lunes, 9 de abril de 2012

La metafísica particular


Saul Bellow (1915-2005), Ravelstein

Tenía la sensación de que uno no se deja conocer del todo a menos que encuentre la manera de comunicar ciertas cosas “incomunicables”, la metafísica particular. La forma que yo tenía de enfocar esta cuestión era que uno, antes de nacer, no sabe nada de la vida en este mundo. El reto oculto consiste en captar ese misterio, el mundo. Se viene de la nada, del no ser o del olvido primordial, y se irrumpe en una realidad articulada y plenamente desarrollada. No se ha visto nunca la vida. En el intervalo de luz entre la oscuridad, donde uno estaba esperando nacer, y la oscuridad de la muerte, que ha de recibirlo un día, tiene que captar lo que pueda de la realidad, que ya estaba en un estadio de desarrollo muy avanzado.
Yo había esperado milenios para verla. Después, tras aprender a caminar –en la cocina-, me enviaron a la calle para que la inspeccionara más de cerca. Una de mis primeras impresiones fue altamente utilitaria: los postes de madera alineados en la calle. Tenían el color del castor, eran suaves y podridos. Los segmentos entrecruzados o los múltiples brazos sostenían multitud de alambres o cables en una interminable red de repetidores que caían, remontaban, volvían a caer y a remontar. En lugares fijos de aquel ascenso y descenso de cables se posaban los gorriones, arrancaban desde allí el vuelo y volvían al mismo punto para descansar. A lo largo de las aceras, ladrillos descoloridos revelaban con la puesta de sol su rojo original. En aquellos tiempos rara vez se veían coches. Lo que se veían eran cabriolés de alquiler, furgones cargados de hielo, los carros de la cerveza y los enormes caballos que tiraban de ellos.
Yo conocía a la gente por su cara –roja, blanca, arrugada, manchada o lisa; sonriente o violenta o furibunda-, por sus ojos, bocas, narices, voces, pies y gestos. Cómo se inclinaban hasta el niño para hacerle una gracia o para preguntarle algo, o para importunarlo o atormentarlo con sus muestras de cariño.
Dios se me apareció muy pronto. Llevaba la cabellera peinada con raya en medio. Supe que éramos parientes porque había hecho a Adán a imagen suya y le había infundido vida con un soplo. Mi hermano mayor se peinaba de la misma manera. Entre mi hermano mayor y yo había otro hermano. La mayor de todos era mi hermana. En fin…, este era el mundo. Yo antes no lo había visto nunca. Su primer regalo fue regalarse. Los objetos se acumulaban para atraerme y ejercían sobre mí un imperativo magnético que estaba allí presente para eso. Era un privilegio tener permiso para saber: ver, tocar, oír. No me habría sido imposible describirle todo aquello a Ravelstein. Pero él me habría respondido, quitando hierro al asunto, que Rousseau ya había cubierto el mismo territorio en sus Confesiones o en sus Meditaciones de un caminante solitario. Yo no quería que se me anticipara nadie en estas mis primeras impresiones epistemológicas, ni que nadie les quitara hierro. Por algo había pasado setenta años y más viendo la realidad bajo estos mismos signos. Presentía también que había tenido que esperar miles de años para ver, oír, oler y tocar esos misteriosos fenómenos, aguardar turno para la vida antes de desaparecer de nuevo llegado el momento. Podría haber dicho a Ravelstein:
- Me había tocado el turno de vivir.
Pero Ravelstein estaba demasiado cerca de la muerte para hablarle en aquellos términos y tuve que renunciar a mi deseo de darme a conocer totalmente describiéndole mi metafísica íntima. Sólo un reducido número de espíritus selectos ha encontrado la manera de expresar este tipo de revelaciones en la música, la pintura o a través de la palabra.

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