domingo, 5 de septiembre de 2021

La naturaleza. Solución

 

En uno de sus escritos de Jena, Hegel, filósofo romántico, afirma que la naturaleza existe porque Dios, pura razón, pierde el control de sí mismo y se enajena en algo exterior y corpóreo. Esta enajenación es, de forma inmediata, una caída, un descenso y antes de completar su recorrido y recobrar su total racionalidad (no sabemos cómo ni cuándo) surge el mal en el mundo. En este momento inicial (imposible calcular el tiempo de Dios), una naturaleza ambivalente se rige por asombrosas leyes físicas y también por oscuros abismos, como el SARS-CoV-2. El pensamiento humano se ha enfrentado a ambos desafíos desde su formación como especie hasta nuestros días: el mito, la magia, la religión, la filosofía, la ciencia, la técnica, es decir el conocimiento y el control.

Actualmente, las poderosas agencias de inteligencia norteamericanas (respaldadas por un despliegue científico sin precedentes), han concluido después de noventa días y noventa noches que el virus no es un arma biológica ni una manipulación genética, aunque no descartan que se haya fugado de un laboratorio chino (vía funcionario despistado) o una zoonosis sin concretar la especie ni el origen del contagio (los camaradas se niegan a darse palos y todo el mundo es responsable menos ellos). Exigua cosecha. Lo cierto es que vamos por la quinta ola y las espículas más aptas prosperan. La esperanza está en las vacunas de segunda generación y, sobre todo, en que las leyes naturales se muestren propicias y las nuevas mutaciones sean cada vez más benignas (como ocurrió con la gripe española). Por lo demás, le epidemia ha tensionado el conocimiento científico (el enigma del coronavirus), la ética social tanto en sentido positivo (la famosa resiliencia, los aplausos y el venceremos) como negativo (la picaresca, los antivacunas y las fiestas clandestinas); también la política (las medidas erráticas o contradictorias, el estado de alarma, el desconfinamiento, la cogobernanza y la polarización de la vida pública).

Volvamos al confinamiento. Recuerdo un video de mi nieta revolcándose indignada por el suelo al grito de ¡Quiero ir al parque! Los padres teletrabajando a destajo; o desesperados en ERTE o en ERE, tirados en el sofá trasegando series; los niños sin cole, los profesores desbordados por una labor para la que no están preparados. Durante cien días las pantallas dominaron el mundo. Bienaventurados los que disfrutaban de un ático con macetas para hacer sentadillas o los privilegiados que tenían casa con jardín. Un chalé en la sierra era la viva imagen del paraíso terrenal.

La pandemia ha tenido consecuencias sociológicas. De nuevo la naturaleza como solución. La primera es la activación de la contrafigura del urbanita: el ruralita (mejor ruralista según la RAE). La añoranza de los espacios abiertos, el riesgo del contacto con el virus en las calles, en el trabajo, en el trasporte, en los centros comerciales y asistenciales potenció una vuelta al neorruralismo y sus manifestaciones. Un eterno retorno a la vida retirada de Horacio y Fray Luis de León, a las apacibles labores agrarias y los atardeceres bucólicos de Virgilio. Se disuelve la utopía urbanística de Le Corbusier o el derecho a la ciudad de Lefebvre y se impone el fenómeno inverso al éxodo rural que dio lugar a la España vaciada: la emigración masiva de los pueblos a las urbes en busca de estudios, trabajo y, en general, nuevas oportunidades.

De menos a más, hay variantes de esta transvaloración de todos de valores. El teletrabajo estable ha propiciado que muchos urbanitas cierren temporalmente sus pisos y alquilen apartamentos con vistas (e internet por cable) en la costa o las islas. Burgueses de toda clase y condición, cargados de justificantes y certificados, pusieron rumbo a su segunda residencia en la playa, la montaña o la aldea perdida ante la torva mirada de los paisanos que los miraron como el quinto jinete del apocalipsis. Hay parejas que venden su casa de la gran ciudad para trasladarse a otra más pequeña en busca de una forma de vida más “personalizada”. Añoran las escenas de la vida de provincia: una convivencia próxima, el contacto diario con amigos, vecinos y conocidos de primera, segunda y tercera. Otros, los auténticos neorrurales, se desplazan a los pueblos de la España vaciada para levantar las casas abandonadas, repoblar los parajes, reconstruir las calles, refundar las granjas, recuperar las fuentes y pilones. Se reivindica un estilo de vida agrícola, artesanal, ecológico. En muchos casos, se trata de personas sin experiencia agraria directa que desean sentir la cercanía de la naturaleza y recobrar modelos sostenibles de producción y consumo. Nada menos. Y de paso luchar contra el cambio climático. Son los repuntes racionalistas de la dialéctica hegeliana.

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