He viajado a Londres cuatro veces en mi vida, la última hace dos semanas; una soltero y tres con Ana, ahora profesora de inglés en Madrid y antes de español en Newcastle. Por tanto, ¡oh delicia del turista!, sólo he tenido que chapurrear mi lamentable spanglish al quedarme solo, y créanme, no me he separado de su vera ni tras la recurrente discusión en Harrods por la calma desesperante con que se toma las compras… (Ella opina lo mismo de mi forma de visitar los museos).
Lo común de mis viajes a Londres es, además de la parada en los grandes almacenes, la cita con “el cuadro más bello del Francia”: Los embajadores de Hans Holbein el Joven. Fue llamado así por el canónigo de la Catedral de Troyes tras su traslado a París en 1653 desde el castillo de Jean de Dintenville, señor de Polisy, juez del distrito, propietario del lienzo y uno de los personajes que aparecen en la composición.
En mi última visita a la National Gallery me he dedicado en exclusiva al cuadro, movido, tras despegar el vuelo, por una intuición mística de las alturas (como Dalí) de cuya verdad no me siento especialmente satisfecho. Al salir del museo, como penitencia por mi presunción, renuncié a la espuma de una cremosa pinta de Guiness en un pub cercano a la plaza de Trafalgar.
Por más respetables que sean las interpretaciones históricas o académicas de la obra, no me convencen ni me alegran la vida; por lo demás, se pueden encontrar las versiones oficiales en cualquier libro o web del ramo (la de Wikipedia es excelente). Lo que me fascina (por eso retorno a tantear el enigma) es su interpretación heterodoxa, oscura, muy inglesa, plena de simbolismo e ideología religiosa… aunque, ¡oh cruel reproche!, con fama de vana mistificación. Mis amigos profesores de arte, tras escuchar con paciencia mi relato, lo han refutado siempre. Aducen, por ejemplo, que si fuera cierto, el embajador Dintenville jamás hubiera aceptado la propiedad del cuadro… razón por la cual sostengo que el pintor ocultó con mano maestra sus aviesas intenciones.
Para empezar, hay que recordar que Holbein fue uno de los artistas más comprometidos con la Reforma, de la cual fue defensor y propagandista, e inversamente, adversario de Roma. En 1526 realizó una serie de 51 dibujos sobre el tema medieval de la danza de la muerte sin reclamar su autoría para evitar represalias de la Iglesia por su contenido satírico. En Inglaterra, a partir de 1532, trabajó bajo el mecenazgo de Ana Bolena y Thomas Cromwell, en 1535 Enrique VIII lo nombró Pintor del Rey y en 1538 ilustró la portada de la traducción luterana de la Biblia. No hay que olvidar, por fin, que el auténtico contexto histórico de Los embajadores fueron las guerras de religión que asolaron Europa entre 1525 y 1648.
Volvamos a la famosa tela. Jean de Dintenville, a la izquierda, fue cinco veces a Inglaterra en calidad de embajador del rey Francisco I. El otro personaje es Georges de Selves, obispo de Lavour, amigo del primero y embajador ante la Santa Sede, el emperador Carlos V y la República de Venecia. En la Pascua de 1533 Selves fue a Londres en viaje privado para visitar a su amigo y allí permaneció hasta finales de Mayo, período en el cual Holbein pintó el cuadro diez años antes de morir.
Los dos embajadores muestran unos rostros toscos, provincianos, incultos, alusión a la baja calidad moral e intelectual de los altos cargos de la Iglesia. En contraste con la rudeza de su cara, lucen suntuosos ropajes de seda y armiño o un abrigo exclusivo de piel sobre el uniforme eclesiástico, símbolos de la exterioridad de la religiosidad papista, proclive al ornato, la riqueza y el poder temporal. Obsérvese el medallón que cuelga del cuello del primero: un ángel oscuro de la muerte, alegoría del alma en peligro o de una Iglesia muerta. Asimismo, el broche del gorro representa una siniestra calavera en referencia al mismo tema.
El bellísimo suelo taraceado es una copia bastante fiel del pavimento de la abadía de Westminster, donde el arzobispo de Canterbury corona históricamente a los monarcas ingleses: una alusión a la grandeza de la Iglesia anglicana.
En el estante superior, sobre un exquisito tapete adamascado “a lo Holbein”, hay una reproducción del globo terráqueo hecho en 1523 por Johann Schöner de Núremberg, amigo íntimo de Copérnico, fundador de la astronomía moderna, cuya teoría heliocéntrica fue perseguida con especial saña por la Inquisición. A la derecha del globo hay diversos instrumentos matemáticos y físicos (compases, un reloj solar, un calendario cilíndrico, un goniómetro, un sextante y un cuadrante); empujados por el codo derecho del obispo parecen a punto de caer, anuncio del desprecio de la religión católica, anclada en la Escolástica medieval, por el progreso científico.
En el estante inferior, dedicado a la música, hay dos libros abiertos: a la izquierda Kaufmanns-Rechmungde de Piter Apian editado en 1527, una publicación muy corriente; a la derecha Geistlich Gesangbuhli de Johannnes Walther, un libro de himnos sagrados editado en Wittemberg, en cuya catedral Lutero clavó el 31 de octubre de 1517 las 95 tesis contra la venta de indulgencias, documento que señala el comienzo teológico de la Reforma. Este último está abierto por dos textos luteranos (“Veni sancte spiritus” y “Si quieres vivir espiritualmente”) que versan sobre el dogma de la gracia que Dios otorga a cambio de la fe, uno de los pilares de la religión protestante.
Además de los salmos, hay dos objetos relacionados con la música: un laúd y un estuche de flautas. La música es el arte principal de la Reforma frente a las artes figurativas de la contrarreforma, la escultura y la pintura, utilizadas como punta de lanza doctrinal desde el Concilio de Trento. El laúd tiene una cuerda rota y el estuche está vacío, símbolos de la perdida de la armonía entre los cristianos y la ausencia de principios compartidos.
Por último, la escalofriante representación anamórfica de un craneo es una alusión a los temas del memento mori (“recuerda que has de morir”) y de la salvación personal, punto de partida de la experiencia interior luterana. También puede ser entendida como una alusión a la vanitas terrenal y a la igualdad de los hombres, humildes o poderosos como los embajadores, ante la muerte.
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