lunes, 8 de julio de 2013

El Museo Naval de Madrid


Acompañé hace unos días a mi mujer al Museo Naval de Madrid, actual sede del Ministerio de Marina, situado junto al palacio de Correos. Iba tras las huellas de un antepasado suyo, participante en la Guerra de Cuba al mando del acorazado Cristóbal Colón y a las órdenes del almirante Pascual Cervera y Topete, comandante de la flota. Recientemente, con presencia de la familia, se ha presentado en el Ayuntamiento de Motril un libro sobre su pariente: José López Lengo, Emilio Díaz Moreu. Marino y político.
La verdad es que si hay alguien poco partidario del mar soy yo. Vivo en el centro de la Península y no puedo prescindir de sus cielos altos y diáfanos, del clima continental y de los verdores nevados de la sierra. Una vez al año voy a la costa, pero a los quince días añoro mi casa. No podría vivir en una ciudad marinera. Por lo demás, las pocas veces que he subido a un barco (incluso varado) me he tenido que atiborrar de biodramina. Una desgracia como otra cualquiera.
Con tales antecedentes, la noche anterior tuve que hacer un considerable esfuerzo por ponerme a bien con las cuatro quintas partes del planeta: Velé hasta muy tarde con las novelas de Stevenson y Conrad, los naufragios de Turner, el mar de Debussy y el buque fantasma de Wagner; con algunas pelis de aventuras, el barco pirata de Lego, montado por mí la tarde de Reyes con el cabreo de mis hijos, la pesca de caballas en el pantalán de Bayona y la merluza a la gallega… Soñé luego (pido disculpas por mis continuas enumeraciones, pero es una exigencia del género) con el vaporetto veneciano, el bateau mouche del Sena, los alados clippers de los libros de veleros o los imponentes portaaviones. El mundo del mar, un fenómeno estético.
Traspasamos al día siguiente las puertas del museo. La entrada es gratuita aunque diplomáticamente te piden una colaboración para labores de mantenimiento y mejora.
Está organizado por salas según un criterio cronológico (desde el siglo XV hasta la actualidad), el más razonable sin duda, aunque caiga sobre tus espaldas el peso erudito de la historia. Aviso a navegantes: en esta clase de empresas, la gente comienza pletórica, dispuesta a dar la vuelta al mundo a vela. Su mente está fresca y receptiva. Se fijan en todo lo que no se mueve, incluso en radiadores y cortinas; leen los prolijos carteles, agotan las vitrinas y los “¡Mira!” y “Qué bonito” sobrevuelan las estancias. Pero a mitad de la travesía, el exceso de información afloja las neuronas y a partir de entonces sólo se dedican a observar el techo, el reloj o las bellezas que transitan. Un consejo para quien le sirva: lo mejor es optar por un procedimiento selectivo: ojeada general, instinto básico y degustación serena. Lo bueno si breve dos veces bueno. Las salas con guía parlanchín y el consabido grupo de jubilados o japoneses o ambas cosas hay que evitarlas sin más. Sé de sobra que si me quedo, termino por hacer alguna pregunta inconveniente, con el cabreo del respetable y la pelotera conyugal. Sólo puedo describir, por tanto, impresiones breves y parciales.
Me llamó la atención en primer lugar la munición de los galeones, las temibles bolas de hierro emplomado. Son como imaginaba. En los combates navales (siempre me acuerdo del combate “nabal” de El Buscón) los buques enemigos se enfrentaban, es decir, se situaban unos enfrente de otros, a cien metros o menos, y se machacaban con fuego y metralla hasta que unos se hundían y otros quedaban para el desguace. Escenas del palo mayor desarbolado, velas caídas, miembros mutilados. El almirante Churruca en Trafalgar al que un proyectil le voló la pierna. El oficial que perdió la mano y hundió el muñón en un barril de harina para detener la hemorragia y seguir en el puente de mando (posiblemente una leyenda marcial). 
También me impresionó la disposición y el equipamiento de las carabelas. ¿Cómo podían sobrevivir a la navegación atlántica en tales condiciones? Hacinados, sin intimidad, faltos de higiene, sólo tíos, agua turbia, hartos de galleta y carne salada. Completaban el cuadro una disciplina férrea y el fanatismo religioso. El escorbuto. Lo cierto es que durante la travesía morían más de la mitad, pero al final llegaban y descubrían un continente. ¿De qué clase de hombres hablamos?
Hay maquetas de todo tipo de embarcaciones, desde chalupas indígenas a grandes acorazados, magníficas. Recuerdo una, primer premio de no me acuerdo qué, que invita a una visión minuciosa. Acabas absorto (el premio más valioso a la perfección) mirando tras las ventanas del castillo de popa, donde se vislumbran lujosos salones y arañas de cristal encendidas en una fiesta de gala. Vuela la imaginación hacia las casacas rojas y los escotes generosos de las damas; los camareros sirven copas altas de champagne y recipientes helados con caviar, mientras la orquesta anuncia los compases de una marcha militar; comienza el baile…
Asimismo, puedes asomarte desde una falsa ventana a la reconstrucción exacta del camarote del capitán de una fragata donde se muestran los retratos familiares, instrumentos científicos, cartas de navegación y los libros de lectura (historia de los descubrimientos y vidas ejemplares, probablemente falsos). La mesa de caoba y la alfombra persa invitan a relatar con pluma de faisán y tintero de Murano los pormenores del viaje; o firmar una decisión crucial a mayor gloria de la reina. ¿Qué no daríamos por dormir allí una noche tropical, a salvo de la lluvia y los vientos huracanados?
Se conserva la única bandera del rey José I (el popular “Pepe Botella”, hermano mayor de Napoleón Bonaparte) pues en 1812 las Cortes de Cádiz ordenaron que se quemaran todas... La asocio a uno de los más logrados Episodios nacionales de Galdós El equipaje del Rey José (y a los siguientes de la Segunda Parte) que trata de la retirada y destrucción del ejército francés y su comitiva. Entre ellos el apuesto Salvador Monsalud con uniforme de la guardia jurada.
Es imprescindible el Mapa de Juan de la Cosa, la representación cartográfica del continente americano más antigua que se conserva. Se trata de un mapamundi pintado sobre pergamino, de 93 cm de alto por 183 de ancho, encargado con toda probabilidad por los Reyes Católicos.  Extendida sobre una mesa, un cicerone con traje y corbata explicaba los detalles a un grupo de marinos con gorra y uniforme blanco (visita ordenada por el alto mando, supongo). Le pregunté cortés, tras disculparme por mi intromisión (y el silencio sepulcral de la tropa), si el mapa se correspondía con la imagen que tuvo Colón de sus descubrimientos.


- No del todo –me contestó en igual tono-. Por ejemplo: Cuba se representa como una isla, en contra de la opinión de Colón, que la consideraba una península de Asia. Más otros detalles.

Me encantan las formaciones de soldaditos de plomo con coronel bigotudo al frente, tambor mayor y abanderado. Son preciosos. Hay dos tiendas en Madrid donde todavía los puedes comprar a precio prohibitivo. De niño, en casa de mis abuelos, jugaba con mi vecino Felixín a las batallas. Colocábamos los ejércitos estratégicamente y tratábamos de derribarlos tirando por turno los saquitos de tierra de un fuerte de indios y americanos (que también intervenían en la refriega). Nunca me he recuperado de tanta felicidad.
Me hipnotizaron los enormes mascarones de proa colgados en lo alto de uno de los patios centrales del museo, ese lugar concéntrico al que se asoman todas las plantas del edificio. Madera policromada: Poseidón, Atenea, el águila bicéfala o la Virgen del Carmen. Pienso en la Odisea, en los trirremes griegos, las galeras romanas, las islas del Egeo y el mar Mediterráneo. Son estatuas antropomorfas: presiento el instante mágico en alta mar en que, tras mover lentamente los ojos, dictan al héroe las reglas sagradas. O erguidas en el bauprés de los galeones, engalanados con hermosas tallas para exhibir el prestigio del buque y propiciar la fortuna de sus tripulantes.
Para finalizar: cuadros de próceres y románticos naufragios, monedas de oro y medallas heroicas, espadas de pedrería, uniformes polvorientos y batallas perdidas. Nada pudimos hallar de su pariente. Secuelas de la derrotas de Cavite y Santiago de Cuba en el 98. De haber ganado, dos salas; más la herencia de mi señora. Sólo un retrato del almirante Cervera. Antes de rendirse Moreu hundió su nave para que no cayera en manos del enemigo. A su regreso a España, consejo de guerra y prisión. Pagó por haberse opuesto a una campaña absurda. Tras su liberación, se dedicó a la política: fue elegido Diputado a Cortes por el partido liberal y Senador por la Provincia de Alicante en 1905.

4 comentarios:

  1. Una excelente entrada, Rodolfo, que demuestra que no hace falta ser un amante el mar para disfrutar en el Museo Naval. Gracias por expresarlo tan bien.

    Un cordial saludo

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  2. Viniendo de la Fundación del Museo Naval, son para mí sus palabras algo más que un elogio. Un saludo afectuoso, Rodolfo López Isern

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  3. Les recomiendo la biografía de D. Emilio Díaz-Moreu en la enciclopedia Wikipedia, realmente contiene más datos que cualquier otra que he leído. Un marino español.

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    1. Gracias por sus palabras y recomendación. La principal biografía de Emilio Díaz Moreu, bisabuelo de mi mujer, es la siguiente (por si tiene interés en leerla o consultarla).
      José López Lengo, "Emilio Díaz Moreu. Marino y político".
      El libro ha sido publicado por el Ayuntamiento de Motril en 2013 en homenaje a su figura como hijo predilecto de la ciudad.
      Muchos de los datos, fotos y epistolario los recogió el autor de la familia materna de mi mujer que colaboró en la publicación.
      Ella y sus hermanos asistieron al acto.
      Un saludo

      PD. En una visita posterior al Museo Naval hemos descubierto su firma en un abanico junto con la otros oficiales de escuadra española que partió a Cuba. Se firmó durante su cautiverio en Estados Unidos.

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