miércoles, 25 de abril de 2012

Biografía teatral


Estuve ayer en el Teatro Galileo. Asistí a la representación de la obra de Chéjov La gaviota. Me disponía a desempeñar el papel de crítico, cuando recibí los embates de la memoria involuntaria. La urgencia manda: abandoné la crónica (que dejo para la siguiente entrada) y me dispuse a encarar el recuerdo de mis vivencias teatrales.

Tuve las primeras a los seis años en el parque de San Julián, durante las ferias y fiestas del santo conquense, en septiembre, cuando los obreros del Ayuntamiento montaban el tinglado del guiñol. Allí, mi héroe, Chupagrifos, deshacía entuertos y tumbaba a los malvados con su sonora palmeta entre los gritos asustados del público infantil. Por las noches, antes de doblar dulcemente, soñaba con salvar a Marta, la tierna rubita de las trenzas que se sentaba delante de mí en la escuela. (Primeras fantasías asociadas al sexo y la violencia, signos infalibles de la inmadurez masculina).

Hacia los diez años, entre la preocupación de mis padres (aun no estaban de moda los psicólogos), dedicaba mis horas a poner los pensamientos en dibujos. Otra forma de dramatización. Llenaba cuadernos y cuadernos de aventuras que inventaba sobre la marcha, una especie de comics sin viñetas. El argumento era hablado, en voz alta, entonado a partir de la acción (no me daba cuenta de que mi familia me observaba estremecida). Las tramas visuales eran incomprensibles para un tercero y, tras unas horas, también para mí; al día siguiente se habían convertido en un boceto de Tàpies. Pintaba la Segunda Guerra Mundial, la Vuelta ciclista a España, el Lejano Oeste, los partidos del atleti, las legiones romanas. Me gustaba sobre todo dibujar tanques y aviones, bicicletas de carreras, el pelotón en fila, caballos al galope, las palomitas del portero, los cascos con penacho de los centuriones... Un buen día bruscamente dejé de pintar, como si jamás lo hubiera hecho, y no volví a las andadas (lo cual no tranquilizó a mis padres). Conservé algunos cuadernos en una caja de zapatos, pero alguien los encontró y se esfumaron para siempre.

A los quince años cursaba sexto y reválida en el Instituto Alfonso VIII de Cuenca; entonces no había centros mixtos. El de las chicas se llamaba Lorenzo Hervás y Panduro. El profesor de literatura, Don José Jesús de Bustos Tovar, organizó un viaje a Madrid, mi ciudad natal, donde tenía la familia materna. Eso me permitió pensar en la obra y no en las calles. Fuimos al Teatro Español, en la Plaza de Santa Ana, a ver El burlador de Sevilla de Tirso de Molina. Recuerdo los crujidos de la sillería, la vista desde las alturas, los siseos de los profesores, las luces, los actores, la historia de Don Juan: me quedé de piedra, como la estatua del comendador. Nunca me curaré de la magia de aquella representación. Por la noche, en la pensión de la calle Matute, los golfos de mi clase me desplumaron jugando a las siete y media (como en la Venganza de Don Mendo). Mis fantasías de género, en período de latencia, se habían desvanecido.

Un año después estaba en preuniversitario. Planeamos un viaje de fin de curso a Andorra, en los confines del universo. A fin de recaudar fondos, escribí junto con Simón Guadalajara una obrita de teatro (por llamarla de algún modo). Se titulaba Los dos hasta el infinito y el título lo dice todo. Por supuesto, “los dos” eran amigos del alma, figuras juveniles de la conciencia provinciana. Pedimos permiso y el director del Alfonso nos permitió utilizar el salón de actos, un local estupendo donde cabían sentados todos los alumnos del centro. Había en el reparto personajes femeninos, lo cual supuso que los chicos y chicas del Preu colaboraran con ardor en la empresa: había director, ayudante de dirección, actores, coro, figurantes, dos apuntadores, vestuario, luces y sonido, acomodadores, taquilleros…  En cuanto Simón y yo nos dábamos la vuelta nos ponían verdes, pero la obra fue la ocasión para estar todos juntos y bastante revueltos. Ese fue su mérito. Mi hermana ha guardado un ejemplar y es desternillante para cualquiera que no sean los autores. Evito los detalles. El día del estreno (y función única) el salón estaba a reventar: padres, hermanos, abuelos, familiares, allegados, se habían rascado el bolsillo. A pesar de los fallos, morcillas de los actores  (respetaron, en general, “las líneas maestras del texto”), silencios embarazosos y risas contenidas, fue un éxito total. Nos obligaron a Simón y a mí a saludar dos veces a un público entregado (yo no quería salir ni a empujones, además no me creía nada… primeros brotes verdes de madurez).

Ya en los primeros cursos de carrera, mi relación con el teatro me acerca a Miguel Muñoz, gran amigo, buen actor (salvó el papel principal en Los dos…), aceptable poeta y a Rafa Herrero, licenciado en arte dramático, director aficionado y autor. Juntos representaron en la Casa de la Cultura de Cuenca, ante una escuálida progresía, La Excepción y la regla de Bertold Brecht (a Miguel se le caía el pistolón del cinto todo el tiempo). Rafa escribió un largo monólogo, adelantándose a las modas, que tituló El ruido de las esquilas, entonces me pareció sublime, hoy seguramente me gustaría. Mis dos amigos han muerto. La obra se ha perdido. Leíamos en círculo de tiza a Ionesco, Sartre y Arrabal.

En la residencia universitaria San Agustín de Madrid conocí a Gonzalo Moure Trénor, hoy periodista, guionista y escritor con una extensa producción e importantes premios. Había escrito una obra de teatro, un homenaje descarado a Beckett, para dos personajes (Gor y Ger) y coro masculino que se titulaba Los Avidugerios. Gonzalo y otro colega actuaban y yo hacía de director. Nos colábamos en el salón del Colegio Mayor Calasanz con la contraseña "vamos a ensayar la obra" ante la perpleja mirada de la recepcionista. Nunca nos dijeron nada, algo increíble para aquellos tiempos. La obra no se representó, primero porque era imposible y segundo porque el asunto terminó en trifulca entre actores.
El primer Ger se llamaba Emilio, un extremeño postgraduado, que preparaba oposiciones a registrador de la propiedad, siempre rodeado de una bruma impenetrable y que se refugiaba en los Avidugerios para no enloquecer. El segundo Ger, Jaime, el innombrable de la bronca final, era un espigado estudiante de la politécnica que pasó de la adoración al odio hacia, sea lo que fuera, representábamos para él. A Gonzalo y a mí nos echaron de la residencia al terminar el curso. A él por su firme (y ruidoso) compromiso político; a mí por tratarlo. Otra escena memorable: cuando mi padre, un hombre liberal, despreocupado por sus hijos en el mejor sentido del término, fue a interesarse por los motivos de mi expulsión, el director de la residencia, aquel santo varón, le dijo que yo era maoísta y, por tanto, incompatible con la moral de la casa y bla, bla, bla. Mi padre flipaba porque, para empezar, no sabía de qué coño le estaban hablando: me miró estupefacto y estuvimos a punto de estallar en carcajadas lo cual empeoró más las cosas. A mí no me extrañó la patraña. Al final, el director habló de Gonzalo para sugerir que “en adelante debería elegir mejor a mis amigos”. Mi padre, que ya se había percatado de la calidad del actor, le espetó suavemente, con fingida seriedad: “¿Figura entre sus funciones elegir los amigos que convienen a mi hijo?". Nos despidió encendido, con brusquedad y malos modos…    
Al salir del Santo Oficio mi padre me invitó a una caña en Riaño y simplemente me dijo: ¿Qué te pasa, has perdido el juicio? (la pregunta, por lo demás, era pertinente). Y no volvimos a hablar del asunto.

Concluyo. Todavía me gusta el teatro por esa ley de continuidad entre la vida y el arte que no se aprecia tanto en otros géneros. Mis recuerdos siguen fieles a esa visión universal del mundo como voluntad y representación: por ejemplo, mi primer amor, una escenificación convincente de que existe la esperanza pero no para nosotros; la universidad, una representación pastoral de la división social del trabajo; mi segundo amor, una puesta en escena de los ciclos infinitos de la educación sentimental; el trabajo, una dramatización del poder absoluto del principio de realidad.
Una sociedad como la nuestra, no se olvide, basada en las categorías teatrales de rol y estatus.

2 comentarios:

  1. Qué maravillosos recuerdos, Rodolfo. Siempre te he tenido en el panteón de los amigos del alma, aunque nunca nos hayamos vuelto a ver. Me escondiste una vez en tu habitación un buen fajo de ejemplares de Mundo Obrero, y hasta me ayudaste una madrugada a extender panfletos por Cea Bermúdez. Así que tenía razón el director: era un amigo poco recomendable.
    Jaja, es verdad, ensayábamos allí sin permiso de nadie, y lo más emocionante no era la obra en sí, sino la trifulca en la que derivaba cada ensayo. Javaloyas, era el apellido del opositor, ¿verdad? Siempre lamentaré que con las prisas perdiéramos el texto de Los Avidugerios, una obra que algún día podríamos recuperar, por el simple placer de hacerlo. Y sí, claro que era un homenaje a Beckett, mi Beckett, nuestro querido Samuel de ojos de águila, aquel de "inténtalo, fracasa, inténtalo de nuevo, fracasa mejor". Justo como nosotros, "beatifull losers". Gor y Ger, esos eran los personajes, y luchaban por Ser, algo que necesariamente vuelve a ser crucial, mira tú.
    Un abrazo, director, de los que crujen.
    Gonzalo.

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    1. ¡Querido Gonzalo, no me metas tan pronto en el panteón de amigos ilustres! ¡Cómo me alegra saber que te acuerdas de mí! Es verdad, se ha perdido el original de los Avidugerios y además sería imposible reconstruirlo (por eso es para ti una joya), igual que mis cuadernos de historietas infantiles (a veces lo intento sin éxito). Con sesenta años, los que tú tienes, me he prejubilado, he abandonado las aulas (¡ya está bien!) y me dedico a lo que realmente me interesa (como te envidio por escoger tan joven), entre otras cosas escribir. Estoy seguro de que la vida, esa vida maravillosa de la que forman parte aquellos recuerdos, nos dará la oportunidad de vernos de nuevo.
      Entretanto te envío un abrazo de los de verdad.

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