos al poder militar. Algo que siempre ha estado presente como sustrato de la historia desde que los sapiens extinguieron a los neandertales hasta la actual carrera armamentística donde los bloques hegemónicos se retan por tierra mar y aire con artefactos cada vez más letales. El darwinismo social conduce sucesivamente a sistemas autoritarios, autocráticos y, finalmente, totalitarios. El fin de la historia, ahora sí, será la destrucción masiva de la especie humana, resultado de la supervivencia de los más aptos y la ley del más fuerte.

lunes, 25 de agosto de 2025

Sobre la vejez

 

La obra De senectute, literalmente acerca de la vejez, en versión libre El arte de envejecer, escrita por Cicerón en el 44 a.C. es un elogio de la vejez así como una invitación a un envejecimiento activo y fecundo. Un clásico de la ética personal. Lo primero que habría que hacer es definir el concepto de vejez: mientras que Cicerón (106-43 a.C.) moría con 63 años, una edad avanzada para entonces, hoy día la mayoría de la gente ni siquiera se ha jubilado. Sin entrar en números, es preferible considerar a la vejez como un “estado y disposición de ánimo”, saber a qué nos referimos con la tercera, incluso cuarta edad y no complicarnos la vida con disquisiciones geriátricas y tratamientos médicos (por lo demás inevitables). Siento curiosidad por saber qué es la vejez, dice el optimista jubilado. Bien dicho.

El envejecimiento resignado de sofá plano, un mal rollo, me trae recuerdos de las viñetas del inolvidable Forges: la plaza de un pueblo perdido en la llanura y tres ancianos desdentados bastón en mano, sentados en un banco, dos perros tirados en el suelo, el sol en un horizonte tardío y un elemento perturbador, desubicado, que rompe la monotonía de la jornada y dispara el humor del dibujante.

El “abuelo cebolleta” que da la murga a sus nietos con batallitas de la Edad Oscura es una especie en extinción. En cuanto avanza el relato (palabra estúpida cuando se usa en las tertulias radiofónicas) los nietos desconectan si son educados, cambian de tercio si son normales: abuelo cuéntanos cómo era tu novia en el cole. ¿Usabais preservativos? Resulta patética la visión del jubilado en el parque mañanero que mira con ternura a los niños y echa migas de pan a las palomas mientras medita sobre la vanitas y el memento mori. Actualmente ha quedado en desuso jugar al tute con la peña en las mesas de piedra del barrio porque terminan en bronca. Y la petanca es un juego tan pacífico y aburrido que es imposible cabrear al que pierde o hacer trampas divertidas. Los “hogares del jubilado” donde los viejos se hacen más viejos son demasiado provincianos; y demasiado pueblerinos los baretos de la España vaciada donde se pasan la tarde en formol jugando al dominó. Entretanto, en la mesa camilla con brasero la mujer hace ganchillo y en silencio reza el rosario. Su eterna acompañante, vecina y pariente, perpetra el enésimo solitario con la televisión encendida.

Si me apuran se ha quedado obsoleto el INSERSO: a los jubiletas cada vez les apetece menos que los lleven al trote detrás de una azafata de pies ligeros con bandera blanca por ¿dónde fue? o pasarse una semana de invierno encerrados en un hotel solitario de la costa. O el viaje organizado en autobús: fiu, fiu, ya hemos visto Florencia ¿O era Lisboa? La comida, rara, los del grupo, pelmazos. De las residencias de ancianos ni hablo. Un ejemplo: el cura en la visita de turno trata de convencer a la octogenaria delicada de salud de que pronto verá al Padre Celestial. Desengáñese padre, como en casita no se está en ninguna parte, contesta vivaz doña Asunción.

Algunos llevan perplejos la transición de la segunda a la tercera edad. El paso de la madurez a la vejez recuerda ciertas paradojas de la cantidad: ¿Qué número exacto de pelos, como mínimo, ha de tener una persona para que no se lo considere calvo? Aplíquese a la edad y el problema de cuándo somos viejos es el mismo. Muchos no se resignan. Recuerdo que la suegra de un primo hermano vivía marcha atrás, hasta el punto de que su hija le llegó a decir en uno de sus “cumpleaños”: madre dentro de poco vas a tener menos que yo… Otro pariente mío se cabrea cuanto sus nietos le llaman abuelo. ¡Os he dicho que no me llaméis abuelo, me llamo Jaime! Pobres chavales.

Pasamos página. Vamos a cocinar una versión potente de la vejez recuperada. Lorenzo Aguado es un jubilado de 65 años. Está divorciado pero es amigo con derecho a roce de una viuda cincuentona que trabaja de administrativa en la Seguridad Social. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Hacen el amor, siempre en casa de Lorenzo (por el fantasma del marido quizás). Corre la viagra y el lubricante para conjurar el fantasma del gatillazo. Lorenzo se levanta a las nueve. Oye las noticias en la radio mientras desayuna su café con leche, tostada regada con aceite virgen extra y tomate, copos de avena y zumo de naranja. Se sienta después en el salón y enciende la tablet donde sin prisas ojea la prensaSiempre los mismos gilipollas. Luego pone un mensaje a su amiga con flores y emoticones y lee la cadena de chorradas y videos que le llegan de sus no amigos digitales. La salud es lo primero: martes y jueves pilates. Se refiere a la cincuentona jamona como a “su chica”. El monitor del fitness creía que hablaba de su hija, hasta que un día su chica vino a buscarlo con falda corta, escote generoso y medias de malla. La picarona miraba al joven macizo y tatuado con ojos golositos que a su vez miraba al vacío. Viajan mucho. Nada de Londres, Roma o París; ya estuvieron cuando no se conocían, además acabas empachado de museos, de cuadros de santos, iglesias y palacios iguales y antiguallas que no entiendes. Lo que interesa es Tailandia, Japón, Colombia, El Tíbet o El Varadero… Ya irán del ramal a alguna exposición estrella en el Prado o la Thyssen cuando vuelvan de las doradas playas del Caribe; más que nada porque sus hijos han reservado mesa en tal o cual sitio donde te dan un sushi exquisito o un rabo de toro digno de un rey. Leen con avidez a Jöel Dicker y a Pérez-Reverte y les chiflan las series de Netflix. Los conciertos y la ópera les aburren. Van al cine cuando sus amigos les recomiendan una película por mayoría simple. Al teatro por mayoría absoluta. Algún sábado van a una discoteca. Lorenzo, tras despachar el segundo gin-tonic y sacar fuerzas de las reservas del gimnasio baila como un poseso. Cuando vuelve sudoroso y exánime a la mesa, le dice a su chica: ¡Estoy hecho un chaval! Ella, haciendo gala de perspicacia femenina, le advierte divertida: ninguno de los jóvenes que ves por aquí diría semejante chorrada

domingo, 3 de agosto de 2025

Sobre la corrupción

 

En el convite nupcial de una sobrina política nos asignaron por amistad y familia la mesa número 12, Balcón de Europa, a cuatro matrimonios jubilados. Boomers. A mi derecha se sentaba Jaime, primo segundo y profesor universitario de economía financiera, al que solo trataba de boda en boda. Durante la parte inevitable de la cena me había dedicado a esquivar con diplomacia vaticana las tajantes opiniones políticas del resto de los comensales, gente de orden, mediante términos como “diálogo”, “respeto”, “colaboración”, “acuerdos”, todos sospechosos de sanchismo disfrazado. Imposible con esa gente, primero que se vayan y después hablaremos fue la respuesta general. Como no me gusta discutir sin argumentos y menos que me sacudan como a una estera vieja, el resto es silencio, la última frase que pronuncia Hamlet antes de morir. Cada vez es más difícil ser un viejo y entrañable liberal en esta España nuestra.  

Me había fijado en que durante la cena el profesor había empinado el codo con prudente mutismo sin entrar al trapo de respuestas sobradas y disputas vanas. Al levantarnos de la mesa después del reparto de puros me acerqué curioso a mi primo para pedirle su opinión sobre el problema crónico de la corrupción que nos envuelve. Mero tanteo posicional en medio de las albricias alcohólicas, servilletas al viento y cantos regionales de los amigos de los novios. Tras llevarnos sendos gin-tonic lejos de la pista de baile me contestó con sincera ironía que en una economía de mercado es necesaria una cantidad aceptable de corrupción para lubricar los engranajes del sistema. Los mercados deben constatar que existe un margen establecido de estrategias no declaradas, de atajos no aceptables pero aceptados que faciliten abrir y cerrar con éxito un número rentable de inversiones, operaciones y contratos. Es más, añadió, los derechos y libertades de una Constitución son el soporte ideológico del capitalismo industrial y financiero. Aunque políticamente incorrectas, estoy convencido de que los comensales de la mesa 12 hubieran sonreído tolerantes ante ambas afirmaciones. 

Eran tan imprevisibles que le rogué explicarse un poco más. En el fondo son lo mismo, dijo. La ley de la oferta y la demanda, dogma del capitalismo desde Adam Smith, propone que la libre competencia entre privados establece las condiciones óptimas del mercado y la máxima utilidad social. La famosa mano invisible según la cual la búsqueda de los legítimos intereses individuales determina el máximo beneficio colectivo sin la intervención del Estado, mero garante de las reglas del juego. Asimismo, el liberalismo económico necesita el soporte constitucional del liberalismo político de las democracias representativas inspirado literalmente en La Declaración Universal de Derechos Humanos. Aunque sería más exacto decir de algunos derechos humanos. Todo esto es muy conocido, no le aburro concluyó.

El problema es que la ley natural de la oferta y la demanda es falsa. La única ley que rige los mercados es la acumulación de capital, no la libre competencia. El capital industrial y financiero sabe que la propuesta fundacional del librecambio dejar hacer, dejar pasar, el mundo va por sí mismo no sirve para aumentar los beneficios, mejorar la balanza de pagos y alcanzar una posición dominante. Al revés, para lograr tales objetivos es preciso utilizar estrategias de adjudicación irregulares con la complicidad de la clase política, es decir, del Estado. Del rey abajo todos valen. Luego añadió pensativo: el mundo ha cambiado, la globalización neoliberal no es el final de la historia como anunció Fukuyama, sino historia. Quizás en la siguiente boda podamos retomar el tema.

Hablemos, pues, de la corrupción de los políticos, prosiguió Jaime tras darle un tiento a la copa. La prevaricación, la malversación, los sobres, los sobornos, el tráfico de influencias, el uso de información privilegiada, las puertas giratorias. También muy conocido. Lo que me interesa es el proceso que lleva a un político a dejarse corromper. Primer paso: la corporación, la empresa o la entidad bancaria tientan al representante electo que podría ocuparse de lo suyo con maletines, cuentas en Suiza o jugosas canonjías. Una vez que el implicado está presto al intercambio se suceden tres figuras jurídicas de la conciencia corrupta: la legal, la alegal y la ilegal. En todas, el político se rodea de una corte de abogados de confianza que le asesoran. Es decir, le dicen lo que quiere oír a cambio de un buen precio o de una participación en el premio gordo. Si la cosa se tuerce abandonarán discretamente el barco.    

En la legal le aseguran que sus componendas caben dentro de dos líneas paralelas que delimitan lo que el código penal considera permisible. Adelante con los faroles. Lo cierto es que mientras sean paralelas el embrollo funciona, pero en la primera curva pronunciada descarrila con estruendo y acaba en las portadas y las pantallas.

En la alegal lo persuaden, tras largas deliberaciones en restaurantes de moda, llaves de apartamentos y encuentros exclusivos que el tejemaneje que se trae entre manos permanece en un limbo legal. No hay, según ellos, legislación vigente que lo prohíba y lo que no está prohibido está permitido. Brillante sofisma que no tarda mucho en esfumarse. Las tertulias del bando contrario se frotan las manos por las mañanas temprano.     

En la ilegal, le sugieren que el momio no es del todo transparente y podría haber tropiezos legales. Aunque no hay que preocuparse. El desliz es tan leve que el juicio sería de primero de derecho. Además, al tratarse de alguien tan influyente, es prácticamente intocable. Error de lesa codicia. En la época del periodismo de investigación y la omnisciencia digital el tropiezo se convierte en caída desde un sexto piso y el escándalo promete una serie de varias temporadas.    

Los tres casos suelen acabar del mismo modo: un desfile interminable de imputados, investigados, encausados y procesados. En un sistema jurídico garantista, como el nuestro, desenredar la madeja puede durar años. Eso sin contar con la colaboración activa del poder judicial dependiente… Jaime volvió la mirada hacia los recién casados que bailaban felices. La pregunta que nos quema la lengua, dijo, es cuantos corruptos se salen con la suya y cuantos acaban en los juzgados, lo cual no implica que sean condenados y mucho menos que devuelvan el botín.